𝟎𝟎𝟏. strangers
𝑯𝑬𝑨𝑹𝑻𝑩𝑼𝑹𝑵 . ¨. ☄︎ ͎۪۫
𝟎𝟎𝟏. strangers
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𝟐𝟔 𝒅𝒆 𝒋𝒖𝒏𝒊𝒐, 𝟐𝟎𝟐𝟔
𝐒𝐞𝐯𝐢𝐥𝐥𝐚, 𝐄𝐬𝐩𝐚𝐧̃𝐚
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𝐏𝐀𝐑𝐀 𝐀𝐍𝐀, 𝐋𝐀𝐒 𝐍𝐎𝐂𝐇𝐄𝐒 𝐃𝐄 verano eran sencillamente mágicas.
Sentía que formaban parte de su alma—que estaban tatuadas en su piel, como un programa preestablecido que podía sacarle una sonrisa de manera instantánea. Quizás tenía algo que ver con esas brisas esporádicas que solo aparecían cuando el sol se ocultaba, o tal vez era el hecho de que, durante aquella época del año, las calles de España se llenaban de un vívido ambiente turístico. Los atardeceres eran más puros, más rebeldes, llenos de color y fantasía, y, cuando daban paso a la oscuridad, cuando el calor finalmente cedía, solo podía pensar en tiempos felices, en noches cargadas de risas, paseos por una playa vacía, y el placer de tomar un postre helado después de la cena.
Así pues, Ana Espinosa no tenía ni la más mínima idea de cómo cojones se las había arreglado para que aquella fuera la única excepción.
De un momento a otro, había pasado de estar festejando el estreno de la nueva película que protagonizaba su novio a encontrarse allí afuera, en plena madrugada, con nada más que un par de tacones destrozándole los pies y la dignidad esparcida por los suelos. La lujosa sala de fiestas donde la celebración todavía tenía lugar—ubicada en uno de los hoteles más prestigiosos de toda Sevilla—había quedado completamente en el olvido cuando Hugo Maturana la tomó de la muñeca, arrastrándola hasta el exterior.
Tan pronto como Ana percibió la ira que emanaba del agarre de su novio, sospechó que volver no sería una opción.
—Hugo, por favor... Vamos dentro.
Su tono era suave, templado. Un susurro casi imperceptible, pero también desesperado.
Detestaba las discusiones.
La calma siempre había sido su método favorito a la hora de lidiar con los problemas, apagar las llamas con agua en vez de contraatacar con más fuego. Funcionaba con Marcos, su hermano mayor, quien tenía más adrenalina en el cuerpo que cualquier niño de ocho años; funcionaba con sus padres, y también con su mejor amiga. Creía que aquella estrategia iba a servirle durante el resto de su vida—y creía también que con Hugo pasaría lo mismo, que su naturaleza tranquila siempre congeniaría con el temperamento explosivo de su pareja.
No obstante, tras los primeros meses de noviazgo, las cosas habían cambiado, y ella... ella no tardó en descubrir lo mucho que al pelinegro le gustaban las tormentas.
Llevaban casi un año de relación, y todavía no tenía ni la más mínima idea de cómo lidiar con las rabietas de Hugo. Tan solo había aprendido que la furia lo cegaba, que su orgullo jamás lo dejaba ver más allá de sus propios zapatos y que, a pesar de su elevado estatus dentro del mundillo de la fama, no le temía a la idea de armar un escándalo a mitad de la calle, donde cualquiera podría verlos.
En ocasiones, Ana sentía que se preocupaba más por la reputación de su novio que él mismo.
—¿Para qué? —espetó el chico entre dientes—. ¿Para que sigas ligando con mis compañeros de trabajo?
—Joder, que no estaba...
Se detuvo a sí misma, mordisqueando el interior de su mejilla. Justificarse no serviría de nada: ya lo había intentado en varias ocasiones desde que salieron del hotel, y sabía bien que, mientras Hugo se encontrara indispuesto a escucharla, volver a negarlo no tendría caso.
Suspiró con pesadez, optando por escanear rápidamente la zona en busca de posibles paparazzis. Para su buena suerte, parecía que no había ni un alma en las calles; sabía, sin embargo, que no podía fiarse de nada. Así pues, mientras el chico maldecía por lo bajo, Ana cogió el borde de una de sus mangas, tirando ligeramente de la tela para captar su atención.
—¿Acaso quieres que la prensa nos pille discutiendo? —susurró. El corazón le taladraba las costillas, ansioso y desconfiado, y no pudo luchar contra el impulso de echarle otro vistazo a sus alrededores antes de volver a centrarse en el muchacho—. Tú más que nadie deberías saber lo que va a pasar si nos...
—La prensa es lo último que me importa ahora mismo —la interrumpió con brusquedad. Dio un paso hacia adelante, como si quisiera parecer más alto, más intimidante, pero Ana apenas pudo inmutarse; tenía los pies demasiado cansados como para siquiera pensar en retroceder—. Te traje aquí porque eres mi novia. Se supone que debes acompañarme, estar a mi lado, pero parece que eso te da igual, ¿no? —Hugo soltó una carcajada seca, cargada de ironía—. ¿Qué pasa? ¿Quieres humillarme, que toda la puta sala piense que mi pareja va tonteando con el primer famosillo que le pasa por delante?
El impacto de cada palabra fue tan fuerte, tan abrumador, que le arrebató el aire de los pulmones.
De repente, el oxígeno se había convertido en veneno. Un cuchillo imaginario le revolvía las tripas, y tuvo que emplear todas sus fuerzas para evitar llevarse una mano al cuello, tratando de aliviar el nudo que le apretaba la garganta. Se preguntó entonces si las lágrimas que empezaban a acumularse en sus ojos—aquellas que no se atrevía a derramar—se verían reflejadas en los de Hugo; los iris de su novio, sin embargo, permanecían distantes, cubiertos por aquel oscuro velo de rabia que dilataba cruelmente sus pupilas.
—Insúltame todo lo que quieras, pero, por favor —le rogó en un murmullo. Apretó la mandíbula, continuando entre dientes—, espera a que lleguemos a casa.
¿Casa? No, esa no era la palabra correcta.
No podía llamarle así a la ostentosa habitación de hotel donde Hugo y ella se habían estado alojando durante su estadía en Sevilla. Últimamente—o más bien, desde que empezó a salir con él—, sentía que le sobraban los lujos, pero lo único que deseaba en ese momento era volver a Barcelona, al cálido hogar de sus padres, o incluso al pequeño piso compartido donde vivía en Londres. Y entonces, mientras luchaba por encontrar una mínima pizca de arrepentimiento en el semblante del pelinegro, se percató de que era impotencia lo que le calentaba la sangre.
No entendía cómo podía estar tan ciego, ni mucho menos cómo fue que llegó a la conclusión de que había estado ligando con el resto del reparto de la película que él protagonizaba. Tan solo había intentado pasar un rato ameno, demostrarle a su novio—y sobre todo a sí misma—que podía manejarse en entornos como aquellos; nadie le había avisado que tenía que estar atada a Hugo durante toda la noche, por no mencionar que él tampoco había dudado en perderse en la barra, charlando con directores y productores importantes del cine español mientras ella trataba de buscarse la vida en una sala llena de desconocidos.
¿Acaso no recordaba lo mucho que le había costado controlar su timidez con tal de sobrellevar el matiz público de su relación? ¿No sabía que, cuando estaba nerviosa, su boca actuaba por sí sola? ¿Que por eso era que había tenido que quedarse hablando con sus colegas tras perderlo de vista?
—Me voy de aquí, Ana.
El color abandonó su rostro de manera instantánea.
Tardó en reaccionar. Se quedó estancada en su lugar, preguntándose si lo había escuchado bien o si quizás su mente le estaba tendiendo una trampa, pero Hugo no la esperó: se dio la vuelta, empezó a marchar en dirección al aparcamiento, y Ana por fin logró separar los tacones del suelo, tratando de alcanzarlo.
—No, no puedes irte... Es tu evento —le recordó. El pelinegro no se inmutó; simplemente siguió caminando—. ¡Estamos aquí por ti!
—¡Me la suda! —contestó finalmente, acelerando el paso. Alcanzó su Porsche blanco tras dar unos cuantos pasos más, sacó las llaves de su bolsillo con movimientos toscos, no le dirigió ni una sola mirada—. No pienso quedarme.
—Hugo, por Dios... ¡Que ya no somos críos!
Ni siquiera se molestó en responder. Se limitó a subir al asiento del piloto y cerró la puerta del coche con todas sus fuerzas, como si quisiera romperlo.
Ana, por su parte, volvió a llamar su nombre, acercándose a la ventanilla para golpear el cristal en un desesperado intento por hacerlo entrar en razón. Permaneció allí durante unos cuantos segundos, sintiendo que su puño se resentía cada vez que chocaba contra el cristal, que su garganta se cerraba más y más con cada impacto.
Quería creer que todavía podía convencerlo.
Quizás la noche aún no se había arruinado—tal vez podrían volver a la fiesta, fingir que nada había pasado, regresar cogidos de la mano y decir que tan solo habían salido a tomar el aire. Se suponía que era el día de Hugo, que habían viajado a Sevilla para celebrar sus logros. Por muy enojada que estuviese, por mucho que quisiera gritar y chillar y soltar toda la rabia que llevaba dentro, lo último que deseaba era dañarle un momento como aquel.
