V. Celia/Enzo
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CELIA
No quería pasar por esto de nuevo, y sin embargo, está pasando. Muchos dicen que quieren olvidar el dolor de la pérdida, porque es asfixiante, un verdugo implacable que te consume las entrañas; uno teme morirse también, por el dolor y por la ausencia. Pero al olvidar, tendrás que vivir el mismo dolor en otro momento, cuando la realidad se vuelva imposible de ignorar y te obligue a hacerle frente.
El columbario es un santuario de silencio. Solo hay difuntos en los nichos y un lamento melódico proveniente de las aves en los alrededores. Hay paz. Yo soy lo que no encaja aquí, con tanta vida y tantos miedos, con tanto ruido en mi mente y cuerpo. En el nicho de mi padre hay una foto nuestra, la he estado observando por mucho tiempo, el suficiente para que las piernas me ardan. Las lágrimas, antes constantes, ahora son esporádicas, y cuando creo que por fin se han terminado, otra cae.
—¿Sufrió? —pregunto, es lo primero que sale de mi boca después de horas en silencio.
Mi voz toma por sorpresa a Enzo, quien tiene que aclararse la garganta y despejar su mente antes de darme respuesta. Un haz de luz solar se posa sobre su hombro, filtrándose entre las hojas de los árboles. Cuando llegamos aquí ni siquiera había amanecido aún.
—No —responde—. No tuvo tiempo de sentir ni de asustarse.
Una muerte súbita, producto de un accidente de tránsito. Tan común. Tantas veces he escuchado e incluso visto, accidentes en carretera. Los he pasado de largo con una mezcla de compresión, inquietud y, he de admitir, que también de curiosidad morbosa; todos lo hacemos, al menos la mayoría. Siempre supe que alguien amado para mí podría tener un destino como ese, y sin embargo, jamás lo creí realmente. Era algo que podría pasar, pero que no estaba pasando, así que el pensamiento se desvanecía antes de tomar forma.
—Bien —digo, con la respiración entrecortada.
Otra lágrima cae. La ignoro, permitiendo que complete su trayecto y que la humedad en mi rostro se evapore por sí sola. El tiempo avanza, me parece que lo hace con una lentitud tortuosa, pero el sol y las sombras en constante danza me aseguran que, en efecto, el mundo sigue girando. El rayo de luz ya no ilumina el hombro izquierdo de Enzo, sino el derecho.
—Es tarde —digo. No espero una respuesta de su parte, y él no me la da, solo me dedica una suave sonrisa, comprensiva y paciente. No le molesta que se haga tarde, ni me pide que nos movamos de aquí, solo sigue esperando—. Deberías sentarte.
—Vos estás de pie —me dice, y su tono deja claro que el descanso no es una opción viable. No mientras yo siga en pie, llorando, consumiendo mis últimas reservas de energía.
—Estás muy tranquilo —suelto de forma abrupta porque me es difícil hacer conversación con él. Enzo interpreta de otro modo mis palabras y tono, como si me hubiera ofendido—. No es un reclamo —me apresuro a aclarar.
A pesar del terrible momento por el que estamos pasando, él se ha mantenido calmado. Quizás se deba a que su duelo comenzó antes que el mío, que apenas está iniciando. Eso no significa que él no siente dolor, puedo asegurar, aún con lo poco que lo conozco, que esta pérdida le pesa más de lo que se permite mostrar. Lo he mirado de reojo varias veces a lo largo de las últimas horas, desde que se me dió la noticia hasta este momento, y si bien, la tristeza está plasmada en sus facciones, hay otra emoción en él que aún no logro identificar.
—No es tranquilidad —responde él.
Una llamada nos interrumpe, el sonido se desliza por el aire hasta que Enzo la atiende. Por su mirada sé de quién se trata, así que regreso la mirada al nicho, con el corazón oprimido. Aquellos atisbos de emociones que dejé aflorar en mí, los vuelvo a ocultar y me preparo mientras escucho a Enzo hablar, distante pero claro, con la persona al otro lado de la línea. A través del reflejo en el cristal, lo veo caminar en círculos, lanzándome miradas furtivas de vez en cuando. Pocos minutos después la llamada finaliza y Enzo regresa a mi lado.
—Ya se fueron —me avisa.
Asiento, muda, incapaz de articular palabra alguna. Mis manos se vuelven pesadas, buscan refugio en los bolsillos de mi abrigo, y mis labios, temblorosos, los aprieto para contener la marea de emociones que amenaza con desbordarme de nuevo. Tengo en la mente la imagen de Ana y de mi madre cuando, esa mañana, me marché con Enzo rumbo al cementerio y les pedí que no estuvieran ahí cuando volviera a casa. Era lo correcto, pero el peso de la decisión me está aplastando.
—Hacés bien, Celia —susurra Enzo, ahora detrás de mí, su mano reposa en mi hombro, un gesto protector, consolador. El contacto es un faro en la penumbra—. Ya no podías con tanto.
—Ellas también la están pasando mal. Quisieron ayudarme, pero lo vi en sus ojos, Enzo; mi hermana comenzaba a odiarme y mi madre ya no soportaba la situación. Si se quedaban...
