
𝑐ℎ𝑎𝑝𝑡𝑒𝑟 𝑒𝑖𝑔ℎ𝑡
𝐵𝑟𝑖𝑑𝑔𝑒𝑟𝑡𝑜𝑛 𝐻𝑜𝑢𝑠𝑒
—¿Entonces no hay de qué preocuparse, doctor?
—En absoluto, Lady Bridgerton. Lo único que puedo recomendarle a Miss Bridgerton es una infusión y reposo. Estoy seguro de que la jaqueca terminará por desaparecer pronto.
—Ya estoy mucho mejor —respondió Diana con cansancio—. Gracias, doctor. Tomaré esa infusión y estaré más que lista para la velada de Lady Trowbridge.
Violet frunció el ceño y Anthony se apresuró a negar con la cabeza, dando un paso para acercarse a la cama donde descansaba su hermana pequeña.
—Tonterías. La sociedad podrá prescindir de tu presencia un día más, hasta que estés recuperada del todo.
—He estado dos días en cama, Anthony. Si paso otro más me volveré loca.
El vizconde Bridgerton se quedó mirando a Diana unos segundos, como si estuviera analizándola para comprobar que verdaderamente se encontraba bien. Después desvió la mirada hacia el doctor, pidiendo su aprobación. Cuando este asintió con conformidad, Anthony dejó escapar un suspiro.
—Daphne estará encantada de saber que nos acompañarás esta tarde, querida —dijo Violet, tomando la mano de su hija mientras esbozaba una cálida sonrisa.
Diana sonrió de vuelta, estrechando la mano de su madre con cariño. Anthony continuó su conversación con el doctor brevemente y comentó que lo acompañaría a la entrada.
Diana se sentía fatal por mentirles, pero no tenía otra opción si quería librarse de atender los eventos de la temporada durante un par de días. No porque le apeteciera quedarse en la cama llorando, sino porque se sentía profundamente avergonzada. El hecho de tener que mirar a Theodore Spencer a los ojos sin poder gritarle todo lo que deseaba —y en su lugar, plantar una cortés sonrisa— hacía que la ira se propagara por todo su cuerpo. Pero la emoción que reinaba en su sistema, de todas las que sentía a la vez, era la vergüenza.
Diana siempre se había considerado una joven lista. Todos a su alrededor pensaban que su inteligencia era mucho superior a la de las damas de su edad; superior a lo que debería saber una joven de su condición social y de la que se espera que baile, sonría y tenga hijos. Pero todos quienes la conocían admiraban el ingenio y astucia por la que se caracterizaba. Y ahora, sin embargo, se sentía la persona más estúpida de la faz de la tierra.
Él había querido aprovecharse de ella y casi lo había conseguido.
—No tienes buen aspecto, tesoro. ¿Seguro que quieres venir al baile?
Violet sacó a su hija de sus pensamientos, aunque la vizcondesa viuda no estaba segura de que Diana estuviera prestándole atención.
»Puedo quedarme aquí contigo, si lo deseas.
—No, no —respondió la rubia con rapidez—. De veras, me encuentro muchísimo mejor que ayer, y que el día anterior. Tan solo necesitaba un poco de reposo... Y teniendo en cuenta que Anthony no ha permitido que dejara la cama...
Violet rió por lo bajo y acarició el rostro de su hija. Algunas veces le dolía más que le reconfortaba las similitudes que encontraba entre su querida Diana y su difunto marido.
—Entonces le diré a Jane que saque tu vestido. Y le diré a Cook que te prepare la infusión del doctor.
—Gracias, mamá.
Cuando la vizcondesa Bridgerton abandonó su habitación, Diana dejó escapar el suspiro que llevaba reteniendo desde que el doctor llegó para revisarla. Fingir que estaba enferma era algo que había hecho alguna que otra vez cuando era niña; pero tener que fingir emoción por los ramos de flores que el conde de Beverly le mandaba... Reprimir su rabia era algo en lo que Diana aún estaba trabajando.
Dos días habían pasado desde su visita a Abigail Crawford. Dos días llenos de tormento y autoculpabilidad que impedían a Diana conciliar el sueño. ¿Cómo había sido tan estúpida? ¿Cómo pudo haber dejado que alguien como Theodore se acercara tanto a ella? Desde luego, Diana nunca se había sentido tan ingenua y avergonzada de sí misma.
La conversación que había mantenido con Abigail hacía un par de días aún resonaba en su cabeza.
