
𝐜𝐡𝐚𝐩𝐭𝐞𝐫 𝐨𝐧𝐞
1. 𝑇ℎ𝑒 𝑎𝑟𝑟𝑖𝑣𝑎𝑙
Guinevere no había conocido la ansiedad hasta que empezó la guerra. Hasta hacía un año, la joven no había sentido esa terrible presión en el pecho que te arrebata la respiración; pero con los primeros bombardeos alemanes y la continua amenaza de que en cualquier momento ella o su tío podían perder la vida, la ansiedad llegó para quedarse.
Como en este momento, cuando se encontraba caminando por el recibidor principal a paso intranquilo y sus manos recorrían su pelo una y otra vez con insistencia, asegurándose de que cada mechón estuviera en su sitio. La señorita Macready había abandonado la casa de campo del profesor Kirke unos minutos atrás, ordenándole a Ivy que dejara preparado el almuerzo para los cuatro hermanos mientras ella pasaba a recogerlos; mientras tanto, Guinevere tendría que asegurarse de que todo estuviera a punto para su llegada. Aunque conociendo lo perfeccionista que era Macready con su trabajo, la chica se vio pronto sin nada que hacer, dejando vía libre a los nervios que la consumían por dentro.
—Betty, ¿has visto mi cuaderno de bocetos? —dijo Guinevere, observando cómo la mujer inspeccionaba que una de las habitaciones de invitados estuviera completamente limpia y ordenada.
—No, querida. ¿Has mirado en la terraza? Estabas dibujando cuando Margaret sirvió el desayuno esta mañana.
—Nop —respondió rápidamente la morena, tamboreando ligeramente sobre sus muslos mientras se balanceaba sobre sus talones—. Pero iré a mirar. ¡Gracias!
—¿Estás nerviosa? —preguntó Betty con una cálida sonrisa. Al ver las sonrisas sonrojadas de la sobrina del profesor, la mujer rió enternecida— Cariño, en cuanto vean lo dulce y amable que eres, te amarán. Ya lo verás.
Guinevere frunció el ceño a la vez que se mordía con intranquilidad el labio inferior, un gesto que siempre se reflejaba en su rostro cada vez que estaba nerviosa. Dándole unos últimos ánimos, Betty se despidió cariñosamente de la chica antes de salir de la habitación, dejando a la morena a solas con sus pensamientos.
Un año antes de que comenzara la guerra, Digory Kirke pareció vaticinar la catástrofe que acabaría por desolar el mundo. Cuando el profesor vio los primeros indicios del desastre en el que se estaba transformando el continente europeo, decidió convertirse en tutor de su sobrina para que la chica continuara con su aprendizaje de manera segura en casa. Meses después, Alemania había invadido Polonia e Inglaterra le declaró la guerra al gigante alemán. Lo que sucedió después, es historia.
Después de la breve charla con Betty, quien seguía preparando la llegada de los nuevos inquilinos, Guinevere caminó rápidamente por el largo pasillo donde se encontraban habitaciones de invitados hasta llegar a las escaleras. Dispuesta a mirar en la terraza de la planta baja, donde ella y su tío tomaban el desayuno cada vez que hacía buen tiempo, la chica comenzó a bajar las escaleras; hasta que, cuando tuvo visibilidad a través de la gran cristalera, observó a Macready llegar en el anticuado carruaje con los cuatro hermanos.
En ese momento, sus pies parecieron congelarse y su corazón se convirtió en una válvula de escape. «¿Cómo ha podido tardar veinte minutos en ir y volver de la estación?», pensó Guinevere. Coombe Junction Halt no estaba a mucha distancia de la casa de campo de los Kirke, pero para la chica el tiempo había transcurrido más rápido de lo físicamente posible. Descalza y con las mejillas sonrosadas, una apariencia que le sería muy posiblemente recriminada más tarde por el ama de llaves, la joven se percató de que sus manos seguían vacías.
—¡Mi cuaderno!
Corriendo lo más rápido que sus piernas le permitieron, Guinevere bajó las escaleras y giró a la izquierda, avanzando a gran velocidad hacia la terraza. Su cuaderno estaba sobre la mesa de madera, tal y como Betty le había dicho, y agradeció que Margaret lo hubiera dejado en el mismo sitio donde ella o había dejado. Su ansiedad pareció disiparse por un momento, hasta que escuchó la lejana voz de la señorita Macready y la gran puerta principal abrirse.
