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O1 ──── duty

capitulo uno: deber

La segunda hija de Aemon Targaryen caminaba lentamente por la orilla de la playa en Rocadragón, sintiendo el suave tacto de la arena húmeda bajo sus pies descalzos. El viento, caprichoso y constante, jugaba con los pliegues de su vestido negro, ondeándolo a su alrededor. Su cabello plateado, característico de su linaje, se movía al compás de la brisa marina, mientras su mirada se perdía en el horizonte, más allá del mar, en un lugar donde los recuerdos se confundían con el presente.

Naera estaba nostálgica, atrapada en el eco de tiempos que parecían tan lejanos ahora. Sus ojos, de un púrpura apagado por el cansancio y la tristeza, siguieron el vuelo de los dos dragones que surcaban el cielo con majestuosidad. Shadowfyre, su fiel compañero desde la juventud, y Seasmoke, el dragón de su sobrino fallecido, volaban juntos, sus enormes alas cortando el viento con una gracia que solo los dragones podían poseer. Naera los observaba, deseando por un momento poder compartir esa misma libertad, volar lejos de todo lo que la rodeaba, de los deberes, las traiciones y la guerra.

La Targaryen cerró los ojos por un momento, intentando encontrar en esa brisa un alivio que no llegaba. Había pasado tanto tiempo desde que había sentido algo parecido a la paz, tanto tiempo desde que la política no era una lucha de vida o muerte. Recordaba con claridad los días en que su hermana mayor, Rhaenys, hizo su reclamo por el trono. Todo era diferente entonces. Las disputas se limitaban a las salas de consejo, a la política y las alianzas. Las decisiones más importantes se debatían con palabras afiladas, Pero ahora, la guerra quemaba con fuego y sangre. Los dragones no solo eran símbolos de poder; eran armas de destrucción. El mundo siempre estaba al borde de la violencia, pero nunca había sentido el peligro tan cerca, tan real, hasta ahora.

Dejó escapar un suspiro pesado, uno que llevaba guardado en su pecho desde hacía días. Sabía que algo así podría ocurrir cuando Rhaenyra fue nombrada heredera, pero nunca imaginó lo enorme y oscuro que sería el abismo en el que se sumergían. La muerte de Lucerys Velaryon, su joven sobrino, había sido el golpe que cambió todo. En ese momento, Naera entendió la magnitud de la tragedia que estaba por caer sobre su familia. El horror de la guerra, algo que había visto con los ojos de otros pero que nunca había sentido en su propia piel, se volvió una verdad aplastante. Desde entonces, nada volvió a ser lo mismo. El dolor, la rabia, el miedo... todos eran ahora compañeros constantes en su día a día. Y aunque ella era fuerte, tan feroz como el fuego que corría por sus venas, no podía ignorar lo mucho que echaba de menos aquellos días en los que su mayor preocupación era alimentar a Shadowfyre, rogándole en susurros que creciera más rápido para poder volar junto a su padre.

Sus pensamientos se volvieron más pesimistas cuando recordó la noche anterior. Su sobrina, la Reina, había sido víctima de un intento de asesinato. Ser Arryk Cargyll fue enviado por los Verdes, se había infiltrado en las murallas de Rocadragón con un único propósito: acabar con la vida de la reina. El simple hecho de que alguien pudiera intentar tal cosa en los muros de su propia fortaleza hizo que el estómago de Naera se revolviera. Los tiempos de política y alianzas habían quedado muy atrás. Ahora todo se resumía en sangre, en traiciones, en el temor constante de que el próximo golpe viniera de una sombra desconocida.

La advertencia de esa traición la había seguido como una sombra desde anoche. Si Rhaenyra, la legítima heredera, no estaba segura ni siquiera dentro de las fortalezas de su hogar, ¿qué esperanza quedaba?

El rugido de Shadowfyre resonó en el aire, profundo y vibrante, llamándola de vuelta al presente. Naera alzó la vista y observó cómo su dragón descendía en espiral hacia las aguas solo para volver a elevarse. Había en él una serenidad salvaje, una fuerza indomable que siempre había envidiado.

La libertad de los dragones, la pureza de su existencia... Los dragones no conocían el deber, ni la traición. No sentían la pesadez de las responsabilidades que cargaba sobre sus hombros. No sufrían.