Cuando el chico finalmente decidió bajar la ventanilla, Ana no supo cuánto tiempo había pasado, ni mucho menos cuántas veces había golpeado el cristal.
Tan solo intentó hablar una vez más. Trató de pedirle que guardara la calma y saliera del coche antes de que cometiese una estupidez. No obstante, el gélido verde de sus ojos le enredó las cuerdas vocales, dejándola sin palabras.
—Si de verdad quieres arreglar esto, hazme el jodido favor de quedarte aquí y decirles a todos que me he tenido que marchar por una emergencia. —El tono de Hugo era frío, distante, como si apenas pudiese soportar la idea de hablarle. Seguidamente, sus comisuras se curvaron en una mueca de asco—. Y si quieres aprovecha para follarte a alguno de mis compañeros, ya que estamos.
Sintió que el corazón se le caía del pecho.
Que la boca se le secaba, que el orgullo se le escapaba de las manos. Solo podía escuchar era el eco distante de sus latidos, arrítmico y fracturado y completamente destrozado.
Aferró las manos al borde de la ventanilla al sentir que las piernas le fallaban; apretó los labios en una línea, luchando contra el patético temblor de su barbilla. Una parte de ella—probablemente la más ingenua—pensó que quizás debía recordarle a Hugo que no debía conducir después de haber bebido durante la celebración, o simplemente rogarle para que la dejara subir al coche junto a él. Sin embargo, en cuestión de segundos, el dolor acabó transformándose en cólera y resentimiento y...
—Que te den.
Habló entre dientes, con la voz quebrada por la rabia.
No tenía nada más que decir.
Lo único que quería era expulsar el veneno que Hugo le había inyectado en la sangre, fuera como fuera.
Esta vez, la respuesta del chico careció de palabras: subió la ventanilla sin decir nada más, arrancó el coche como si fuese un jodido piloto de carreras, se perdió en la calle sin cuidado. La silueta del Porsche desapareció en cuestión de segundos, y Ana no pudo hacer otra cosa más que llevarse las manos a la cabeza, luchando por mantener la compostura.
Estaba completamente sola.
Sola y enfadada y con unas malditas ganas de echarse a llorar... No había ni un alma en las calles, las farolas actuaban como su única compañía, y de pronto el hotel lucía más como una cárcel que como un sitio seguro.
La música que sonaba en la sala de fiestas llegaba hasta el exterior; le recordaba que el mundo seguía girando, que la celebración todavía se hallaba en pie, pero, aunque sabía que quizás la opción más correcta era regresar, sencillamente no tenía las fuerzas necesarias para enfrentarse una vez más a una habitación llena de celebridades—celebridades que, en su mayoría, preferían hablar de sí mismas antes que entablar una conversación amena. Por mucha experiencia que hubiese ganado dentro de aquel mundo, sabía bien que nada sería suficiente para sobrevivir por cuenta propia: no era y jamás sería su entorno, y tampoco se sentía preparada para dar explicaciones sobre la súbita ausencia de su novio.
Tuvo que recordarse que técnicamente ya era una adulta, que debía usar la razón. Ya tendría tiempo para lamentarse; primero debía salir de allí, encontrar un refugio.
Aunque su vista seguía empañada—cortesía de las lágrimas contenidas—, aquello no le impidió mirar la pantalla de su móvil. Sabía bien que Hugo solía actuar por impulso, que seguramente se hallaba de camino a algún sitio aleatorio en el que descargar la adrenalina, por lo que Ana suponía que su mejor opción era ir al hotel donde se estaban alojando, enterrarse sola bajo las sábanas y esperar a que el sueño sanara sus heridas.
No contaba, sin embargo, con el hecho de que eran las cuatro de la mañana.
Cuatro de la mañana, y no podía encontrar ni un maldito taxi.
No había metro ni buses disponibles a aquellas horas de la madrugada, todos los Ubers estaban ocupados. Recordó entonces lo que implicaba estar varada cerca del centro de Sevilla durante un viernes de verano—por supuesto que todos los vehículos estarían ocupados, plagados de turistas.
Tras más de treinta minutos de búsqueda, tuvo que recurrir a sentarse en el borde de la acera para darle un descanso a sus pies, y cuando la pantalla de su móvil se tiñó de negro, indicando que la batería se había agotado, empezó a creer que el destino estaba en su contra.
Se levantó del suelo, mordiéndose la lengua para contener las ganas de gritar. Inhaló, exhaló; cerró los ojos mientras se repetía a sí misma que todo estaría bien, que eventualmente encontraría la manera de llegar al hotel. Lo cierto, sin embargo, era que lo que menos le apetecía era pasar más tiempo sola en una ciudad que apenas conocía, en plena madrugada, y enfundada en un vestido que ya le había causado problemas con un par de imbéciles sin morales antes de siquiera llegar a la fiesta.
Calma. Tan solo debía tener calma.
Convenciéndose de que había trabajado toda su vida para permanecer impasible en situaciones como aquella, empezó a andar. Pensó que la idea más inteligente era buscar otra calle más céntrica donde tal vez circulasen más taxis; mientras tanto, no podía hacer otra cosa más que abrazarse a sí misma, clavándose las uñas en la piel de los brazos para tratar de opacar el amargo sabor de la humillación.
Fue entonces cuando recordó que ni siquiera tenía acceso a Google Maps, que la calle estaba desierta, y que no había nadie a quien pudiera pedirle indicaciones.
No sabía a dónde cojones se estaba dirigiendo.
Y aquella fue la gota que colmó el vaso.
Se detuvo en seco. Golpeó el suelo con uno de sus tacones mientras maldecía al cielo en voz alta. Se llevó las manos al rostro, restregándose los ojos sin siquiera pararse a pensar en la posibilidad de arruinar su maquillaje.
Aquella pequeña rabieta tampoco la hizo sentir mejor... y es que duró menos de lo que le hubiera gustado. Había una imperante vocecita en su cabeza, repitiéndole que debía recomponerse; aunque no pareciese haber ninguna cámara a la vista, sabía que ser la pareja de uno de los actores emergentes del país le quitaba el derecho a romperse en público.
No pudo evitar pensar en aquellos largos meses en los que trabajó en el Fútbol Club Barcelona, conviviendo cara a cara con los jugadores—en las veces que los vio lidiar con la prensa, en las emboscadas de los paparazzis. Pensó en Nora, su mejor amiga, quien también se vio obligada a aprender a tratar con las cámaras tras involucrarse en una relación con Pedri González, y el largo camino que tuvo que recorrer cuando empezó su carrera musical. Pensó en Hugo, en las veces que los periodistas los habían pillado juntos, y pensó también en los fans, quienes sabían exactamente cómo atraparlos con las manos en la masa.
Le gustase o no, la realidad era que había estado bajo el ojo público desde que cumplió sus dieciocho años. Aunque las cosas se habían calmado cuando dejó de trabajar como miembro del staff de redes sociales del Barça, mudándose a Londres para empezar sus estudios universitarios, habían vuelto a empeorar cuando inició su relación con Hugo.
Claro que Ana no era realmente famosa—se sentía más como una mota de polvo en medio de miles de estrellas—, pero su nombre estaba indudablemente atado al de una celebridad. Lo último que necesitaba era ser retratada por la prensa como la novia inmadura de Hugo Maturana; ya tenía suficientes problemas, y no sabía si podría soportar que los medios conjuraran otra de sus estrafalarias historias a partir de una imagen.
Justo entonces, mientras se forzaba a recuperar la compostura, escuchó el sonido de un motor deteniéndose a su lado.
Abrió los ojos de golpe, enderezando la espalda mientras todas sus alarmas se activaban. Echó un vistazo por el rabillo del ojo, lo justo y necesario para poder espiar al coche que empezaba a detenerse a su lado: un Cupra Formentor de color negro. Ana ni siquiera intentó distinguir la silueta del conductor a través de los cristales ahumados; aunque había notado que no era extraño ver coches tan caros como ese en aquella zona de la ciudad, optó por seguir caminando a un ritmo más rápido.
No quería correr—aquello llamaría demasiado la atención—, pero tampoco podía quedarse estancada.
Trató de alejarse con discreción, reajustando su bolso sobre su hombro en un intento por mantenerse distraída. Pensó que el coche seguiría de largo, que tan solo estaba siendo paranoica, pero el Cupra la siguó, avanzando con lentitud para adaptarse a su paso.
Se negó a voltear al notar que el conductor bajaba la ventanilla. Le dio una rápida ojeada a la zona, luchando por idear la mejor ruta de escape mientras se planteaba si lo mejor sería quitarse los tacones para echar a correr o...
—¿Todo bien?
Algo en su pecho se contrajo cuando escuchó aquella voz.
Giró la cabeza con tanta rapidez que su cuello gritó de dolor—aquello, sin embargo, no era nada comparado con el escalofrío que le recorrió la columna, ni mucho menos con el molesto burbujeo que trepó desde su estómago hasta la base de su garganta cuando finalmente lo vio.
