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Lucio durmió boca abajo, abrazando una almohada azul, respirando con la tela pegada al rostro, tal vez el olor de su madre no se hubiera disipado aún del todo. Lo sintió al cabo de unos segundos, y sonrió. Cuando sus ojos se cerraron y el sueño lo acogió, olvidó el ardor en su espalda, y pensó que quizá mañana sería un día mejor.
Comió un chocolate, jugó con sus juguetes, se llenó de su pasta favorita y, al finalizar, se sentó en el sillón frente al televisor, recostando la cabeza en el regazo de su madre. Una canción le fue tarareada, una caricia en su espalda curó sus heridas. Ese sueño, se repetiría durante los siguientes meses, y para Lucio, eso estaba bien, porque eso le daba fuerzas.
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La Malagueña está sonando en el departamento, sus notas dramáticas se deslizan por debajo de la puerta. Celia nunca mostró interés o apego por la música tradicional de su país, pero si por azares del destino se reproduce una canción de ese género, se le alegrará el día y, su corazón, nacionalista como el de todo mexicano, bailará de emoción.
Ha llevado un duelo profundo en los días pasados, por eso, la perspectiva de imaginarla bailando, libre y tranquila, por primera vez en lo que podría sentirse para ella como una eternidad, resulta reconfortante. Me remonto a los meses pasados, en aquellas mañanas de los fines de semana en las que poníamos música de fondo en la casa, y pasábamos las primeras horas del día haciendo tareas domésticas que, por alguna razón, nos proporcionaban más placer que nuestras salidas más extravagantes.
Hoy es el quinto día que Celia pasa fuera de nuestro hogar, y el primero en que, al parecer, se permite usar para sí misma dentro este departamento. Desde el domingo, su mente estuvo en el cementerio, girando en torno a despertar, cubrir sus necesidades básicas —o a veces ni eso, considerando que tuve que asegurarme de llevarle comida en algunas ocasiones— e ir a visitar los restos de Rogelio, su padre.
La sola idea de romper con esta paz, que apenas está construyendo, y que además le está demandando todo su esfuerzo y dedicación, me pesa más de lo que creí posible. Por ello, me veo incapaz de tocar la puerta que me separa de ella. Cuando miro a los lados, los pasillos brillosos y modernos de este complejo de departamentos, se me figuran más a un escape muy tentador.
Alzo la mano en un puño y, cuando estoy a punto de hacer contacto con la madera, me detengo, como si la superficie fuera a quemarme. Lo intento un par de veces, pero en todas fallo y comienzo a maldecir en voz baja. Me paso las manos por el cabello, acomodándolo detrás de la oreja. Mi nerviosismo —que es tanto que es casi palpable— no me permite permanecer quieto. Quizá, si bajo a la planta baja, donde está la cafetería, y traigo algún postre, mi visita podría interpretarse más como un gesto de cortesía y menos como el augurio de malas noticias, que, sin duda alguna, debo traer impreso en el rostro.
Convencido de que eso será mejor, me doy media vuelta y me alejo por pasillo. Presiono el botón del elevador, y dos clics suenan: uno del botón y otro de la puerta que se abre a mi derecha. Percibo el sonido de una bolsa de plástico, apenas audible sobre la música, y luego el golpe seco cuando es depositada en el suelo.
—Enzo.
Celia me mira con sorpresa. Está a punto de cerrar su puerta, pero no lo hace. En cambio, se me queda viendo, y yo, sin saber cómo reaccionar, me veo preso de mi más absurdo actuar. Retrocedo, como si me hubieran descubierto haciendo algo indebido. Es un gesto en reflejo del que me arrepiento de inmediato y corrijo comenzando a caminar, con lentitud, hacía ella. Ambos nos miramos. Sé que debo haberme sonrojado, lo que hace que Celia intente contener una carcajada que, en cuanto yo comienzo a reírme, suelta sin decoro.
Entonces, mientras ella se acomoda el cabello y me regala esa sonrisa que cada vez se parece más a la que durante años fue mía, llega a mí el recuerdo de una noche en Nueva York, cuando, rebasado por mis emociones, fui a buscarla a su departamento porque no podía, es más, no soportaba pasar un segundo más sin verla. Esa vez, al igual que hoy, Celia salió con una bolsa de basura en la mano, y me habló, apenas a tiempo para evitar que me marchara.