"—Me convenció de que lo mejor para nosotros era fugarnos juntos, ya que mi padre aún consideraba su propuesta de matrimonio porque nadie conocía a Theodore —le había contado Abby—. Estaba tan enamorada de él, Diana... Parecía el caballero perfecto. Pero mi padre quería esperar a que diera comienzo la temporada con la intención de que alguien le asegurara de que el conde era un buen pretendiente.
»No me lo pensé y me fugué con él. Conseguimos llegar a un pequeño pueblo a dos horas de Londres; era pintoresco, con una preciosa abadía en la que pediríamos que nos casaran a la mañana siguiente. Todo parecía un sueño... Pero tan pronto como estuvimos solos en la posada, su mirada cambió. Se apresuró a...
Diana había visto la mirada de Abigail apagarse por completo. No sabía a qué se estaba refiriendo su amiga, pero tenía la certeza de que no podía tratarse de nada bueno.
—Abby...
—Por favor, dime que no te ha forzado a nada, Diana —sollozó la joven.
Diana negó con la cabeza, confundida. Abigail tomó una bocanada de aire y se secó las lágrimas con el pañuelo de seda que apretaba entre sus manos.
—No... no sé a qué te refieres, Abigail. Pero nunca he estado con el conde a solas.
—Me convenció... si esa es la palabra adecuada... de entregarme a él. Me aseguró que de esa forma nadie podría impedir que nos casáramos y que fuéramos felices juntos. Yo no comprendí la consecuencia de mis actos en ese momento; no comprendí la deshonra que conllevaría para mí y para mi familia si alguien se hubiera enterado de lo que pasó aquella noche.
—No lo comprendo, Abigail —dijo Diana, sintiéndose casi estúpida por no saber a qué se refería la joven—. ¿De qué te convenció?
Abigail suspiró antes de desviar la mirada, como si se avergonzara de tan solo recordar aquel momento.
—Hay un acto que está reservado para marido y mujer. Un acto que se lleva a cabo en la noche de bodas para consumar el matrimonio y por el que las mujeres se quedan en cinta. Theodore dijo que si lo hacíamos, ni siquiera padre podría separarme de él; que no tendría excusa para aceptar nuestro matrimonio. Pero una vez... terminó... Theodore comenzó a preguntarme por mi dote.
»Al parecer, la suma era mucho menor de la que él esperaba y no estaba conforme. Si tuviera que describir lo que vi en su mirada en ese momento, Diana... Aún no encuentro las palabras para hacerlo. Se vistió a toda prisa y comenzó a deambular por la habitación, murmurando cosas sin sentido y diciendo que "no era suficiente". Yo acababa de entregarle mi virtud y él sólo estaba interesado en averiguar cuál sería la compensación que recibiría al casarse conmigo.
Diana quería decir algo, pero no era capaz de articular palabra. Solo pudo quedarse sentada, sosteniendo la mano de Abby mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor. Diana se preguntaba a sí misma cómo podía haber estado tan ciega. ¿Había estado pensando en casarse con un hombre así, que había logrado engañarla como a una tonta?
»Mi padre nos encontró antes del alba. Iba a matarlo, Di; mi padre estaba dispuesto a matarlo con sus propias manos. Theodore, por su parte, comenzó a disculparse, volviendo a su faceta de cordero inocente mientras suplicaba clemencia. Le prometió a padre que todo lo que había hecho era porque estaba enamorado de mí, pero yo sabía que no era cierto. Había escuchado todo lo que había dicho acerca de mi dote y cómo necesitaba ese dinero... Mi padre se había enterado de que Theodore debía muchísimo dinero; de que había malgastado la herencia del difunto conde y estaba desesperado por casarse.
—Cielo santo.
Diana ahora comprendía muchas cosas. Comprendía por qué el conde estaba tan ansioso por que ella aceptara su petición de mano y por qué había hecho su casi propuesta sin ni siquiera conocerla.
—Theodore prometió que no volvería a la sociedad de Londres si mi padre le daba una pequeña compensación por guardar el secreto. Mi padre aceptó, aunque juró que nosotros tampoco volveríamos a esta jaula de oro. Tal vez el conde tenía la certeza de que no volveríamos a Londres y por eso regresó en busca de una nueva víctima.
»Cinco semanas después supe que estaba embarazada. Mi madre lloró durante horas, pero yo no podía moverme. Estaba tan asustada, tan confundida... Padre decidió que lo mejor sería "deshacernos del problema", o esas fueron sus palabras. Al día siguiente se apresuraron a comprar tres billetes para Irlanda; mis padres me acompañaron a Waterford en carruaje, donde viven mis tíos. Ellos llamaron a una curandera que había asistido a mi tía en otras ocasiones durante sus embarazos; apenas recuerdo nada de esa semana... Sólo el dolor que sentí durante días después de perder al bebé.
