VIII. Celia
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En la televisión, un hombre es flagelado. Se sostiene de cadenas y aprieta el cuerpo con cada azote, intentando que el alma no se le escape. Antaño, los héroes a los que Lucio quería imitar llevaban capa y volaban; ahora, encuentra un héroe distinto, uno que sí se parece a él. Lo decide entonces: la próxima vez no llorará ni gritará; la próxima vez mantendrá los ojos abiertos, apretará la boca y tensará el cuerpo.
Porque en el silencio, hay una protesta.
Puedes mutilar mi carne, pero ya no te permito quebrarme el alma.
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Enzo me lo advirtió: lo que la atención podría hacernos, lo incómodos que podríamos sentirnos. "No es como hace dos años", me dijo. Y tenía razón. Me sorprende lo insensata que he sido, creyendo que, por haberme quedado estancada en el pasado, el mundo retrocederá y me seguirá el ritmo. Con la respiración agitada, el sudor amenazando con bañar mi cuerpo y varios pares de ojos aplastandome, me golpea una realidad que me había sido gritada en las últimas semanas y a la que, descaradamente, hice oídos sordos: el mundo ha cambiado.
Ya hemos estado aquí, en esta misma plaza. Di Alfredo está a un lado de la cafetería, a escasos metros, pero es innegable que son lugares muy distintos, no solo por el giro del negocio, sino por la protección. La semana pasada, Enzo y Alessandro —el gerente de Di Alfredo— desplegaron un manto de irrealidad, del que yo no fui consciente sino hasta ahora.
Aquel día nos bajamos en una zona privada del estacionamiento, pero hoy, cuando bajamos del auto, estamos a la vista de todos. Esta no es la Ciudad de México, con sus actores de telenovelas paseando en Polanco o Del Bosque; las personas no están acostumbradas a Enzo, ni tampoco a mí. Cosa extraña, considerando que llevamos un año residiendo en Querétaro.
Tuvimos un reflector encima desde el minuto uno. Enzo apenas estaba ayudándome a descender del auto, y ya habían ojos puestos en nosotros. La última vez, elegimos un horario discreto; hoy, estamos a plena vista. Hay familias, grupos de jóvenes, personas en el descanso del trabajo. Es perfecto para mi plan, pero un golpe certero a mi tranquilidad. La cafetería no está preparada para recibirnos. En Di Alfredo priorizan nuestra privacidad y una exposición mínima al resto de comensales, sin que lo pidamos; aquí, nos dan una mesa para cuatro en la terraza, junto a otras diez mesas, todas llenas.
Cada uno de mis movimientos desencadena una reacción. Al inclinarme para beber café, un par de celulares se levantan; cuando el mesero se acerca para tomar nuestra orden, otros comensales le hablan para que les sirvan lo mismo que hemos pedido; cuando Enzo se inclina para susurrar en mi oído, los murmullos y las fotografías aumentan.
¿Cómo soportaré lo que vendrá cuando llegue Laura? Esperaba este nivel de atención, pero para dentro de diez minutos, con el drama de la ex y la esposa en la misma mesa. No ahora. No cuando solo somos Enzo y yo, existiendo como cualquier pareja que toma un café a la hora del descanso.
Una mano se posa sobre la mía y deja una caricia que intenta calmar mi mente, pero que me provoca un escalofrío al recordarme otra de las cosas que quiero ignorar: nuestras manos llevan anillos.
Enzo nunca se quitó el suyo, y ahora, por primera vez en semanas, mi anular también está adornado. Es una joya delgada, de oro, elegante, delicada... y falsa. Este no es mi anillo de bodas. Aunque sea idéntico en diseño y valor, su propósito es solo despistar a los periodistas y mantener oculto el verdadero estado de nuestra relación.
—No puedo dejar de verlo —murmura, siguiendo la dirección de mi mirada. El atisbo de una sonrisa nostálgica le cruza el rostro. Sus dedos acarician la joya y el anhelo le brilla en los ojos.
¿Qué es esta sensación? Es desconocida, nueva, sin nombre. Se aloja en mi garganta, cerrándola y dejándome muda; en mis ojos, que no pueden apartarse de los anillos; en mis latidos, que se tornan más rápidos a cada segundo. Está en todo.
Enzo toma mi barbilla con delicadeza, girando mi rostro hacia él. Nunca podré acostumbrarme a esto. Pocas miradas dicen tanto como la suya, y ninguna logra calmarme como la de él.
—¿Qué pasa? —susurra, su voz es un eco que apenas se distingue entre el bullicio.