—La madre que me parió...
La voz de le escapó en un murmullo, débil y confundido.
No tenía palabras.
Se topó con un par de ojos color caramelo—ojos que la habían perseguido durante noches, meses, años. Trazó cada parte de su rostro, desde sus cejas y su nariz hasta la marcada curvatura de su mandíbula. Tuvo que obligarse a volver a centrar la mirada en las pupilas del conductor antes de llegar más allá, convenciéndose de que aquella era la opción más inteligente; no obstante, tras tanto tiempo sin verlo, sus sentidos se retorcían, presos de unas insoportables ganas de analizarlo paso a paso, centímetro por centímetro.
Incluso bajo la oscuridad de la noche, pudo reconocerlo al instante.
Y es que el rostro de Pablo Páez Gavira le había quitado el aliento antes de que cumpliera doce años, había vuelto hacerlo cuando tenía dieciocho y, en aquel momento, a tan solo unos meses de alcanzar los veintidós, la historia se repetía.
—Ana.
La rubia notó la chispa de reconocimiento en su semblante, el deje de sorpresa en sus facciones. Pablo tenía el ceño fruncido, pero había levantado ligeramente las cejas, barriéndola con la mirada.
Escuchar su nombre saliendo de la boca de Gavi era casi peor que verlo en silencio. Se sentía más real, más personal.
«No, ni de coña», se repitió mentalmente, preparándose para escapar. No iba a detenerse por él, y tampoco estaba preparada para asimilar el hecho de que estaba allí, frente a ella, después de tres años sin saber absolutamente nada de su vida.
No, no quería asumirlo.
Por esa misma razón, siguió avanzando sin darle respuesta, apartando la mirada con brusquedad. Se aferró a su pequeño bolso como si fuera un ancla, puso especial empeño en mantener el mentón elevado y la espalda recta, pero, a medida que el Cupra trazaba sus movimientos, moviéndose al mismo ritmo que ella, sentía que el control se escapaba más y más de sus manos.
—Sabes que no te voy a dejar aquí sola, ¿no?
Luchó por ignorar su voz, su acento—luchó con todas sus fuerzas, obligándose a levantar los pies del suelo incluso cuando empezaba a percibir que querían adherirse al concreto. Aun así, su conciencia se empeñó en recordarle que Pablo Gavi era una de las personas más tercas que había conocido jamás; si aquello no había cambiado, entonces no iba a dejarla ir hasta obtener lo que quería.
Irónico, por supuesto, pues el sevillano no había hecho ni un mínimo esfuerzo por contactarla en los últimos tres años, desde que Ana dejó el Fútbol Club Barcelona con una despedida que fue ciertamente... enrevesada.
Nunca había sido particularmente orgullosa, pero, después de todo lo que había sucedido entre ambos, se había prometido a sí misma que no volvería a caer por Pablo.
Cuando puso el primer pie en Londres, creyó que jamas tendría que volver a verlo, que por fin podría dejarlo en el pasado. No obstante, en caso de que la vida decidiera traicionarla—como en aquel instante, por ejemplo—, su plan siempre había consistido en darse la vuelta y seguir sin mirar atrás. Quizás podría llegar compartir una que otra palabra de cortesía, pues quería pensar que ya era lo suficientemente madura como para dejarse de niñerías, pero nada más.
Claro que, aparentemente, no era tan madura como le gustaba pensar—y es que sus instintos querían optar por la ruta más fácil, la ruta de la indiferencia.
Pero es que estaba desesperada, y Gavi... Gavi parecía ser el único ancla al que podía aferrarse en ese momento.
Se detuvo en seco, fijando la mirada en el suelo. Luchó por mantener su corazón en su pecho mientras escuchaba cómo el Cupra se detenía a su lado, e incluso tuvo que contar hasta diez antes de atreverse a levantar la mirada. Cuando giró la cabeza, encontrándose nuevamente con los ojos del sevillano—los cuales ya la habían estado observando, acompañados de una expresión que no fue capaz de codificar—, sintió que sus hombros caían bajo el peso de la noche, y que el intento de fachada inquebrantable que había intentado tratado de construir finalmente quedaba en el olvido.
—Súbete —le dijo él, llamándola con un ligero ademán de su cabeza.
No era una pregunta, sino más bien una afirmación: una sentencia.
Así pues, Ana se enfocó en mantener la mente en blanco mientras se subía al coche.
Comprendió, sin embargo, que aquello sería imposible tan pronto como Pablo pisó el acelerador.
El silencio era seco, afilado. El chico se había limitado a pedirle la dirección de su destino sin decir nada más; la radio ni siquiera estaba encendida, no había música con la que aliviar la rigidez, pero a él no parecía importarle. Ella, por su parte, sentía que el cuero del asiento quemaba la parte expuesta de su espalda, que sus huesos se habían convertido en hierro y sus músculos en plomo.
Parpadeó una, y otra, y otra vez, forzándose a mantener la mirada fija en el salpicadero del coche mientras trataba de averiguar si estaba o no estaba soñando—si realmente la embriagadora colonia de Pablo, aquel aroma masculino que la había perseguido durante años, se hallaba adherida a las paredes del coche o si tan solo era un producto de su imaginación.
No pudo evitar pensar que la vida le había tendido una trampa. Después de todo, ¿cuál era la maldita probabilidad de volver a encontrárselo? Ana apenas volvía a España durante el verano y las navidades, se suponía que tan solo iba a pasar dos días en Sevilla por el estreno de la película de Hugo, y Pablo... Pablo era un futbolista; se suponía que debía invertir la mitad de su tiempo entrenando en Barcelona y la otra mitad viajando junto al resto de su equipo para jugar algún partido en otra ciudad.
Cayó entonces en el hecho de que estaban a finales de junio, de que los jugadores solían estar de vacaciones durante aquella época del año, y que el Gavi que conocía acostumbraba a volver a su ciudad natal cada vez que tenía días libres. Que estuviese en Sevilla no era particularmente raro, pero... definitivamente inconveniente.
«Es que tiene que ser una broma», pensó, cerrando los ojos de manera momentánea. «Una broma de mal gusto, además».
Y es que recordaba perfectamente la última vez que lo vio.
Recordaba el encuentro que habían tenido en uno de los vestuarios vacíos del Camp Nou, justo antes de un partido del Barça contra el Real Madrid. Recordaba la tensión—tan densa y palpable que cualquiera hubiera podido cortarla con un cuchillo—, la cercanía repentina, su aliento acariciándole el rostro y sus labios a punto de rozarse por primera y única vez y... y sobre todo recordaba la forma en la que él se había apartado, insistiendo en que aquello no podía pasar.
No había sabido nada de Pablo desde entonces.
A diferencia de sus compañeros, el sevillano ni siquiera se presentó en el aeropuerto para despedirla antes de su partida a Londres. Había pasado poco más de una semana tras el encontronazo en el vestuario, y Ana lo esperó con un nudo en la garganta. Lo buscó con la mirada, escaneó el aeropuerto con la esperanza de encontrarlo, e incluso llegó a confundirlo con un chico aleatorio que iba a coger su mismo vuelo. Finalmente, Gavi no apareció, y ella no pudo cerrar la grieta que el sevillano había dejado en su corazón.
Tuvo que lidiar con un amargo sabor de boca durante todo el viaje.
Aun así, con el paso del tiempo, la tristeza se fue transformando en enfado; la distancia la ayudó a pensar con mayor claridad, a tomar la decisión de bloquearlo en cada una de sus redes sociales y olvidarlo de una vez por todas. Se negó también a ver los partidos del Barça y la Selección, sabiendo que él siempre estaría presente. Incluso Nora—quien no solo solía trabajar junto a Ana en el Barça antes de empezar su carrera como cantante, sino que también seguía siendo una gran amiga de Gavi—había dejado de mencionarlo tras los primeros dos meses de su llegada a Inglaterra, después de que la rubia se lo pidiera durante una de sus videollamadas semanales.
El contacto cero la había ayudado a superarlo. No sabía nada sobre Pablo, y estaba convencida de que mantener la distancia había sido lo mejor para su corazón.
Pero, a pesar de ello... no podía negar que la curiosidad la estaba matando.
—Te has cambiado el pelo.
Su voz la tomó por sorpresa.
Volteó a verlo de golpe, como si la hubiesen pillado en medio de un crimen; sin embargo, no tardó en percatarse de que él ni siquiera la estaba observando, sino que se hallaba concentrado en la carretera. Su estómago dio un vuelco mientras trataba de decidir si lo mejor era ignorarlo y quedarse callada durante el resto del camino, o si quizás debía demostrarle que era lo suficientemente adulta como para mantener una conversación amena.
Sabía bien que la segunda opción era la más correcta, que ya había pasado mucho tiempo: actuar como una cría no le traería nada bueno. Además, mantener el silencio no era uno de sus talentos, y mucho menos con aquellos estúpidos nervios carcomiéndole las tripas.
—Me lo recomendó mi peluquero —respondió al cabo de unos segundos, escueta y concisa.