"No iba a tirar la basura", me confesó ya casados, en una de esas noches de cenas extravagantes que solían concluir con ambos, unidos y sin aliento, en los brazos del otro, platicando de todo un poco, y sintiendo mucho. "Tengo la costumbre de mirar por la mirilla cada cierto tiempo, desde que el borracho del apartamento 13 se quedó dormido por error frente a mi puerta y, al verme salir, hizo uno de sus patéticos intentos de conquista. Te vi y esperé a que tocaras, pero no lo hiciste. ¡Ibas a irte! Así que tomé la bolsa de basura que dejé ahí toda la mañana y salí".
"Y yo no iba a irme. Planeaba comprar un regalo y después volver, porque me di cuenta de que había ido a visitarte con las manos vacías", le respondí.
La conversación de esa noche hace eco en mí, y el alma se me llena de uno de esos sentimientos que no se pueden explicar, porque cruzarían la línea de lo sensible e inexplicable, que es, justamente, lo que los hace tan especiales. Celia lleva una bolsa de basura en la mano y, con una sonrisa ladina y esa mirada inteligente, me dice, tal como en aquella ocasión:
—Te apuesto una taza de café a que estabas afuera de mi puerta e ibas a irte.
Y yo, en lugar de titubear como lo hice hace dos años y decir "no estaba afuera, voy llegando", me descubro soltando una risa ronca y profunda, acercándome a mi esposa y diciendo, tal como esa noche, en mi cama, pensé que debería haberlo hecho:
—Tendrá que ser media taza, porque créeme, cariño, yo nunca voy a irme.
Y no sé si son mis palabras o la confianza y el amor que le profeso con la mirada, lo que termina por hacerla morderse el interior de las mejillas y sonrojarse, luchando por no mostrarme el efecto que tengo en ella.
—¿Y qué hacías frente al elevador? —pregunta, con la ceja enarcada, sintiendo una batalla ganada— Si no ibas a irte.
—Esperando a ver si sacabas la basura, por supuesto —respondo, y dado que es algo que solo yo comprendo, me permito sonreírle y señalar la puerta, cambiando el tema de forma abrupta—. ¿Día de limpieza?
—Nah, solo estoy paseando la bolsa de basura, ya sabes, para que no se aburra adentro —dice, se gira y empuja la puerta, abriéndola de nuevo. A simple vista está la aspiradora, detenida en medio del pasillo, con un par de guantes de látex colgando del mango—. ¿Sabes? Que bueno que estás aquí. Intenté poner el garrafón de agua y casi me mato en el proceso. Suerte que tengo un esposo fuerte que puede ponerlo por mí, ¿no? Ven, pasa.
No tengo cabeza para hacer nada; me he quedado inerte, con el cuerpo vibrante ante lo que acabo de oír. Puede que haya sido una broma, mas es innegable la naturalidad con la que ha dicho que soy su esposo, como lo que es: un hecho, una verdad, y no como una suposición o equivocación, o algo que debe ser corregido.
Mete de nuevo la bolsa de basura y la deja a un lado; cuando entro detrás suyo estoy seguro de que la ha dejado ahí para pedirme que me la lleve una vez que me marche. Y por primera vez, la idea de hacer una tarea doméstica me resulta emocionante.
Este departamento es bien conocido para mí, que me encargué de elegirlo y rentarlo. Me desplazo con confianza, dejo las llaves del auto en la mesa del recibidor y señalo hacia la bocina —donde ahora mismo se reproduce el tema principal de Outlander—, al tiempo en que enarco una ceja.
—Ya se estrenó la segunda parte de la séptima temporada, la octava temporada, y el spin-off de Blood of my blood. Vas a poder ver todas como si fuera la primera vez —bromeo, y ella, para mi suerte, corresponde a mi humor.
—¿La has visto también?
—La vimos juntos —explico, al tiempo en que voy a la cocina, y encuentro, en el suelo, el garrafón—. Aunque no me molestaría hacerlo de nuevo —aclaro, y volteo a tiempo para ver cómo controla su expresión. Acomodo el dispensador, que se sacude con el peso del garrafón sobre él—. Servida, señorita.
—¿No deberías estar en el ensayo? —pregunta con un carraspeo.
Eso es un golpe de realidad.
—Sí, debería... —respondo. Mis labios se contraen, y mi postura, repentinamente tensa, revela lo que en palabras aún no me atrevo a expresar: algo va mal.
