❀35
Narrado por Pansy
El aire en la mansión Parkinson era pesado, casi insoportable, como si las paredes estuvieran impregnadas del odio que habitaba en esta casa. Había un frío constante, uno que no venía del clima, sino de las personas que la ocupaban. La chimenea en el gran salón podía arder durante horas, pero el calor nunca llegaba a tocarme. Nada aquí era cálido. Nada aquí era seguro.
Estaba sentada frente al espejo de mi tocador, con las manos apretadas contra mis muslos. Había aplicado un poco de maquillaje para cubrir los moretones de la última vez que mi padre había "dejado claro quién mandaba". Su voz todavía resonaba en mi cabeza como una maldición que no podía sacudirme:
Eres una vergüenza para los Parkinson.
El vestido que llevaba era caro, perfectamente ajustado, diseñado para hacerme lucir como una muñeca que alguien podía exhibir, pero no tocar. Mis ojos viajaron por el reflejo y se detuvieron en el moretón que se asomaba en mi clavícula. No lo había podido cubrir del todo. Eso tampoco va a gustarle.
—¡Pansy! —La voz de Kara cortó el silencio como un cuchillo.
Sabía que no debía ignorarla. Siempre era peor si lo hacía. Me levanté lentamente, sintiendo el dolor en mi costado. Cada movimiento era un recordatorio de la última "lección" de mi padre.
Abrí la puerta y encontré a Kara esperándome con una sonrisa de suficiencia. Esa sonrisa era la constante en su rostro cada vez que sabía que iba a verme caer.
—Padre quiere verte en el salón —anunció con un tono que hacía que cada palabra sonara como una burla.
—¿Qué quiere ahora? —pregunté, tratando de sonar indiferente.
—¿Cómo voy a saberlo? —se encogió de hombros, fingiendo inocencia—. Quizás por fin decida desheredarte. Aunque sinceramente, no sé quién querría una Parkinson defectuosa como tú.
—No soy defectuosa, Kara.
—Claro que lo eres. ¿No lo ves? Todo lo que haces es una ofensa para esta familia. Salir con ese mestizo… ¿cómo se llama? Ah, sí, Eros. No sé qué es más patético, que lo llames amor o que sigas creyendo que tienes derecho a algo mejor.
No le respondí. Aprendí hace tiempo que pelear con Kara era inútil. Su único propósito en esta casa era hacerme daño, y lo lograba cada vez.
Entré al salón con los hombros tensos. La luz de las velas parpadeaba, proyectando sombras que parecían bailar en las paredes. Mi padre estaba de pie junto a la chimenea, con una copa en la mano. Siempre parecía tener algo en la mano, ya fuera una copa de vino o una vara con la que golpear.
Mi madre estaba sentada en su silla habitual, en una esquina de la habitación. No levantó la vista cuando entré. Ni siquiera se movió. Sólo estaba allí, como siempre, una sombra de la mujer que se suponía debía protegerme.
—Pansy —dijo mi padre, sin mirarme—. Acércate.
Avancé con pasos medidos, sintiendo cómo cada mirada de desaprobación suya se clavaba en mí. Kara estaba de pie junto a la puerta, con los brazos cruzados y una sonrisa de satisfacción.
—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó, finalmente girándose hacia mí.
—No, padre.
—Porque eres una maldita decepción —espetó, lanzando la copa al suelo. El cristal se hizo pedazos a mis pies, y el sonido me hizo saltar—. ¿Qué has hecho hoy para avergonzar a esta familia?
—No he hecho nada…
El golpe llegó antes de que pudiera terminar la frase. Su mano cruzó mi rostro con tanta fuerza que casi pierdo el equilibrio.
—Nada, dices —gruñó—. ¿Nada? ¿Es nada salir con un mestizo y mancillar nuestro apellido?
No respondí. No valía la pena intentarlo.
—¡Habla, Pansy! —rugió, y antes de que pudiera reaccionar, me agarró del brazo, apretando con tanta fuerza que sentí como si mi piel fuera a romperse.
—Lo amo —dije finalmente, sabiendo que cada palabra era como echar más leña al fuego.
Se quedó en silencio por un momento, sus ojos oscuros ardiendo con una furia contenida. Luego me empujó con fuerza, haciéndome chocar contra la pared.
—Amor —rió, una risa fría y vacía—. ¿Qué sabe alguien como tú sobre el amor?
—Sé más de lo que tú sabrás jamás.
