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𝑐ℎ𝑎𝑝𝑡𝑒𝑟 𝑒𝑙𝑒𝑣𝑒𝑛


𝑆𝑡. 𝐺𝑒𝑜𝑟𝑔𝑒 𝐶ℎ𝑎𝑛𝑛𝑒𝑙, 𝐶𝑒𝑙𝑡𝑖𝑐 𝑆𝑒𝑎


—Cielo, ya es la segunda vez que lees esa carta.

Diana levantó la vista del papel y buscó la mirada de su madre, quien la miraba con una sonrisa. La rubia suspiró, doblando de nuevo la carta y dejándola sobre la cama del camarote. La había leído más de dos veces, en realidad, aunque no pensaba admitírselo a la vizcondesa. 

Habían pasado dos días de la boda de los ahora duques de Hastings y Diana y la vizcondesa Bridgerton se encontraban a unos minutos de atracar en el puerto de Waterford. Las dos Bridgerton y Benedict, que se encontraba en su camarote, habían pasado casi dos días viajando en carruaje hacia el puerto de Holyhead, donde habían tomado el barco que llevaba tanto a los Bridgerton como a Lady Danbury a Irlanda. Fue al llegar al puerto de Holyhead cuando llegó la primera misiva de Daphne, las primeras noticias que tenía de ella desde que se fue de Bridgerton House, y la rubia no tardó un solo segundo en abrir la carta y leerla repetidamente.

—Es que las cosas han cambiado tan rápido —susurró Diana, esperando a que su madre se sentara a su lado para continuar—... Me alegro muchísimo de haber recibido noticias tan felices de Daphne, sobre todo de saber lo dichosa que es con el duque. Simplemente... debo acostumbrarme a que ahora es una mujer casada. Y una duquesa, nada menos.

—Aún así —intervino Violet, tomando las manos de su hija—, sigue siendo tu hermana melliza. Sé que va a ser complicado para ti; no os habéis separado desde el día que llegasteis a este mundo, e incluso eso lo hicisteis juntas. Ahora debe hacerse cargo de su propia familia, pero eso no cambiará vuestra relación. 

«Su propia familia» se repitió a sí misma Diana. «Si tan solo madre supiera que no podrá tener nietos por parte de Daphne».

Esa era la parte que más le apenaba: el saber que su hermana no podría cumplir su sueño de ser madre de una gran familia. Era algo que siempre había deseado, desde que era muy pequeña y dejaba de jugar con las muñecas para tomar a Gregory y Hyacinth en brazos, cuidándolos como si fueran suyos. Daphne le había confesado la incapacidad del duque de Hastings para tener hijos y, aunque Diana le había pedido que meditara su decisión de casarse con él, Daphne tuvo su decisión muy clara desde el principio. 

—Además —añadió la vizcondesa ante el silencio de su hija—, algún día tú también tendrás tu propia familia y podréis veros continuamente con vuestros hijos. Ya puedo imaginarlo —suspiró Violet, emocionada—... Aubrey Hall lleno de pequeños nietos. A ese lugar le hace falta más recuerdos felices.

Diana y su madre compartían una característica muy similar: el brillo triste que se instalaba en sus ojos cuando pensaban en el difunto Edmund Bridgerton. La vizcondesa hablaba muy a menudo de su marido, alabando y profesándole amor a su compañero de vida y padre de sus hijos en un intento de mantener vivo su recuerdo. Siempre lo hacía con una sonrisa en el rostro, demostrando la felicidad que había compartido con el vizconde Bridgerton, pero eso no implicaba que ello no le provocara una inmensa tristeza.

—Ya, bueno... No esperes muchos nietos por parte de Eloise —dijo irónica Diana, queriendo levantarle el ánimo a su madre—. Me temo que su aprensión por el matrimonio es mucho mayor que la mía.