Pasa que estoy en un estira y afloja, a veces alejándome de él, otras acercándome tanto que mi piel grita de placer. Pasa que quiero soltar su mano y echarme a correr, abandonar el país y hacer una vida por mi cuenta; pero también quiero que sostenga mi mano con más fuerza, que me lleve a casa y continué en su misión de construir una vida para ambos, llena de ese sentimiento que experimenté hace unas horas en el armario de mi habitación, con él frente a mí, cubriendo mi cuerpo y prometiendo hacerlo suyo sin necesidad de tocarme.
No le digo nada de eso, por supuesto.
—Llevamos un año viviendo aquí —murmuro, observando con disimulo al resto de los comensales—, ya deberíamos ser noticia vieja.
—No solemos hacer esto —explica. Suelta mi barbilla y se inclina en el asiento—. Rara vez salimos en hora pico. O salimos al alba o al anochecer, es algo que cuidamos mucho.
—¿Siempre fue así?
—Ni vos ni yo sabíamos qué tanto nos conocían acá —dice, sigue jugando con mi mano, sus dedos entrelazados con los míos, acariciando el anillo—. La decisión de mudarnos fue algo precipitada, vos querías planear tu nueva producción y, después de algunos... contratiempos en Nueva York, decidimos que México era la mejor opción.
Se queda en silencio por unos instantes, los recuerdos llegan a él y se reflejan en su mirada. Mi alma tiembla, desearía poder experimentar esa cotidiana sensación de la que se me ha privado.
—Cuando aterrizamos, el aeropuerto estaba lleno de periodistas —continúa, una risa baja y ronca acompaña sus palabras—. No lo esperábamos —su sonrisa se torna más suave cuando nuestros ojos se encuentran— El trabajo que hacés es muy valorado acá, tu gente nos recibió con mucho entusiasmo. Tal vez demasiado.
—Por eso elegimos esa casa en... —el nombre se me escapa por un instante. Mi vista se mueve hacia las personas detrás de nuestra mesa, que sonríen cuando las miro, haciendo aún más difícil concentrarme.
—En El Campanario —termina él, asintiendo—. Sí, es una zona agradable y muy privada. Compramos el terreno más cerca al lago de patos porque a Ana... —duda un poco antes de continuar, por un momento pienso que es porque la mención de mi hermana puede ser contraproducente dada mi reciente discusión con ella, pero pronto comprendo que en realidad se ha detenido por culpa mía: de nuevo, mis ojos no lo miran a él, sino a los demás, y lo ha notado.
Levanta la vista para identificar qué es lo que me distrae tanto, encontrándose con lo mismo de hace unos minutos: todos nos miran; intentan ser disimulados, pero fallan. Enzo chasquea la lengua y, sin aviso, se inclina hacia mí, agachándose ligeramente. Estira el brazo y toma una de las patas delanteras de mi silla, tirando suavemente hasta que estamos lado a lado. Cerca. Muy cerca.
La acción es repentina, sorprende a todos, incluyéndome a mí. Una sonrisa ladina, esa tan atrevida y que solo me ha mostrado una vez —hoy, en el closet del departamento—, aparece en su rostro.
—Nos los mires a ellos, mírame a mí —dice en un susurro ronco. Su perfume, intenso y embriagador, sobrepasa el dulce aroma del café y de los pasteles—. Solo somos vos y yo.
Sus ojos rozan mis labios por una fracción de segundo antes de subir hasta los míos.
El modo en el que mi boca se entreabre, sedienta de su contacto, no puede ser natural. Tampoco el modo en el que mi cuerpo tiembla, en un escalofrío diminuto pero enervante, que me obliga a controlar el deseo de atraer su rostro al mío.
Yo no soy así. Yo no suelo anhelar sentir a nadie.
—¿Era tan necesario acercar la silla? —pregunto, en voz tan baja y vacilante, que mi ceja enarcada y tono cuestionante pierden por completo el efecto deseado.
—Parte del show —se encoge de hombros.
Debo haberme sonrojado, claro que sí. Y como la sensación de vulnerabilidad no va conmigo, decido sonreír de lado, en un gesto casi coqueto que espero me devuelva un poco de control sobre la situación.
Y vaya que funciona. Es como si hubiera borrado cualquier pensamiento de su mente con ese gesto. Su mirada se oscurece, y le tiembla la mano con la que me sostiene. Se está conteniendo.
No sé si bendecir o maldecir la interrupción por parte de cierta mujer rubia. Enzo mira detrás de mí, y antes de voltear ya puedo darme una idea de quién se trata. La sorpresa en el rostro de los presentes dice mucho.
Laura.
Es justamente como la imaginé: la mujer de mis pesadillas.
Dulce, cálida, de apariencia amable, ojos empáticos y vestimenta relajada. Lleva una falda larga, de esas que, con el suéter incorrecto, la haría parecer una anciana religiosa, pero que, con el top en encaje que lleva, la hace lucir como una de esas hadas etéreas del bosque. A primera vista uno se da cuenta: ella y Enzo encajan perfectamente.