Entonces, Guinevere se acordó que tendría que pasar por el recibidor sí o sí para volver al exterior. Sus ojos, que se habían agrandado notoriamente con temor, se desviaron hacia las plantas de sus pies; el color típicamente pálido de su piel había sido reemplazado por uno más oscuro, habiéndose ennegrecido tras horas recorriendo la mansión sin zapatos. Finalmente, tras tomar una gran bocanada de aire, bajó la cabeza con pesar y se dispuso a escabullirse de los recién llegados —incluso sabiendo que era prácticamente imposible—.
—El profesor Kirke no está acostumbrado a tener muchos niños en casa. Así que hay unas cuantas reglas que hay que seguir —dijo Macready mientras subía las escaleras de la entrada. A unos metros, la sobrina del profesor escuchaba las advertencias del ama de llaves a la vez que pasaba de puntillas por la alfombra del recibidor, intentando pasar desapercibida para la mujer. En vano—. ¡Guinevere, por dios santo!
En un instante, todas las miradas se posaron sobre la morena. Guinevere, aún con su cuaderno de bocetos en mano, subió la mirada avergonzada y sintió como el aire se quedó atascado en sus pulmones. A la vez que los cuatro pares de ojos la analizaban con curiosidad, la chica notó la sangre subir a sus mejillas, sintiendo el calor radiar de su piel mientras volvía a bajar la mirada, evitando el contacto visual con los hermanos.
—Es muy guapa —susurró la pequeña de los Pevensie a su hermana, aunque el comentario no pasó desapercibido por Guinevere, quien notó una nueva oleada de calor alojarse en sus mejillas mientras caminaba hacia los recién llegados.
—Niños, esta es Guinevere. La sobrina del profesor Kirke —habló la mujer, dándole una mirada de desaprobación a la morena en el proceso—. Si necesitáis algo, estaré en la cocina. Guinevere, enséñales cuáles serán sus habitaciones, por favor.
—Claro —murmuró la joven sin mirar a Macready. Cuando la presencia del ama de llaves se esfumó de la sala, Guinevere se atrevió a mirar a los nuevos inquilinos—. Soy —
—Guinevere, ya lo sabemos.
—¡Ed! —exclamó el rubio de ojos azules, regañando al que parecía el menor de los hermanos cuando este interrumpió a la anfitriona— Lo siento... Soy Peter, y estos son mis hermanos: Susan, Edmund y Lucy.
—Es un placer —dijo la chica con una sonrisa tímida mientras estrechaba la mano de cada uno de los hermanos—... Espero que no haya sido un viaje muy pesado. Estamos un poco apartados de Londres.
—Nos adaptaremos —respondió Peter con una grata sonrisa. El rubio, deslumbrado por la belleza de la sobrina del profesor, no se percató del rubor en las mejillas de esta, quien era incapaz de mantenerle la mirada al mayor de los Pevensie—... ¿Ella es siempre así?
—¿La señorita Macready? Bueno... Parece más dura de lo que es.
—Parece una bruja —susurró Edmund, ganándose una colleja por parte de su hermano mayor—. ¡Auch!
—¿Puedes callarte? —dijo Peter avergonzado a la vez que fulminaba al menor con la mirada. Mientras tanto, Susan les recriminaba a sus hermanos el comportamiento que ambos estaban teniendo ante la chica Kirke.
Guinevere observó a los Pevensie por un momento. Sin notarlo, una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios; si hubiera sido consciente de ello, tampoco habría sabido explicar por qué aquello le había hecho sonreír. Tal vez era la relación de amor odio entre ellos, las sonrisas tintadas de carmín de Peter o cómo Lucy rodó los ojos ante el comportamiento de los chicos. De lo que Guinevere estaba segura, es que la simple presencia de los hermanos en la casa le había cambiado el ánimo de forma notoria.