»Mi padre tardó semanas en dirigirme la palabra. Según madre no estaba enfadado, sino avergonzado. Supongo que sus palabras eran para intentar consolarme, pero sólo sirvieron para herirme aún más. Cuando al fin lo hizo, me dijo que estaba feliz de que estuviera frente a él, y no en un pueblo de mala muerte teniendo hijos para un caballero sin honor y con deudas.
—Tu padre te adora, de eso no hay duda. Estoy segura de que todo lo que hizo fue por tu bien; porque estaba asustado de perderte para siempre.
—Lo sé. Hoy tengo la certeza de ello y le estaré eternamente agradecida —suspiró Abby—. Mi padre siempre ha hecho todo lo posible por garantizar mi felicidad y mi estabilidad. Accedió a venir a Londres después de que madre y yo le suplicáramos regresar... Aunque no sin antes haber asegurado mi futuro.
Abby soltó la mano de Diana y estiró el brazo hacia la mesilla de noche, alcanzando una pequeña caja de terciopelo granate. Cuando se la ofreció a Diana, la rubia agrandó los ojos con sorpresa.
—¡Oh, Abigail! —exclamó, viendo la preciosa sortija de compromiso y la entusiasmada sonrisa de su amiga— ¡Estás comprometida!
—Con el futuro conde de Waterford —dijo con ilusión—. Declan es tan atento y divertido, Diana... Quiere tener una gran familia y siempre quiere saber mi opinión cuando habla de negocios y sus futuros planes para el condado.
—Te mereces ser feliz, Abby. Si sólo hablar de él te hace sonreír así, no tengo dudas de que seréis profundamente felices juntos. No sabes cuánto me alegro.
Abigail apretó con ilusión la mano de Diana antes de mirarla fijamente a los ojos.
—Tú también te mereces alguien así, querida amiga. Eres una persona especial y mereces a alguien que reconozca el valor que posees. No me arrepiento de haber vivido una experiencia tan espantosa porque sé que así te la he evitado a ti... No cometas el mismo error que yo, Di. No soportaría verlo.
A la vez que se llevaba las manos a la cara, como si con ese simple gesto pudiera ocultarse del mundo, la puerta de su habitación volvió a abrirse y una cabeza pelirroja asomó por la apertura. Diana trató de recomponerse y se acomodó contra los cojines.
—Daph —saludó la rubia antes de dar un golpecito en la cama—. ¿Me harías compañía?
—Suena más deleitante que aguantar las preguntas sobre el príncipe Friedrich, desde luego —bromeó—. ¿Cómo te encuentras?
—Exhausta. No me he levantado de la cama y pareciera que hubiera ido y vuelto a la otra punta del país a pie.
Daphne asintió, acariciando la mano de su melliza que descansaba sobre su regazo.
—Sigo sin poder creerlo... ¿Cómo no hemos podido darnos cuenta de la clase de persona que estaba cortejándote?
—La culpa ha sido mía —murmuró Diana, apesadumbrada—. Yo permití que esto pasara... Sabía que no debía haber confiado en ninguno de esos hombres...
—Di, no digas eso —interrumpió la pelirroja—. Nadie esperaría escuchar algo así de un caballero aparentemente tan noble como el conde. Nos ha engañado a todos.
Diana negó y bufó con frustración, pasándose una mano por los mechones de cabello que no estaban recogidos en la trenza que Jane le había hecho la noche anterior.
—Por un momento lo medité, Daphne. Estaba dispuesta a aceptar casarme con él cuando pidiera mi mano y todo lo que quería de mí era mi dote. Podría haber arruinado mi vida... El nombre de nuestra familia.
—Pero aquí estamos. No tienes por qué volver a acercarte a él y seguro que en cuanto Anthony lo sepa...
—No —intervino la rubia rápidamente—. No podemos decirle nada. Le prometí a Abigail que tan solo lo rechazaría y no volvería a hablar con él. Anthony no es nada sutil con sus amenazas y podría generar un escándalo. Lo último que querría es ver a Abby metida de nuevo en esto.
—Lo comprendo, hermana. Pero Anthony es responsable de nosotras y debe saberlo. Además, no necesitas contarle todo sobre Abigail; solo lo necesario. Él lo comprenderá.
Diana guardó silencio, no porque estuviera conforme con las palabras de su melliza, sino porque su dolor de cabeza le impedía seguir discutiendo. La rubia resopló y se dejó caer nuevamente sobre los cojines, buscando los ojos azules de Daphne.
—¿Has tenido noticias del duque de Hastings?
—Diana...