La bofetada llegó tan rápido que apenas la vi venir. Esta vez, no pude evitar caer al suelo. Mi mejilla ardía, pero el verdadero dolor estaba en mi pecho. Era el mismo dolor de siempre: el de saber que nunca sería suficiente para él.
Mi madre soltó un pequeño jadeo, pero no se movió. Nunca lo hacía.
—Natalie, lleva a esta desagradecida a su habitación —ordenó mi padre.
Mi madre asintió débilmente y se levantó, caminando hacia mí con pasos vacilantes.
—Vamos, Pansy —dijo en voz baja, sin mirarme.
Me levanté lentamente, cada músculo de mi cuerpo protestando, y la seguí fuera del salón. Kara nos observó pasar, su sonrisa más amplia que nunca.
Cuando llegué a mi habitación, cerré la puerta y me dejé caer al suelo. No lloré. No podía. Había aprendido hace mucho tiempo que las lágrimas no cambiaban nada.
La puerta se abrió de golpe, y Kara entró sin siquiera llamar.
—¿Qué quieres? —pregunté con un hilo de voz.
—Solo vine a recordarte algo —dijo, inclinándose hacia mí—. Nadie en esta casa te quiere. Ni padre, ni madre, ni yo. Si fueras lista, te largarías y nos ahorrarías el problema de tener que soportarte.
—¿Y a dónde iría? —respondí, mi voz llena de cansancio.
—No me importa. Ve con tu mestizo, a ver cuánto tarda en darse cuenta de que no vales nada.
Se giró y salió, cerrando la puerta con fuerza.
Me quedé allí, en el suelo, abrazándome las rodillas y deseando, por primera vez, que todo simplemente… terminara.
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Narrador Omnisciente
Las mazmorras de la mansión Parkinson eran un lugar que parecía haber sido diseñado para que el sufrimiento se quedara en las paredes. La humedad constante impregnaba el aire, haciendo que el olor a moho y metal oxidado se mezclara con el de sangre seca. Las antorchas parpadeaban, proyectando sombras irregulares sobre las piedras desgastadas y las gruesas cadenas que colgaban de las paredes. Pansy descendía los escalones con una bandeja en las manos, sujeta con fuerza para evitar que temblara demasiado.
Cada paso que daba la llevaba más cerca del pozo que su padre había creado bajo el suelo de la casa. Cada vez que bajaba allí, sentía que las sombras se extendían por su piel, queriendo atraparla, volviéndola parte.
Eros Parkinson estaba encadenado a la pared del fondo, en el rincón más frío de las mazmorras. Su cuerpo, una mezcla de carne y hueso cubiertos por heridas recientes y cicatrices nuevas, colgaba con resignación Cuando levantó la mirada y vio a Pansy, sus ojos marrones —los mismos que compartía con Perseus— se iluminaron brevemente antes de llenarse de preocupación.
—Llegas tarde, niña —dijo con voz ronca, sus palabras teñidas de amargura.
Pansy apretó los labios y dejó la bandeja en el suelo frente a él. Había logrado convencer a los elfos domésticos de que cocinaran algo decente, pero no podía garantizar que las pociones curativas que había añadido pasaran desapercibidas. Se agachó, retirando cuidadosamente los restos de la comida anterior, que apenas había sido tocada.
—Hubo… complicaciones —murmuró, sin mirarlo a los ojos.
Eros frunció el ceño. Incluso en la penumbra, podía ver las marcas en el rostro de Pansy: el moretón que se extendía desde su pómulo hasta casi su mandíbula, la hinchazón bajo su ojo izquierdo y un pequeño corte en el labio inferior.
—¿Complicaciones? —repitió, con un tono que no necesitaba explicación.
Pansy trató de ignorarlo, pero sintió cómo la mirada de Eros escarbaba en ella, buscando la verdad.
—¿Qué fue esta vez? —insistió, su voz baja, casi como un susurro.
—Lo de siempre —respondió ella, encogiéndose de hombros—. Mi padre decidió recordarme que soy una decepción. Y Kara no pierde la oportunidad de empeorar las cosas.
Eros soltó una risa amarga, aunque el gesto le arrancó un quejido de dolor.
—Tu padre. Mi hermano. Qué hombre tan… consistente en su miseria —comentó, mirando a la nada—. La arpía de tu hermana y tu, me recuerdan tanto a Perseus y a mi. ¿Y tú madre, Natalie??
Pansy alzó la cabeza, sorprendida por la pregunta.