Es el tipo de persona que nos mira con timidez, consciente de que ha interrumpido por accidente un momento íntimo, que observa alrededor y parece cohibida por la atención,y que, antes de saludar a Enzo, me mira a mí, con respeto, extendiéndome una mano.
Me pongo de pie, escucho la silla de Enzo moverse cuando él hace lo mismo, y estrecho su mano.
—Buenas tardes, soy Laura Soler —se presenta.
Un formalismo innecesario, pero que agradezco, pues establece que está aquí como colega y no como la ex de mi esposo, o que por lo menos, eso intentamos aparentar.
—Celia Aragón —respondo, dedicándole mi mejor sonrisa profesional.
Cuando nuestro saludo termina, ella mira a Enzo y extiende una mano. Su intercambio es breve, un "buenas tardes" acompañado de un "qué tal", y en cuestión de segundos estamos los tres sentados. Ambos intentan comportarse como colegas, o incluso como desconocidos. Aun con ello, el aire a nuestro alrededor se torna tenso, el calor aumenta y los murmullos se intensifican.
Enzo ha mantenido mi silla junto a la suya, pegadas la una a la otra; Laura está frente a nosotros, en su lado de la mesa. Acomoda su bolso y se remueve incómoda, puede que intente disimularlo, pero es claro que esta situación la rebasa. Mira de un lado a otro discretamente, y sé que se pregunta por qué la hemos citado en un lugar tan poco privado.
—¿Gustas ordenar algo antes de que hablemos? —le paso el menú.
Mantengo la sonrisa mientras llamo al mesero, quien se acerca intimidado por la atención que recae sobre esta mesa. Se marcha después de anotar el pedido de Laura, y por fin llega el momento de hablar. Mi rostro sigue radiante, como si este encuentro fuera casual y no uno de los más extraños de mi vida.
—Enzo me contó lo que ocurrió —comienzo.
Las cejas de Laura se unen en un gesto de pena, parece a punto de disculparse, así que me apresuro a decir:
—Tenemos mucho de qué hablar, pero hay algo que te puedo adelantar: no perderás este trabajo, Laura. Puedes estar tranquila.
Su alivio es inmediato y la sonrisa que ilumina su rostro es tan genuina que casi me alegro por ella también. Hasta su postura se relaja. No me pasa inadvertida la mirada de gratitud que dirige a Enzo, una mirada cargada de historia, de un vínculo forjado a lo largo de años. Alguien con quien compartes la alegría, sabiendo que la comprenderá.
—Gracias, Celia... No sabés cuánto significa tu apoyo para mí.
Sonrio a penas, un gesto que suavizo en cuanto recuerdo que hay cámaras a nuestro alrededor. Doy un sorbo pausado a mi bebida, dejando que el líquido se deslice por mi garganta mientras mi mirada se desvía hacia Enzo. Su sonrisa, sin embargo, no es para mí, sino para ella.
Trago con dureza.
—Claro —carraspeo, volviendo mi atención a Laura—. Seré directa, Laura. La situación es complicada. Enzo y tú tienen un pasado, todos lo saben —no titubeo al continuar—: Por eso estamos aquí, anticipándonos a la prensa.
Me inclino ligeramente, tomando la mano de Enzo con una sonrisa amigable y me dispongo a continuar mi explicación. Pero el jadeo de Laura me detiene. Sus ojos recorren la sala antes de posarse en mí, y finalmente en Enzo. Y como al parecer lo conoce muy bien y tienen ese "con la mirada nos entendemos", por fin parece comprender lo que pasa aquí.
—Me... estás usando.
Elevo una ceja, pero no respondo. Esa frase no me la ha dicho a mí, si no a mi esposo.
—Por eso estamos aquí, a la vista de todos —continúa Laura, su voz se tiñe de amargura. Su semblante se torna severo, sus orejas enrojecen y su mirada se fija en sus manos—. Seré la comidilla de la prensa en unas horas, ¿eso es lo que quieres? ¿Que esté de acuerdo?
Enzo se tensa. Me niego a mirarlo, porque temo encontrar en sus ojos una desaprobación que tal vez no podré soportar. Él no quería hacer esto, y sin embargo, aquí está, enfrentando la traición reflejada en los ojos acusatorios de quien alguna vez fue su pareja.
—Y si me niego... pierdo el trabajo, ¿a que sí? —Laura suspira, cerrando los ojos como un cordero herido.
El murmullo de la gente a nuestro alrededor cambia. No han escuchado nuestra conversación, pero la imagen de Laura en este momento es todo menos alegre, y eso ha comenzado a despertar comentarios. Contengo el impulso de mirar a mi alrededor, consciente de que, si lo hago, podría parecer la culpable de lo que está ocurriendo. Y aunque tal vez esta fue mi idea, si vamos a hacerlo, al menos debería salir bien.