Elevó ligeramente el mentón, orgullosa ante el hecho de que la voz no le hubiera temblado, mas no pudo evitar buscar su propio reflejo en el espejo retrovisor. Solía llevar el cabello por los hombros, pero había optado por un cambio hacía unos meses, cortándolo al nivel de su mentón. Un ligero flequillo y unas cuantas mechas más rubias que su color natural completaban el cuadro, haciéndola ver más mayor que cuando tenía dieciocho. Aun así, ni siquiera eso la ayudaba a disimular su cara de bebé, aunque ya estaba acostumbrada a que todo su entorno le dijera que lucía menor de lo que realmente era.
—El de Londres, supongo —añadió el sevillano, con el mismo tono inexpresivo que había empleado desde el comienzo.
Ana, por su parte, todavía trataba de descifrar cómo cojones era que Pablo se había fijado en su pelo si ni siquiera había girado a mirarla en lo que llevaban de trayecto, mas se forzó a responder.
—El de Londres.
Silencio.
Otra vez silencio.
Incómodo y pesado y absolutamente insoportable.
La rubia no podía parar de removerse en su asiento. Se rascaba la piel de la muñeca en un gesto nervioso, botaba su pie una y otra vez contra el suelo del coche; jugueteaba con el colgante dorado que siempre descansaba en su cuello, aquel que llevaba su inicial. Fingir que nada había pasado entre ambos era una tarea imposible, estarse quieta no era una opción, y le exasperaba el hecho de que Gavi ni siquiera se inmutara.
Se preguntó dónde había quedado el chico enérgico que solía conocer. No sabía si tan solo se negaba a abrir la boca porque no quería hablar con ella, o si realmente había cambiado tanto.
Tampoco supo exactamente cuándo fue que sus ojos acabaron traicionándola.
De repente, cayeron sobre el perfil del sevillano, curiosos e inquietos. Su mirada empezó a vagar por sus manos—primero la que descansaba sobre la palanca de cambio, luego la que sujetaba el volante; notó entonces que sus nudillos estaban pintados de blanco, como si la fuerza que estaba ejerciendo fuese más de la necesaria. Sus pupilas subieron por un par de brazos fuertes, la camiseta blanca que resaltaba el porte atlético de su cuerpo, su manzana de Adán. Sin siquiera darse cuenta, acabó escalando hasta su rostro, siguiendo el discreto camino de lunares que decoraban su mejilla desde que era pequeño.
Era guapísimo. Siempre lo había sido.
Fue aquella mezcla de ternura y coraje que tanto lo caracterizaba lo que la había cautivado cuando eran niños. Tiempo después, tras encontrárselo en el Barça, más alto y confiado y convertido en una estrella, se percató de que la tarea de concentrarse al tenerlo cerca se había vuelto mil veces más complicada; mantenía la misma esencia, el mismo corazón de oro, pero a eso se le sumaban sus nuevos rasgos masculinos, sus sonrisas ladeadas, su carisma silencioso. A Ana nunca le había costado entender por qué tantas chicas acababan cayendo ante sus encantos, y estaba segura de que aquella parte de la historia no había cambiado con los años, pues no podía negar que su atractivo no había hecho más que aumentar.
Reparó, sin embargo, en que parecía tener una máscara puesta. Distinguió la presión que acumulaba en su mandíbula, su ceño fruncido, y, mientras seguía observándolo, no pudo evitar inclinar ligeramente la cabeza en confusión.
Recordaba a Pablo como un muchacho expresivo: su cara reflejaba exactamente lo que sentía. Aun así, en aquel instante, Ana no pudo ver ni un solo rastro de la sonrisa juguetona que solía llevar tatuada en los labios.
—¿Qué pasa?
«Mierda».
La había atrapado.
Con las mejillas teñidas de rojo, supo que disimular no serviría de nada, así que optó por decir la verdad.
—Nada... —murmuró—. Es que antes siempre estabas sonriendo.
Por primera vez desde que subió al coche, Gavi volteó a verla.
—Tú te has cambiado el pelo, —La tensión que cargaba su mandíbula se hizo incluso más evidente, y sus iris ardieron con una chispa que ella no fue capaz de codificar; no obstante, el fuego se esfumó tan rápido como había aparecido, dando paso a una frialdad abrasadora—, yo he cambiado en otras cosas.
Fue cortante, severo, absolutamente distante. Volvió a centrarse en la carretera antes de que ella siquiera pudiera pensar en preguntarle qué era exactamente lo que había cambiado, sujetó el volante con más fuerza, y la intriga de Ana no hizo más que crecer.
No era difícil percatarse de que los años habían hecho de las suyas. Pablo no solo lucía mayor, con las facciones más marcadas y despojado de aquel aire juvenil que antes le cubría la mirada, sino que también parecía más... apagado.
La última vez que Ana lo vio, ni siquiera se había sacado el carnet de conducir; tres años más tarde, no solo tenía un jodido Cupra, sino que además hablaba con amargura, con una... una extraña impotencia.
Sí, definitivamente las cosas eran diferentes—muy diferentes. Aun así, a pesar de las dudas, la rubia decidió enterrar las preguntas en el fondo de su mente, convenciéndose de que, fuera cual fuera el motivo de la extraña carga que Gavi parecía llevar en la espalda, no debía importarle. Quizás solo estaba de mal humor, tal vez había tenido algún encontronazo con algún paparazzi antes de encontrársela; de cualquier forma, debía recordar que aquello ya no le incumbía.
Para su sorpresa, mientras luchaba por mantenerse callada, fue él quien volvió a romper el silencio.
—¿Qué hacías ahí sola? —preguntó con firmeza, con la vista puesta al frente.
—Tratando de pillar un taxi, pero... parece que atraje un Cupra. —Ana chasqueó la lengua en un gesto sarcástico. Acabó soltando una risita nerviosa, divagando de forma inconsciente—. La última vez que te vi era Pedri quien tenía que llevarte a todos lados y...
—Así que todavía cambias de tema cuando estás nerviosa.
La rubia torció los labios en una mueca ante la interrupción. Su corazón dio un salto, chocando contra sus costillas al darse cuenta de que Pablo recordaba una de sus tantas manías; lo ignoró, sin embargo, esbozando una sonrisa de fingida inocencia antes de responder.
—Puede ser.
Creyó que los sentidos le fallaban cuando notó que el chico reía por lo bajo. Fue un sonido casi imperceptible, un gesto que quizás se habría perdido si hubiera parpadeado. Las comisuras de Pablo cayeron tan rápido como se habían elevado, pero al menos fue la primera vez que Ana las vio curvarse desde que subió al Cupra—un vestigio de aquella bonita sonrisa que, durante años, se había quedado grabada en el centro de su mente.
Impulsada por aquella ínfima muestra de familiaridad, Ana decidió continuar, incapaz de contener su curiosidad: —Bueno, yo ya he respondido... Ahora te toca a ti. —Enarcó una ceja, haciendo una pequeña pausa antes de seguir—. ¿Qué haces fuera a estas horas?
—Volviendo de fiesta.
Pablo respondió rápido, como si quisiera evitar más preguntas.
El ceño de Ana se frunció al instante. Sí, recordaba que a Gavi le gustaban las fiestas, pero únicamente cuando estaba acompañado de sus amigos, y jamás lo había visto volver a casa solo. Recordaba también que, en algún punto, después del Mundial de 2022, se había dejado de juegos para enfocarse plenamente en su carrera.
Aunque estaba claramente sobrio, la rubia se preguntó si las salidas nocturnas habían vuelto a formar parte de su rutina a lo largo de los últimos años.
—¿No vas a contarme, entonces?
Gavi cambió el tema con maestría, dedicándole una mirada acusadora a través del espejo retrovisor. La chica tan solo fue capaz de suspirar, hundiéndose en su asiento.
Sabía exactamente a qué se refería.
Pensó entonces en Hugo, en la mirada desdeñosa que el pelinegro le había dedicado antes de salir disparado en su Porsche. Estaba acostumbrada a verlo estallar: no era una novedad, pero últimamente parecía que estaba más empeñado en humillarla.
Por alguna razón, temía confesar lo que había pasado en voz alta y, con la atención de Gavi puesta sobre ella, no se sentía preparada para hacerlo. No obstante, siempre le había costado mentir, así que su boca terminó actuando por sí sola, contestando sin pensar.
—Discutí con mi novio.
El sevillano bufó, girando la cabeza para mirarla directamente a la cara: —¿Por eso te dejó tirada?
Ana se aclaró la garganta, sintiéndose repentinamente pequeña, diminuta. Lo cierto era que no tenía ni la más mínima idea de cómo justificar las acciones de Hugo; a pesar de ello, mientras se encogía de hombros de manera automática, sus instintos la obligaron a intentarlo.
—Estaba cabreado...
—¿Y como estaba cabreado tiene derecho a dejarte sola a las cuatro de la mañana?
—Creo que tú precisamente no deberías opinar sobre lo que hace o no hace mi novio, Pablo.
Ana apretó los párpados tan pronto como aquellas palabras escaparon de su boca, arrepintiéndose en silencio.
Brotaron sin control, como veneno salpicando de su lengua, y volvieron a inundar el coche en un molesto silencio, tenso y asfixiante. Los recuerdos le quemaban la piel, escritos con tinta indeleble en las paredes de su mente; tan solo podía pensar en la vez que él la había abandonado, tal y como lo había hecho Hugo, cuando decidió escapar del vestuario tras dejarla con la miel en los labios.