Celia ha aprendido en estas pocas semanas lo que ese gesto significa. Ya no está sonriendo, pero se esfuerza en disimular el mal sabor que le ha dejado su reciente descubrimiento. Una parte de mí se pregunta si habrá pensado que mi presencia aquí tenía que ver con lo que pasó ayer. Yo no he podido sacarme de la cabeza ese escenario bajo la lluvia, mis manos en su rostro, sus ojos en mi alma. Y, por más extraño que parezca, deseo creer que cuando me vió acá, tan nervioso, algo dentro suyo se alegró, que tal vez estaba tan ansiosa como yo por la espera.
—Ya —responde.
La tensión se torna palpable. A Celia le disgusta de sobremanera no poder controlar lo que sucede y mi silencio le resulta irritante, por decir poco. Sin embargo, sigo encontrándome incapaz de perturbar este espacio. No es valiente mi silencio, pero sí bastante cómodo. Lo es aún más durante los minutos que le toma a Celia servirse un vaso de agua y prepararse un plato de frutas —del que me ofrece, pero que yo rechazo porque se me ha espantado el apetito—, o en los que llena el silencio con preguntas y comentarios triviales, que ambos sabemos son solo para no hacer más incómodas las cosas.
Al encender la licuadora tiene que darme la espalda. Ese breve instante en el que no tengo que llevar puesta esa máscara de tranquilidad me sirve para respirar, pero también para asustarme aún más. La imagen de Celia enfrente mío, tan normal, tan ella... De pronto es como si nunca hubiera pasado nada desde el accidente, y me permito imaginar que estamos en alguna casa vacacional, con ella preparándose ese molesto licuado de frutos naranjas —que lleva de todo, menos naranja— del que siempre me hace tomar, y al que tanto suelo desairar.
Somos de nuevo solo nosotros dos, y yo no la he pérdido, ni estoy temiendo ser incapaz de recuperarla. Las memorias de las veces en las que pude acercarme, abrazarla y besarla, sin temor al rechazo, y sin temor a asustarla, me embargan.
Celia voltea, con el vaso de la licuadora en la mano. Y entonces entiendo que, en ese lapso, me he acercado demasiado. Ella pega un brinco, y el vaso se le resbala de las manos, apenas y consigo reaccionar para sostener el objeto antes de que este caiga por completo.
—¿No puedes avisar antes de aparecer así? —Se ha puesto la mano en el pecho, como queriendo evitar que el corazón se le salga— ¡Pareces un... ! ¡Un... !—no encuentra las palabras.
—¿Un enfermo mental? —Termino la oración por ella.
—Sí, eso —responde—. Debo decirtelo muy seguido.
—Más de lo que me gustaría, sí —concedo.
A pesar del reproche, en sus ojos hay un destello de humor, y la comisura de su labio comienza a extenderse en una sonrisa que se apresura a esconder. Entonces, se da media vuelta y toma su plato. Me acerco y la ayudo, tomando su vaso y cubiertos, para llevarlos a la mesa.
En el pequeño espacio designado para el comedor, al costado, hay un mueble bajo y sobre él está una lámpara. La compramos hace unos meses, en una de nuestras escapadas —viajes, que realizamos a veces sin planeación alguna, a otras ciudades o países si se tiene el tiempo—, y el recuerdo de esos momentos de sosiego, lejos del mundo, dónde podíamos ser nosotros mismos, se vuelve algo que ansío revivir.
—Lo que sea que hayas venido a decir, que sea de una vez, Enzo —suelta.
Ambos nos sentamos. No es una conversación que quiera tener, sino una que me encantaría guardar para otro día, u otra vida, si es que eso se puede. Distingue la pena en mi semblante, y se da cuenta de que creo que esta conversación nos hará daño. La noción de ello la hace tragar con pesadez y bajar el tenedor, colocándolo a un lado, centrándose por completo en el presente.
—En la mañana me encontré a Pedro, por el ensayo —comienzo a decir.
Se distrae con esa simple frase, aún le sorprende oír "Pedro" salir de mi boca con tanta naturalidad. Es comprensible, a mí mismo me es imposible creer que converso con alguien sobre Pedro Pascal como si no se tratara de una de las celebridades más importantes de la década, sino de un amigo más.
—Me contó que Susana renunció a inicios de mes. Nadie nos lo informó, por lo del accidente. ¿Te acordás de los archivos que te pasé? Ahí estaba su cv.
—Sí, ella interpretaba a Brenda —responde, yo asiento.
Su renuncia es una mala noticia, pero no lo suficiente, no como para que yo esté así, tan ansioso, incapaz de sostenerle la mirada por más de cinco segundos. Y ella lo sabe. Así que aguarda, aún tensa.