—¿Qué? —respondió con presunta inocencia— Ya hemos hablado suficiente sobre mí y creo que si vuelvo a escuchar el nombre del conde voy a vomitar. Cuéntame, por favor.
—Solo sé que se va de Londres. Honestamente es lo mejor para los dos. Ahora que el príncipe le ha pedido a Anthony mi mano nuestra farsa no tiene por qué continuar.
La indiferencia de Daphne era fingida y Diana lo sabía. Sus ojos se habían teñido de tristeza desde su última conversación con el duque de Hastings, cuyo contenido no quería compartir con su melliza. Diana respetó su decisión, pero le fastidiaba no poder ayudar a Daphne en su dolor.
—¿Estás segura de que era una farsa, hermana?
Daphne pareció meditar su respuesta, aunque esta nunca llegó. Diana chasqueó la lengua cuando vio los ojos cristalizados de su hermana y se acercó a ella, rodeando los hombros de la pelirroja para abrazarla.
«Eres una persona especial y mereces a alguien que reconozca el valor que posees», le había dicho Abby. La confianza que le había inspirado su amiga era un sentimiento que quería contagiarle a su adorada melliza.
—Te propongo algo —Diana rompió el abrazo para dirigirse a su hermana—. Esta noche nos pondremos nuestro mejor vestido, bailaremos hasta que nos duelan los pies e ignoraremos el hecho de que nos han roto el corazón. Lady Trowbridge siempre ha tenido fama de organizar las mejores fiestas, seguro que esta es inolvidable.
Daphne rió por lo bajo y asintió, conforme con lo que le proponía su melliza. Al fin y al cabo, no estaban siendo los mejores días para ninguna de las dos y necesitaban dejarlo todo atrás; olvidar a los causantes de sus problemas y divertirse. Aunque fuera solo por una noche.
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𝑇𝑟𝑜𝑤𝑏𝑟𝑖𝑑𝑔𝑒 𝐻𝑜𝑢𝑠𝑒
—Después de esta noche, nadie apostará que Lady Trowbridge ha quedado desolada tras la muerte de su marido.
—¡Colin Bridgerton!
Violet regañó al tercero de sus hijos con la voz ahogada, espantada con la idea de que alguien pudiera haber escuchado al joven hacer tal comentario. Lo que no sabía la vizcondesa es que todo el mundo compartía la opinión de su hijo.
—¿Qué? Parece estar pasándolo en grande, mamá —añadió Colin en un susurro.
Todo apuntaba a que Colin no se equivocaba. Aunque Diana era partidaria de que el duelo es una emoción que cada persona debe sobrellevar a su manera, no podía evitar pensar al mirar a la viuda Lady Trowbridge, quien sostenía a su único hijo entre sus brazos, que la muerte de su difunto esposo no le había afectado en gran medida. La mujer reía, parloteaba sin descanso y bailaba con su hijo. Una imagen que le resultaba totalmente contraria a la que ofrecía su madre después de la muerte de Edmund Bridgerton.
Diana escaneó el salón de baile con la mirada, buscando algún rastro de Abigail o los Crawford. Pero la familia, como había previsto, aún no estaba preparada para hacer su aparición en sociedad.
—Daph, estoy sedienta. ¿Te apetece una limonada?
Daphne asintió y, al mismo tiempo, Anthony dio un paso al frente, dando por sentado que él también caminaría con ellas hasta la mesa de los refrigerios.
—Querido —intervino Violet, agarrando el brazo del vizconde—. ¿Por qué no me acompañas? Hay una joven a la que me gustaría presentarte.
Diana y Daphne no dejaron escapar la oportunidad que les había regalado su querida madre y se escabulleron entre los asistentes, alagando a las parejas de baile y la decoración tan particular que había elegido Lady Trowbridge.
—Hemos asistido a muchos bailes. Pero ninguno como este.
—Lady Trowbridge parece una mujer bastante singular —respondió Diana, entrelazando el brazo de su melliza con el suyo—. Sus gustos... Bueno, ciertamente podría decirse que son tan singulares como ella.
Una vez con la limonada en mano, Diana volvió a analizar la habitación. Esta vez, sin embargo, buscaba al conde de Beverly. Sin duda esperaba que no hubiera asistido; que se disculpara al día siguiente con flores para justificar su ausencia y que le prometiera que asistiría al siguiente. Diana deseaba de todo corazón no ver a Theodore Spencer esa noche, porque las cenizas aún estaban calientes y no tenía la certeza de que pudiera controlar su ira hacia él.
—Cielos...
Daphne giró sobre sus talones y se puso frente a su melliza. Diana se temió lo peor, aunque no despegó la mirada de la de la pelirroja.