No necesitaba tener más de dos dedos de frente para saber que Pablo también estaba pensando en lo mismo, que el mensaje oculto detrás de su respuesta estaba más que claro. Sin embargo, el chico no dijo nada, limitándose a poner ambas manos en el volante con la misma expresión ilegible.
En un intento por proteger sus latidos, la rubia se cruzó de brazos. Se suponía que ya lo había superado, que ya no debía sentir nada al respecto: ni tristeza, ni dolor, ni siquiera rabia. Había crecido, finalmente asumió que lo suyo con Pablo no era más que una historia mal contada, un cuento de hadas que nunca fue ni sería escrito; aceptó los hechos, siguió adelante, y no pensaba dar ningún paso atrás.
A pesar de ello, Ana estaba convencida de que no sería capaz de llegar a su destino con la cordura intacta si no lograba encontrar una distracción.
Así pues, actuó de manera impulsiva. Su mano se movió por cuenta propia, tratando de encender la radio y...
Gavi la detuvo antes de que pudiera hacerlo, envolviendo una mano alrededor de su muñeca.
Su tacto quemaba—envió una corriente eléctrica por todo su sistema, le recordó el poder que solía tener sobre ella y, por un instante, Ana sintió que había olvidado lo que estaba tratando de hacer en primer lugar. Aun así, no pensaba rendirse, así que se las arregló para escapar de su agarre, tirando con un poco más de fuerza para poder alcanzar el botón de encendido.
Sonrió satisfecha en cuanto la música inundó el coche. Suspiró, saboreando la victoria y evitando la mirada de Pablo mientras tarareaba al ritmo de una de las canciones más pegajosas del verano. Quiso ignorarlo, fingir que no sentía sus estúpidos ojos tallando agujeros en el costado de su rostro, pero le resultó imposible.
Cuando finalmente se atrevió a enfrentarlo, se percató de que había un ligero cambio en su mirada: un deje fugaz que no fue capaz de identificar; una pizca de... de algo que la obligó a tragar con fuerzas, a relamerse los labios al sentir la boca repentinamente seca.
—¿Qué? —murmuró la rubia, soltando una risita nerviosa.
—Nada.
Pablo respondió cortante, sonando incluso más tenso que antes. Una sensación de déjà vu la envolvió de pies y cabeza al percatarse de que ya habían compartido casi las mismas palabras, pero ahora los roles estaban invertidos. Mientras tanto, Pablo volvió a centrarse en la carretera, rascándose la barbilla en aquel tic al que, al menos cuando era más joven, solía recurrir cuando estaba estresado.
Ana decidió que lo mejor era dejarlo pasar por alto. Luchó, en cambio, por encontrar algo más que decir.
Le tomó unos cuantos segundos—minutos, quizás—, pero acabó siguiendo la primera ruta que le vino a la mente.
Fútbol. El fútbol siempre sería un buen tema para romper el hielo, ¿no? Al fin y al cabo, el Pablo Gavi que solía conocer vivía por y para aquel deporte.
—Y... —Carraspeó, preparándose mentalmente antes de empezar—. ¿Qué tal el fútbol?
—Bien.
Aquella no era exactamente la respuesta que había estado esperando.
La sequedad de Pablo se le antojó casi absurda, en especial frente a un tema que tanto le gustaba. Estaba claro que el chico no quería hablar, pero Ana no pensaba ceder tan fácilmente.
—¿Xavi sigue siendo el entrenador?
—Sí.
—Supongo que habréis ganado otro título, ¿no? La Liga seguro, quizás una Champions...
Gavi no respondió.
En cambio, pisó el freno con brusquedad, deteniéndose ante una luz roja. Sus músculos se cargaron de tensión, y una expresión casi sombría se apoderó de su semblante mientras mantenía la mirada fija en el semáforo. La rubia no podía verlo del todo, pues tan solo tenía acceso al perfil de Pablo desde su posición, mas creyó notar que sus pupilas ardían en llamas—que volvía a apretar la mandíbula, como si hubiera adquirido aquella mala costumbre en algún punto dentro de los últimos tres años.
La rubia tomó su reacción, combinada con sus respuestas monosilábicas, como una señal para quedarse callada.
Aun así, las dudas siguieron burbujeando en su pecho durante el resto del trayecto. Preguntas sobre el porqué de su extraña actitud, decenas de incógnitas y la necesidad de destapar cada misterio, pues no recordaba a Pablo como un chico que guardara secretos. Él mismo lo había dicho, casi como una advertencia: las cosas habían cambiado. Tan solo debía callar y asumir que el tiempo había hecho de las suyas, sin pararse a cuestionar los motivos, pero Ana... Ana siempre había sido el vívido ejemplo de que la curiosidad sí podía matar al gato.
Por esa precisa razón, aguantar el camino al hotel sin preguntar nada más fue todo un reto para Ana.
Trató de limitarse a cantar por lo bajo, sumergiéndose en la letra de las canciones que sonaban en la radio. A Pablo no parecía molestarle—o al menos no se quejaba en voz alta—, así que lo aprovechó como un pasatiempo provisional, repitiéndose entre cada coro que la vida del sevillano no le incumbía.
Estaba tan ensimismada que ni siquiera se percató de que el coche se detenía hasta que sus ojos cayeron sobre el pomposo paraje que la esperaba detrás de la ventanilla.
El Hotel Alfonso XIII era quizás una de las construcciones más majestuosas que Ana había visto en sus veintiún años de vida—y eso que había tenido la suerte de alojarse en varios de los hoteles más reconocidos de España junto a la plantilla del Barça durante los días de partido. Hugo había reservado una habitación tan pronto como le informó que viajarían a Sevilla, siempre dispuesto a buscar lo mejor de lo mejor. A pesar de ello, pensar en la suite que la esperaba en la última planta no le brindaba ningún tipo de confort.
El cuarto era pulcro, lujoso, todo lo que cualquiera podría desear. El aire acondicionado permanecía encendido durante las veinticuatro horas del día, matando el calor del verano, y la estancia estaba acompañada por un extenso colchón en el que cómodamente podrían caber unas cuatro personas. Recordó, sin embargo, que la posibilidad de encontrarse con una cama vacía era más que probable.
Ni siquiera sabía si prefería que Hugo estuviera esperándola arriba, o si lo que realmente quería era pasar el resto de la noche sola.
—¿Se supone que tu novio está aquí?
Fueron las palabras de Pablo las que finalmente la trajeron de vuelta a la realidad.
De pronto, fue consciente del vacío que le consumía el estómago—de que apenas había pensado en Hugo durante todo el camino. Ahora que lo hacía, sentía que apenas podía soportar el molesto sabor que aquel nombre dejaba en su boca.
—No lo sé —respondió en un patético murmullo.
Solo entonces, tras expulsar todo el aire que había estado aguantando, volteó a verlo.
Ana creyó notar que su semblante se había suavizado; que el café de sus ojos se aclaraba, que la capa de rigidez e indiferencia era reemplazada por un ligerísimo rastro del chico que la había ayudado a levantarse del suelo cuando tenía doce años, aquella vez que se raspó las rodillas mientras intentaba jugar al fútbol con Marcos, su hermano mayor. La imagen le arrebató el aliento, la hizo pensar en todo lo que habían vivido y en todo lo que no había pasado, mas se forzó a mantener los pies en la tierra, tomando una profunda bocanada de aire.
—Es un gilipollas —habló él, absolutamente convencido de su sentencia. Empleó un tono más bajo y personal, acompañado por una discreta mueca desdeñosa que, para la sorpresa de Ana, no iba dirigida hacia ella.
La rubia enarcó una ceja, dedicándole una mirada acusadora. Aun así, no fue capaz de ocultar la pequeña sonrisa que se apoderó de sus labios ante la franqueza del sevillano: —Pablo... Ni siquiera lo conoces.
—No necesito conocerlo para saber que lo es.
Y Ana rio.
Rio por lo bajo, como si fuera un secreto, porque no tenía otra cosa que hacer—porque no contaba con las energías suficientes para ponerse la capa y la espada con las que acostumbraba a defender a Hugo cada vez que se pasaba de la raya, porque en ese momento Gavi no era el único que pensaba que su novio era un grandísimo idiots. Terminó cerrando los ojos, soltando una última carcajada antes de llevarse ambas manos a su rostro.
Tras dejar escapar un suspiro, dejó que sus manos cayeran sobre su regazo, echando la cabeza hacia atrás para apoyarla contra el respaldo del asiento. Volteó hacia su izquierda por puro instinto, topándose una vez más con los ojos del castaño.
«¿De verdad que quieres quedarte?»
No supo decir si la pregunta venía de su mente, o si quizás se trataba de la intensa mirada de Pablo susurrándole al oído.
De cualquier forma, la duda presionó un
botón oculto en su interior. Activó aquella parte de su alma que la llevaba a actuar sin pensar, la que seguía sus impulsos sin importar las consecuencias.