Así que, decidida a mantener el teatro que diseñe en mi cabeza, extiendo mi mano hacia la de Laura y la tomo como si le consolara, mis facciones se pintan de una calidez que no siento. Esto la ofende aún más. Pero de nuevo, el reclamo en su mirada cuando eleva el rostro no va dirigido a mí. Eso me saca de quicio.
—No lo mires a él —suelto, ignorando el ardor en mi estómago—. No es culpa suya.
Cuando sus ojos encuentran los míos, algo en ella retrocede. Porque acaba de entender que está empezando una escena frente a mí, y que no solo no me importa, si no que me molesta, verla reaccionar así. Y le da miedo. Porque sabe que este rubro es duro e insensible y no tiene idea de cómo enfrentarse a eso.
—Deberías sonreír, Laura. Hay gente grabando —doy una palmadita en su mano antes de soltarla y volver a recargarme en el respaldo—. Y sí, la prensa hablará de ti, eso es inevitable. Si quieres este trabajo, tendrá que ser así —me encojo de hombros.
—No es tan malo como parece, será solo por unos días y luego se olvidará —interviene Enzo, en un tono conciliador.
—Soy su chivo expiatorio, Enzo.
—No —intervengo—. Es que justo ese es tu problema Laura, saltas a conclusiones demasiado pronto —digo con calma, tomando otro sorbo de mi bebida—. Quieres este trabajo, se lo dijiste a mi esposo y por eso estoy aquí.
El modo en que Laura reacciona al escuchar "mi esposo" me resulta extrañamente satisfactorio.
—Si tu idea es estar en este proyecto, se hablará de ti. Si no es mañana, será cuando comience la promoción, o peor aún... —me inclino hacia la mesa— cuando alguien tome una foto tuya y de mi marido, la saque de contexto, y todo mí país te salte a la yugular. En México, los chismes sobre engaños son como un virus, y créeme, no se olvidan.
Hago una pequeña pausa y recuesto levemente mi cabeza en el hombro de Enzo. Su respuesta es instintiva: me rodea con su brazo y aprieta suavemente mi hombro.
—Esto, Laura —señalo la mesa, y discretamente a Enzo y a mí—, es lo que publicarán mañana. Fotos de Enzo y yo, abrazados, compartiendo mesa contigo, sin tensión, con sonrisas en el rostro y, una vez que te calmes, algunas risas. No sabrán por qué estamos reunidos, pero comenzarán a hacer teorías. Y como no he dejado de sonreír en todo este encuentro, entenderán que tu presencia aquí, y más adelante en la película, me parece bien y no me incomoda. Sí, habrá malos comentarios, es inevitable; habrá quienes esperen un escándalo de infidelidad, y por lo mismo, mantendrán la guardia alta contigo. Pero, una vez que el proyecto finalice sin tal escándalo, te adorarán.
Laura procesa lo que he dicho y,aunque sé que quiere meditarlo un poco más, no tarda en adoptar una postura más amistosa, al tiempo en que sonríe para nuestra puesta en escena.
—De nada —digo, elevando mi bebida en un gesto casi triunfal.
*ೃ༄
"¿Amigas, enemigas o socias? ¡Celia Aragón es vista tomando un café con la ex de su esposo!"
El titular se alza ante mí, grotesco, un escupitajo directo a mi dignidad.
—Socias —susurro, casi escupiendo la palabra—. Sí, claro, cómo no.
"Ayer, 16 de abril, cerca de las 3 de la tarde, los famosos Celia Aragón y Enzo Vogrincic fueron vistos tomando un café en compañía de Laura Soler, ex pareja del reconocido actor. El encuentro se volvió tendencia en redes sociales en menos de 24 horas. Aunque inicialmente se especuló sobre una posible infidelidad debido a los primeros videos en los que Laura Soler parecía apenada y rígida, nuevos ángulos mostraron a la pareja felizmente casada conversando con Laura en un ambiente relajado. Aunque no se han dado declaraciones al respecto, los fans ya especulan sobre los motivos de esta reunión. La teoría favorita hasta el momento es que Laura Soler podría integrarse a la nueva producción de Celia Aragón".
Todo ha salido como se tenía planeado. Nadie podrá inventar un escándalo de infidelidad. Mi reputación y la de Enzo, aún intactas, siguen su curso sin un rasguño visible. Nadie podrá acusarnos de mentir, de ocultar. Hemos mostrado a Laura al mundo, y el mundo ha visto mi aprobación, o al menos, la ilusión de ella.
