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03.

< chapter 03: pesadilla >

Cuando morimos, reencarnamos. Es un susurro que flota en el viento, una promesa que el universo nos hace en silencio. ¿Qué somos, sino fragmentos de estrellas, tejidos en la trama del tiempo? Nuestros cuerpos son efímeros, pero nuestras almas, nuestras almas son eternas.

Imagina un campo de amapolas al atardecer. El sol se hunde en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados. Las amapolas se mecen suavemente, como almas que danzan en su último aliento. Cada pétalo es un recuerdo, cada tallo una vida vivida. Y en ese instante, cuando el mundo se desvanece, sentimos la presencia de aquellos que ya no están con nosotros.

Las risas de un abuelo, el aroma de la cocina de una madre, el abrazo de un amigo perdido. Todo se funde en un suspiro, en un adiós que no es definitivo. Porque cuando morimos, reencarnamos. No en cuerpos, sino en momentos. Nos convertimos en el eco de una canción, en la brisa que acaricia el rostro de un niño, en la risa de una pareja enamorada.

Y así, en cada amanecer, en cada hoja que cae, en cada estrella que titila en la noche, seguimos viviendo. Nuestras almas se entrelazan con las raíces de los árboles, con el canto de los pájaros, con el latido de la tierra misma.

La antigua casa de los Black se alzaba como un testigo silencioso de generaciones pasadas. Scorpius, se encontraba absorto en el piano que ocupaba un rincón de la sala. Las teclas, desgastadas por el tiempo, parecía ser especial, pues el mismo tenía una fotografía en la que dos niños y una niña salían, riendo, abrazados con lágrimas de alegría, pegada en el aquel piano antiguo.

A su lado, Regulus, le enseñaba pacientemente cada nota. Sus dedos, largos y elegantes, se movían con gracia sobre las teclas. Scorpius apenas rozaba los bordes, pero sentía la sensación melancólica del momento. Aunque solo tenía cuatro años, algo en la atmósfera le decía que ese era un momento sagrado.

—¿Ves estas notas, Scor?—Regulus acarició las teclas con reverencia. —Cada una tiene su propia historia en esta casa. Cada sonido es especial.

Scorpius asintió, sus ojos fijos en las teclas negras y blancas. Su madre, Alessa, había sido una pianista apasionada, siempre había amante de la música. Pero su vida se había truncado demasiado pronto, en el mismo instante en que Rigel vino al mundo. La música que ella nunca llegó a tocar parecía vibrar en el aire.

Regulus continuó, su voz suave como una melodía.

—Tu madre escribió una canción para ti, Scorpius. Una canción que nunca llegó a cantar para ti. —sus dedos se movían con gracia, como si estuviera tocando las notas invisibles en el aire.

La canción era un eco lejano de la madre que Scorpius nunca conoció. Las palabras fluyeron:

"En las sombras de la noche, en el susurro del viento, nace un hijo de estrellas y la luna. Con ojos como el cielo y un corazón de música, será la luz que ilumine nuestro linaje oscuro..."

Scorpius escuchaba, su corazón lleno de una tristeza que no podía comprender por completo. ¿Cómo sería haber tenido a su madre a su lado? ¿Cómo sería haberla escuchado tocar esta canción?

Y entonces, como si el pasado se filtrara a través de las notas, la imagen de una mujer apareció en la entrada de la sala. Tenía el cabello castaño, su vestido blanco flotando alrededor de ella. Una sonrisa dulce curvaba sus labios mientras observaba a Scorpius con ternura.

—Mamá. —susurró, creyendo que su madre verdaderamente se encontraba ahí. 

El piano seguía resonando, y Scorpius se aferró a los laterales del banco de madera.

Scorpius, aún con los ojos brillantes y llenos de emoción fugaz, se levantó de su lugar.

—¡Mamá!—gritó, creyendo que ella estaba ahí. Corrió hasta ella, abrazándose a sus piernas, llorando. Pronto sintió unos brazos rodearlo con fuerza y cariño.

Pero cuando Regulus estaba a punto de terminar la canción, la figura se desvaneció. No era su madre. Era Narcissa, la prima de Regulus, acompañada de su esposo y su hijo.

La entrada de Narcissa en la sala cambió el ambiente por completo. Scorpius, aún con los ojos brillantes por la visión fugaz de su madre, se quedó inmóvil.

—¿Mamá?—un pequeño puchero se formó en los labios del menor, sus ojos pronto se apagaron, cristalizados, mientras su labio inferior temblaba.

—Cariño...—susurró Narcissa, mientras lo tomaba entre sus brazos, sintiéndolo esconderse en su cuello.

—Quiero a mami...— murmuró soltando pequeñas lágrimas, que hizo romper por completo a Regulus, que si bien jamás había sido muy sentimental, se acercó a su prima, tomándolo entre sus brazos.

—Mamá no podrá volver, pero yo estoy aquí, yo voy a cuidarte como tu madre hubiera querido. Eres mi hijo y siempre vas a serlo. —beso su frente mientras lo mecía entre sus brazos. —La vida a veces es injusta, Scor. Alessa no podrá volver, pero su amor por ti sigue vivo en cada nota de esa canción. Sigue vivo en ti. —sus ojos brillaban con lágrimas contenidas. —Ella quería que supieras que eras su luz, su esperanza.