—¿Sabes qué? Mejor llévame a otro sitio. Otro hotel, un hostal... me da igual —estalló entonces, incorporándose en su asiento con el corazón en la garganta. Bajó la mirada, dejando escapar una risita temblorosa al sentir las atentas pupilas de Pablo barriéndole el rostro—. Para algo tienen que servirme los ahorros, ¿no? —murmuró para sí misma, mordisqueando su labio inferior en un gesto inconsciente. Seguidamente, elevó la cabeza, atreviéndose a buscar los ojos del castaño—. Por favor.
Para ese punto, a Ana no le importaba sonar desesperada.
Y es que sus iris brillaban más que antes: grandes e inocentes y cargados de unas abrumadoras ganas de escapar, de respirar en paz. Lo cierto era que no le importaba que Gavi supiera lo mucho que necesitaba un descanso, porque la dignidad no importaba cuando sabía que aquella seguramente iba a ser la última vez que volvería a verlo—porque, en aquel instante, el destino no le había dado ningún otro salvavidas al cual sujetarse, y porque él ya la había visto débil y vulnerable en el pasado, y ocultarse ya no tenía caso.
Expulsó todo el aire que había estado aguantando cuando Pablo le dedicó una última mirada.
Fue un acuerdo silencioso que ni siquiera le dio tiempo a interpretar, pues el chico pisó el acelerador sin necesidad de decir una sola palabra.
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La intriga se extendió por cada centímetro de su piel en cuanto se percató de que el Cupra ingresaba a una urbanización privada.
Las casas eran grandes, espaciosas, dotadas de preciosos jardines o piscinas e incluso ambas cosas al mismo tiempo. Las aceras estaban perfectamente iluminadas, como si aquel escenario formara parte de una película, como si se tratara de un vecindario de ensueño. El sevillano conducía como si tuviera el mapa del barrio grabado en la mente, de forma automática, y Ana no pudo evitar preguntarse si aquello se debía a que tenía realmente claro su destino, o si lo único que pasaba era que todo lo que hacía Pablo Gavi emanaba seguridad y confianza.
Cuando el chico comenzó a disminuir la velocidad, justo en frente de una casa de fachada blanca y aspecto moderno, la rubia frunció el ceño, dedicándole una mirada confundida.
—Em... ¿Dónde se supone que estamos?
—En mi casa.
Respondió con tanta simpleza, como si fuera lo más obvio del mundo, que ella no supo qué decir.
Se quedó congelada, sin palabras, abriendo la boca como un pez fuera del agua mientras el castaño seguía en lo suyo. Luchó por decir algo—lo que fuera—para explicarle que lo que menos necesitaba era ir a su casa y que el descanso que tanto añoraba también incluía alejarse de él, mas no logró evocar ni una sola palabra.
Pablo, por otro lado, había recuperado el hábito de evadirle la mirada tras alejarse del Hotel Alfonso XIII. Era evidente que él tampoco la quería cerca, y Ana sospechaba que simplemente estaba ayudándola por pena, por pura obligación, o tal vez por el hecho de sus padres lo habían criado para ser un caballero sin importar qué hubiera o no hubiera pasado entre ambos.
Ahorrarse la tensión, la incomodidad y los silencios largos era sin dudas la opción más sensata para ambos, así que no, Ana no debía estar allí.
Si el chico se percató de sus intentos fallidos por rechistar, no lo demostró. Tan solo se limitó a aparcar el Cupra en el garaje, salió del coche en completo silencio... y entonces rodeó el vehículo hasta llegar a la puerta de la rubia, abriéndola sin decir nada.
Pablo apenas le dedicó una única mirada, pero Ana creyó detectar un matiz retador en su semblante, en la manera en la que enarcaba una ceja y la invitaba a salir con un movimiento de cabeza casi imperceptible.
Juró que podía escuchar su voz bombardeando cada uno de los rincones de su mente, vacilándola con una pregunta silenciosa. ¿Vienes o no?
Y estaba tan cansada, tan... tan drenada emocionalmente, que ni siquiera supo cómo fue que sus piernas acabaron actuando, arrastrándola fuera del coche y forzándola a seguir al sevillano hasta el interior de la casa.
Para cuando atravesaron el amplio pasillo que se extendía hasta el salón, la atención de Ana había sido consumida por los pequeños detalles. La decoración era simple, pero también elegante, sobria y sencillamente agradable. Mientras seguía a Gavi como un cachorrillo perdido, sus ojos vagaban por los muebles, las paredes, las diminutas muestras de calidez que podía encontrar desperdigadas por la estancia y que contrastaban con el frío comportamiento del castaño: fotografías con su hermana mayor, Aurora, a la cual recordaba haber visto varias veces en el pasado; otras acompañado de quienes parecían ser más miembros de su familia, de sus padres, y otras de él o de Aurora a solas.
Recordó entonces que Pablo tenía que vivir la mayor parte del año en Barcelona debido a su carrera como futbolista y que, por lo tanto, aquella seguramente era la casa de sus padres. El balón que encontró ubicado en una esquina del comedor gritaba su nombre, pero sabía bien no podría descifrar mucho más sobre él chico a partir de un único objeto.
Sacudió la cabeza en un intento por centrarse, resistiendo las ganas de maldecirse a sí misma. No necesitaba saber ni descubrir nada más sobre el sevillano—tan solo estaba allí para descansar, para pasar la noche lejos de la asfixiante presencia de Hugo y marcharse a primera hora de la mañana.
Gavi no le importaba. No le importaba porque ahora no era más que un extraño, y punto.
Tras atravesar un último pasillo, el chico se detuvo frente a una puerta de madera oscura. Ana estaba tan distraída que casi chocó de lleno contra su espalda, pero se las arregló para detenerse justo antes de recibir el impacto.
Sin mencionar nada acerca de su pequeño desliz, Pablo giró el pomo, entrando en la habitación. La rubia, por su parte, se quedó estancada en el umbral, preguntándose si debía seguirlo.
Aunque él seguía de espaldas, hurgando en el cajón de una cómoda, Ana lo escuchó bufar.
—Puedes entrar —le indicó el castaño desde su posición; no obstante, ella no se movió, y Gavi por fin le dirigió la mirada antes de continuar—. Que no voy a morderte, Ana. Ven aquí.
No supo si sonaba sarcástico o irritado, o si quizás también había una pizca de vacile en sus palabras.
De cualquier forma, acabó cediendo, ingresando a la estancia con cautela. Tuvo que ocultar una mueca, tratando de ignorar el calor que acumulado en sus mejillas mientras luchaba por encontrar una respuesta ocurrente; permaneció muda, sin embargo, viendo cómo el chico sacaba un par de prendas de la cómoda.
—Esta es mi habitación —explicó finalmente, depositando la ropa en los brazos de Ana: una camiseta unicolor y un chándal de deporte. Seguidamente, cogió un conjunto similar, cerrando el cajón al terminar—. Tú duermes aquí. Puedes coger un cepillo de dientes nuevo del baño... Avísame si necesitas cualquier cosa.
La rubia parpadeó una, dos, tres veces, asegurándose de haberlo escuchado correctamente. No obstante, cuando notó que Gavi empezaba a dirigirse a la puerta, frunció el ceño en confusión.
—¿Y tú? —le preguntó, obligándolo a detenerse antes de que pudiera salir.
—Habitación de invitados.
—No. Ni de coña —insistió, dejando la ropa sobre la cama para poder cruzarse de brazos, en un patético intento por aparentar firmeza—. No voy a dejar que duermas en...
—¿Sí? Pues a ver si consigues sacarme de ahí.
El sevillano le dirigió otra de aquellas expresiones retadoras: cejas arqueadas, ojos marrones brillando con satisfacción ante su falta de respuesta. Tras unos cuantos segundos, lo vio suspirar, rascarse la nuca en un gesto que solía hacer desde pequeño mientras le barría el rostro con la mirada.
Aquella fue la primera vez en toda la maldita noche que Ana sintió que Pablo la observaba—que la observaba de verdad, y no como si fuera una desconocida.
El momento, sin embargo, se esfumó en menos de un parpadeo, pues Gavi giró la cabeza, dejándola con la palabra en la boca y un extraño nudo en la garganta.
—Buenas noches, Ana —murmuró, dedicándole un último asentimiento de cabeza antes de salir de la habitación.
Pablo cerró la puerta detrás suya, y la única pista de que todavía seguía allí, en la misma casa, fue el sonido de sus pasos alejándose por el pasillo, resonando como el eco de un fantasma.
Ana se quedó ahí durante unos cuantos segundos, varada cual idiota en mitad de la estancia. Pensó en el error que había cometido minutos atrás, cuando sus ojos trataron de escanear la casa entera en busca de cualquier pista que pudiera explicarle el origen del nuevo Gavi, del chico que fruncía el ceño, tensaba la mandíbula y apenas sonreía.
No quería equivocarse otra vez.
Así pues, no tuvo otra opción más que ordenarle a su cuerpo que siguiera adelante. Meterse bajo las sábanas era la idea más tentadora, por lo que decidió prepararse para la cama, ingresando al baño de la habitación de Pablo tras coger la ropa que el chico le había dejado.
Empezó la rutina de manera automática.