Violet rio con suavidad, negando con la cabeza mientras se llevaba una mano al vientre. Un gesto que podría pasar por alto como costumbre después de haber albergado a nueve hijos en su interior, pero que en realidad era un reflejo de que algo le preocupaba. 

—Diana —llamó la vizcondesa, camuflando su inquietud con un suspiro—... Nunca te he pedido disculpas, querida. Por haberte empujado a que aceptaras los gestos del conde de Beverly y a que te replantearas aceptar una hipotética propuesta de matrimonio de su parte. Cielos... Nunca me habría perdonado haberte arruinado así la vida, mi niña.

Diana guardó silencio, desconcertada por la repentina disculpa de su madre. No porque no estuviera acostumbrada a que Violet se abriera en canal para expresar sus sentimientos, sino porque jamás se habría planteado culpar a su madre de todo lo acontecido en relación al engaño de Theodore Spencer.

—Sé que he sido demasiado insistente estos meses con tu debut en sociedad  —siguió la mujer—. Soy más que consciente de que esta no sería la vida que elegirías si tuvieras opción, pero en cuanto vi lo cómoda que te sentías alrededor del conde...

—No tienes por qué disculparte, mamá...

—Claro que sí —interrumpió la vizcondesa—. Tú no habrías considerado si quiera casarte con él si Anthony y yo no hubiéramos sido tan tercos en ese tema. Tan solo... necesito saber que me perdonas, por cualquier mal que pueda haberte causado. Lo lamento profundamente, cielo.

—Sé que quieres lo mejor para mí, mamá —respondió Diana con dulzura, acariciando la mano de su madre—. Jamás podría guardarte rencor por ello.

Violet asintió, conforme con la respuesta de su hija, aunque el pesar aún permanecía visible en sus ojos. Diana chasqueó la lengua, incapaz de ver a su amada madre sufrir, y la atrajo en un abrazo. La vizcondesa no tardó en apoyar la cabeza en la de su hija, acariciando la espalda de la rubia como solía hacer hace tantos años atrás, cuando Diana era aún una niña y corría a los brazos de su madre en busca de consuelo.

En ese momento, la puerta del camarote se abrió y Benedict asomó la cabeza por el pequeño hueco, frunciendo el ceño cuando vio a su madre y a su hermana fundidas en un abrazo.

—Cielos, ¿es que ha muerto alguien?

—Benedict —riñó entre risas la vizcondesa viuda, limpiándose el rastro de lágrimas que habían resbalado por sus mejillas—... ¿Hemos llegado?

—Atracaremos en el puerto de Waterford en breve —dijo Ben, aunque sin hacer desaparecer el ceño de sus facciones—. ¿Podría alguien decirme qué ocurre?

—Hijo, ¿por qué no me ayudas a ordenar el equipaje?

Benedict emitió una queja por lo bajo, protestando por la evasiva de su madre a contarle qué sucedía.

—¿Por qué soy siempre el último en enterarse de lo que ocurre en esta familia?

—Ni siquiera te enteras de la mitad, Ben —respondió Diana con diversión.

La joven rió cuando su hermano mayor contestó con una mueca, sacándole la lengua cuando la vizcondesa no estaba mirando.  Los Bridgerton esperaron a que las doncellas de la vizcondesa y Diana llegaran al camarote acompañadas de un lacayo que les ayudara con el equipaje. En pocos minutos, tal y como había anunciado Benedict, el barco atracó en el puerto de Waterford y la familia Bridgerton fue recibida por dos jóvenes del servicio de los Wilberforce. Los lacayos se encargaron de llevar el equipaje de los Bridgerton hacia los carruajes que los llevarían a ellos y al servicio que los acompañaban al castillo Dromoland, el hogar de los condes de Waterford, Lord Donovan y Lady Susan Wilberforce, y donde tendría lugar la boda de su hijo Declan con Abigail Crawford. 