De improviso, me gira para que lo mire de frente, no es un gesto brusco, pero sí inesperado. Mis palabras se desvanecen, y toda mi atención se centra en sus ojos, repentinamente ansiosos. Abre la boca, intenta hablar, pero la cierra al no hallar las palabras adecuadas.
—¿Qué pasa? —pregunto.
—¿Por eso les pediste que se fueran? —suelta, con la voz apenas audible. Las hojas susurran, y un cuervo canta a lo lejos— No fue porque quisieras espacio o porque estuvieras marcando un límite, fue porque creíste que era lo mejor para ellas, ¿eso es lo que decís? —no hace falta que le hable, sabe con solo mirar mis ojos cuál es la respuesta—. Cielos —me suelta, dejando caer las manos a los costados de su cuerpo.
—Enzo...
Pero él aparta la vista. Al principio, el temor me invade, ¿acaso dije algo incorrecto? Luego, la irritación se apodera de mí, ¿cree que estoy de humor para estas escenas? Pero finalmente, cuando pasa una mano por su cabello, comprendo que hay algo más, algo que, como tantas cosas hoy, me es incomprensible.
—¿Las querés acá? —me pregunta— No pienses en ellas, en lo que quieren o en lo que las hará sentir mejor. ¿Vos las querés contigo?
¿Las quiero a mi lado? Mi madre, Ana y Arturo, son, sin duda, lo único seguro que tengo actualmente. Enzo, la casa donde duermo, mi trabajo, incluso mis mascotas, todo parece distante, ajeno, como si fuera a ser arrancado de mí en cuanto me acostumbre a ellos. Sí, una parte de mí aún las quiere aquí, como un soporte, facilitándome las cosas.
—No importa. No es como que vayan a volver.
—Las convencemos —me dice, se encoge de hombros como si no fuera la gran cosa—. Si vos me lo pedís, las traigo de vuelta hoy mismo.
Niego de inmediato; las quiero junto a mí, pero no es porque las extrañe.
—Me hacen todo más fácil —explico—. Convivir con mi familia se siente mucho más natural que... —tengo que detenerme antes de finalizar la oración. Es imposible que Enzo no haya captado la dirección que tomaban mis palabras, pero no luce afectado, solo se mantiene expectante, esperando que continúe—. Las quería a mi lado, porque así no tenía que enfrentar por completo esto que está pasando. Me di el gusto por esta semana, pero si lo sigo posponiendo, nunca encontraré mi lugar.
Mi respuesta es suficiente para apaciguar lo que fuera que pasaba por su mente, pero no lo convence del todo. Aún hay algo ahí, molestando.
—¿No vas a explicarmelo? —pregunto.
—¿El qué?
—¿Por qué te molestaste? —indago.
—No lo hice —responde, sorprendido. Parece intentar recordar sus palabras, para identificar qué es lo que me ha hecho creer tal cosa.
Así que, con delicadeza, lo tomo de los hombros, lo sostengo como él me sostuvo antes e intento imitar la mirada que me dió. Él comprende de inmediato y sonríe apenado.
—No era mi intención —me dice, pone sus manos en mis antebrazos, los envuelve con suavidad. No aleja mi tacto, sino que deja una caricia en mi piel—. Me... —su mirada es intensa, está intentando encontrar las palabras correctas, y la dificultad que le supone eso no me da buena espina— Me superó la situación. Un poco —remarca esto último—. Solo un poco —repite en voz baja, casi para sí mismo.
Sus manos viajan de mis antebrazos a las mías, entrelaza nuestros dedos, con cautela y mirándome a los ojos, como suele hacer antes de establecer este tipo de contacto, para pedirme permiso. Al no encontrar rechazo, afianza la unión y baja nuestras manos.
—Lo que dijiste, sobre que estaba demasiado tranquilo... No era tranquilidad, Celia, era alivio —me dice—. ¿Sabés? Esta es la primera vez que llorás a tu padre.
—Pero han pasado tres meses —digo, para que entienda cuán irreal es lo que me dice—. ¿Cómo es que no...? —niego.
—No lo sé —admite con un encogimiento de hombros—. De verdad que no. Cuando Arturo nos lo dijo, solo te quedaste en silencio, uno muy largo. Lo único que preguntaste fue si había sufrido, cuando te dijo que no dijiste "bien", le pediste a Florencia que te alistara una maleta y fuimos a ver a tu madre y a tu hermana. Estabas siendo fuerte por ellas.
No necesita decir más. Ahora entiendo la preocupación que sintió cuando creyó que, una vez más, anteponía las necesidades de mi familia a las mías. La mirada que me dedicó durante todo este tiempo, era un suspiro de alivio. La fotografía de mi padre, detrás del cristal y rodeado de flores, adquiere un nuevo significado. ¿Es por esto que olvidé todo? ¿Era tan abrumador mi dolor? ¿O es acaso otra oportunidad que me da mi padre para sentir y llorar?
El columbario se mantiene vacío mientras Enzo me habla de los últimos tres meses. Me habla de cómo oculté mi dolor y, con él, todas mis emociones. Cree que Ana pudo malinterpretar mi luto, pues la ausencia de lágrimas era un enigma para ellas, quienes en más de una ocasión se acercaron a Enzo para externar sus dudas.