—¿Qué? —preguntó la rubia.
—El príncipe. Creo que no me ha visto.
—¿Quieres...? ¿No quieres que te vea?
Diana frunció el ceño, desviando la mirada de los ojos azules de su hermana hasta el collar que había elegido para la velada. La gargantilla de diamantes que adornaba su cuello había sido un regalo del príncipe Friedrich, uno que le había hecho hacía unos días atrás, cuando Diana se encontraba "indispuesta" y no pudo asistir a la tarde de té con la reina. La rubia no pudo evitar sentirse mal cuando vio la mirada cansada de Daphne al regresar del palacio; sus ojos tristes y apagados no correspondían con la sonrisa que aún mantenía en los labios, una que mantenía para asegurarle a su madre de que ese era el futuro que quería.
—Acabamos de llegar y prometimos divertirnos juntas —dijo Daphne, intentando persuadir a su melliza con una de sus sonrisas—. El príncipe puede esperar.
—Daph, no tienes que bailar con el príncipe si no es lo que quieres.
Diana escogió sus palabras con cuidado, consciente de que el ambiente no era el más adecuado para mantener esa conversación. La joven había dicho "bailar", pero ambas sabían que Diana se refería al futuro que el príncipe ya le había prometido que tendrían si se casaba con él.
—¡Aquí estáis! Diana, baila conmigo.
Ambas se giraron al escuchar la agitada voz de Colin, quien caminaba con rapidez hasta llegar a sus hermanas pequeñas.
—Pero, Colin...
—Madre insiste en que baile con Prudence Featherington. Por favor, Di. Debes salvarme de esta.
Justo cuando Diana iba a disculparse con Colin, una cuarta voz se unió al grupo que habían formado los hermanos Bridgerton. Los tres alzaron la mirada para encontrarse con una espléndida sonrisa y una cabeza de rizos dorados.
—Lord Bridgerton. Miss Bridgerton —saludó Friedrich. El príncipe se giró hacia Daphne y le extendió la mano para depositar un beso en sus nudillos—. Miss Bridgerton. Está deslumbrante, como siempre.
—Alteza, es un placer verle —dijo Colin con excesiva cortesía—. Llega justo a tiempo. Iba a sacar a Diana a bailar, pero a Daphne le falta una pareja de baile.
—Sería un honor ser su acompañante, Miss Bridgerton. Si hay hueco en su tarjeta, claro.
Daphne se vio forzada a dibujar una sonrisa en el rostro y a tomar la mano extendida del príncipe. Diana juraría que su hermana le había prometido el siguiente baile a otro caballero, pero sería inmensamente descortés rechazar la invitación del príncipe de Prusia.
—Creo que lo hay, alteza.
Diana tomó el brazo de Colin, siguiendo los pasos de Friedrich y Daphne hasta el centro de la sala, donde ya se reunían varias parejas que charlaban animadamente hasta que comenzara la música.
—Daph no parecía muy contenta con la aparición del príncipe.
Diana reprimió la sonrisa divertida que le provocó el comentario de su hermano mayor y se giró a mirarle. Colin podía llegar a ser más chismoso que la mismísima Lady Whistledown si se lo proponía.
—¿No crees que ha tenido que ver con que se ha visto obligada a bailar con él después de tu intervención? No es que hayas sido muy condescendiente, precisamente.
—No creí que fuera un inconveniente. Yo solo quiero lo mejor para mis hermanitas —respondió Colin con inocencia a la vez que se encogía de hombros—. Después de todo, parece estar convencida de que se casará con él. Incluso lleva el collar que le regaló.
Diana guardó silencio mientras tomaba una nota mental de explicarle a Colin cómo funcionaba la mente de una mujer. «Debe ser tan fácil ser hombre en un mundo creado por y para hombres», pensó.
Las parejas de baile comenzaron a girar en el gran salón, siguiendo el ritmo de la orquesta mientras el murmullo de las conversaciones se convertía en sonido ambiente. Diana y Colin comenzaron a hablar del viaje a Grecia del mayor, aunque la rubia no quitaba ojo a su melliza. Diana y su hermano habían quedado a la izquierda del príncipe y Daphne, por lo que la joven podía distinguir algunas de las palabras que Friedrich le dedicaba a la pelirroja.
"Apenas", "conocemos", "momento en el que la vi"...
Las parejas intercambiaron sus puestos y Diana rotó a su izquierda, encontrándose con la mirada confundida del príncipe.
—Alteza —saludó Diana con incomodidad—. ¿Está disfrutando de la velada?
—Oh, pues...