Para Diana, además, representaba el lugar donde pasaría los siguientes días acompañada del duque de Brighton y sus hermanos. Y eso, realmente —y aunque se negara a aceptarlo en voz alta—, era lo que más emoción le provocaba.


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𝐷𝑟𝑜𝑚𝑜𝑙𝑎𝑛𝑑 𝐶𝑎𝑠𝑡𝑙𝑒, 𝑊𝑎𝑡𝑒𝑟𝑓𝑜𝑟𝑑 𝐶𝑜𝑢𝑛𝑡𝑦


—¡Victoria! ¿Qué haces subida ahí?

Peter casi sufrió un infarto al ver a la pequeña Victoria subida en una silla, en mitad del interminable pasillo que llevaba al salón de estar, y apoyada solamente en una mano sobre la fría piedra que ejercía de pared en el castillo Dromoland. La hermana del duque de Brighton, que sostenía una de sus muñecas con la mano que tenía libre, escuchó claramente el llamamiento de su hermano mayor, pero eso no hizo que la niña despegara la vista del gran ventanal en el que tenía apoyada la frente.

—Espero a que lleguen los carruajes de los Bridgerton y Lady Danbury—respondió Victoria, aunque sin darle siquiera una sola mirada al duque—. Miss Bridgerton nos prometió a mí y a Ophelia que jugaría con nosotras en cuanto llegara al castillo.

Peter suspiró, aunque no puso resistencia a la sonrisa que se instaló en sus labios. El duque de Brighton cogió a su hermana pequeña por la cintura y la bajó de la silla con cuidado antes de agacharse frente a ella. 

—Miss Bridgerton  y su familia necesitarán descansar cuando lleguen, Victoria —dijo el duque, colocando un mechón de cabello rubio detrás de la oreja de su hermana—. Nosotros hemos tenido tiempo para recuperarnos de un viaje tan largo. Tengo la certeza de que a Miss Bridgerton le encantará pasar tiempo contigo una vez haya descansado.

La niña resopló pero terminó por asentir, aceptando la mano que le había tendido su hermano. El duque sonrió con diversión al escuchar el resoplido de Victoria y se sorprendió a sí mismo; últimamente sonreía más de lo que lo había hecho en años. 

—¿Crees que podremos enseñarle a Miss Bridgerton el lago? —preguntó Victoria, alzando la mirada hacia su hermano— No es tan bonito como el de Weavington, pero creo que podría gustarle. Dijo que quería enseñarnos a pintar paisajes.

—Lo recuerdo —asintió Peter—. Pero no la presionéis, ¿de acuerdo? Debe estar agotada después del ajetreo de la boda y se merece poder descansar. 

Victoria frunció el ceño, disminuyendo su paso hasta detenerse por completo. Peter imitó el gesto de su hermana y se giró hacia la niña, dispuesto a preguntarle qué sucedía. La confusión del duque aumentó cuando vio la pequeña sonrisa en los labios de su hermana. 

—Te importa Miss Bridgerton.

No era una pregunta, ni mucho menos una suposición. Victoria estaba afirmando que su amado hermano, el aparentemente frío duque de Brighton, sentía afecto hacia Diana Bridgerton. Peter agrandó los ojos ante la rotunda alegación de Victoria y negó rápidamente con la cabeza.

—No, te equivocas. Simplemente me preocupo por el bienestar de los invitados. 

—Pero no somos los anfitriones —dijo la niña, aumentando la diversión en su tono—. Eso es algo de lo que se ocupa Lord Wilberforce.

—¿No se supone que tienes diez años? —preguntó irónico, intentando esquivar el tema de conversación— Me preocupo por Miss Bridgerton y su familia porque el vizconde es un amigo de la infancia, eso es todo.

«Un amigo que quiso que juraras que jamás te acercarías a Diana.»

—Yo solo digo —insistió Victoria— que jamás habías hablado así de alguien. Y has cambiado, hermano; has vuelto a sonreír. Hasta yo puedo verlo. 