El periódico, último en unirse al festín de las noticias, no ha tardado ni un día en publicar la historia. Estoy en shock al comprender el nivel de relevancia que mi relación con Enzo tiene dentro de la farándula. Mi celular se ha llenado de notificaciones. Las redes sociales se han inundado de comentarios que, curiosamente, se inclinan a mi favor.
Es desconcertante. Hace unos años, cuando Enzo saltó a la fama, Laura se volvió tendencia al igual que él. Laura, alguna vez adorada por las masas, ahora se enfrenta a la duda, al escepticismo. Y yo, que nunca creí tener la simpatía del público, me encuentro respaldada por una fuerza que nunca supe que poseía.
Es agradable, pero también aterrador. Esta atención, que tanto subestimé, se ha convertido en una bestia insaciable.
Si la rapidez con la que se propaga la noticia o el hecho de que aparezca en primera plana, incluso por sobre el escándalo romántico de un artista del kpop, no es suficiente para entender lo mucho que he subestimado mi rol en la industria, definitivamente me queda claro cuando, horas más tarde, noto que un auto me sigue.
He salido por algo muy simple: quería comprar un té de chai con menta, que solo venden —según mis recuerdos— en los supermercados de lujo que, sorpresivamente, ya pertenecen al tipo de establecimiento que tengo en mi cuadra. Me sentía soñada, llevando una cesta de alimentos caros que años atrás no podía permitirme sin tener que sacrificar mi tranquilidad económica. Incluso me tomé la libertad de llevar varios productos veganos, increíblemente caros, por si Enzo viene en estos días de visita.
La tarjeta pasó sin problema. No recordaba mi NIP, pero, por fortuna, resultó ser la misma que he usado desde siempre. Planeaba comer y estudiar la carpeta de producción, y más tarde tomar vino mientras veía alguna película. Todo iría de maravilla.
Salvo por ese auto.
La textura del volante se torna resbaladiza bajo mis manos sudorosas. He dado ya dos vueltas en cuadras distintas, llenas de casas y sin otros vehículos en movimiento; y aún me sigue. Por el retrovisor veo que el conductor es un hombre, el copiloto hace una llamada y en los asientos traseros hay dos hombres más que parecen estar alistándose para algo.
Mi mente grita secuestro.
—No, por favor no —susurro, con la voz ahogada por el pánico—. Que no sea eso, por favor.
No a mí.
Doy dos vueltas más en distintas cuadras. Sé que se han dado cuenta de que esto es una prueba para ver si me siguen o no... El copiloto sonríe, señala mi auto y le dice algo al conductor quien acelera y se pega más a mí.
El terror se agrupa en mi pecho, en mi garganta y amenaza con hacerme estallar en llanto. El pánico se abre paso por mi cuerpo, aferrándose a mi mente y nublando mi juicio.
—No... Dios, no —susurro con la voz rota.
Ayudenme. Por favor, que alguien me ayude.
Pero estoy sola. Y es el mismo sentimiento que he tenido durante años, esa idea de que, sea lo que sea, tendré que enfrentarlo por mi cuenta. Porque si alzo el teléfono, nadie atenderá mi llamada. Mi madre marcará media hora después para ver qué pasó, y para ese entonces ya estaré en manos de estos hombres o libre y llorando en mi departamento; lo mismo con Ana y Arturo. Porque siempre ha sido así.
Como la vez en la que me quedé varada en el tráfico y, después de intentar contactarlos a todos, me rendí y pedí ayuda a un taxista para que me cambiara la llanta; después, claro, me aseguré de aprender a hacerlo por mi cuenta. O la vez en la que mi ex novio se enojó y me bajó del auto en medio de una discusión, de noche, y al ver que no respondían mis llamadas, me acerqué a un puesto de gorditas y tacos, para pedirles ayuda.
Pero esto es peor. Aquí no podré bajarme con calma y acudir a algún extraño para pedir auxilio. Aquí no tengo tiempo. Solo puedo hacer una llamada. Así que con el corazón latiendo a mil por hora, y los dedos temblorosos, le pido a la inteligencia artificial de mi auto que contacte a esa persona.
El teléfono suena una vez, dos.
—Hola, preciosa. Justo esta...
—¡Enzo! —incluso yo me sorprendo por el terror en mi voz. La palabra me fue arrancada de la garganta y se rompió al alcanzar el aire— ¡M-me están siguiendo! ¡No sé qué...!
—¿Estás manejando?
Mi corazón se agita cuando escucho el miedo contenido en su pregunta, el aire se le ha escapado y por una milésima de segundo me pregunto lo que estará viviendo al otro lado de la llamada.
—¡Sí!
Escucho ruidos en el fondo, golpes, el sonido de las llaves. Enzo se está moviendo, rápido, más rápido de lo que podría parecer posible.