—Quiero a mamá...—lo escuchó murmurar.

—Yo también hijo, yo también...

[ • • • ]


El aliento a alcohol y tabaco llenaba la habitación, una mezcla nauseabunda que anunciaba la tormenta que se avecinaba.

El niño, apenas un haz de huesos y piel, miró a su padre con ojos asustados.

—¡Eres un inútil!— rugió el padre, su voz rasposa como el filo de un cuchillo. —¿Para qué te traje a este mundo? No eres más que una carga, un error. Un gusano insignificante que se arrastra por mi vida. —sus palabras eran cuchillos afilados, cortando el alma del niño en pedazos.

El niño intentó hablar, pero su garganta estaba seca como el desierto. Las lágrimas se acumulaban en sus ojos, pero no se atrevió a derramarlas. Sabía que cualquier muestra de debilidad solo empeoraría las cosas.

—¿Crees que mereces amor?—continuó el padre, su aliento caliente en la cara del niño. —Eres patético. No tienes talento, no tienes futuro. No eres más que un estorbo, una aberración que me atormenta día tras día. —cada palabra era un golpe directo al corazón del niño, un recordatorio constante de su insignificancia.

El padre se inclinó más cerca, sus ojos inyectados en sangre fijos en el rostro del niño.

—Debería haberte abandonado cuando tu madre murió. Ella era la única buena parte de ti, y ahora está muerta gracias a ti. ¿Por qué no puedes ser más inteligente? Tú... tú eres un fracaso, una mancha en mi linaje. —el padre señaló hacia la ventana, donde la lluvia golpeaba con fuerza. —Incluso el clima te odia, como si la naturaleza misma conspirara en mi contra.

El niño quería gritar, quería decirle a su padre que no era cierto, que él también tenía sueños y esperanzas. Pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. Su padre lo había reducido a la nada, un ser insignificante sin derecho a existir.

Scorpius se debatió entre las sábanas, atrapado en las garras de una pesadilla que lo había arrastrado a los abismos más oscuros de su mente. El sudor empapaba su piel, y su corazón martilleaba como un tambor desbocado. La habitación estaba sumida en la negrura, y el silencio solo era interrumpido por su respiración agitada.

Sudando, el corazón martillando en su pecho. Pero incluso despierto, las palabras de su padre seguían resonando.

La oscuridad de la habitación se cernía sobre él, y el supo que no podía escapar. La crueldad de su padre se había convertido en su propia prisión, una pesadilla que no terminaría hasta que encontrara la fuerza para liberarse.

Una pesadilla que jamás había pasado en la vida real, pero en su mente, ese suceso se repetía noche con noche.

Los fragmentos del sueño aún danzaban en su mente.

El regreso abrupto a la realidad, la pesadilla aún se aferraba a él. Scorpius se incorporó, el pecho apretado, los pulmones luchando por aire. Sus manos temblaban mientras se aferraba a las sábanas, como si pudieran protegerlo de lo invisible.

La habitación estaba igual de oscura que su mente. El reloj en la mesita de noche marcaba las tres de la madrugada. Scorpius se preguntó si alguna vez volvería a dormir sin miedo. Si alguna vez podría escapar de las garras de su propia imaginación.

El ataque de pánico se cernía sobre él como una tormenta. El corazón seguía desbocado, y el aire no llegaba a sus pulmones. Scorpius se levantó, tambaleante, y se dirigió a la ventana. La lluvia golpeaba el cristal.

—¿Por qué?—susurró. —¿Por qué mi mente me tortura así?—no había respuestas. Solo la oscuridad y el eco de sus propias palabras.

Se aferró a la cortina de la ventana, sintiendo el frío penetrar en su piel. Una figura estaba allí, acechándolo. Pero esta vez, no podía huir. No podía escapar de sí mismo.

Era el, pero era totalmente distinto. Su imagen, su rostro, parecía solo un saco de huesos, lo único que podía ubicarse y eso lo confundía, era el cocido rojizo que debería ocupar su boca, sus manos solo estaban quietas a sus costados, y siempre parecía formar una sonrisa maliciosa.

Scorpius cerró los ojos y respiró profundamente. Sintiendo su cuerpo temblar.

El sabía que había algo más, algo que lo atormentaba incluso más que la pesadilla: los somníferos que había abandonado.

La botella de pastillas estaba en la mesita de noche, escondida, tentadora. Scorpius había luchado contra su adicción durante meses, había creído que estaba limpio. Pero ahora, sentía que los necesitaba. Que sin ellos, la pesadilla nunca terminaría.

Camino sin hacer ruido, sentándose a la orilla de su cama.

Sus dedos rozaron la tapa de la botella. ¿Qué daño podría hacer una sola pastilla? ¿No era mejor dormir, aunque fuera artificialmente, que enfrentar la figura oscura una vez más?

Sintió a su lado esa figura, una decepción, se interponía entre él y la tentación. Scorpius sabía que no podía volver atrás. Que los somníferos solo aplacarían la pesadilla momentáneamente, pero no resolverían el problema real.

Con un suspiro, Scorpius apartó la mano de la botella. Mordiendo sus labios con desesperación.

—No esta vez. —murmuró. —No voy a rendirme.

La figura seguía allí, mirándolo, acechandolo como cada noche, y no se iría, no hasta lograr por lo que estaba ahí.

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