
Capítulo 1: "Aquello que heredó"
Noah Grimmell nació el 31 de octubre de 1998 con un propósito. Su llegada al mundo brindó paz y armonía a sus padres, quienes, al llegar el momento indicado, le heredarían toda la fortuna que aseguraba pertenecer a la única y prestigiosa familia Grimmell.
Su madre, Susan, siempre supo que su hijo no crecería como los demás niños, y no debido a los privilegios que su apellido le brindaba, sino por aquello que había nacido con él, aquello que ella le había heredado, aquello que ni ella misma podía terminar de entender y mucho menos explicar a cualquier otra persona, incluyendo a su esposo. Sabía que haciendo que tome sus pastillas, su hijo perdería parte de su vitalidad, que tendría insomnio, que tendrían que acudir a los hospitales con regularidad, que tendría que evitar cualquier comida que fuera dañina para su delicada salud, que en sus primeros años de vida tendría desmayos y convulsiones repentinas; pero todo esto era un sufrimiento que ella también tuvo que vivir, para evitar otro mucho peor. Además, ella había sido guiada y sabía que, de alguna forma, y en un futuro que esperaba no fuera lejano, Noah acabaría con ese mal, con esa maldición en su sangre.
Mientras tanto, Susan se encargó de conseguir a los mejores profesores en la ciudad, para que Noah pudiera aprender lo necesario en su educación en casa. Lo más sorprendente, a pesar de todas las dificultades físicas que poseía el niño, era su responsabilidad y curiosidad para cada tema que le presentaban. Siempre se encargaba de realizar muchas preguntas, algunas incluso parecían interrogantes que quizás alguien de mucha más edad podría plantearse, pero eso a su madre le fascinaba, y siempre lo felicitaba por aquello con abrazos y muchos besos sobre el rostro. Aunque, esta conexión de madre e hijo tuvo un final inesperado una mañana, mientras Noah, a sus siete años de edad, recibía una de sus lecciones de caligrafía.
—¿Ya quedó bien? —preguntó Noah, señalando en su cuaderno un pequeño párrafo que acababa de reescribir.
—Nuevamente la palabra "avión" está muy arriba del renglón —respondió el profesor sentado a su lado.
—Oh, lo siento. Lo volveré a intentar —dijo sin muchas ganas y borró nuevamente la palabra.
—¿Te encuentras bien, Noah? —preguntó el profesor. —No pareces muy centrado el día de hoy. ¿Te preocupa algún examen o...
—No... estoy bien —negó el niño, limpiando con su mano los restos del borrador. No podía contarle que su madre había estado gritando cosas sin sentido en la cena de la noche anterior y no se había detenido sino unas horas cuando vio que le colocaron una inyección, que supuso le había ayudado a dormir.
El profesor lo miró sin convencerse, sabía que estaba mintiendo, pero tampoco podía presionarlo para que responda.
En el momento en que Noah terminaba de escribir la palabra "avión", se oyó un gritó despavorido proveniente del segundo piso y que logró llegar hasta el salón de la mansión Grimmell en el primer piso. Esto hizo que la mano de Noah se desviara de manera abrupta y dejara una línea hacia arriba.
—¡Susan, cálmate por favor! ¡Dime qué sucede! —gritaron desde arriba.
Vieron subir a los que apoyaban con el orden de la casa de manera apresurada por las escaleras, y a los segundos, bajaron Susan, y el padre de Noah, Dóminic.
—¡Están siguiéndome! ¡Regresaron! ¡Regresaron! —gritó Susan mientras seguía bajando aún en pijama.
—¡Susan, cariño, ahí no hay nadie! —exclamó Dóminic intentando detenerla. —Dijiste que todo se había ido, que ya no veías nada raro. ¿Por qué está sucediendo de nuevo?
—No... No lo sé... Yo, yo hice lo que ella me pidió. Ella vino anoche, ella estaba enojada conmigo... Y las pastillas ya no me sirven. —respondió Susan con lágrimas en los ojos. Obvió las miradas atónitas de los servidores de la mansión y solo se centró en el pequeño Noah, quien la observaba con preocupación desde la mesa del primer piso. —Tienes que cuidar de Noah, Dóminic. No puedes... No puedes permitir que él no tome sus pastillas. Tendrá que hacerlo para siempre, ¡para siempre! ¿oíste?
Dóminic asintió con lágrimas ya descendiendo por sus mejillas.
—¿Mamá? —dijo Noah desde su sitio.
—Están en el techo... Están corriendo por todos lados... —dijo Susan mirando a su alrededor, pero nadie más podía ver lo que ella. Su mirada se convirtió a una de pánico y señaló la ventana que daba al inmenso patio. —¿Qué son esas cosas? No... Esta vez es diferente, es diferente. No dejes que Noah me vea así, Dóminic. Por favor... —susurró con lo que pareció ser su último momento de lucidez.
—De acuer...
—¡Déjenme en paz! ¡Ya cállense! ¡Cállense! ¡Déjenme sola! —gritó Susan con todas sus fuerzas.
Esta vez, dos de los sirvientes y Dóminic tuvieron que sujetarla para que no volviera a golpear a nadie como lo había hecho en la madrugada.
—¡Enrique, llévate a Noah! ¡Aléjalo de aquí! —ordenó Dóminic mientras forcejeaba y bajaban a su esposa a la entrada de la mansión, donde los esperaban los enfermeros del centro de rehabilitación de Heilem.