Los Pevensie siguieron el rumbo de Guinevere por la primera planta en silencio, pero intercambiando miradas entre ellos cada vez que divisaban algún cuadro u objeto que les llamaba la atención. Guinevere les hizo un pequeño tour de la zona, indicándoles que su habitación se encontraba en el pasillo siguiente antes de proceder a enseñarles cuáles serían sus baños. Posteriormente, les mostró a los chicos su habitación y acompañó a las chicas al suyo.
—Si necesitáis algo, lo que sea... Podéis decírmelo. Dejaré que os acomodéis.
Antes de que pudiera salir de la habitación de invitados escuchó un jadeo proveniente de Lucy, quien se encontraba mirando en su maleta con desesperación.
—¡El Señor Oso no está! Susan, ¿está en tu maleta?
—No... Debiste dejarlo en el tren, Lu.
Guinevere seguía parada en el marco de la puerta, observando como los ojos brillantes de la pequeña perdían su luz y una mueca de tristeza ocupaba todo su rostro. A la morena se le encogió el corazón al ver los orbes de Lucy llenarse de lágrimas y no tardó en avanzar hacia ella, tendiéndole la mano en el proceso.
—¿Sabes? Yo también tengo un amigo que se llama Señor Oso. ¿Te gustaría conocerlo?
Lucy sonrió ampliamente y corrió hacia la sobrina del profesor, tomando su mano y siguiendo sus pasos por el largo pasillo. A sus espaldas, Susan no pudo evitar sonreír ante la atención que aquella chica le estaba dando a su hermana sin ni siquiera conocerla y avanzó tras ellas.
En el otro ala de la primera planta, Guinevere abrió la primera puerta del pasillo y dejó que Lucy pasara para poder encender la luz. La morena se dirigió a un gran baúl que tenía en una de las esquinas de la habitación y lo abrió con delicadeza, sabiendo la antigüedad del objeto y lo preciado que era para su familia. La joven Kirke ignoró la punzada que sintió en el pecho al ver las pertenencias de su madre y alcanzó el oso de peluche que la acompañaba a todos lados cuando era más pequeña. Había sido un regalo de su padre —uno de los tantos que le hacía cuando regresaba de alguno de sus viajes— y desde entonces se habían convertido en inseparables.
Lucy exclamó con sorpresa y se colocó junto a Guinevere, admirando el animal de peluche antes de dirigirse a la sobrina del profesor.
—¡Es muy mono! ¡Y se llama igual que mi Señor Oso, Susan!
—Sí, es muy bonito —dijo la susodicha, caminando hasta quedar tras su hermana pequeña—. Pero este peluche es de Guinevere, Lu. No puedes quedártelo.
—Estoy segura de que al Señor Oso no le molestará un poco de compañía —intervino la sobrina del profesor, dándole una sonrisa tímida a Susan antes de volver a mirar a Lucy—. ¿Lo cuidarás por mí?
—¡Sí, sí, sí! Te prometo que seremos mejores amigos. ¡Gracias!
Lucy abrió los brazos mientras sostenía al oso de peluche con una mano y se lanzó hacia la joven Kirke, quien no tardó en rodearla con delicadeza en un abrazo. Guinevere rió por lo bajo mientras veía salir a Lucy disparada hacia la que se había convertido en su habitación acompañada de su antaño compañero. Sin duda, la morena estaba segura que tener la compañía de los Pevensie en casa sería agradable, pues había pasado mucho tiempo desde la última vez que había podido estar con niños de su edad. Y, tal vez, la experiencia le ayudaría a superar la timidez y la ansiedad que la guerra había traído consigo.
—Muchas gracias, has sido muy amable —dijo Susan tras unos segundos de silencio, viendo como la chica negaba con la cabeza antes de cerrar el baúl.
—No es nada. No quiero hacerle esto más difícil de lo que ya debe serlo... Tan solo es una niña.
—Sí... Es difícil para todos —asintió Susan brevemente mientras observaba a Guinevere levantarse. La joven Pevensie se había percatado de los gestos nerviosos que se apoderaban del cuerpo de la chica desde el momento que posó los ojos en ella por primera vez—. Debe ser complicado para ti vivir aquí sola.
—Oh, en absoluto —contradijo la sobrina del profesor, regalándole una sonrisa sincera a Susan—. Siempre me ha gustado este lugar, puedo hacer todo lo que me gusta aquí. Y siempre he agradecido la tranquilidad y el silencio.