—No sentís como ellas, sos diferente —me dice—. A veces sentís mucho acá —señala la mente—, otras acá —señala el corazón—. Y lo hacés de forma profunda, para ti y en silencio. Es solo que a veces, también necesitás llorar como los demás, cariño, y sentir como ellos.
Porque cargar con el dolor, encerrarlo y no dejarlo escapar, ocultarlo porque llorar se siente como ser débil, solo estaba matándome por dentro. No necesito recuerdos para saber eso. Ahora, las lágrimas me han purificado, se desataron y cayeron por horas, lavando todo el dolor acumulado. Lo sentía mientras estaba aquí, frente a mi padre, pidiéndole perdón por no recordar que se había ido; lo sentía pero no lo había puesto en palabras. Enzo me las ha dado.
*ೃ༄
ENZO
La casa está vacía, no porque no hayamos seres presentes, que de esos habemos muchos. Sino porque ya no está ella.
Hoy vino Esteban, se ha pasado a primera hora del día, con comida que ha pedido para llevar del primer restaurante vegano que se le ha cruzado. Ha puesto el desayuno en la mesa, solo uno, porque se ha atiborrado en el avión y está lleno. No pregunta nada mientras lo hace, pero no hace falta, sus ojos recorren el lugar, en búsqueda de alguien que no está, y cuando se rinde, solo se sienta y me cuenta de su viaje, respetando el hecho de que mi energía para hablar es inexistente.
Dice esto y aquello, habla de la película que acaba de terminar de grabar, de la cena que tendrá lugar a mediados de la semana siguiente y a la que le he pedido que me acompañe, de su departamento nuevo, y otros tantos detalles que se me escapan. Me la he pasado divagando, con un oído en la conversación pero con mi atención puesta en la mujer que ahora mismo está a varios kilómetros de distancia, pasando el día en un cementerio.
—¿Todavía está su ropa? —pregunta Esteban, me mira de reojo mientras revuelve su café. Doy un asentimiento y él sonríe—. Significa que volverá. ¿Cuándo se fue?
—Ayer —respondo. Estoy con los brazos cruzados sobre la mesa, he acabado de desayunar, solo estoy esperando a que él termine su bebida—. En cuanto volvimos del cementerio —la voz me sale grave, casi sin vida.
Lo único que sabe Esteban es que Celia tuvo un accidente, de eso se enteró junto con el resto, cuando Matías mandó mensaje al grupo y pidió que estuvieran al pendiente de nosotros y nos brindaran su apoyo. En ese entonces yo no tomaba el celular para nada, me había desconectado del mundo afuera del hospital, todo se reducía a Celia y a la habitación en la que estaba internada. Algunos me llamaron, otros quisieron darme espacio, Esteban tenía agenda libre y de cualquier modo ya había planeado venir al país para acompañarnos en el inicio de las grabaciones de la película. Así que acá está.
Lo cierto es que, ayer, cuando regresé de dejar a Celia en el departamento, el lugar me pareció terriblemente desierto. Nuestras mascotas estaban ahí, intentando acompañarme, pero no podían reemplazar la calidez de la presencia humana. No supe en qué momento pasó, solo me encontré de pronto haciendo la llamada y acordando con Esteban que viniera directo a mi casa en cuanto llegara a México. Me avergüenza un poco que me conozca tan bien, sé que no puedo engañarlo, me siente solo e intenta animarme.
Debo aceptarlo, tiene ya bastante tiempo desde la última vez en que me permití estar solo conmigo mismo. Hoy en día no es tan sencillo. Eso me asusta, porque no entiendo por qué, aunque sigo sabiendo quién soy y estoy seguro de ello, la perspectiva de compartir espacio en soledad, me sabe amarga. Me he visto tentado a pedirle a Esteban que no se vaya, que en lugar de pasar aquí solo de visita, se quede en mi casa y no en el hotel que ya tenía reservado. Pero eso me apena aún más, ¿soy un niño acaso? Así que no digo nada.
—No peleamos —respondo a una de las muchas preguntas que ha estado haciendo—. Solo necesita un tiempo —comento mientras me doy por vencido ante la tercera taza de café, me critico por dentro por eso, pero igual sigo tomando—. Para pensar... El accidente le ha hecho replantearse varias cosas.
—¿Así cómo así? —niega con escepticismo— Tal vez hay algo que hiciste sin darte cuenta, pasa todo el tiempo en los matrimonios. O quizás ella tiene algo que aún no te ha dicho. No es común que alguien decida irse así, sin más.
"¿Lo verás pronto?" Celia preguntó con una voz que apenas disimulaba su preocupación. Evité su mirada, incapaz de enfrentarla sin desmoronarme. "Dile", insistió, y mi sorpresa me obligó a mirarla. "Todo". En su momento me dije a mí mismo que no se lo diría a nadie, pero ahora agradezco que me diera su consentimiento para hablarlo con Esteban. Celia, siempre tan reservada con este tema, había hecho una excepción. Así que le cuento todo; el accidente, los días en el hospital, la pérdida de memoria de Celia y los recientes problemas. Él me escucha, esto definitivamente sobrepasa cualquiera de sus teorías. Se mantiene en silencio gran parte del relato, aunque con sus expresiones dice todo lo que está pensando.