—Hoy nos presentaron a su reemplazo, ya firmó un contrato y... —suspiro, entonces decido que es mejor ser directo y soltarlo de una vez, porque no hay una forma correcta de decir lo que estoy por decirle— Ese reemplazo es Laura.
El nombre no significa nada para Celia al inicio, imagino que piensa en las actrices con ese nombre, algunas que quizá tengan una reputación negativa, lo que podría explicar el por qué es malo que se integre al proyecto. Es tras unos segundos, cuando me mira con un poco más de atención, que todo le hace sentido. Laura. Mi ex novia.
—Lo admito, esta vez me dejaste sin palabras —Se deja caer en el respaldo de la silla. Es claro que esto está muy alejado de cualquiera de las cosas que imaginó.
—Aún estamos a tiempo de pensar en qué hacer.
Su reacción no es la que esperé. Aunque, no estoy muy seguro de haber sabido qué esperar. ¿Un estallido de ira, tal vez? Hay mucho silencio, pero sé que por dentro, está gritando. Debe haber un caos en su cabeza, como en aquellas caricaturas en las que las personas que viven en la mente, colapsan; mientras que por fuera, hay una mujer que se muerde el labio, que mira a la mesa y que está pensando a mil por hora. Yo, por mi parte, soy incapaz de despegar la mirada de ella, interesado en analizar cada gesto suyo, porque quizá así sepa qué es lo que pasa en su interior.
Me preparo para todo. Imagino que, si grita y se molesta, me sabré contener e intentaré ser paciente, la escucharé y la tranquilizaré, resolveré cualquier duda que tenga y me aseguraré de que no quede en ella rastro alguno de inseguridad o molestia. Ahora, si en lugar de eso, tiene una de esas crisis ansiosas en las que llora, en silencio, me acercaré y la tomaré de la mano, le diré que Laura está en el pasado, y le pediré que me escuche.
—Es tu ex —dice, y al verla, sé que no espera respuesta de mi parte. Solo habla porque eso le permite ordenar mejor sus ideas—. Los medios se enterarán. Y no puedo despedirla porque dices que ya firmó un contrato. Que, a todo esto, ¿quién la contrató? —por el tono de voz que usa para esa pregunta, poco le falta para decir "¿quién es el idiota al que debo despedir en lugar de a Laura?".
—Dijo que el proceso de casting lo llevó con Karla. Ella es parte del equipo, pero no de las cabezas.
—¿Es todo lo que te dijo? —yo asiento— ¿Y por qué aceptó? No es la decisión más inteligente que puede tomar alguien en su posición —entrecierro los ojos, una costumbre mía cada vez que usa un tono demasiado despectivo, sin importar de quién hable—. ¿Qué? —se encoge de hombros.
—Dice que jamás supo que estábamos en el proyecto. Sé que puede costar creerle, yo mismo dudé e incluso discutimos por eso. Pero parecía sincera.
Niega, con una sonrisa amarga en el rostro. El apetito se le ha ido, mueve el plato a un lado, y recarga ambos codos en la mesa uniendo sus manos en un gesto pensativo.
—Todos la vieron en el set... Los chismes, ¡uf! Si no fueran sobre mí me encantaría oírlos —aprieta los labios—. Dime los detalles, por favor. Todo, sin guardarte nada.
Y así lo hago. Narro la actitud extraña de los miembros de la producción, las miradas furtivas en el set, los reclamos de Ginna, el encuentro con Laura, el enojo que me invadió al pensar que su aparición fue premeditada, mis intentos de disimular y de hacer creer a la gente que tanto ella como yo estábamos enterados de todo; me aseguro de ser más detallado cuando le hablo de la oficina, de la conversación que tuve con Laura, de cómo ella no sabía nada y de su petición sobre poder reunirse con Celia para pedirle ayuda.
—¿Y tú qué opinas? —me pregunta, tras un largo silencio reflexivo.
Distingo el asombro en sus ojos, cuando, sin dudar, dejo clara mi posición sobre este tema.
—Tenés que hacer lo que creas mejor.
—Así que, si decido despedirla, ¿no te opondrás? Después de todo es tu ex novia, y le tienes aprecio, eso no lo puedes negar.
—Vos sos mi esposa, Celia, lo que siento por ti está más allá de cualquier aprecio que se le puede tener al pasado. Se lo dije, ¿sabés? Que si decidías despedirla, yo te apoyaría en esa decisión.