Peter bufó ante la incoherencia de la situación y negó de nuevo con la cabeza. No podía creer que estuviera manteniendo este tipo de conversación con su hermana pequeña. Pero por un momento se permitió escucharla y recapacitó sobre lo que Victoria había dicho. ¿Tanto había cambiado desde que Diana llegó a su vida que hasta su hermana de diez años lo se había dado cuenta de ello?

Pequeños y ligeros pasos se escucharon al final del pasillo y, cuando estaban llegando a la escalera que daba al recibidor, Peter divisó a sus otros dos hermanos apresurándose hacia él y Victoria a gran velocidad. En realidad, Ophelia corría mientras el pequeño William intentaba seguir el ritmo de su hermana mayor.

—¡Hermano! —gritó Ophelia con emoción— ¡Han llegado! ¡Los Bridgerton ya están aquí!

—¡Shhh! 

El duque intentó apaciguar los nervios de sus hermanas, pero incluso a él le le dio un vuelco el corazón al saber que Diana estaba tan solo a unos metros de distancia. Victoria y Ophelia ignoraron a su hermano mayor y corrieron escaleras abajo, tratando de llegar a la entrada del castillo lo antes posible para recibir a los Bridgerton antes que nadie. El pequeño William, de cinco años, se quedó al lado de su hermano mayor y no tardó en imitar la postura de Peter, llevándose una mano a la cadera. El duque de Brighton pasó por alto la desobediencia de sus hermanas y rió al ver la imitación de William, algo a lo que se estaba acostumbrando a presenciar cada vez con más frecuencia. La institutriz de los niños había sido la primera en notar que el pequeño William observaba detenidamente a Peter y analizaba al detalle su postura y gestos, emulándolos para parecerse a su idolatrado hermano mayor.

—¿Qué haremos con ellas, William? —preguntó irónico el duque, riendo de nuevo al ver que el niño frunció el ceño al mismo tiempo que él— Venga, vayamos a recibir a los recién llegados. 

Peter le hizo un gesto a su hermano pequeño para que saltara y lo atrapó en el aire, llevando al niño entre sus brazos mientras escuchaba lo que él y sus hermanas habían estado haciendo esa mañana con la institutriz. Fitzgerald le fue preguntando al niño qué había aprendido y le felicitaba cuando William decía una nueva palabra en francés o aseguraba que había sido el que mejor se había comportado de los tres hermanos —y Peter le creía sin lugar a dudas—.

Al llegar al recibidor, Peter divisó a un par de lacayos cargando el equipaje que debía pertenecer a los recién llegados hacia el interior del castillo y en dirección a las habitaciones de los invitados. El duque de Brighton no alcanzó a ver desde su posición más allá de la fila que habían formado los anfitriones para recibir a los Bridgerton y a Lady Danbury, por lo que avanzó hacia el exterior, aún con William en sus brazos, y fue obsequiado con lo que él consideraba uno de las vistas más hermosas del universo.

Diana Bridgerton se había agachado para saludar a Victoria y Ophelia, que se habían lanzado a los brazos de la joven en cuanto habían tenido la oportunidad de hacerlo. La rubia portaba una gran sonrisa en el rostro y charlaba animadamente con las hermanas del duque mientras Benedict y Lady Bridgerton eran recibidos por Lady Crawford, y Peter, ensimismado, permaneció inmóvil en la gran puerta del castillo.

—Hermano —llamó William, sacando al duque de su trance— ¿No vamos a saludar?

—Sí, por supuesto —balbuceó el duque antes de avanzar.

El primero en notar la presencia de Fitzgerald fue el primo de su difunta madre, Lord Wilberforce. El conde de Waterford se giró hacia Peter con una gran sonrisa y le hizo un gesto con la mano para que se acercara a recibir a los Bridgerton.

—¡Peter! Ven aquí, muchacho. 