Friedrich no tuvo tiempo de decir una sola palabra más, pues Diana se vio forzada de devolverle a su melliza su pareja de baile. Cuando volvió a los brazos de Colin, Diana notó que el semblante de su hermano mayor había cambiado.
—Creo que Daphne no quería bailar con el príncipe.
«No me digas», pensó Diana. La rubia giró entre los brazos de su hermano e intentó averiguar lo que el príncipe de Prusia le decía a Daphne.
"Nueva vida", "formar una familia"...
Diana escuchó el jadeó ahogado de Daphne, con la que volvió a intercambiar su pareja. Mientras giraba hacia el príncipe, sin embargo, la pelirroja le susurró:
—Están aquí.
La rubia no tuvo ocasión de preguntarle a su hermana a qué se refería, pues Friedrich ya había sostenido su mano para seguir bailando. No obstante, al mirar sobre el hombro del príncipe, le encontró significado a las palabras de Daphne.
—¿Se encuentra bien, Miss Bridgerton? —le preguntó el príncipe con preocupación.
Y no era para menos.
Diana imitó el acto de Daphne al no poder reprimir el jadeo que brotó de sus labios. Al principio no sabía si su mente le estaba jugando una mala pasada o si realmente estaba viendo a Simon Basset, pero su respiración se entrecortó cuando divisó a su lado al duque de Brighton.
Mirándola directamente a los ojos.
Friedrich volvió a separar los labios para repetirle la pregunta a la rubia, confundido por el repentino cambio de comportamiento de las mellizas Bridgerton. Sin embargo, Diana había escapado de sus brazos y regresado a los de Colin, que siguió bailando con su hermana.
—¿Qué os pasa a vosotras dos? Pareciera que hubierais visto un fantasma.
Diana, ignorando el comentario de su hermano mayor, miró por encima del hombro de este. Sus ojos buscaron entre las parejas de baile a los duques, aunque solo pudo encontrar a uno. Hastings ya no estaba acompañado por su fiel amigo y el duque de Brighton no se encontraba por ninguna parte.
Cuando la orquesta se silenció, Diana hizo una reverencia para clausurar el baile que había compartido con Colin. La rubia miró hacia todas partes, tratando de encontrar los oscuros ojos de Fitzgerald observándola desde la distancia.
Diana empezaba a pensar que se había imaginado la presencia del duque de Brighton; que sólo había visto a un fantasma que se resembraba a él. No fue hasta que una aterciopelada voz a sus espaldas tiró por tierra sus dudas, trayéndola de vuelta a la tierra y erizando su piel por completo.
—Lord Bridgerton. Espero que no tenga inconveniente en que le robe a Miss Bridgerton para el siguiente baile.
Un silencio incómodo se instaló entonces entre los tres. Diana, que no salía de su asombro, no interrumpió la mirada de Fitzgerald un solo segundo; Colin, por otro lado, no dejó de mover la cabeza de derecha a izquierda, confundido por la intensa mirada del duque y el nerviosismo de su hermana pequeña.
—Me temo que no puedo responder por mi hermana, excelencia. Pero no tengo inconveniente, si eso es lo que ella desea.
Brighton asintió levemente a las palabras del joven Bridgerton, rompiendo momentáneamente el contacto visual con Diana. La rubia miró a su hermano y le sonrió, dándole a entender que tenía libertad para marcharse y dejarla con el duque. Ante esto, Colin se inclinó levemente hacia Fitzgerald como despedida y giró sobre sus talones, desvaneciéndose tras la multitud.
El duque carraspeó y dio un paso hacia la joven, uniendo sus brazos tras su espalda. Diana escuchó como nuevas parejas de baile se reunían en el centro del salón, esperando a que la orquesta hiciera sonar sus instrumentos de nuevo. Mientras tanto, la rubia se recordaba a sí misma la última conversación que había tenido con Peter Fitzgerald. Aquella que había tenido lugar en la penumbra de un pequeño cuarto de Somerset House.
—Discúlpeme, Miss Bridgerton —dijo el duque, sacándola de su trance—. Debo admitir que apenas recuerdo la última vez que bailé con alguien, pero juraría que tiene que acompañarme al centro de la sala.
Diana frunció el ceño, desorientada, hasta que divisó la mano de Brighton extendida hacia ella como invitación. Y aunque seguía preguntándose a qué se debía toda esta situación, tomó la mano del duque, notando la calidez que traspasaba la fina tela de sus guantes.
—Pensaba que usted y el duque de Hastings abandonaban Londres —murmuró Diana.