—Observó, como siempre. Silenciosa. Temerosa. Igual que yo lo hacía cuando era niña —dijo, intentando que su voz no se quebrara.
Eros cerró los ojos por un momento, como si las palabras de Pansy fueran un peso más sobre sus hombros ya desgastados.
—Ese hombre tiene un talento especial para destruir todo lo que toca —murmuró, casi para sí mismo. Luego abrió los ojos y fijó la mirada en Pansy—. Y tú… sigues aquí.
—¿Qué otra opción tengo? —preguntó Pansy—. No puedo simplemente… desaparecer.
Eros no respondió de inmediato. En cambio, se inclinó lo suficiente como para alcanzar la bandeja y comenzar a comer con lentitud, aunque cada movimiento parecía causarle dolor.
Cuando finalmente habló, su voz era más suave, pero no menos firme.
—La vida no siempre te da opciones fáciles, Pansy. Y si esperas que las cosas cambien por arte de magia, vas a estar esperando toda tu vida.
Ella lo miró, desconcertada.
—¿Qué quieres decir? ¿Que me rinda?
Eros negó con la cabeza, esbozando una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—No, nunca. Rendirse es para gente como Natalie, como tu madre. Pero también tienes que aceptar algo, niña: hay batallas que no puedes ganar en este momento. Perseus no es alguien a quien puedas derrotar con palabras bonitas o pequeños actos de rebeldía.
—¿Entonces qué hago? —preguntó ella, su voz temblando de frustración—. ¿Soportar todo esto hasta que me mate?
Eros dejó de comer y la miró directamente, con una intensidad que hizo que Pansy quisiera desviar la mirada, pero no lo hizo.
—No. Lo que haces es prepararte. Perseus te quiere rota porque sabe que una vez que te rompas, ya no serás una amenaza. Pero mientras sigas en pie, mientras sigas pensando, sintiendo, soñando… tienes algo que él no tiene. Libertad.
—¿Libertad? —repitió Pansy, incrédula—. Estoy atrapada en esta casa, bajo su control. Al igual que tu. No tengo libertad.
—La libertad no siempre es algo físico, Pansy —respondió Eros, su tono severo—. Es lo que haces con lo que tienes. Perseus quiere que pienses que no tienes opciones, pero siempre hay una, aunque sea pequeña. Tienes que ser más lista que él. Juega su juego hasta que puedas escapar y ganar.
Pansy guardó silencio, procesando sus palabras. Había verdad en lo que decía, pero también sentía que era un consejo cruel, incluso injusto.
—¿Es eso lo que hiciste tú? —preguntó finalmente, con cierto rencor en su voz—. ¿Jugar su juego? ¿Es por eso que estás aquí, encadenado como un animal?
Eros no se inmutó ante su tono.
—Cometí errores. Pensé que podía enfrentarlo directamente, que si luchaba con suficiente fuerza, podría cambiar algo. Pero subestimé su crueldad, su habilidad para destruirme desde dentro. Por eso te digo esto, Pansy. No cometas mis errores. Sé más lista. Sobrevive. No pongas a otros por encima de ti. Eso siempre es lo más importante. No temas dañar a otros por salvarte a ti.
Pansy apretó los puños, sintiendo una mezcla de rabia y tristeza que amenazaba con abrumarla.
—¿Y si no quiero sobrevivir? —preguntó en un susurro.
Eros extendió una mano débil hacia ella, sus dedos tocando los de Pansy con una suavidad que contrastaba con la brutalidad de su entorno.
—Quieres sobrevivir, Pansy. Lo sé porque sigues bajando aquí, a pesar de todo. Porque sigues ayudándome, porque sigues soñando con algo más.
Ella apartó la mirada, sintiéndose expuesta.
—No sé si puedo seguir soportándolo.
—Puedes —respondió Eros con una certeza que la sorprendió—. Porque eres una Parkinson, pero no eres como él. Eres aún mejor.
Pansy se levantó, recogiendo la bandeja vacía.
—No sé si eso es un consuelo o una maldición —murmuró.
Antes de que pudiera irse, Eros habló una vez más.
—Cuando llegue el momento, Pansy, recuerda esto: Perseus no es invencible. Puede que ahora te tenga bajo su control, pero no será así para siempre. Algún día, tendrás tu oportunidad.
Ella no respondió, pero sus palabras quedaron grabadas en su mente mientras subía las escaleras. Las sombras de las mazmorras parecían más pesadas que nunca, pero por primera vez, Pansy sintió que tal vez, solo tal vez, podía encontrar una salida.
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