—Parece sacado de una película —dice Esteban y suelta un suspiro, uno que interpreto como que agradece no tener que estar en mis zapatos, porque es algo que nadie está preparado para afrontar y para los que pocos tienen un consejo—. No me sorprende que se haya ido —asiente lentamente, pensativo—. Sobre todo por lo de su viejo.
—Sí, lo sé —respondo—. La está pasando muy mal, merece su espacio pero... Siento que la pierdo —niego—. Una vez tuvo que elegir entre mí y su vida anterior, ¿y si ahora su decisión es diferente?
—Es que ella no tendría que sentir que tiene que dejar una vida atrás para estar con vos, a nadie le gusta esto, ni a vos te gustaría.
—Lo sé, lo sé...
—¿Seguro?
—Sí —contesto, pero él no luce convencido. Sus labios se curvan en una mueca y da otro sorbo a su bebida—. Adelante, decilo —suspiro.
Inhala hondo y se toma el tiempo de exhalar con lentitud. Esteban es sereno, maduro, algo filósofo incluso. Hace unos años no éramos tan cercanos, nos llevábamos bien, porque la experiencia de grabar juntos fue memorable, pero fue hasta hace poco, con mi vida de esposo dando inicio, que su consejo calmo y sensato nos dió un más cercanía.
—Por lo que contás, tenés que pensar en esto —se acerca, cómplice y dice—: La estás presionando para que sea la mujer que vos recordás.
—¿Pero qué decís, boludo? Por supuesto que no —digo, sorprendido—. Hago todo lo humanamente posible para que esto no nos afecte ¡Cedí en todo! En cada cosa. Incluso en esta idea suya de irse de la casa —me cubro los ojos con una mano, y niego—. Quiero que seamos los mismos de antes, pero jamás a costa suya.
—Pero es que ya no son los mismos de antes, Enzo —se toma unos instantes para permitirme comprender, a fondo, lo que quiere decirme—. Cambió. Eso es lo que le hace a uno tener a la muerte frente a frente. ¿O es que acaso vos sos el mismo de antes del accidente? —niega— Claro que no. Imagínate ella.
—Pero no estoy intentando... —me cuesta formular mis pensamientos de forma coherente, quiero justificarme y defenderme, porque nada de lo que he hecho ha sido motivado por algo que no sea el amor que siento hacia mi esposa— No quiero que...
No quiero que cambie.
Aprieto los labios, y me hundo en la silla en cuanto la realidad me golpea de frente.
Me cuesta entender lo que dice, porque suena a que quien se está equivocando soy yo. No me es imposible creer que ese sea el caso, sé que puedo tener errores. Pero esto es distinto. Estaba seguro de estar haciendo bien las cosas.
—Te entiendo, querés ayudarla. Cuando hablo de forzar, hablo de vos. Seguís esperando que recupere la memoria, y mientras tanto ella está retomando su vida.
—¿Y qué querés que haga? ¿Que la retenga aquí?
—No —exclama. Se endereza y se acerca más a la mesa, pone ambas manos unidas en ella—. Escuchame. Vos no querés que ella se espante y se vaya, y por eso te alejás y dejás que ella haga lo mismo. Está bien. Celia necesita su espacio y todo eso —hace un gesto con la mano, como ahuyentando el tema—. En eso estamos de acuerdo —pone un pulgar arriba—. Yo estoy hablando de vos, y de lo que te pasa acá —me señala la sien.
—No entiendo.
—Estás esperando a una Celia que capaz no va a volver más —me explica—, ¿has pensado en eso? Y si ella no vuelve, ¿qué vas a hacer? —me mira esperando una respuesta, pero no sé qué decirle—. Y mientras tanto, ¿sabés lo que va a pasar? Ella va a ser una nueva Celia, porque su mente ahorita no está acá, está dos años atrás, y va a ser la mujer que sus nuevos recuerdos la hagan ser. Si querés que esto funcione, vas a tener que regresar vos también dos años atrás. Con la ventaja de que ya sabés mucho de ella, sabés qué hacer, y lo mejor, es que ella está dispuesta a cooperar.
—Eso no lo sabemos.
—Sí que lo sabemos. La Celia de hace dos años ya te habría alejado y no lo está haciendo. Por algo será. A ver, contame, ¿cómo se tomó eso de tener un marido de un día para el otro?
—Ha sido... —me lo pienso, suspiro— No sé, amable, supongo. Intenta no lastimarme —sonrío de lado al recordar sus innumerables deslices—. No me aleja, acepta que la tome de la mano y todo eso —me avergüenzo un poco. Sin embargo, Esteban no es alguien con el que se deba sentir pena, él nos conoce a ambos, nos ha visto ser un matrimonio. Conoce cómo la tomo de la mano y cómo ella balancea nuestro agarre de adelante hacia atrás, jugando, sin darse cuenta.
—Ahí tenés —dice, como quien ha ganado un debate—. Y mirá, si al final enloquece y se transforma en una bruja, siempre podés pedir el divorcio —bromea, se cubre con la mano cuando le lanzo una de mis servilletas echa bola al rostro—. ¿Así me pagás la terapia? Porque prefiero la plata.