—Escuchá, Celia. Poné el auto en modo emergencia, me mandará tu ubicación. Ya voy en camino. No cortes —tiene que tomarse un segundo para que la voz no se le rompa, para mantener la calma—. Por favor, no vayas a colgar.
Obedezco automáticamente. El auto emite una alarma baja, mandando mi ubicación a tres contactos de emergencia. Un nuevo auto, manejado por una mujer, se interpone casualmente entre el de mis perseguidores y yo. De inmediato hacen un esfuerzo por rebasar, por seguir detrás mío y eso termina por confirmar la situación. Me están siguiendo, ya no hay duda.
—Y-ya. Enzo, no sé... no sé qué hacer —mi voz sale en una súplica.
El auto de Enzo gruñe con violencia cuando arranca y avanza a toda velocidad. Ese sonido. La certeza de que viene en camino. A pesar del miedo, noto como algo nuevo nace en mí y me da algo a lo que aferrarme. Él respondió... Él sí respondió.
—¡Vení a la casa! —me dice, agitado y, claramente, enfocado por completo en mantener la mente fría— Estás a poca distancia de una salida hacia el Libramiento, si recordás el camino, vení hacia acá. Te interceptaré —hay una pausa— ¿Amor? —su voz se quiebra por un segundo— ¡Celia, hablame!
—Sí, sí, voy... Voy para allá —sollozo, tratando de mantenerme entera.
Estoy a dos de perder la cordura, de ponerme a gritar. El miedo me empuja a pisar el acelerador con una fuerza irracional, ignorando las advertencias que mi mente me lanza. Prefiero arriesgarlo todo, prefiero estrellarme contra cualquier obstáculo antes que caer en las manos de esos hombres.
—Describí el auto y a quien venga dentro —ordena. Puedo oír los claxons, el rugido creciente del motor de Enzo, su desesperación por llegar hasta mí—. ¡Celia, por favor, hacé lo que te pido!
Mis ojos vacilan, intentan enfocar.
—E-es un... Es un Sedan negro —intento ver el número de placa, sin éxito. Así que busco algo que le permita identificar el auto, cualquier cosa—. Tiene una estampa de Batman en el parabrisas y otra de un águila. Maneja un hombre con un bigote... un bigote inglés, creo. Hay más hombres dentro y...
—¿Estampa de Batman?
Uno de ellos, el copiloto, hace contacto visual conmigo a través del retrovisor. Su semblante palidece. Le dice algo al conductor, tocando su hombro repetidamente, y de repente, el auto se detiene. Gracias a mi velocidad, los dejo atrás en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Qué? —susurro, la confusión me embarga.
¿Me equivoqué? ¿No me perseguían a mí?
—¿Qué pasa? —pregunta Enzo.
—Se detuvieron...
El impulso de detenerme, de tomar un respiro, se asoma, pero no me atrevo. No puedo arriesgarme, simplemente no puedo.
Al otro lado de la llamada, suena el timbre de un celular. Enzo ha debido vincular la llamada a su propio auto, porque cuando contesta —después de soltar un mar de maldiciones— sigo en la línea y puedo escucharlo todo.
—¡¿Sos vos el pelotudo que va siguiendo a mi esposa?! —La furia e incredulidad en su voz es palpable.
¿Los conoce? ¿No estoy en riesgo? ¿Qué acaba de pasar?
—Celia... Cariño, ¿me escuchás? —la dulzura en su voz contrasta enormemente con la rabia con la que le habló a quien esté en la otra línea— Es la prensa, no te harán daño... Estoy a dos minutos. Espérame dentro del auto. ¿Celia?
—Está bien... sí —apenas me salen las palabras. Soy un manojo de nervios. Mis manos tiemblan, mis piernas también, y en el retrovisor me encuentro con que mi rostro es un lienzo de terror y desesperación.
Dejo que la vergüenza me embargue una vez que he estacionado el auto a un costado de la carretera. Dios, que idiota... Pude causar un accidente. ¿Cómo no pensé en la prensa? Ni por un instante se me pasó por la cabeza la idea de que me siguieran fotógrafos y menos con esa persistencia.
El auto de Enzo se detiene frente al mío pocos minutos después. Se apresura a descender, sus labios se mueven articulando palabras que no logro escuchar; tal vez el shock me ha ensordecido, la adrenalina se desvanece y con ella mis fuerzas.
Al llegar a mi puerta, sus ojos—cargados de dolor—se encuentran con los míos, y en ese instante sé que verme así lo está destrozando.
Con calma, señala los seguros del coche. Me toma unos segundos entender. Cuando los quito, abre la puerta de inmediato y sus brazos me envuelven con una desesperación silenciosa, acunando mi cabeza en su pecho mientras sus manos recorren mi cabello con ternura. Y entonces respiro. Siempre es así con él. Siempre puedo sentir. Mis manos se aferran a su camisa y escondo mi rostro con mayor vehemencia en su cuerpo.