Fitzgerald ya estaba frente a ella, sujetándole la mirada como de costumbre, su ceño fruncido. Peter ladeó la cabeza y observó la expresión de la joven; sus ojos estaban entrecerrados y sus hombros parecían apunto de romperse de la tensión que portaban.
—Así es. Pero hubo un cambio de planes.
—Qué curioso. Su excelencia parecía estar muy seguro de su marcha cuando se lo comunicó a mi hermana.
El duque de Brighton mantuvo la compostura tras el ataque de Diana, aunque no pudo evitar maldecir por lo bajo. Cuando la música comenzó a sonar, la joven Bridgerton se dijo a sí misma que los dioses se habían puesto en su contra. Conocía este baile a la perfección; de hecho, era uno de sus favoritos. Pero nunca se imaginó compartiendo un baile tan íntimo con el duque de Brighton.
La mano izquierda de Diana subió hasta el hombro del duque, mientras que este tomaba la mano derecha de la joven en la suya. La distancia entre sus cuerpos se hizo prácticamente añicos; cada respiración que tomaba la rubia provocaba que su pecho tocara el del duque, haciendo que cada centímetro de su piel se erizara.
Diana giró entre los brazos del duque, sintiendo como los brazos del caballero rodeaban su cintura y la encarcelaban contra su figura. Ambos siguieron danzando, aunque Diana no podía pensar en nada más que no fuera el cálido aliento de Brighton contra su cuello.
—Lamento si el comportamiento de Simon ha sido inadecuado —susurró el duque—. Le advertí que la farsa que había articulado con su hermana podría jugar en su contra y herir sus sentimientos. Por desgracia, no es el único que tiene por costumbre ignorar mis sugerencias.
El ataque del duque viajó directamente hacia el pecho de Diana. No había burla en las palabras de Fitzgerald, pero la joven se sintió profundamente avergonzada.
La mano del duque viajó hasta la cintura de la rubia, haciéndola girar de nuevo para quedar frente a frente mientras la música seguía sonando en el salón. Diana sintió su garganta arder a la vez que preparaba las palabras que quería decirle al caballero. Unas palabras que jamás habría pensado dedicarle.
—Le debo una disculpa, excelencia. Tenía razón... Abigail me lo contó todo.
Diana vio la sorpresa en los ojos de Peter, que deceleró considerablemente sus pasos y suavizó el agarre en la mano de la joven. Los labios del duque se separaron, pero las palabras le fallaron y guardó silencio. Ante esto, Diana tragó saliva y decidió tragarse lo que le quedaba de orgullo.
Después de todo, estaba ante el responsable de que hubiera descubierto la verdad sobre el conde de Beverly.
»No debí haber desconfiado de su palabra. Pero aún así me pregunto ¿por qué no me lo contó desde el principio?
—Como le dije la última vez que nos vimos, usted jamás me creería si lo hiciera.
—Por una reputación que se forjó usted mismo, excelencia —espetó de repente Diana.
Ni siquiera sabía por qué estaba enfadada. Más bien, ni siquiera sabía si lo que sentía era ira, rabia o desesperación; la adrenalina corría tan rápidamente por sus venas que apenas podía distinguir la emoción que sentía en ese instante.
—¿Desea que me disculpe por buscar su bienestar, Miss Bridgerton?
Diana volvió a colocar la mano en el hombro del duque y ambos se aproximaron nuevamente, girando entre las parejas de baile.
—Tan solo quiero saber por qué se empeñó desde el primer momento en averiguar algo sobre el conde que me alejara de él y aún así se negó a contármelo usted mismo.
—Hace demasiadas preguntas —dijo Fitzgerald entre dientes.
—Porque usted nunca las contesta.
El duque suspiró antes de volver a hacer girar a la joven. Esta vez, la mano que no sujetaba la de Diana viajó hasta su espalda, imitando la postura del resto de caballeros mientras danzaba de espaldas, haciendo girar una y otra vez a la joven. Cuando los dedos de Fitzgerald volvieron a rozar la cintura de Diana, el duque aplicó la fuerza necesaria para juntar su pecho con el de la rubia.
—Tenía intención de hacerlo en la cena de Lady Danbury. No pensé que Beverly fuera a cometer la desfachatez de presentarse allí, después de todo.
«¿Después de todo?»
—Aún tengo muchas preguntas —dijo Diana, que tuvo que guardar silencio momentáneamente por la cercanía de otra de las parejas—. Tengo la certeza de que sabe mucho más de lo que me da a entender.
—No necesita saberlo todo, Miss Bridgerton. Tenía sospechas y actué en consecuencia. Usted ya no tiene que preocuparse de ello.
