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𝐩𝐫𝐨𝐥𝐨𝐠𝐮𝐞



𝐊𝐢𝐫𝐤𝐞'𝐬 𝐜𝐨𝐮𝐧𝐭𝐫𝐲 𝐞𝐬𝐭𝐚𝐭𝐞, 𝐄𝐧𝐠𝐥𝐚𝐧𝐝

𝟏𝟗𝟒𝟎


Guinevere volvió a repasar la carta que sostenía entre sus temblorosas manos. El papel se mantenía extrañamente sedoso, pese al desgaste por lo que parecía el innegable paso del tiempo y el repetido uso y lectura de su contenido. Fue por la cuidadosa interpretación de cada una de las palabras plasmadas en tinta sobre la carta, que la joven Kirke no fue consciente de las repetidas preguntas de la Sra. Macready. 

—¡Guinevere! Santo cielo, ¿me estás escuchando?

—Lo siento, no —se disculpó rápidamente, aunque ambas estaban más que acostumbradas a que la joven se introdujera en su propio mundo cuando leía las historias de su padre.

—Margaret ha servido el desayuno. Tu tío está esperando abajo, así que no le hagas esperar, por favor.

Sin decir una sola palabra más, Guinevere cerró con llave el antiguo baúl con el que le había obsequiado su tío cuando apenas era una niña y se dispuso a vestirse para unirse a él en la planta baja. Allí, el prestigioso profesor Digory Kirke, pipa entre sus labios, disfrutaba de la leve brisa que recorría por el veraniego campo inglés antes de saludar animadamente a su adorada sobrina.

Y desearle un feliz cumpleaños. 

—He esperado mucho para darte esta parte. Sin duda, es mi favorita —le había dicho antes de entregarle un nuevo tomo de cartas firmadas por su hermano: el padre de Guinevere.


𝐸𝑥𝑝𝑒𝑑𝑖𝑐𝑖𝑜́𝑛 𝑎 𝑙𝑎𝑠 𝑇𝑖𝑒𝑟𝑟𝑎𝑠 𝑠𝑎𝑙𝑣𝑎𝑗𝑒𝑠 𝑑𝑒𝑙 𝑁𝑜𝑟𝑡𝑒.—𝐴𝑑𝑎𝑚 𝐾𝑖𝑟𝑘𝑒.


Desde que la muchacha se había trasladado a la casa de campo familiar con su tío a los cuatro años, tras la muerte de su madre, recibía a manos de Digory un tomo de cartas —o historias para dormir, como la Sra. Macready las llamaba— que, según el tío de la joven, había escrito su padre durante su último viaje de negocios. Ese viaje del que nunca logró regresar, ni del que pudo enviar una sola de las cartas con las que tanto afecto había dedicado a su hija.

Linette, la madre de Guinevere, le había indicado a su cuñado en su lecho de muerte que le entregara dichas cartas a su hija por cada cumpleaños, hasta que cumpliera los dieciocho. Aunque Kirke no sabía si la mujer de su hermano manifestó su última voluntad para que su hija los mantuviera presentes, o para alejarla de la realidad que contenían todas y cada una de las palabras que su esposo había dibujado cuidadosamente con tinta para el recuerdo de su pequeña.

—No puedo esperar a leerlos —comentó con ilusión la chica tras pasar animadamente las páginas del nuevo tomo de historias escritas antaño por Adam—. Muchas gracias, tío. 

Digory rió inevitablemente al ver el brillo en los ojos oscuros de la chica; los mismos ojos de su hermano. Había criado y cuidado a Guinevere como si fuera su propia hija y no podía estar más orgulloso de la mujer en la que estaba convirtiéndose día a día. Sin embargo, le pesaba que no pudiera contarle lo ciertos que eran los relatos que le había narrado noche tras noche cuando tan solo era niña, los mismos relatos que su hermano había plasmado en papel para que no tuviera oportunidad de olvidarlos jamás. 

Si tan solo pudiera decirle cuán ciertas eran esas historias...

—Bueno —suspiró el profesor, dándole un último sorbo a su taza de café antes de dedicarle una nueva sonrisa a su sobrina—... ¿Cuándo llegan los cuatro hermanos?

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