El duque carraspeó con incomodidad al notar todas las miradas posarse sobre él, pero terminó por complacer a su tío —como él le llamaba debido a los lazos de sangre que compartía con su madre— y se colocó a su lado. La vizcondesa Bridgerton saludó con una reverencia al duque y Diana se reincorporó con rapidez cuando vio llegar a Peter Fitzgerald con su hermano pequeño. La rubia imitó el gesto de su madre y, tras dedicarle una reverencia, saludó al hombre frente a ella. 

—Excelencia. 

—Miss Bridgerton —saludó el duque de Brighton, queriendo ignorar el hecho de que una sola mirada de Diana había bastado para arrebatarle el aire—. Lady Bridgerton, Lord Bridgerton. Espero que hayan tenido un viaje agradable.

Diana asintió levemente y el duque sonrió brevemente, dispuesto a mantenerse en silencio mientras se llevaban a cabo las presentaciones. Sólo habían pasado dos días desde la última vez que tuvo el placer de disfrutar de Diana y, teniendo en cuenta que durante la boda no tuvo el placer de siquiera cruzar dos palabras con la joven, su alma había comenzado a anhelar la simple presencia de la joven Bridgerton, haciendo que la viera en sueños y escuchara su risa en los simples soplidos del viento.

—Una cumple años y los más jóvenes empiezan a olvidarla —dijo Lady Danbury, apareciendo al lado de Benedict con una de sus sonrisas—. Qué agradable sorpresa ver que, al menos, ha decidido aceptar los consejos de una pobre anciana y agraciarnos con su presencia.

Peter intercambió una mirada sabionda con Lady Danbury, siendo consciente de que la mujer ni siquiera habría barajado la posibilidad de llegar al castillo Dromoland y no verlo allí junto a sus hermanos. 

—Rara vez desatiendo sus sabios consejos, Lady Danbury —terminó por decir el duque antes de bajar a William al suelo—. Confío en que hayan podido descansar un poco. 

—Desde luego, excelencia —añadió Violet con una gran sonrisa—. Nos habríamos conformado con un poco menos de oleaje, pero seguro que estos días nos ayudarán a desconectar. Todos lo necesitamos después de estas semanas tan ajetreadas. 

—Oh, Violet —se lamentó Lady Crawford, tomando las manos de la vizcondesa—. Ojalá hubiéramos podido asistir a la boda de Daphne. Cielos... Un día las tienes entre tus brazos y al siguiente las tienes que ver marchar. ¿En qué momento crecieron tanto nuestras niñas? 

—Mamá —protestó Abigail dulcemente antes de dirigirse hacia Diana—... Lleva así desde que llegamos a Waterford. 

Mientras las jóvenes hablaban, Lady Danbury aprovechó que los Bridgerton y los Crawford mantenían una conversación para acercarse al duque de Brighton. Peter Fitzgerald conocía a la perfección la mirada que le estaba dando la mujer y, cuanto menos, sintió pavor por lo que estuviera apunto de decir o hacer Agatha. 

—Una escena acogedora. ¿No le parece, excelencia?

—Ciertamente —respondió Peter, pensando que Lady Danbury se refería a la amistad entre las dos familias—. Miss Crawford comentó antes lo dichosa que la hacía poder contar con la presencia de Miss Bridgerton en su boda. Es visible que son muy cercanas.

—Oh, no me refería a Miss Crawford —dijo  la mujer con un tono irónico casi imperceptible—. Sus hermanas parecían estar contando las horas para volver a ver a Diana Bridgerton. Incluso la pequeña Ophelia corrió a sus brazos al verla bajar del carruaje.

Peter suspiró y desvió la mirada de Lady Danbury, buscando en su lugar a Victoria y Ophelia. Las niñas no habían abandonado el lado de Diana en ningún momento, cada una agarrando una de las manos de la joven Bridgerton mientras Abigail le presentaba a los miembros de la familia Wilberforce. Victoria y Ophelia parecían realmente felices con la llegada de Diana a Waterford y le comentaban a la joven con entusiasmo todas las cosas que podrían hacer antes de la boda. 