Otro suspiro escapó de sus labios mientras sus pensamientos la arrastraban de vuelta a la infancia, a cuando ella y su hermana soñaban con un mundo en el que ambas volarían juntas, hermanas del aire y del fuego, sin más preocupaciones que el viento bajo sus alas. La paz era algo que solo recordaba en fragmentos, en días soleados en los que su única preocupación era el vuelo de su dragón y la posibilidad de acompañar a Rhaenys en sus travesías por los cielos.

Y entonces, un ruido rompió la quietud de su soledad.

Detrás de ella, en medio del rugido de las olas y el silbido del viento, Naera escuchó el sonido inconfundible de unos pasos discretos acercándose, perturbando momentáneamente la calma de la playa desierta.

Los pasos que se acercaban detrás resultaron ser familiares, aunque los años y el peso de la vida habían vuelto su andar más firme. La segunda hija de Aemon Targaryen no se volteó de inmediato, pues el viento traía consigo el leve murmullo de una voz que conocía mejor que ninguna otra.

Era su hermana, Rhaenys, y aunque la atmósfera entre ellas siempre había estado llena de complicidad y afecto, esta vez, la sombra de la guerra teñía hasta los momentos más simples con melancolía.

──Ninguno de los sirvientes te ha visto desde la mañana ── comentó Rhaenys, con un tono ligero que intentaba disipar la tensión──. Dime, ¿Acaso has vuelto a tus costumbres de juventud? ¿Escapando a la playa sin avisarle a nadie?

La Targaryen de menor edad formó una sonrisa apenas perceptible, pero no respondió. El silencio fue suficiente para que Rhaenys supiera que el ánimo de su hermana estaba lejos de aquellos días despreocupados en Rocadragón, cuando Naera corría descalza por la arena sin preocuparse por los asuntos del reino.

Rhaenys, al notar la falta de respuesta, adoptó una expresión más seria. La princesa no era de rodeos, y con la intimidad de los lazos de sangre que compartían, no hacía falta más que una mirada para entender que algo oprimía el corazón de Naera.

──Los hombres del consejo no escuchan a Rhaenyra ──dijo, con un dejo de frustración en su voz──. Sus palabras caen en oídos sordos, como siempre. Los viejos la subestiman, igual que a mí hace tantos años.

La jinete de Shadowfyre soltó un bufido, incapaz de contener su desprecio por aquellos mismos hombres. Giró su rostro hacia su hermana por primera vez desde que ella había llegado, y en su mirada púrpura brillaba la mezcla de rabia y resignación que ambas compartían.

──Esos viejos no escuchan a nadie que no sea ellos mismos ──dijo Naera, con amargura──. Jamás lo han hecho. Para ellos, Rhaenyra es poco más que una niña testaruda, y no les importa cuán legítimo sea su reclamó. Prefieren aferrarse a sus viejas tradiciones que ver a una mujer en el Trono de Hierro.

Ambas sabían que había verdad en aquellas palabras. Siempre había sido así. Desde el Gran Consejo que había negado a Rhaenys, hasta la propia guerra que ahora devoraba los Siete Reinos. La mayoría de los hombres preferían ver al reino arder antes que seguir a una mujer, por mucho que la corona fuera su derecho.

La mayor la miró con seriedad y dulzura a la vez, su preocupación iba más allá de la política.

──¿Te sientes bien, hermana?

Naera no vaciló en responder. No tenía sentido mentirle a Rhaenys, la primera persona con quien nunca había sentido la necesidad de ocultar sus verdaderos sentimientos.

──No ── respondió, su voz más baja, casi un susurro ──. Pero, a estas alturas, nadie está bien, ¿verdad?

La mano de la Reina asintió lentamente, compartiendo esa misma sensación de agotamiento. Ninguna de las dos estaba bien, ni lo estarían hasta que esta pesadilla terminara, de una forma u otra.

El silencio que siguió estuvo cargado de una amarga comprensión, y por un momento, las dos hermanas permanecieron ahí, sin palabras, mirando el cielo donde los dragones seguían volando, ajenos al sufrimiento que se vivía bajo sus alas.

Naera bajó la mirada hacia el agua, sus pensamientos sumidos en el caos de la guerra. Sabía que su hermana no la había buscado simplemente para compartir un momento de tranquilidad o lamentarse sobre los hombres del consejo. Algo más había detrás de su visita, algo que aún no había dicho.