—Me temo que mis hermanos no conocen el significado de esas palabras.
Ambas chicas compartieron unas risas ante las palabras de Susan, que eliminó de su rostro el ceño fruncido que la había acompañado desde que abandonó Londres. La chica vio en Guinevere una persona humilde, a la par que afectuosa. Y aunque la joven Kirke fuera un año mayor que ella, Susan esperaba encontrar en ella a una amiga de verdad.
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La noche había caído hacía varias horas sobre la campiña inglesa. Lejos habían quedado para los Pevensie las noches de insomnio y temor, marcadas a contrarreloj por los bombardeos alemanes. Los hermanos se habían distribuido por la primera planta de la casa de los Kirke tras la cena, aseándose y poniéndose el pijama para enfrentarse a la primera noche de descanso que obtendrían después de mucho tiempo. Mientras Susan y Peter consolaban a una cansada y nostálgica Lucy, Guinevere se encontraba preparando chocolate caliente en la cocina a solas. Hasta que, pasados unos minutos, Digory Kirke hizo acto de presencia.
—No esperaba encontrarte aquí —habló el profesor. Cuando vio que su sobrina daba un brinco ante la inesperada aparición del hombre, Digory no pudo evitar la risa que brotó de sus labios—. Vaya. ¿Te he asustado, querida?
—No, sólo casi me matas de un infarto —ironizó la joven antes de sonreírle a su tío. Mientras ella vertía el líquido caliente en las tazas, notó cómo el hombre se colocaba a su lado—. He pensado que les podría venir bien un poco de chocolate caliente.
El profesor se detuvo por un momento para mirar a Guinevere. El tío de la chica se había pasado todo el día sin verla, concretamente desde el desayuno, y por un momento pudo jurar que tenía ante sus ojos a la Guinevere de antes de la guerra. Escuchándola hablar de lo bien que se había llevado con Susan y cómo había pasado un par de horas jugando con Lucy para distraerla, el profesor vio a la auténtica Guinevere. Su Guinevere. Aquella chica que adoraba las aventuras y hacía reír a todo el mundo a su alrededor. Digory Kirke dio gracias al cielo y las estrellas por la llegada de los hermanos Pevensie a su hogar, pues entonces comprendió que solo ellos podrían traer de vuelta a su niña.
Digory canturreó por lo bajo mientras aspiraba por la nariz, disfrutando del agradable olor que desprendía el chocolate caliente recién hecho, antes de darle una pícara mirada a su sobrina.
—Hubo una época en la que me llevabas chocolate caliente al despacho, ¿recuerdas? Supongo que esto es lo que pasa cuando creces y haces nuevos amigos —bromeó. Ante la mirada ilusa de Guinevere, el profesor rió de nuevo—. ¿Qué hay del mayor? Tiene tu edad, ¿no es así?
—Sí —respondió la chica con brevedad, recordando con vergüenza el primer encuentro que tuvo con el mayor de los Pevensie—. Se llama Peter.
El profesor Kirke se limitó a asentir, sacando su pipa del bolsillo a la vez que se sentaba en una de las sillas de la cocina. Guinevere, por su parte, apoyó la espalda en la encimera mientras echaba la vista atrás. Si tuviera que contar todas las veces que el chico la había hecho sonrojar en cinco minutos, perdería la cuenta enseguida.
—Betty me ha dicho que es un chico apuesto —dijo el hombre con indiferencia, pero sin perderse cómo los ojos de su sobrina se agrandaban con sorpresa—. ¿Qué? ¡No me digas que la mujer tiene mal gusto!
—¡No! —respondió Guinevere con rapidez. Demasiada rapidez. La sonrisa de picardía de su tío provocó que sus palabras se convirtieran en titubeos— Quiero decir... No es eso... ¡Para de reírte!
El profesor estalló en carcajadas al ver el ruborizado estado en el que se encontraba la hija de su hermano. El verla tan nerviosa a causa de un chico de su edad le había recordado a Adam, el padre de la chica, quien tardó semanas en pronunciar palabra ante la futura madre de su hija. El menor de los hermanos Kirke se ponía tan nervioso cada vez que veía a Linette, que una vez le empezó a sangrar la nariz.