—Entonces me temo que no sé a qué...

—Por supuesto que lo sabe, joven —cortó Lady Danbury, sin pasar por alto la mirada sorprendida que le dio Fitzgerald—. No me creo esa coraza suya ni ese papel al que lleva jugando ser desde la muerte de su madre. Y podría apostar todo el dinero que tengo a que ella empieza a no creérselo. ¿Es que pretende elegir la infelicidad aún teniendo la satisfacción más grata del mundo en la palma de su mano?

—Ojalá todo fuera tan fácil como usted intenta hacer ver, Lady Danbury —masculló molesto Peter, sintiendo como un dolor incómodo se instalaba en su pecho—. Pero la vida no es igual de justa para todos y, en ocasiones, requiere sacrificios. 

—Asegúrese de sacrificar la cosa correcta, entonces. Y mire a su alrededor, excelencia. La vida no nos ha regalado nada a ninguno de los aquí presentes y, aún así, no somos unos desgraciados que elegimos escondernos de lo que tiene que ofrecernos el mundo.

Peter guardó silencio, sabiendo que había errado con sus palabras y que había podido dañar con ellas a Lady Danbury. La mujer lo había visto crecer, teniendo en cuenta que el duque de Hastings y él se criaron juntos, y no dudaba que sus palabras iban dedicadas a afianzar un futuro sólido y dichoso para él; y sin embargo, él no había dudado en sacar su lado frío e insensible para escudarse de la verdad.

—Mis disculpas, Lady Danbury —dijo en voz baja, casi avergonzado—. Sé que su vida ha sido de todo menos fácil. No pretendía ofenderla. 

—Acepto sus disculpas, excelencia —dijo la mujer con serenidad—. Tal vez yo deba disculparme también por haber esperado demasiado de usted y suponer que acabaría convirtiéndose en el hombre que su padre esperaba que fuera.

Sin intercambiar una palabra más, Lady Danbury giró sobre sus talones y se incorporó a la comidilla que iba en dirección hacia el interior del castillo, encabezada por Lord y Lady Wilberforce y el pequeño William. El duque de Brighton había sentido las palabras de Lady Danbury como si un centenar de puñales hubieran atravesado su pecho y se hubieran clavado de forma directa y certera en su corazón. Y no pensaba que no se lo mereciera; al contrario. Tal vez eso era lo que necesitaba para que abriera los ojos: alguien le dirigiera el mismo odio e insensibilidad que él había estado regalando durante años.

—¡Hermano! —exclamó Victoria mientras corría hacia él— Miss Bridgerton va a asearse y luego la llevaremos al lago. Tienes que venir, por favor. 

—Victoria, los Bridgerton han tenido un viaje muy largo. Debemos dejar que descansen...

—No se preocupe por mí, excelencia —cortó Diana, apareciendo de repente en el campo visual del duque—. He tenido tiempo de sobra para descansar en el barco y, si soy sincera, me vendría estupendamente tomar un poco el aire.

Peter no supo por qué, pero las palabras parecían escasear en su cerebro en ese preciso momento. Diana frunció el ceño ante la expresión del duque, extrañada por su comportamiento y, justo antes de que hablara, Ophelia, quien sostenía la mano del diamante de la temporada, alzó la voz para suplicarle a su hermano.

—Por favor, hermano. ¿Puedes venir?

—Cómo podría decir que no —suspiró, sonriendo ampliamente cuando Victoria saltó a sus brazos—. Pero dejad que Miss Bridgerton se acomode en sus nuevas estancias, ¿de acuerdo?