Laura recurrió a mí con la idea de que, la forma de ser de mi esposa, en conjunto con el poder que tiene, darían como resultado a una Celia que buscaría ayudarla sin importar nada. La realidad es que esa Celia existía tres semanas atrás, pero, ahora, ya no está más. Pronto descubriré que sus siguientes palabras tienen poco, o nada, que ver con un interés de su parte por el bienestar de Laura.
—Está bien —accede—. Quiero verla, hoy, en la cafetería junto a Di Alfredo. Va a conservar su trabajo, díselo, eso podría ser un incentivo.
¿Y ya está? ¿Así de fácil? No se ha enojado, no ha explotado, no me ha pedido que mantengamos distancia de ella, ni ahondó en el tema del modo en que creí que lo haría. Toda la estrategia que diseñe en mi mente camino acá, para tranquilizarla, para brindarle seguridad respecto a mis sentimientos hacia ella, todo lo que pensé que tendría que decir para salvar este matrimonio, no ha sido necesario ni mencionarlo.
—Espera, eso último, ¿es de verdad? ¿No necesitás hablar con ella primero para asegurarte de...? No lo sé, lo que necesites saber para estar más tranquila.
—Estoy tranquila —responde. Se levanta, tomando sus platos y llevándolos a la cocina para guardarlos en el refrigerador. Se dirige al pasillo, rumbo a su recámara y yo voy detrás suyo—. Aunque no lo creas, dentro de todo, esto son buenas noticias —añade, abre la puerta y va directo a su armario.
—Pues vas a tener que explicarme cómo, porque en lo que a mí respecta, es todo lo contrario.
Celia sostiene dos conjuntos ante mí. El primero, imponente y oscuro como la noche, es un traje negro que exige la atención de todos los presentes. El segundo, en un verde olivo suave, casi etéreo, contrasta con la severidad del primero.
—Elige uno.
Titubeo un poco, y, tras mirar de un conjunto a otro, digo—: El negro.
Deja mi elección a un lado, colocándolo de nuevo en el gancho, junto al resto de su ropa. Comienza a preparar el de color verde.
—Si quisiera mostrarme superior, poderosa e inaccesible, usaría el negro. Y créeme, me encantaría usarlo —enfatiza la última frase con una sonrisa traviesa—. Pero no es lo que necesito. Toma, sostén esto —me entrega el pantalón y el saco, los tomo con diligencia, haciendo un doblez cuidadoso sobre el brazo. Celia me mira de reojo, con un deje de aprobación. Eso definitivamente me lo ha enseñado ella. Si supiera cuántas veces me reclamó en el pasado por arrugar su ropa. Ahora soy todo un experto.
—Entonces, ¿querés que Laura te perciba más... accesible?
—No, ella no. Las personas que nos verán, Enzo. Ellos deben creer que no tengo ningún problema con tomar un café con tu ex novia —toma un par de tacones bajos, en un tono claro y los deja a un lado de su cama—. Existen solo dos historias que se pueden contar en los artículos de mañana, y elijo que sea en la que Celia Aragón y Enzo Vogrincic son el matrimonio ideal, capaces de conversar con una sonrisa en el rostro con Laura, como las personas maduras que somos.
Entiendo lo que dice, su razonamiento, y puedo ver claramente el por qué es una buena idea. Aún así, me quedo en mi sitio, con un peso extraño en el pecho.
—¿Y no deberíamos preguntarle? —estoy inconforme, solo que no termino de descubrir el por qué, así que esa pregunta es la primera que se me ocurre soltar.
—¿Cómo?
—Sí, ¿qué pasa si no quiere que nos vean a todos juntos tomando café cómo si fuéramos viejos amigos? Hasta para mí es... algo incómodo.
—Te dirá que no quiere —me dice, como si fuera bastante obvio, no comprende mi pregunta, o más bien, el trasfondo de ella. Ni siquiera yo lo hago—. Lo que ella escuchará es un "voy a usarte para que mi carrera y la de mi esposa se mantengan intactas".
—¿Y no es justamente eso lo que haremos? —esta vez, la brusquedad de mi tono, podría provocarnos un problema.
Se acerca, con lentitud, imperturbable. Su mirada me transporta al pasado. Hay tres versiones de mi esposa: la que se formó a mi lado, la que nació del accidente, y la que vivió dos años atrás. Está última es la que tengo ahora mismo enfrente, y que tenía bastante tiempo sin aparecer. Aún recuerdo su determinación, el modo en el que protegía su carrera y su proyecto, sin importarle nada ni nadie.