*ೃ༄
CELIA
Lo único que cambia cada día en este sitio son las personas. Las vivas. Un día alguien viene a visitar a uno de sus muertos, pero no lo vuelvo a ver al día siguiente, siempre hay caras nuevas. Me observan, y sus sonrisas, teñidas de melancolía y complicidad, nos hacen creer que compartimos un entendimiento tácito; después de todo, estamos aquí por la misma razón y por el mismo dolor. Esos encuentros efímeros nos brindan un consuelo, una ilusión de compañía.
Hoy, sin embargo, sí reconozco un rostro. No permito que se dé cuenta de que lo he visto, me quedo quieta, observando por reflejo del cristal, no es muy nítido, pero basta para reconocerlo. Enzo está junto a la columna de la entrada, lleva una bolsa de plástico en la mano y un saco en la otra. Por un momento creo que se acercará, pero no lo hace, simplemente se marcha después de unos minutos.
Al caer la tarde, tomo asiento en la silla que un celador me ha ofrecido. No lo había notado antes, pero él sí me ha visto, de pie durante días, buscando descanso en el frío suelo cuando el cansancio me vencía. Quizás mi imagen le inspiró una compasión tal que lo impulsó a traerme la silla y ofrecerme unas palabras de aliento. "¿Qué haces aquí, sola, tantos días?", me preguntó. "No estoy sola, mi esposo está afuera", respondí, pero era mentira; Enzo no había estado allí, no durante esos días.
Hace unos minutos, cuando lo vi por el reflejo, fue la primera vez que lo vi desde que me dejó en el departamento. Siendo sincera, esperaba que, como es usual, se acercara y me preguntara cómo estoy, o que charlara sobre cualquier cosa, como suele hacer. Esperaba cualquier cosa, excepto que se fuera como lo hizo. Sin embargo, no me molesta, pues fui yo quien trazó esa línea divisoria. Fui yo quien se marchó.
Era lo correcto. Alejarme. De él, de todos. Por mi bien y por el suyo.
No hablo, no como, no hago nada. Solo pienso. Eso es lo que he hecho durante dos días, y hoy, el tercero está a punto de concluir. Mi voz interior permanece ausente, silenciada o extinta, poco importa. Mis pensamientos ya no son lo que eran; no puedo formular frases para intentar comprender lo que me pasa, tampoco puedo hablar conmigo misma. Solo siento. Siento en exceso. Y es terriblemente agotador y doloroso.
¿En qué pienso? En mi padre, en un inicio. El primer día, lo único que podía hacer era mirar su fotografía y lamentar la forma en la que se dieron las cosas, lamentar su partida. Fue en el segundo día, después de despertar en una cama nueva, en un lugar nuevo, sola, que vine al columbario y reflexioné sobre mí misma. Únicamente sobre mí. La pregunta de quién soy estuvo en mi mente todo el tiempo. ¿Quién soy ahora? Un cascarón vacío, desprovisto de recuerdos, una mujer casada con alguien a quien no conoce, una profesionista pérdida que no sabe lo que está haciendo. Esa es la conclusión a la que llego al final del día.
Cerca del anochecer, me levanto, dejo la silla sabiendo que la necesitaré mañana, y me despido cortésmente del celador al abandonar el lugar. El departamento está cerca de aquí, a menos de diez minutos, algo que agradezco porque no me quiero arriesgar a hacer recorridos largos. Al ingresar al automóvil, me envuelve una calidez reconfortante, acompañada de un aroma que me sacude ligeramente de mi ensimismamiento.
En el asiento del acompañante yace la bolsa de plástico que Enzo sostenía más temprano. Contiene alimentos: un guiso de carne, agua y un postre. No se acercó a hablar, pero se aseguró de dejarme este gesto de cuidado.
Me quedo mirando la comida, sin entender por qué el gesto me ha afectado tanto. Y cuando menos lo espero, noto que estoy sonriendo. Sonriendo genuinamente. Porque mi corazón se siente cálido, porque esa comida me ha recordado que no he probado bocado alguno en todo el día, y porque hay alguien que está al pendiente de mí. El momento, extrañamente, se convierte en algo nuevo, algo no había experimentado en este tiempo: un nuevo recuerdo que quiero atesorar.
Desempaco la comida, la dispongo ante mí y, con mi celular, capturo el momento. Entre bocados, contemplo la imagen y, finalmente, me aventuro a revisar los mensajes -por primera vez desde que logré desbloquear mi celular-. Es fácil encontrar nuestra conversación, la tengo anclada hasta arriba con "mon amour". Vacilo, con las manos temblorosas, es como si fuera una adolescente de nuevo.
La comida estuvo deliciosa, muchas gracias.
[foto]
19:37 pm
Estoy por cerrar la aplicación, abrumada por los nervios, pero me detengo porque ha leído mi mensaje y aparece que está escribiendo. Después deja de escribir. Luego vuelve a salir que está escribiendo. Sucede eso durante dos minutos enteros. ¿Es tán largo el mensaje? La notificación llega y, al abrir el mensaje, encuentro un:
La mía es mejor, mirá.
[foto]
19:39 pm
Su cena consiste en golosinas, está sentado en el sillón, con Rocky y Nieve a su lado, y con Uma, Mía y Tuli atrás, en el respaldo.
Y yo agradeciéndote, te has guardado lo mejor para ti solo.