──Si me has estado buscando tan desesperadamente, Nys, no es solo para hablar peste de los hombres ── dijo Naera, sin apartar la vista del mar.

La Reina que Nunca Fue esbozó una sonrisa tenue, pero no era una sonrisa alegre, sino una que ocultaba la seriedad del mensaje que llevaba consigo.

──Tienes razón. ──Rhaenys respiró hondo, como si el aire salado del mar pudiese darle fuerzas para pronunciar las palabras que sabía que Naera no querría oír──. Como sabes Lady Jeyne ha solicitado un dragón para proteger el Valle... Y Rhaenyra quiere que sea Shadowfyre.

Naera sintió cómo su cuerpo se tensaba al escuchar esas palabras. El viento que antes parecía acariciar su piel ahora soplaba helado, y su corazón latió más fuerte dentro de su pecho. ¿Enviarla a ella y a su dragón al Valle? ¿A... Jeyne?

No dijo nada, pero su mirada mostró la grieta de un temor más profundo de lo que había previsto. La viuda respiró hondo, la tensión en su cuerpo, antes apenas visible, ahora era evidente en la rigidez de sus hombros y la manera en que sus manos se cerraban en puños a los costados de su cuerpo. Observó a Rhaenys, buscando una explicación que no llegaba.

──¿Por qué? ──preguntó al fin, su voz cargada de incredulidad──. ¿Por qué tiene que ser Shadowfyre?

Rhaenys, siempre calmada, suspiró, reconociendo el conflicto que ya veía en los ojos de su hermana. Con paso firme, se acercó más a ella, su mirada, aunque llena de autoridad, también tenía comprensión. Sabía lo que esta solicitud significaba para Naera.

──Nyra no está dispuesta a arriesgar a ninguno de sus hijos ──respondió Rhaenys, su tono de voz paciente, como si ya hubiera considerado todas las reacciones posibles──. Lucerys está muerto, Jacaerys apenas ha regresado de sus misiones diplomáticas, y Daemon... bueno, Daemon partió hacia Harrenhal como un perro regañado. ──Su voz se endureció un poco al mencionar a Daemon, como si ella misma desaprobara la forma en que había manejado la situación──. Necesitamos un dragón aquí en Rocadragón, por si los Verdes intentan algo, pero tampoco podemos incumplir nuestra palabra con Lady Jeyne. El Valle ha sido un aliado crucial en todo esto, y ella exige un dragón para defenderse en caso de ser necesario.

Su hermana menor escuchó en silencio, pero luego sacudió la cabeza con incredulidad, su pecho subiendo y bajando con respiraciones tensas.

──No. ──La negativa fue rápida, más rápida de lo que Rhaenys había esperado. Naera no lo pensó dos veces antes de negarse──. No puedes pedirme esto.

Rhaenys la miró por un momento, sorprendida por lo rotunda que había sido la respuesta. Después, una risa suave y amarga escapó de sus labios, como si la negativa no fuera más que una reacción infantil, y no la de una mujer.

──Oh, hermana... ── Rió, sacudiendo la cabeza mientras la miraba con una mezcla de incredulidad y burla──. Eres una cobarde.

La palabra golpeó a Naera como un latigazo. La segunda hija de Aemon, ofendida por la acusación, dio un paso hacia adelante, pues su orgullo era grande.

──¿Cobarde? ──replicó, su voz teñida de una ira que rara vez mostraba──. No soy una cobarde, Rhaenys. ¡Sabes bien que no lo soy!

Rhaenys, manteniendo su calma inquebrantable, la miró con esa sabiduría serena que siempre la había caracterizado. Una sonrisa apenas perceptible cruzó sus labios, pero ya no era una sonrisa burlona, sino una de comprensión, como si viera más allá de las palabras de Naera.

──Sí lo eres ──dijo con suavidad──. Tienes miedo... Tienes miedo de lo que quedó atrás, de lo que dejaste en el Valle. Y lo sabes tan bien como yo.

Ella permaneció en silencio. Las palabras de Rhaenys resonaron en su mente, calando hondo en lugares que no quería explorar. Porque era cierto.