—Ya pasó, amor. Estás a salvo —el alivio nos recorre a ambos, es como si él necesitara escuchar esas palabras tanto como yo—. Todo está bien.
Cierro los ojos, centrando toda mi atención en el ritmo pausado de su respiración, en la vibración de su pecho al hablar. Su perfume, envolvente y familiar, actúa como un sedante, tranquilizando el caos dentro de mí. Latido tras latido.
Estoy bien.
Deposita un suave beso en mi cabeza.
Estoy a salvo.
Toma mi rostro entre sus manos y besa mi frente con delicadeza.
Estoy en casa.
Sus labios acarician mi mejilla.
Estoy con él.
Sus labios rozan los míos.
Espera, no.
Detiene el movimiento tan repentinamente que creo que lo he dicho en voz alta. Abro los ojos y él los mantiene cerrados. Un jadeo agobiado escapa de su garganta, como si privarse a sí mismo de continuar lo estuviera destrozando.
Quiere hacerlo, unirnos en ese gesto que lo cambiaría todo.
Pero no lo hace.
Exhala con resignación y eleva el rostro para dejar un último beso en mi frente. Una de sus manos se posa dulcemente en mi mandíbula y su pulgar traza una caricia suave en mi mejilla.
Se aparta ligeramente, sin soltarme por completo, sus manos firmes en mi rostro y cintura. Algo llamó su atención: el sonido de un auto acercándose. Entonces noto la rojez en sus ojos, las lágrimas que lucha por contener y algo más profundo...
El odio, la ira. Todo dirigido al coche que se ha estacionado detrás nuestro. Aprieta los dientes, su rostro se tensa. Alguien tan amable como él, tan tranquilo y usualmente sereno... Está siendo consumido por un tipo de rencor que nunca antes presencié.
—Quedate acá —me pide, dejando una última caricia en mi rostro antes de girarse a los recién llegados.
Mientras él se aleja suena el timbre de mi celular, distrayendo mi atención por un instante. Miro a Enzo, que ya va varios metros por delante, directo a los hombres que están ahora mismo descendiendo del auto; luego volteo a ver el celular, es un número desconocido. Considero contestar, pero descarto la idea en cuanto escucho a Enzo.
—¡Sos un pelotudo de mierda, Carlo! ¡Pudo haber tenido un accidente!
Desciendo del coche, un mareo instantáneo me golpea, las secuelas del susto aún están ancladas en mi cuerpo. Al acercarme, veo a cuatro hombres. Carlo, el de bigote, se ha enrojecido, tal vez por enojo o vergüenza, mientras los demás permanecen inmóviles, demasiado cautos para intervenir. La conversación entre él y Enzo es tensa, cargada de recriminaciones.
—¡Ya nos conoce! ¿Cómo iba a saber que se asustaría así? —se defiende Carlo con torpeza.
—¡Cuando viste que aceleraba, tenías que haberte detenido! —insiste Enzo, dando un paso más, negando con incredulidad. Se percata de que llego a su lado e intenta calmarse, cierra los ojos un segundo y suspira, mirando al cielo como si buscara serenidad.
Noto en los ojos de esos hombres un destello de reconocimiento. Similar a la de mis compañeros de trabajo o conocidos en la oficina. Siento un nudo en la garganta, sin saber qué decir para no ponerme en evidencia.
—Celia, lo siento mucho —dice Carlo, apenado—. Pensé que solo intentabas perdernos como siempre —esboza una pequeña sonrisa—. ¿No reconociste el auto? ¿No me viste a mí o a Martín?
Martín, a quien reconozco como el copiloto, asiente con la misma confusión reflejada en su rostro.
—Yo... —vacilo por un instante, sin saber qué responder.
Por fortuna, Enzo se percata de ello, posa una mano reconfortante en la base de mi espalda y me guía suavemente de regreso al auto, reprendiendo a los reporteros diciendo que no intenten desviar el tema para librarse de su responsabilidad. Una vez alejados del resto, coloca una mano en mi cintura y me insta a sentarme en el asiento del conductor.
—Te pedí que te quedaras acá —susurra, con una pequeña sonrisa destinada a tranquilizarme—. Yo me encargo, ¿dale? Iremos a casa, solo dame un momento para arreglar este quilombo.
—Los estabas insultando. Si son reporteros, eso es lo último que deberías hacer, podrían estarte grabando —le advierto.
Aprieta los labios, muerde el interior de sus mejillas y asiente finalmente.
—Tenés razón, seré... lo más respetuoso posible —promete, pero incluso ahora, en su intento de calmarse, sus ojos arden con indignación contenida—. Vuelvo enseguida.