Las niñas replicaron sonora y afirmativamente antes de entrar corriendo en el castillo, aparentemente yendo a coger el juego de pinceles viejos que Peter llevaba consigo siempre que iba de viaje. El duque negó con la cabeza, incapaz de recordar la última vez que había visto así de alegres y radiantes a sus hermanas. Le costaba asimilar el hecho de que ellas podían haber pasado página y seguir con sus vidas cuando él seguía estancado en el pasado, luchando inútilmente por apartar de su vida a lo único que parecía haberle devuelto las ganas de vivirla.

—¿Se encuentra bien, excelencia?

Diana había mantenido las distancias con el duque, pero se había acercado lentamente al ver que su mirada seguía perdida, fija en el trayecto que habían seguido las niñas para adentrarse en el castillo Dromoland. El duque inhaló por unos segundos, asintiendo con la cabeza al ver que el ceño de Diana se pronunciaba aún más. 

—Perfectamente, Miss Bridgerton. 

—Permítame discrepar —dijo con rapidez la joven, dando un paso más hacia Fitzgerald—. Si considera que me he sobrepasado en cuanto a sus hermanas...

—¿Qué? —interrumpió Peter, siendo ahora él quien fruncía el ceño— ¿Por qué dice eso?

—Pensé que podría estar molesto...

—¿Por hacer felices a mis hermanas? —preguntó, genuinamente sorprendido— Miss Bridgerton, en todo caso debería darle las gracias. Han reído más en estos últimos días con usted que conmigo en los últimos años. Y le estaré eternamente agradecido por ello. 

—Por favor, no tiene que agradecerme nada —dijo Diana con suavidad—. Yo también disfruto mucho la compañía de sus hermanas y... Bueno...

Peter ladeó la cabeza, reprimiendo la sonrisa divertida que quería asomar por sus labios antes de dar un paso hacia la joven.

—Vaya, Miss Bridgerton. Cualquiera diría que está apunto de admitir que mi compañía es de lo más deleitante para usted. 

—Yo no he dicho eso —se apresuró a decir la joven, notando como la sangre subía a sus mejillas cuando escuchó la risa del duque—. ¡No se ría! Jamás afirmaría tal desfachatez. 

—¿Es verdaderamente tan disparatado para usted? —dijo con diversión— Lamento informarle, entonces, que el sentimiento es mutuo. Jamás haría tal afirmación y, de hecho, me gustaría hacerle saber que detesto su presencia.

Diana jadeó, no por las palabras del duque —que sabía que eran inofensivas por su tono de burla—, sino por el cambio de actitud que había estado percibiendo del duque de Brighton en las últimas semanas. Lejos quedaba aquel hombre que la insultó descaradamente en el baile de Lady Danbury, dando paso a un caballero que la miraba con completa y absoluta devoción.

—Es usted inaguantable, excelencia.

Peter rió por lo bajo y asintió, avanzando hasta quedar frente a Diana. La rubia inhaló con dificultad, intentando no sonreír al ver el hoyuelo que había aparecido en la mejilla del duque de Brighton. El duque levantó una mano con la intención de apartar un mechón de cabello del rostro de la joven, pero terminó por sucumbir a sus deseos y acarició la mejilla de la chica con la yema de sus dedos, tan delicadamente que Diana se estremeció por las cosquillas. 

—Lo lamento —susurró Peter. 

El duque había pensando que la joven se había estremecido como rechazo a su tacto y fue a retirar la mano de su rostro. La sorpresa llegó cuando la mano de Diana se posó sobre la suya, no para retirarla, sino para sentirla por completo en su piel. El gesto no solo había impresionado a Fitzgerald, sino también a la propia Diana. Un segundo le insultaba al hombre frente a ella y, al siguiente, le hacía saber que deseaba sentir la calidez de su mano sobre su piel.

—Miss Bridgerton...

—Por favor, no diga nada.

—Ha pasado de considerarme un impresentable a inaguantable —susurró él, sonriendo cuando la chica rodó los ojos con molestia antes de envolver la muñeca del duque con sus dedos—. No soy un experto en la materia, pero me atrevería a decir que eso es progreso. 