Lo primero que hizo fue quitarse los tacones, resistiendo las ganas de insultarlos en voz alta. Seguidamente, se despojó del vestido caro que su novio había comprado para ella; la tela era de un tono grisáceo, un color que a Ana no le gustaba, pero Hugo se lo había regalado específicamente para asistir a la fiesta de aquella noche y... y ella no había querido arruinar su sorpresa, por lo que lo había usado de todas maneras. Quitarse el maquillaje con lo poco que había encontrado en el baño de Gavi—pues, aunque no tenía otra opción más que dormir ahí, se negaba a husmear entre sus pertenencias—fue todo un reto, pero finalmente lo consiguió, tomándose el tiempo necesario para disfrutar del tacto del agua helada contra la piel caliente de sus mejillas.
Y entonces, cuando se topó frente a frente con su reflejo, tras cepillarse los dientes y enjuagarse la boca... el mundo se le vino encima.
El efecto fue instantáneo: sintió que le cambiaba la cara—que sus hombros finalmente cedían, incapaces de seguir cargando con el peso que habían estado aguantando durante toda la noche. Intentó estirar las comisuras, esbozar una sonrisa al notar que sus ojos empezaban a cristalizarse sin motivo, pero, a juzgar por la manera en la que su corazón palpitaba, rápido y desbocado contra los confines de su pecho, comprendió que la caída era inminente.
Las palabras que Hugo le había dedicado antes de dejarla completamente abandonada se clavaban como puñales en su espalda, como agujas en su pecho. Pensó en las últimas peleas, en todas las veces que había estado en aquella posición para después acabar perdonándolo, callando sus disculpas con un beso porque sencillamente no sabía qué decir.
Y de repente, sin previo aviso, la impotencia se mezcló con la nostalgia, porque se vio a sí misma allí, enfundada en el jodido pijama improvisado que Pablo Gavi—el chico al que alguna vez le habría entregado el corazón si tan solo se lo hubiera pedido—le había prestado. La camiseta le llegaba por la mitad de los muslos, el chándal amenazaba con deslizarse por debajo de sus caderas; se veía ridícula, cubierta por algo que no le pertenecía. Quizás lo peor de todo era que las prendas apestaban a la maldita colonia que también tapizaba el interior del Cupra de Gavi, pues el olor la forzaba a evocar todos y cada uno de los recuerdos que todavía conservaba de él, en aquel rincón de su mente que no se había atrevido a visitar en los últimos tres años.
Sentía que estaba atrapada en un torbellino de emociones, un huracán de sentimientos acumulados que la arrastraba sin piedad. Siempre había sido una chica sentimental—tal vez demasiado—, y sabía reconocer que estaba a un solo paso de quebrarse, de ahogarse en su propio vaso de agua.
Si derramaba la primera lágrima, no habría vuelta atrás.
Salió del baño con la cabeza gacha, escapando de su propio reflejo. Le temblaban los labios, afectados por la sofocante necesidad de soltar expulsar la carga que llevaba en el pecho; la cabeza le dolía por culpa de todo el estrés con el que había lidiado a lo largo de la noche, los pies le pesaban mientras trataba de alcanzar la cama.
Se dejó caer en el colchón, enterró el rostro en la almohada, y gruñó para sí misma al darse cuenta de que, con las sábanas al ras de su nariz, el perfume de Gavi era incluso más intenso.
—Joder... —farfulló, cerrando los ojos con fuerzas. Pensó en todas aquellas ocasiones en las que su novio le había dicho que debía aprender a controlar sus emociones, y la rabia no hizo más que aumentar—. Menudo imbécil.
Ni siquiera supo si quería referirse a Hugo o a Pablo. En aquel momento, le daba completamente igual.
Al final, y a pesar de todos sus esfuerzos, no tardó más de un minuto en reventar.
Lloró contra la almohada, enfocada en ahogar sus sollozos, y lo último que pudo desear antes de caer profundamente dormida fue que las lágrimas no dejaran ningún rastro en las sábanas de Gavi.
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Despertó desorientada, con la cara hinchada por culpa del llan, y con más de una decena de mensajes y llamadas perdidas por parte de Hugo.
Era relativamente tarde, pasadas las doce del mediodía. Ana soltó un suspiro pesado al percatarse de que había olvidado poner una alarma la noche anterior, de que seguía ocupando espacio en casa de Pablo, y que al menos tendría que enfrentarlo una vez más antes de poder volver a la normalidad.
Viendo el contacto de su novio con una marea de ansiedad trepando por sus huesos, decidió que al menos iba a permitirse el gusto de ignorar sus mensajes durante unos cuantos minutos más. Usó la migraña con la que había despertado como excusa para apagar el móvil, asegurándose a sí misma de que todavía no estaba en sus cabales; después de todo, las mañanas—si es que a aquello podía llamársele mañana—no eran su fuerte, y no quería empeorar las cosas con Hugo por culpa del sueño.
Se incorporó sobre el colchón, hizo todo lo posible por ignorar la sensación de pesadez que le cubría el cuerpo entero, y tal vez le tomó unos cuantos segundos—quizás incluso minutos, aunque no contaba con la lucidez suficiente para poder asegurarlo—, pero logró levantarse, dirigiéndose al baño para cepillarse los dientes y lavarse la cara. Había tenido que tirar sus lentillas la noche anterior al no tener dónde guardarlas, por lo que veía ligeramente borroso; aun así, al menos su pelo no le puso demasiados problemas, pues tenerlo tan corto y liso era una gran ventaja a la hora de lucir medianamente presentable al despertarse.
De todas maneras, notó que sus ojeras se hallaban más marcadas de lo normal, que estaba hecha un desastre. Lo ignoró, sin embargo, pues tampoco podía hacer nada al respecto.
Tras hacer la cama, empeñada en dejar la habitación tal y como la había encontrado, entabló una pequeña lucha interna consigo misma, preguntándose si debía o no debía salir del cuarto. Sabía, sin embargo, que no contaba con el número de Pablo, por lo que no tenía ninguna otra manera de avisarle que ya estaba lista para marcharse más que yendo directamente a buscarlo.
Así pues, Ana se dispuso a bajar las escaleras con cuidado, evitando hacer ruido a toda costa. Podía sentir sus mejillas arder de tan solo pensar en la posibilidad de encontrarse con alguno de los familiares del sevillano; sí, los conocía desde que era una niña—cortesía de su hermano mayor, quien solía ser un buen amigo de Gavi antes de abandonar La Masia por una lesión—, pero eso no quitaba el hecho de que su... presencia en aquella casa podía malinterpretarse de miles de formas diferentes.
Creyó que por fin había logrado su cometido cuando llegó al salón sin toparse a nadie. No obstante, sus intentos por hacerse invisible fueron directo a la basura en cuanto decidió dirigirse a la cocina para buscar a Pablo.
Y es que no lo encontró a él, sino que en cambio se topó con una silueta femenina, quien preparaba una taza de café sin percatarse de su presencia.
Tan pronto como la vio, Ana se detuvo en seco.
Sus pies descalzos quedaron adheridos al suelo, congelados. Instintivamente, trató de pasar desapercibida, aguantando la respiración mientras observaba a la desconocida.
Era evidente que no se trataba de Aurora.
La chica que se hallaba delante suya era claramente más alta que la hermana de Gavi. Su cabello era de un tono rubio cenizo, casi castaño, y permanecía atado en una impoluta coleta, dejando su rostro al descubierto.
No supo qué decir, ni mucho menos cómo reaccionar. Ni siquiera era capaz de escuchar sus propios pensamientos, pues se encontraba completamente pasmada, analizando el panorama en absoluto silencio. Desde su posición, la rubia tan solo alcanzaba a ver el perfil de la extraña, pero aquello era más que suficiente para notar su nariz respingada, la sorprendente longitud de sus pestañas, la armonía que acarreaban sus facciones. Vestía un precioso atuendo deportivo, como si hubiera aprovechado la mañana para hacer ejercicio mientras Ana no hacía más que dormir; sin embargo, lucía tan pulcra, tan elegante y sofisticada, que Ana no podía imaginarla derramando ni una sola gota de sudor.
Parecía... parecía una supermodelo.
Finalmente, cuando la chica levantó la mirada, localizándola bajo el marco de la puerta, Ana se sintió repentinamente tonta, intimidada hasta la médula.
Supo de inmediato que no pertenecía en aquella casa—que, en aquel momento, lucía como un absoluto caos.
—Oh —murmuró la desconocida, enarcando una de sus sus filosas cejas. Sus ojos la analizaron de pies a cabeza, tomándose su tiempo antes de volver a su rostro—. Buenos días, supongo —continuó, aparentemente confundida, acompañada de una pizca de sequedad.
—Yo... —Ana se detuvo apenas empezar, incapaz de ordenar sus pensamientos bajo la intensa mirada de la chica. Tenía los iris verdes, como los de Hugo, pero de un tono más oscuro; aun así, no pudo evitar pensar en que ambos tenían la misma forma de observar, de destapar secretos con los ojos—. Perdón, es que... —Tragó en seco, resistiendo las ganas de removerse en su lugar—. ¿Sabes dónde está Pablo?
Irónicamente, y como si sus palabras lo hubieran invocado, Ana no tardó en sentir una nueva presencia a sus espaldas.