19:39
La conversación es breve; hablamos sobre mi día, que no ha sido muy variado, me cuenta que Esteban lo ha visitado y me transmite sus saludos. Hacemos una pausa cuando conduzco al departamento, y, más tarde, nos deseamos las buenas noches.
El departamento es lindo y acogedor, muy parecido al que tuve alguna vez en Nueva York y cuyos recuerdos evoco con éxito. Sus vistas son magníficas, y, con tan pocos rascacielos rodeándolo, puedo apreciar la ciudad casi en su totalidad. Allá, cerca del punto rojo que parpadea a la distancia, está mi casa y mi esposo.
En el televisor está una película a la que he dejado de poner atención desde hace mucho. En manos tengo mi celular, y lo muevo entre mis dedos, pienso en la contraseña que tanto me costó encontrar, era la palabra que mi padre y yo teníamos designada como palabra mágica, aquella que se usa para casos como "ei, tu papá me mandó a recogerte, soy un amigo suyo" y tú le dices al desconocido "dime la palabra mágica" porque si no la sabe, significa que tu padre no ha mandado en realidad a ese hombre. Pero que también usábamos para casos como "si me dices la palabra mágica, te compro este helado".
Jamás la utilicé como contraseña, pues siempre pude decírsela a él. Eso ya no es posible.
Ayer no tuve el valor de ahondar en mi celular. Sabía que una vez que lo hiciera, me enfrentaría a una vida que ya no reconozco como mía. En especial ahora que dejé mi casa. Pero hoy, la curiosidad ha triunfado, después de que me despedí de Enzo y comencé a ver nuestra conversación. Me deleito con lo trivial, hogareño y casual de nuestros mensajes. "No olvides traer esto", "¿Cenamos a las 8?", "Mirá, chiquita, estaba en descuento, ¿podés creerlo?", "¿Te tocaba a ti o a mí pagar la luz?", "¿Ya te dije que te amo? Te amo. Te amoooooooo".
Cuando se vuelve mucho, cierro la aplicación, como si me estuviera quemando.
Me quedo viendo el menú en la pantalla, hay otras cosas que me llaman la atención. Instagram es la primera red social a la que me decido a entrar. Hay historias de gente conocida, amigos míos, a cuyos perfiles entro de inmediato, muchos de ellos han cambiado, algunos físicamente, otros en su estilo de vida. Descubro así, que mi hermana es escritora. Su perfil es faceless, pero sé que es ella, tiene toda una comunidad de personas que esperan a leerla y que apoyan el contenido que sube. Me paso la siguiente media hora viendo sus fotos, sus videos, y el orgullo crece en mí conforme más comentarios positivos veo en su perfil. La aman. Aman lo que hace, y el modo en que se los comparte.
La nostalgia me asalta de nuevo, y me retiro de la aplicación, luchando contra el recuerdo de mi disputa con Ana, contra la brecha que se ha abierto entre nosotras. Pero la curiosidad me consume, y me lanzo a explorar Tik Tok. Ahí todo es distinto, me encuentro rápidamente con lo que deseo ver y conocer, me paso la noche explorando tendencias, oyendo nuevas canciones, y, a mitad de la noche, aparece algo que me deja congelada. Un video mío y de Enzo, publicado hace unas semanas.
"Mi imperio romano es Enzo enamorado" dice en el video y detrás de la frase, hay una recopilación de momentos nuestros. Por primera vez puedo ver lo que Enzo ha estado buscando que recuperemos, la relación que él tenía y que perdió, porque, si algo es seguro, es que en todos estos días, jamás he reaccionado con el mismo amor con el que reacciono en esos videos. Enzo nos graba mientras me abraza y muerde mi cuello. Yo lo grabo cocinando y bailando, cuando me ve, me guiña un ojo y se acerca para tomar mi mano y que bailemos juntos. Reímos mucho. Reímos cuando él nos tira por accidente al suelo, cuando se le cae la comida y yo me burlo, cuando se me cae mi helado y él se burla, cuando me toma fotografías y me dice que me ama para que sonría.
Apago el celular.
Yo tenía eso con él. Lo tuve a él y él me tuvo a mí.
Ahora en mi cama solo estoy yo, en mis recuerdos solo estoy yo, y en mi corazón hay alguien sin un rostro que me pide que lo recuerde pero al que no puedo concederle ese deseo.
*ೃ༄
Hoy está nublado. Hoy es el último día. Y hoy, a diferencia de los días anteriores, hablo con mi padre. Le cuento sobre lo incierto y lo extraño que se ha vuelto el mundo, le digo que me da gusto que haya podido ver mi primera película y que aunque no la recuerdo, estoy segura de que le ha gustado. Le digo que mi relación con mamá y con Ana no es la mejor, pero que no se preocupe, porque seguro lo arreglaremos pronto.
Y le pido que me ayude. Que me guíe. Le cuento sobre el enemigo -o enemigos- que tengo en el trabajo y cuya identidad desconozco, porque creo que en este punto necesitaré un milagro para no perder lo que he construido en estos años. Y, aunque no lo acepto del todo, lo cierto es que eso también incluye a mi matrimonio.
—Confío en mí —le digo— y en mi criterio. Si me casé con él fue por algo. ¿Sabes? Creí que quizá lo había hecho por obligación, por la presión de mamá o por marketing para la película.