—¿Qué están haciéndole? —preguntó Noah, poniéndose de pie e intentando correr hacia su madre, pero sintió que alguien lo sujetó fuertemente por los hombros y lo hizo retroceder, para aprisionarlo en un abrazo. —¡No! ¡Suéltame! ¡A dónde la llevan! ¡Dejen a mi mamá!
Noah vio que abrieron la puerta e ingresaron dos hombres vestidos de celeste, quienes llevaron a Susan aún gritando y la hicieron entrar en una camioneta parecida a la de un hospital.
—¡Papá! ¡No dejes que se la lleven! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Suéltame! —gritó Noah intentando soltarse de los brazos de Enrique, pero fue inútil.
***
Noah se despertó por los gritos de su padre afuera de su habitación, se escuchaba furioso.
—¿Cómo quieres que esté tranquilo, Enrique? ¿¡Cómo quieres que esté tranquilo sabiendo que tuve que internar a mi esposa en un manicomio¡?
—Señor Grimmell, comprendo muy bien lo que está pasando, y lo lamento. Pero sería mejor si fuera a descansar. Luego podrá hablar con él, cuando usted se encuentre relajado. Eso puede esperar...
Dóminic hizo caso omiso a las palabras de Enrique y abrió con brusquedad la puerta de la habitación de Noah, a quien vieron sentado sobre su cama y con los ojos enrojecidos por tanto llorar.
—Papá... —dijo Noah, poniéndose de pie y corriendo hasta él para abrazarlo, pero Dóminic retrocedió un paso y no recibió el gesto, confundiendo al pequeño.
—Señor... —dijo Enrique, sin poder creer aquel rechazo.
Luego de unos segundos, Dóminic negó con la cabeza mientras miraba a su hijo.
—Dáselo tú —dijo Dóminic, dejando con rudeza un reloj en las manos de Enrique, para luego dirigirse a las escaleras sin decir nada.
—Enrique, ¿mi padre está molesto conmigo? ¿hice algo malo? —preguntó Noah con los ojos volviéndose a llenar de lágrimas.
—No, joven Grimmell, usted no hizo nada malo.
—Entonces, ¿mi padre también se siente enfermo? ¿tendrá que irse igual que mamá?
—Él está... triste, pero lo demuestra de esa forma. Es mejor dejarlo descansar, luego podrán hablar.
Noah asintió, limpiándose el rostro con la manga de su camisa.
—Joven Grimmell, ¿se siente cómodo para poder hablarle sobre otro tema?
—Sí, eso creo.
—Bueno, su madre era quien se encargaba de que usted tome sus medicamentos... pero, ahora será un trabajo en equipo, ¿está bien?
—¿En equipo?
—Seremos un equipo, tú y yo. Yo le serviré las pastillas, pero usted también deberá estar atento a la hora en que deberá tomarlas, ¿está bien?
—No comprendo... Si lo harás tú, entonces ¿por qué debo preocuparme?
—Bueno... Noah, ¿recuerdas cuántos años cumpliste el año pasado?
—Sí. Cumplí siete.
—¿Qué edad cumplirás este año?
—Ocho...
—Mi punto es, que esos números seguirán aumentando y en algún punto de su vida, dejará de ser solo un niño, se convertirá en un adulto y es importante que sea lo suficientemente independiente con sus pastillas para que no olvide tomarlas, ¿está bien?
—Oh, está bien. Creo que sí lo entiendo...
—Su padre me pidió que le entregara este presente —dijo Enrique, colocando y ajustado el reloj en su muñeca izquierda. —Así sabrá el momento exacto. Serán tres veces al día, cada ocho horas. El primero a las seis de la mañana, el segundo a las dos de la tarde y el último a las diez de la noche.
—Si no las tomo, me sucederá lo mismo que a mi mamá, ¿verdad? Y ya nadie podrá verme...
Enrique no logró pensar en algo que contradiga y tranquilice al niño.
—Será mi responsabilidad, lo prometo —dijo Noah.
Y así fue como Noah fue adquiriendo el hábito de no olvidar por ningún motivo sus pastillas. Todos los días, tres veces al día, colocaba una cápsula de color amarillo sobre su lengua y la tragaba con un vaso de agua.
Desde aquel día en que Susan fue internada en Heilem, Dominic, el padre de Noah, fue distanciándose cada vez más de su hijo, como si continuar con él fuera algún tipo de castigo. Aunque Noah no lograba comprender el motivo, así que siempre cumplía con sus deberes con mucha más dedicación que antes, como si esperara a que aquello pudiera ayudarle a ganar el afecto de su padre de nuevo.
Al cumplir los ocho años de edad, Noah descubrió que sus horas libres de estudio, los dedicaría a sus pasatiempos favoritos: Armar rompecabezas. De esta forma, desarrolló una fascinación con los cubos Rubik, que servían como relajantes para su mente durante horas dentro de su espaciosa y solitaria habitación. Esto servía sobre todo en aquellos momentos cuando, por órdenes de su padre, le negaron visitar a su madre. Había días en los que el llanto del pequeño era tan fuerte, que Enrique sentía lástima y lo invitaba a conversar con él mientras tomaban el té. Sin importar cuán mal pudiera llegar a sentirse por él, no podía ofrecerle galletas como a un niño promedio para contentarlo, ya que, junto a sus medicamentos, llevaba consigo una rigurosa dieta, que además de limitarlo en sus comidas diarias, le prohibía los dulces y chocolates.
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