—Lo siento —dijo Digory, levantando las manos en señal de defensa—. Es solo que me has recordado mucho a tu padre.
—Oh —murmuró Guinevere, no esperando esa respuesta. Aunque fuera muy pequeña cuando su madre murió, y solo unos años mayor cuando su padre falleció, cada mención de sus padres era sinónimo de una estaca directa al corazón.
El profesor Kirke fue consciente del cambio en el ánimo de su adorada sobrina, por lo que no tardó en suspirar y en levantarse de la silla, caminando hacia la morena. Después de darle un beso en la frente, señaló a la bandeja donde reposaban todas las tazas cargadas de chocolate caliente.
—Deberías llevárselos a los chicos antes de que se enfríen.
Y tras regalarle una última sonrisa, Digory abandonó la gran cocina y se marchó en dirección a su despacho con la intención de continuar con su libro. Tras su paso dejó el innegable rastro de su tabaco y el eco de una canción de Cliff Edwards. Guinevere sonrió, agradecida por tener la compañía de su tío y de su cálido corazón, a pesar de todo lo que ambos habían sufrido en el pasado.
Tomando la bandeja con las dos manos, Guinevere salió de la cocina y subió las escaleras a la primera planta, dirigiéndose hacia la habitación de las chicas. Cuando estaba a unos metros de la puerta, la cual se encontraba abierta, vio a Edmund en el umbral de la misma con cara de pocos amigos. El mediano se percató de la presencia de la sobrina del profesor, por lo que se giró hacia ella con el ceño fruncido.
—Hola —saludó la chica con una sonrisa, intentando dejar al lado la timidez que le oprimía el pecho—. Me preguntaba si os apetecía una taza de chocolate caliente.
El resto de hermanos se volvieron hacia Guinevere al escuchar su voz y desviaron su atención a la bandeja que sostenía con sus manos. Inmediatamente, Peter se levantó de la cama en la que Lucy estaba acostada y avanzó hacia la morena, ayudándola con la bandeja.
—Gracias, creo que es justo lo que necesitamos ahora mismo —dijo el rubio. Guinevere le agradeció el gesto por lo bajo, fijándose en las ojeras que adornaban los ojos azules del chico—. ¿Quieres un poco, Lu?
—Sí, por favor —respondió con ganas la pequeña antes de dedicarle una sonrisa a la joven Kirke—. ¡Gracias, Ginny!
Cuando la chica escuchó el mote que la menor de los hermanos le había dado, una parte de ella se congeló. Hacía tantos años que alguien la llamaba así que, hasta la fecha, ese nombre pareció haberse borrado de la faz de la tierra. Susan se percató de cómo había temblado el labio inferior de la muchacha, por lo que se apresuró en corregir a su hermana.
—Lucy...
—No, está bien —habló Guinevere con rapidez, regalándole una sonrisa tranquila a Susan. La sobrina del profesor no tardó en divisar su antiguo oso de peluche bajo las sábanas, a quien la pequeña se encontraba abrazando con fuerza—. Veo que tú y el Señor Oso os habéis llevado de maravilla.
Mientras Guinevere y Lucy se ensalzaban en una conversación, Peter repartió el resto de tazas entre sus hermanos. El mayor de los Pevensie dio un sorbo del excelente chocolate caliente que había preparado la morena a la vez que ponía atención al intercambio que se estaba produciendo entre la susodicha y su hermana pequeña. El hecho de que la sobrina del profesor le diera tanta atención a Lucy, sin apenas conocerla, había provocado que el pecho Peter se inundara con una calidez inexplicable.
—Lucy no puede dormir —comentó Susan, provocando que Guinevere asintiera con comprensión.
—¿Quieres que te cuente una historia?
—¡Sí, por favor! —exclamó la pequeña, acomodándose sobre la almohada y dejándole un espacio en la cama a la chica.
—Está bien —rió Guinevere, sentándose sobre la acolchada superficie mientras hacia un repaso mental de las cientos de historias que bailaban en su cabeza. Tomando una bocanada de aire, se giró hacia Lucy con una sonrisa—. Imagino que no has oído hablar de Narnia.
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