Mientras se aleja, cierro los ojos y me recuesto en el asiento, la puerta se ha quedado abierta, permitiendo que la brisa y el sol tenue acaricien mi piel. El murmullo distante de los autos en la autopista, ubicada a unas cuadras más adelante, me sirve inusualmente como arrullo. Después de creer que estaba en peligro, cualquier símbolo de cotidianeidad, me parece un regalo.
Intento calmarme, volver a mí misma. Usualmente soy capaz de controlarme, de ayudar... Y sin embargo, ni siquiera pude apoyar a Enzo en su discusión con los reporteros, solo he conseguido estar a punto de ponerme en evidencia frente a las personas menos discretas del planeta.
La sensación de vergüenza es tanta que me sonrojo y me llevo una mano a la sien. Los sonidos a mi alrededor se intensifican: la voz ahora más calmada de Enzo; el zumbido constante de los autos, los pasos de alguien caminando cerca... Muy cerca.
Ese no es Enzo.
La luz del sol se extingue abruptamente. Un par de manos firmes me toman por los hombros, separándome del respaldo. Abro los ojos de golpe, un jadeo de angustia acompaña mi acción. Y me quedo congelada a medio grito.
—¡Celia! Maldita sea... —apenas puede hablar, su voz está cargada de preocupación mientras sus ojos me recorren buscando alguna herida. Gotas de sudor resbalan por su frente, su pecho se agita con cada respiración, y su mirada refleja una mezcla de ansiedad y miedo— ¿Qué pasó?
Damián.
—¿Qué...?
—¿Estás bien?
—Yo...
—Celia, dime qué te pasó, ¿debo llevarte a un hospital? Es... ¿Es por el accidente que tuviste hace unas semanas? ¿Qué demonios está pasando?
—Nada. Estoy... Estoy bien, de verdad —su presencia me es tan inesperada que apenas y puedo responderle.
Enarca una ceja, escéptico. Su mirada me examina de nuevo de arriba a abajo, buscando algún indicio de que estoy mintiendo, minimizando mis necesidades como solía hacer siempre. Cuando parece satisfecho con lo que ve, deja escapar un suspiro pesado, inclinando la cabeza e intentando recuperar la compostura. Me suelta y se gira, dándome la espalda, se talla los ojos con los dedos de una mano y mira al cielo mientras niega.
—Con un demonio, mujer —se carcajea de alivio—. Me has dado un susto de muerte.
Debo parecer una idiota, mirándolo como si estuviese frente a un fantasma. Abro la boca pero la cierro de nuevo, últimamente me es difícil encontrar palabras para expresarme pero esta vez me es imposible. ¿Qué hace él aquí? Él no tiene... Él salió de mi vida.
Con esa sonrisa relajada que tanto le caracteriza, se acerca más al auto, apoyando una mano sobre el techo.
—Déjame llevarte a casa, y en el camino me cuentas qué sucedió.
—No es necesario, estoy...
—No estás en condiciones de manejar, Celia —me interrumpe, con ese tono condescendiente que no extrañaba en lo absoluto—. Pásate al otro asiento.
Con su mano libre toma mi brazo para ayudarme a descender del auto, asintiendo como si eso fuera suficiente para convencerme. Solo un instante después, otra mano se cierra en torno a su antebrazo, tirando de él con brusquedad y empujándolo hacia atrás.
—¡¿Qué hacés?! —Enzo se interpone entre nosotros, su brazo extendido protectoramente, listo para cerrar la puerta si es necesario— ¡Estoy harto de ustedes! ¿Querés una foto? Andá y pedila como se debe, ¿por qué carajo tenés que tocar a mi esposa?
Damián ha tardado en reponerse. Su expresión lo dice todo, sabe quién es Enzo y no esperaba verlo aquí. La agresión inicial lo ha irritado, pero al darse cuenta de quién tiene delante, intenta contenerse, esforzándose por mantener la calma.
—Tranquilo, la conozco —alza ambas manos en un gesto conciliador—. Y sé quién eres tú.
—Pues yo no tengo la menor idea de quién sos vos —replica Enzo, aún creyendo que Damián es un reportero que ha cruzado la línea.
Bajo del auto con cuidado, atrayendo la atención de Enzo, quien retrocede unos pasos hacia mí, manteniéndome protegida entre él y el vehículo, lejos de la mirada de Damián. Coloco una mano suave sobre su espalda y me acerco a su oído.
—Él es Damián.
Debo haberle hablado de él en algún momento durante nuestro matrimonio, porque de inmediato se gira para mirarme, sus ojos nublados por la confusión. "¿Ese Damián?" Asiento a su pregunta muda.
—Tu ex prometido —susurra Enzo, tensa la mandíbula y cierra los ojos un instante, procesando la información.
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