Diana buscó en la mirada del duque lo que verdaderamente significaban sus palabras. Aunque para alguien que escuchara desde fuera su conversación su tono era podía parecer frío, la joven Bridgerton supo leer más allá de su coraza. "Me encargué de ello para que tú no tuvieras que hacerlo."
La espalda de Diana volvió a unirse con el pecho de Fitzgerald, mientras uno de los brazos del duque pasa sobre su pecho, sujetando la mano de la joven y atrapándola entre sus brazos. La rubia estaba segura de que el duque de Brighton podía sentir su acelerado corazón y el temblor de sus extremidades, así como el calor que desprendían sus mejillas.
Diana había experimentado nuevas emociones desde que se convirtió en debutante, pero ninguna como la que recorría su cuerpo en ese momento. Su respiración se entrecortó y una desconocida sensación se instaló en la parte inferior de su abdomen, como si alguien hubiera decidido prenderle fuego al interior.
—¿Por qué interrumpió la pedida de mano del conde? —dijo, casi sin aliento— En el baile de Vauxhall... ¿Por qué lo hizo?
Pero Peter guardó silencio ante la nueva pregunta de Diana. La rubia podía notar que la respiración del duque tampoco era estable, y no llegó a comprender por qué se alegraba de ello.
Girando por última vez para terminar el baile, la joven Bridgerton percibió los ojos de Fitzgerald sobre ella antes de verlos. Algo parecía haber cambiado en el duque de Brighton esa noche; en su actitud hacia ella ya no había esa completa frialdad y el desprecio inicial con el que la trataba. Ahora, su tacto era delicado, incluso frágil, y su voz afilada había sido olvidada en algún rincón profundo de su pecho.
Ambos clausuraron el baile con una reverencia y escucharon los aplausos de las demás parejas cuando la orquesta finalizó la canción. Ella seguía esperando la respuesta del duque, pero su postura erguida y su repentina distancia le hizo pensar que esa respuesta no llegaría esa noche.
Diana tuvo la intención de presionar nuevamente a Fitzgerald. No querría desaprovechar la tregua que ambos habían dado por sentada; no solo para averiguar todo lo que Peter sabía sobre el conde de Beverly, sino porque en el fondo, Diana no quería abandonar el lado del duque.
La burbuja en la que ambos se vieron sumidos explotó de forma repentina cuando una mano externa a ellos se posó en el antebrazo de la rubia, provocando que tanto el duque como Diana se giraran con confusión.
—Anthony —dijo Diana, extrañada por la expresión intranquila en el rostro de su hermano— ¿Qué ocurre?
—Nos vamos —respondió tajante, desviando su mirada hacia el duque—. ¿Lo sabías?
—Anthony, ¿de qué estás hablando?
—Deberías calmarte, Bridgerton. Me temo que no sé a qué te refieres.
—Hastings y mi hermana —dijo entre dientes, dando un paso hacia él—. ¿Lo sabías?
Al ver que algunas personas se giraban con sorpresa a presenciar la escena, Diana dio un paso al frente y se colocó entre ambos caballeros. Posando una mano en el pecho de su hermano, la rubia se apresuró a poner distancia entre ellos.
—Tienes razón. Creo que es el momento de irnos a casa.
Anthony asintió conforme con las palabras de su hermana, aunque sin despegar la mirada de la del duque. Brighton permanecía aparentemente infranqueable, aunque su expresión se había tornado a una de preocupación. Nadie mejor que él sabía los verdaderos sentimientos de Simon hacia Daphne; y nadie mejor que él conocía lo impulsivo e imprudente que era su fiel amigo.
—Supongo que te veré al alba, Fitzgerald.
Sin decir una palabra más, Anthony entrelazó el brazo de Diana con el suyo y se encaminó con rapidez hacia la salida de la casa de los Trowbridge. El vizconde abrió la puerta del carruaje, donde Daphne se removía ansiosa, e instó a su hermana a entrar. La rubia no pudo ver como los hombros del duque caían y lo irregular que se volvió su respiración tras el encontronazo con Anthony; ni tampoco como su mano se cerraba en un puño ante la pérdida de calidez de la de la rubia.
—¿Podrías explicarme qué está pasando? —preguntó Diana, exaltada tras ver las lágrimas secas en el rostro de su melliza— ¿Qué quieres decir con lo de Hastings? ¿Y qué significa que verás al duque al alba?
—Hastings ha deshonrado a Daphne y se ha aprovechado de ella —dijo, manteniendo la compostura mientras cubría sus palabras con veneno—. Ese malnacido se niega a casarse con nuestra hermana, así que no me deja otra opción.
Las palabras de Anthony se volvieron claras como el día.
Van a batirse en duelo.
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