Naera Targaryen no temía a las batallas aéreas sobre el lomo de su dragón, ni siquiera de la muerte. Pero el pasado... lo que había dejado atrás en el Valle, lo que había perdido... eso sí le aterraba. Y aunque lo sabía, no estaba dispuesta a admitirlo, ni siquiera a su hermana.

──¿Qué tanto le has contado a Rhaenyra sobre...? ──preguntó sin terminar su frase, su tono bajo, casi como si no quisiera pronunciar el nombre de la Arryn en voz alta.

──Nada. ──respondió con sinceridad──. Rhaenyra sabe lo mismo que el resto de los otros, no es necesario que lo sepa todo, ¿verdad?

Sus dedos tamborileaban nerviosamente sobre el borde de su vestido negro, su lenguaje corporal lo decía todo: estaba incómoda, tensada como la cuerda de un arco a punto de romperse. La mujer de cabello plateado no estaba lista para enfrentar el pasado, y mucho menos en medio de una guerra. No había escapatoria. Sabía que no tenía opción, que el deber estaba, una vez más, por encima de sus deseos o de sus miedos.

Estaba acostumbrada a esto. Cuando el deber llamaba, ella respondía. Sin preguntas. Sin quejas.

Rhaenys, observando cada pequeño gesto de su hermana, suavizó su tono. No pretendía forzarla más de lo necesario.

──No estarás sola ──Su era cálida ahora, llena de un afecto que nunca faltaba entre ellas──. Sugerí que Rhaena te acompañara. No deberías enfrentarte a esta tormenta sola.

Naera frunce el ceño cuando escucha que Rhaena la acompañará.

Realmente, apenas conoce a la joven; sabe que es dulce y amable, pero no más que eso. Sin embargo, considera que tal vez su presencia alivie un poco la atención que, inevitablemente, caerá sobre ella y su regreso al Valle. Aun así, no puede evitar que una oleada de frustración la invada. Sabe que la están apartando de la verdadera batalla, empujándola junto con su dragón a un lugar en el que no podrá defender a su familia.

Sus ojos se fijan en Rhaenys con una dureza obstinada, casi esperando que, por alguna intervención de los Dioses, Rhaenyra cambie de opinión en el último momento y le permita quedarse en Rocadragón. Pero, sabe que eso no sucederá.

Finalmente, Naera asintió, resignada. Sabía que no había otra opción, y en el fondo, siempre había sabido que este momento llegaría.

No era su costumbre desobedecer, ni siquiera cuando la misión la llevaba a lugares que preferiría no visitar jamás. Sus dedos, ligeramente temblorosos, alcanzaron la mano de su hermana mayor, y la apretaron con fuerza, buscando un ancla en el torbellino que sentía en su interior.

Rhaenys, en silencio viendo la rendición silenciosa en los ojos de su hermana apretó su mano de vuelta. Las dos hermanas entendían el peso de la lealtad y las obligaciones. Y en este mundo cruel, había poco espacio para los deseos del corazón.

──Partirán en dos días ──dijo Rhaenys, dándole la certeza del tiempo que quedaba antes de enfrentar lo inevitable──. Y, quién sabe... ──agregó, con una sonrisa traviesa en los labios──. Quizá no sea tan malo como piensas. Después de todo, donde hubo fuego, cenizas quedan.

Naera soltó un bufido, pero esta vez su sarcasmo era evidente, aunque el nerviosismo seguía acechando bajo la superficie.

──Si eso es lo que necesitas creer para que todo esto suene mejor, entonces adelante. ──respondió, con una media sonrisa.

Rhaenys soltó una risa, esa risa que parecía desafiar a la guerra misma. Con un gesto afectuoso, rodeó a Naera con los brazos, atrayéndola hacia un abrazo que era tan reconfortante como necesario.

──Te quiero, Nea ──murmuró Rhaenys, su voz suavizada por el cariño.

La nombrada cerró los ojos por un momento, dejando que el calor del abrazo la envolviera, aunque solo fuera por un instante.

──Y yo a ti, Nys ──respondió, devolviendo el gesto con el mismo amor de siempre.

Era una despedida silenciosa, aunque no definitiva. Dos hermanas unidas por el deber, pero también por la fuerza de un lazo que la guerra no podría romper.

Nisiquiera la muerte misma podría.


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