Suelto una pequeña risa, esa que solo me sale con mi padre y a la que él suele responder acariciando mi cabello. Hoy no hay caricias.
—Pero ayer vi un video —el mundo se torna silencioso, solo me escucho a mí misma—. Me casé con él amándolo.
¿Estoy dispuesta a perder eso?
Siento que tengo que elegir y eso es lo que me está matando. Ya una vez pasó. Con Héctor, el hombre que alguna vez fue mi novio y con quien descubrí que jamás podría renunciar a mi trabajo para dedicarme a ser esposa o madre. Lo amaba. Pero él me amaba de un modo distinto, amaba a la Celia que imaginó que sería en el futuro, cuando me convenciera de ser esa mujer que vivía en su mente. Y por eso me perdió.
Enzo, sin embargo, en esta semana me ha apoyado de un modo en el que nunca antes alguien lo había hecho. Quizá es porque compartimos el rubro profesional, ambos somos artistas, aunque cada quien a su manera. Cuando hablo con él de cine, de mis dudas sobre el proyecto, o cuando externo mis planes -aún escasos- para que tenga éxito la película, no encuentro la mirada dubitativa o lastimera de aquellos que se dedican a ramos menos creativos. Él estudia conmigo para que no me sienta tan pérdida respecto al trabajo, me plática sobre las ideas que le conté en el pasado y, mejor aún, parece acostumbrado a mis ambiciones.
Sé, en ese instante, que aunque la idea de estar con él aún me es intimidante, me resulta más agradable que la idea de su ausencia. Me pongo de pie, el cielo está oscuro, a pesar de que el sol aún no se ha ocultado, las nubes negras han ensombrecido el ambiente. Miro a mi padre, a su fotografía.
—No lo conozco, papá —le digo, con el corazón en la mano y con el aliento entrecortado—. No lo conozco, pero estos días sin él se sienten como el infierno —mi padre debe entenderme, el miedo que tengo, el dolor que me provoca decir cosas como estas en voz alta. No suelo hacerlo.
Imagino entonces, a mi padre a mi lado, de pie y con esa sonrisa comprensiva que tantas veces ha sido mi refugio. Sé que él me entiende. Tiene la mirada suave, resignada, aquella que me dedica cuando sabe que estoy a punto de actuar por impulso, y que lo que busco es su aprobación, su promesa de que, si sale mal, él va a abrazarme y me dará un lugar seguro al que ir, donde no seré juzgada por mis errores.
La lluvia desciende. Se deshace en la tierra y escurre por los nichos. Mi suéter se empapa pero yo no me muevo, porque, aunque esté en mi imaginación, mi padre se siente tan real, que temo voltear y perderlo de nuevo. Y sin embargo, sin que yo lo note, ya estoy a varios metros de distancia, caminando a paso apresurado, mirando hacía atrás. Entonces él asiente. Y con eso, me giro por completo y echo a correr.
Espero saber cómo llegar a casa, porque no recuerdo el camino.
Me cubro con el bolso, para poder ver un poco mejor por dónde piso. El cementerio está vacío, salvo por el celador, quien está sentado cerca de la entrada, a salvo de la lluvia debajo de un toldo de metal viejo. Tiene un café humeante en las manos, que deja a un lado cuando me reconoce. Toma su bastón, uno que hasta ahora no le había visto, y empieza a levantarse.
—Muchacha, ¿no quieres esperar a...
—¡No! —le digo, sonriente. Cruzo el umbral y camino por un instante de espaldas para despedirme de él con un movimiento de mano— ¡Gracias por la silla! Ya puede guardarla, no la necesitaré más.
—Pero...
No lo dejo terminar de hablar. Si me permito pensar, si me permito detenerme, entonces podría cambiar de opinión. Y esto que estoy haciendo, por impulsivo que parezca, es de las pocas cosas que se han sentido correctas en estos días.
Mi auto está alejado, una decisión tonta que tomé en la mañana, cuando creí que caminar y dejar los lugares más cercanos para los que tuviera prisa sería mejor. Ahora el lodo está hundiendo mis tacones, y mi cabello está escurriendo. Mi aspecto debe ser terrible, quizá debería ir primero al departamento a cambiarme.
En la encrucijada, donde el estacionamiento cede paso a los adoquines coloniales del centro, me detengo. Miro a los lados, con la lluvia torrencial es más complicado recordar el camino. Un golpeteo ligero suena, y de pronto, el diluvio ya no está empapando mi rostro, ni impidiendo que vea mi camino. Ahora cae, como una cascada, a algunos centímetros delante mío.
—¿Vos querés darme un infarto acaso?
Atrás de mí está un cuerpo cálido. Su pecho contra mi espalda, asegurando que nuestros cuerpos no salgan del diámetro debajo de la chaqueta marrón que ha puesto sobre nosotros.
Enzo.
Me doy la vuelta. Es él. Lo primero en lo que pienso es en mi padre, en que me he ido corriendo después de decirle que iría a buscar a Enzo, y aquí está, frente a mí, como si me mandaran una señal de que estoy eligiendo bien.