—No me haga cambiar de opinión, excelencia —dijo en voz baja la chica, esta vez dejando que el duque viera su sonrisa.

—Sólo en caso de que me vea necesitado de sus insultos y su lengua afilada, Miss Bridgerton. 

Diana asintió, conforme con la burla de Peter. Sus dedos seguían en torno a la muñeca del duque, prolongando el contacto que tanto había ansiado en los últimos días, y sus ojos bebían de la belleza que el hombre ante ella tenía que ofrecer. Cuando la mirada de la joven se posó en los labios del duque, Diana notó que la mano de Peter se acomodó en su mandíbula, acariciando la piel con su pulgar mientras la cercanía desaparecía como por arte de magia. Diana suspiró y apoyó una mano en el pecho del duque, percibiendo como la respiración de este era tan agitada como la suya aunque quisiera disimularlo. 

Una sensación que sólo había experimentado con anterioridad entre los brazos del duque volvió a recorrer su sistema, instalándose en la parte baja de su abdomen y encendiendo una mecha que le prendió fuego a todo su interior. Una necesidad creciente recorrió el sistema nervioso de la joven, que cerró los ojos cuando notó la otra mano del duque acercarla a él por la cintura. La respiración de ambos era tan pesada y cercana que era prácticamente imposible decir dónde empezaba el aliento de uno y terminaba el del otro. Peter emitió un sonido gutural que llegó a lo más profundo de la chica, especialmente cuando el agarre que el duque ejercía sobre ella se intensificó, como si quisiera anclarse a la realidad antes de que pudiera cometer una locura. 

Diana parpadeó, aturdida, cuando el duque se distanció repentinamente de ella y dio un paso hacia atrás, pasándose una mano por la sien. La chica miró hacia los lados, de repente consciente de su posición, y puso respirar tranquila cuando percibió que eran las únicas personas que quedaban a las afueras del castillo. Sus ojos, sin embargo, no tardaron en volver a la esbelta figura frente a ella que no se atrevía a darle una sola mirada más.

—¿Excelencia?

—Lamento haberla entretenido, Miss Bridgerton —dijo finalmente, y aunque su tono era considerablemente más grave que hacía unos minutos, la sonrisa en sus labios había llegado para quedarse—. Será mejor que vaya a asearse. Ha tenido un largo viaje y aún tiene que hacer frente a mis hermanas pequeñas. Será mejor que descanse un poco. 

Diana se quedó perpleja en la entrada del castillo, con los ojos como platos y los labios entreabiertos mientras veía como el duque le hacía una reverencia antes de marcharse. La joven se llevó una mano al rostro, intentando percibir la calidez que había estado ahí hacía tan solo unos segundos y que ya comenzaba a esfumarse; su otra mano viajó hacia su pecho, como si ese gesto pudiera calmar su acelerado corazón en un instante. No comprendía que acababa de pasar y no tenía intención alguna de preguntarle al duque por la naturaleza de sus actos. Sobre todo porque disfrutaba muchísimo más de esta faceta suya que de la que había conocido antaño, aunque ni siquiera sabía por qué lo hacía o por qué él se había esforzado tanto en hacerle ver cómo era Peter Fitzgerald en realidad. 

La chica suspiró y miró al cielo, pidiéndole una mínima explicación a los astros o a su ángel de la guarda, si es que tenía alguno a estas alturas. Diana recogió la falda de su vestido y le preguntó a uno de los mayordomos si podía acompañarla a la habitación que habían designado para ella y, una vez allí, tomó ese baño en el que tanto había pensado en los últimos dos días con la intención de relajar sus tensos músculos. Su mente, sin embargo, no hacía más que rememorar su último encuentro con el duque de Brighton. El hombre que había atormentado su mente desde el principio de la temporada parecía negarse a abandonar sus pensamientos aunque, ahora, con un objetivo completamente distinto. 


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