—No es para tanto —dice, no como si se justificara, sino intentando comprender por qué lo que para ella es una decisión racional, a mi me genera conflicto—. Tú estarás salvándola de ser catalogada como una rompehogares. La que la va a usar para proteger mi imagen, soy yo. Así que no es lo mismo.
Por fin se da cuenta de cómo suenan sus palabras, del modo en el que, otros, saldrían corriendo, asustados de ser los siguientes en su lista de personas que pueden ser usadas. Vacila, pero logra disimularlo. Es en ese instante que descubre —o más bien, ambos descubrimos— que yo no soy una de esas personas. Ya no más. Yo también he cambiado, yo también tengo mis propias versiones: la que no comprendía y, por tanto, temía y juzgaba el actuar de Celia; la que aprendió a adaptarse a ella y a amarla, sin cambiarla, y que, en el proceso, descubrió el verdadero rostro, dulce y vulnerable, detrás de la fuerte mujer de negocios; y la más reciente, la que recién descubro ahora...
—No me molesté por tu idea —digo, como si para mí también fuera una revelación.
Antes, me habría escandalizado su actuar, su pensar, porque siempre he sido un moralista y eso de actuar con frialdad y con estrategia estaba en esa parte de mi mente relegada a los tabúes. Cuando Celia se sumerge en su mundo, en el del trabajo, el de las decisiones rápidas, dice las cosas de un modo que a veces resulta intimidante, y que te hace pensar si acaso estarás faltando a alguna regla ética. Creí que, como en el pasado, eso era lo que me había escandalizado, y que, por tratarse de Laura, alguien a quien conozco y que, en el pasado, protegí con vehemencia, la sensación era más fuerte. Pero no es así. Eso no es lo que me molestó.
—Esperaba que me hicieras ciertas preguntas —digo. Me acerco, con una lentitud deliberada. Celia se mantiene firme, aunque su pie vacila, como si el deseo y la incertidumbre lucharan en su interior, porque lo que le provoco al acercarme de este modo es algo a lo que no está acostumbrada y su instinto le pide que se aleje, que no permita que nadie la haga sentir de esa forma—. Pero como no las has hecho, y yo ya me he ensayado las respuestas... —sonrío.
Celia me cuestiona con la mirada, pero no puede engañarme: también disfruta esto. Ambos estamos agradeciendo que el espacio en este armario sea tan diminuto, tan nuestro y que nos envuelva en un calor arrollador. Mi mano arde, y me ruega, me suplica, que calme su dolor. Que toque a mi mujer. Que la acerque a mí y le haga sentir la misma necesidad que llevo soportando por tanto tiempo.
—Ella ya no significa nada para mí —susurro con aspereza, y Celia se tensa. La atrapo contra la pared, con una dulzura que contrasta con el fuego de mis palabras—. No la tocaré, no le hablaré, no la miraré —cierra los ojos cuando, mis labios, comienzan a acercarse a su cuello. Y mi aliento, hace lo que mis labios no pueden: acariciarla, reclamarla—. Porque como te dije en ese altar, Celia —subo hasta su oreja, ahí, en ese punto debajo del lóbulo con el que tantas veces he hecho magia, y mi aliento, mi cercanía, le arrancan un dulce quejido que me hace arder a fuego vivo—: Soy tuyo — "y vos sos mía".
Celia tiembla y yo enloquezco. Estoy empujando los límites que hemos marcado, y lo hago con gusto, con enorme placer. Porque estas últimas semanas han sido el infierno, y este pequeño desliz me sabe a gloria. Hago acopio de todo mi esfuerzo para alejarme, lo hago con reticencia, con dolor y agonía. Pero también, con satisfacción, porque de nuevo, compruebo que su cuerpo aún me recuerda.
Celia me observa, incrédula, intentando no mostrar emoción alguna, porque, como bien sé, la vulnerabilidad no se le da bien. Pero la conozco y veo en sus ojos que le encanta, de un modo desconocido pero adictivo, descubrir cómo todo lo que soy, mi cuerpo, mis ojos, mi mente, mis palabras incluso, la toman como prioridad. La sombra de una sonrisa se comienza a dibujar en mi rostro, y mientras salgo de la habitación, tomo mi celular y lo llevo a mi oído.
—Hola, Laura —saludo, con un tono amigable, que en otra ocasión me habría sabido a traición—. Si tenés tiempo, Celia y yo queremos verte.
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