También está mojado, aunque no tanto como yo. Su camisa azul está mojada de los hombros, su cabello está húmedo, pero no empapado. Hay una mirada incrédula en su rostro, y cierta preocupación también.
—Saliste del hospital hace apenas una semana, ¿que hacés corriendo así bajo la lluvia? —me riñe. Se acerca un paso más, y mira hacia arriba para acomodar la posición de la chaqueta, intentado cubrirnos mejor.
—¿Siempre eres tan regañón? —pregunto con una sonrisa en el rostro, una que no controlo y que me sabe extraño, pero que no borro. Él se desconcierta cuando ve mi gesto, tiene que parpadear un par de veces, atolondrado.
—Solo... —comienza a sonreír, se aclara la garganta— Solo cuando hacés cosas que me preocupan —niega y suelta una corta risa—. Vení, yo te llevo.
Pero yo no lo dejo moverse, en su lugar, agarro su camisa, y lo arrastro hacia un costado, junto a una de las paredes de piedra, donde el agua cae con menos fuerza y dónde podemos hablar mejor. Él permanece inmóvil, con los brazos alzados, su prenda como escudo frente al diluvio. Vacila, sus ojos grandes y perplejos se clavan en mí.
—¿Qué haces aquí? —pregunto.
—¿Eh?
—Me oíste.
El sonido de la lluvia parece estar a una gran distancia, relegado a un mero telón de fondo; no pertenece a esto, a lo que sea que nos ha envuelto a Enzo y a mí. Observo cómo su manzana de Adán asciende y desciende, tragando saliva con esfuerzo, nervioso. Se humedece los labios y esboza una sonrisa, apenado, descubierto.
—Vine... —su mirada se pierde en el suelo, exhala un suspiro cargado de ansiedad—. Vine... a ver cómo estabas —cierra los ojos un instante, niega con la cabeza y al volver a mirarme, una sonrisa forzada se dibuja en su rostro.
—Oh —respondo, sintiendo un calor repentino en mis mejillas. Por un momento pensé que, como a mí, algún sentimiento inexplicable lo había embargado y lo impulsó a buscarme—. Eh... Bien, estoy bien. Sí —me aclaro la garganta—. Deberíamos irnos, mi auto está aquí a la vuelta.
Me giro, cierro los ojos por un instante, regañandome internamente. ¿Es todo lo que diré? Al parecer sí. Caminamos lado a lado, él sosteniendo la chaqueta aún sobre nosotros, protegiéndonos de la lluvia. Está helando, pero no me molesta tanto, estoy más ocupada viendo el suelo, cuidando mis pasos e intentando no pensar demasiado.
—En realidad —dice Enzo, nos hace detenernos. Baja la chaqueta, y el sonido de la lluvia se intensifica, ya no estamos resguardados por la pared, sino expuestos en medio de la calle. Es un alivio que no haya coches cerca—. Vine a decirte que... —su voz suena diferente, más grave, íntima. Y sus ojos... sus ojos me atrapan como nunca antes lo habían hecho.
Parecía imposible estar más cerca, y sin embargo, él lo consigue. Puedo escuchar su respiración, oler su perfume y sentir su calor.
—Te veo —dice. Me dedica una sonrisa que se ve contenida porque muerde levemente su labio, une sus cejas en ese gesto tierno tan propio de él.
Reacomoda la chaqueta sobre un brazo, logrando cubrirnos a ambos, al menos nuestros rostros, pues su camisa está empapada y gotas de lluvia recorren su cuello. Busca mi permiso con la mirada y acerca su mano libre a mi mejilla, el contacto es tibio y delicado. No le habla a su esposa, la mujer que ya no soy. Me habla a mí. Me está mirando a mí.
No me había dado cuenta, sino hasta ahora, de lo mucho que pesaba en mí la responsabilidad de ser para él, y para el resto, una mujer que ya no soy y que aunque quiera no puedo traer de regreso. Me hacía sentir poco valiosa, como si la persona que fui hace dos años no mereciera ser tan amada como la que fui hasta hace poco.
Pero él aprendió a verme otra vez. Yo no pude encontrar el camino hacía él, así que él es quien ha venido a mí.
Sonrió, con lágrimas en los ojos. No entiendo nada, pero ya no necesito hacerlo. ¿Por qué querría seguir buscando un nombre y explicación para algo que no lo tiene?
—Te veo —repite en una confesión susurrada con ternura, teñida de dolor y alivio. Una risa breve y cargada escapa de mis labios, un eco de las emociones que él lleva consigo. La presencia de su mano en mi mejilla, la calidez que se difunde, me impulsa a inclinar mi rostro hacia su tacto, a cerrar los ojos y a posar mi mano sobre la suya—. Es la tercera vez —susurra.
Lo miro sin entender. Él acorta la distancia entre nosotros, tan cerca que un temblor recorre todo mi cuerpo. Besa mi mano, la que descansa sobre la suya, y luego, inclinándose aún más, susurra en mi oído:
—Cuando te acaricio así —su pulgar traza una línea en mi piel—, inclinás la cabeza y te apoyás en mi mano. Siempre ha sido así, y continuaste haciéndolo incluso después del accidente. ¿Entendés lo que eso significa? —una risa profunda brota de su garganta—. Que tu mente me ha olvidado, pero tu cuerpo me recuerda.
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