Supo que se trataba de Gavi antes de que el chico siquiera entrara en su campo de visión.
La cocina se sumió en silencio cuando el sevillano puso el primer pie dentro de la estancia, dedicándole un asentimiento de cabeza como único saludo antes de dirigirse hacia la desconocida. Y entonces, como si Ana no estuviese presente, la chica le regaló una sonrisa cómplice, posando su mano libre en la nuca de Pablo para acercarlo a ella y... plantar un beso en sus labios.
La rubia apartó la mirada de manera automática, balanceándose sobre sus talones.
Llevaba muchísimo tiempo sin sentirse tan jodidamemte incómoda.
—Hola, cariño.
La chica susurró contra la boca de Gavi, y una parte de sana—la más impulsiva, la que no podía controlar cuando tenía sueño—quiso arrancarse los oídos.
El sevillano le respondió con una sonrisa ladeada, casi imperceptible. Seguidamente, la rubia pudo sentir su intensa mirada clavándose en su rostro. No obstante, ella no se atrevió a mirarlo a la cara; se centró, en cambio, en la mano que Pablo había posado en la espalda baja de la extraña.
Sintió que el cuerpo entero le picaba, que su espalda se hallaba tan rígida como una tabla. De repente, los iris de Pablo trazaban heridas en su piel—heridas pequeñas, insignificantes pero indiscutiblemente molestas, como cortes de papel.
Ana se enfocó en mantener el rostro en blanco. Su mente, por otro lado, decidió actuar en su contra.
Imaginó la cara de tonta que seguramente se le había quedado años atrás, cuando él se negó a besarla justo antes de rozarle los labios, y se preguntó si lucía igual de patética en aquel instante. Rememoró las miradas que Pablo solía dedicarle cada vez que salía del campo después de un partido, y también pensó en aquella ocasión en la que lo vio liándose con otra extraña en una fiesta donde, para rematar, ella había bebido de más y...
Ya había pasado demasiadas vergüenzas frente a Pablo. No estaba dispuesta a que eso volviera a pasar.
Sí, tal vez la presencia de aquella chica la había tomado por sorpresa, pero realmente no le importaba: Gavi podía hacer lo que quisiera con quien quisiera. Su conciencia tan solo estaba tratando de acostumbrarse al impacto, afectada por los recuerdos; ahora tan solo le tocaba irse de allí, y lo cierto era que no podía esperar a marcharse de una vez por todas.
—¿Así que esta es la chica de la que me hablaste? —preguntó entonces la desconocida, interrumpiendo el silencio.
Gavi dejó sus ojos puestos sobre Ana, y la rubia juró que podía escuchar sus propios latidos al ras de sus tímpanos
En aquel momento, hubiera dado lo que fuera con tal de que el muchacho apartara la mirada.
—Sí. —El sevillano asintió con lentitud, pausando un par de segundos antes de continuar—. Es ella.
Aparentemente satisfecha con la respuesta, la joven por fin se despegó de Pablo para poder acercarse a Ana: —Encantada. —La saludó con dos besos en la mejilla, dedicándole una sonrisa perfecta—. Soy Natalia.
—Igualmente... —La rubia apenas pudo responder, pero al menos logró devolverle el gesto—. Ana —se presentó en un murmullo.
—Me ha dicho Gavi que sois viejos amigos, ¿no? —continuó Natalia, adoptando un tono ligero y cortés. Cualquiera podría notar que sabía cómo manejarse en una habitación llena de personas, cómo captar la atención sin siquiera tener que intentarlo—. ¿Has venido de visita a Sevilla?
Amigos. Viejos amigos.
Ana quiso echarse a reír de tan solo pensar en aquel término.
No podían considerarse "amigos".
Eran dos extraños. Nada más, nada menos.
—Algo así —se las arregló para responder, aguantando una carcajada irónica.
Tras aquellas últimas palabras, Natalia se dedicó a alargar la charla, haciéndole varias preguntas. Le ofreció una taza de café, le preguntó de dónde era, le contó que en realidad vivía en Barcelona y que tan solo estaba en la ciudad para visitar a Pablo—una pequeña pista de que la relación que tenían seguramente era... seria—, quien permaneció callado durante toda la maldita conversación. Ana, por su parte, notaba que su migraña no hacía más que empeorar conforme pasaban los segundos, y apenas podía contestar con una que otra risa ensayada y respuestas genéricas.
Se sentía como una maleducada—una borde en toda la regla. Detestaba la idea de estar tan desconectada en una conversación, fuera cual fuera; sin embargo, por alguna razón, no podía encontrar la energía suficiente para poder interactuar con verdadero entusiasmo.
Solo quería salir de allí. Las ganas eran cada vez más intensas, más sofocantes.
Y finalmente se fue.
Se fue, claro que se fue, buscando la salida en cuanto tuvo la oportunidad.
Rechazó la propuesta de Gavi, quien únicamente había abierto la boca para ofrecerse a llevarla en su coche hasta donde ella quisiera. Minutos después, la rubia acabó enfundada en el jodido vestido y los jodidos tacones que había usado la noche anterior, negándose a aceptar el cambio de ropa que Natalia había querido obsequiarle con la respuesta más amable que pudo conjurar.
—Gracias —le susurró a Pablo tras traspasar el umbral; voz pendiendo de un hilo, comisuras estiradas en una sonrisa forzada mientras lo veía ahí, tan serio y distante, apoyado contra el marco de la puerta principal.
El chico tan solo asintió con otra de aquellas expresiones vacías, y Ana sintió unas inmensas ganas de arrancarle aquella estúpida máscara del rostro, para comprobar si era real o no.
Pero, aun así, esperó.
Esperó a que se dignara a darle una respuesta de verdad. Esperó a que se disculpara por no haber dado la cara el día que partió a Londres, cuando lo único que ella quería era despedirse propiamente de él, incluso después de lo que había pasado entre ambos aquel día, en el vestuario del Camp Nou. Esperó a que dijese algo, lo que fuera.
Contó uno, dos, tres segundos... y, cuando llegó al diez, comprendió era momento de irse.
Así que partió de allí con el corazón en la garganta, dándose una pequeña palmadita en la espalda al percatarse de que, aunque aquella seguramente sería la última vez que vería a Pablo Gavi, no había mirado hacia atrás.
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oo. ▇ ‧‧ . ༉‧₊˚ 𝒂𝒖𝒕𝒉𝒐𝒓'𝒔 𝒏𝒐𝒕𝒆 ... ❜
¡sean bienvenid@s al primer capítulo de «HEARTBURN»!
empezamos con un capítulo bastante largo (probablemente más largo que la mayoría del resto de partes de la historia), pero quería empezar con buen pie; además, tenía claro cómo quería iniciar y terminar el capítulo, y necesitaba enrollarme para lograrlo así que... aquí tenemos a este monstruo. (;
para las que hayan leído alguna de mis otras historias, ya sabrán que este es mi tipo de escritura y que suelo extenderme a la hora de narrar. espero que sea de su agrado, aunque comprendo que es algo que no les guste a todas. ♡
no saben las ganas que tenía de escribir este fic.
quiero aclarar que es normal si tienen dudas o si están un poco confundidas sobre la dinámica de Pablo y Ana, pues hay muchas cosas que no se han explicado y no hemos ahondado en los detalles de su pasado. por eso mismo es que quiero avisarles que, al menos en un principio, tengo pensado que esta historia cuente con pequeños flashbacks donde se verán distintos episodios del pasado de estos dos. en estos casos, no me explayaré tanto como con el resto del fic, mas creo que es una idea interesante que puede conjugar bien con todo el tema de que Pablo y Ana se conocen desde que eran pequeños y de que han vivido muchas cosas a lo largo de los años; por eso me dedicaré a poner la fecha de los sucesos en la parte superior de cada fragmento para facilitar las cosas.
quiero leer sus opiniones al respecto ¡!
por otro lado, espero que hayan disfrutado de las interacciones entre Pablo y Ana. ahora mismo las cosas están muy tensas debido a todo lo que ha pasado entre ambos (así como también por otras circunstancias que serán desveladas dentro de poco), pero no se puede negar que todavía queda cierta conexión entre ambos. (:
me encantaría leer sus opiniones sobre este capítulo en los comentarios. también estoy abierta a cualquier idea que tengan para la trama, escenas que les gustaría ver, cómo imaginan a Gavi (aunque debo recalcar que esta es mi propia interpretación, la cual probablemente se aleja a como es él en la vida real; sencillamente no lo conocemos, y esto no es más que un trabajo de ficción), o cualquier cosa que se les ocurra. ¿qué opinan de los personajes? ¿les ha gustado la dinámica?
por último, quiero recordar que tengo una cuenta de tiktok en la que subo edits de todas mis historias, incluyendo esta. el usuario es ohmonamour.wp, por si quieren echarle un vistazo.
prepárense porque esta historia se viene fuerte. mucho drama, mucho dolor, pero también muchísimo amor.
por cierto, en los comentarios adjunto también fotos del look de Clara Galle (actriz que interpreta a Ana) que Anita llevará en esta historia. ♡
y ahora sí, con un beso y un abrazo, me despido.
¡dejen un comentario, voten y compartan! ♡
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