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IX. Enzo





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Afuera, los niños juegan, sus risas se filtran distantes, ajenos a la tragedia que se ha desplegado en esta habitación. ¿Habrán sido amigos suyos? Seguro podrá recordarlos dentro de unas horas, cuando la sangre en su frente se seque y su mente recupere lucidez.

El suelo aspero resulta inusualmente cómodo, el frío le ayuda a adormecer tantos los antiguos como los nuevos moretones, haciendo del dolor un compañero más soportable.

Lucio sonríe. Un delgado hilo de sangre desciende de su boca y serpentea hasta mezclarse con la suciedad del piso. Él lo observa, absorto, casi orgulloso.

No gritó. No suplicó. En ese silencio, su alma, vuelve a ser suya.

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Me veo inundado de una emoción que jamás he experimentado, una que se abre paso dentro de mí, voraz e imparable. No encuentro otra palabra más precisa: enloquecí. ¿De qué otra forma podría describir este torrente que me arrastra? El ardor en mis manos, esa necesidad primitiva de apartar a mi esposa de la mirada de ese tipo, y el veneno que corre por mis venas al pensar que, en algún momento, él la ha amado.

Mi mandíbula se tensa. Las manos, a duras penas, permanecen inmóviles junto a mis costados. Y mis ojos no se apartan de él. El mismo que alguna vez la tuvo entre sus brazos y que, ahora, sin aviso, ha regresado.

—Pensé que eras un periodista —logro decir con una voz que apenas reconozco. Es tan plana, tan distante.

—No te preocupes —dice Damián con una confianza exasperante que me da una punzada en el estómago.

¿Acaso sabe lo que ocurre dentro de mí? Debe hacerlo, ¿cómo no habría de notarlo? Lo llevo escrito en la mirada, la confusión que me revuelca, los celos que me consumen, el miedo, disfrazado de rabia. Esta tormenta emocional que me arrebata la cordura, haciéndome alguien irreconocible. Yo no soy así. Pero, al mismo tiempo, no puedo detenerlo.

"Pará, relájate", me repito en un murmullo interno que se ahoga entre el tumulto de mi propio ser.

Es inútil.

La pregunta arde en mi interior, ¿por qué estoy reaccionando así?

Y la respuesta me llega con una claridad abrumadora cuando miro a un lado. Mi esposa está viendo a Damián a los ojos, y si bien, no lo hace con cariño, lo hace con algo mucho más inquietante: reconocimiento. Son dos personas que se entienden porque llevan años de conocerse.

Estoy aterrado.

Porque mientras yo soy solo una sombra en su memoria, Celia a él sí lo recuerda con dolorosa precisión. Cada cosa que ha vivido a su lado, cada promesa que se hayan hecho. Los médicos dijeron que ella perdió dos años de recuerdos. ¿Eso implica que aún siente algo por él? No. Ella no puede amarlo. Es mi esposa, es mía, y esa noción me abruma con una desesperación que no logro apaciguar.

—Dios... —el susurro se escapa de mis labios, y carraspeo incapaz de creer lo posesivo de mis pensamientos. Llevo las manos a la cadera, y elevo el rostro al cielo, como si ahí, en las alturas, pudiera hallar un poco de cordura.

—Enzo...

Su voz, dulce, me trae de vuelta. Celia me toca el hombro y, al girar hacia ella, su mirada me atrapa. Esos ojos marrones... Un tirón en mi pecho me recuerda lo que está en juego. No quiero, es más, no puedo perderla. Estoy preparado para afrontar muchas cosas en la vida, menos el tormento que me supondría el no tenerla.

Me pongo una máscara de calma. La sombra de una sonrisa, tenue, se dibuja en mis labios. Mi mano se desliza hacia su mejilla, donde una suave caricia pretende disolver la alarma que se refleja en sus ojos.

Me recuerdo a mi mismo que ella no necesita a un hombre celoso en este momento, si no a un esposo que la haga sentir segura. Basta con evocar la imagen de ella en el auto, llorando y temblando, para mitigar la rabia. Es así que mi sonrisa se transforma, y pasa de ser una mueca tensa a un gesto de sosiego y consuelo. Mi pulgar traza una última caricia en su piel antes de que la mano descienda, uniéndose con la suya. Entrelazo nuestros dedos con delicadeza.

—Igual, te ofrezco disculpas por la confusión —digo, volviendo mi atención a Damián. No me pasa inadvertida la forma en la que observa nuestras manos entrelazadas, ni el fugaz destello en su mirada.

Inhalo profundo, decidido a terminar con esta situación tan pronto como sea posible. Hago un gesto hacia Carlo, quien, prudentemente, ha esperado junto a su equipo, respetando el espacio hasta asegurarse de que todo estuviera en orden. Al ver mi señal, se despide de Celia y de mí con un movimiento de mano. Antes de subir al auto, Carlo me señala su celular, dando a entender que espera mi llamada para poder seguir tratando el tema.

Una vez solos, le doy la espalda a Damián. Celia está entre el auto y yo, me observa con ese rostro confuso pero dulce que llevo tanto tiempo adorando y, durante lo que parece una eternidad, extrañando.

—Deberíamos ir a casa —susurro. Los ojos de Celia se tiñen de duda, me queda claro que no se siente lista para volver a nuestro hogar—. Mirá, Carlo no es el único periodista que está al pendiente de nosotros. Tuvimos suerte de que fuera él quien nos vio, y no otro.

Celia asiente lentamente, su mano suelta la mía. La falta de contacto me quema, especialmente en una situación como esta.

—Es lo más conveniente, supongo —responde en un murmullo entrecortado. Es como si siguiera perdida, su mente aún divaga en los estragos del reciente estrés—. Damián...

Me tenso.

—Necesitan hablar, lo entiendo —digo, forzando las palabras a salir.

"No, no lo entiendo. Ni siquiera un poco. ¿No puedes ver que lo único que quiero es tomarte de la mano, meterte en el auto y llevarte a casa, lejos de todo esto?" Estoy al borde de un colapso, mi autocontrol tambaleándose bajo el peso de una necesidad que nunca antes había sentido. Me asusta. Hasta hace unas semanas estaba seguro de todo; ahora, no estoy seguro de nada, ni siquiera de mi propia capacidad para contenerme.

Sin esperar más, me giro hacia Damián, que permanece de pie aún a la distancia a la que lo empujé en un inicio. En ese entonces me parecía adecuada pero ahora me parece insufriblemente corta.

Por mi cuerpo escurre un velo detrás del que se esconden mis emociones. Noto mis brazos hormiguear, mi mente fluctuar entre una niebla densa y una nueva vibración insistente. Estoy entrando en personaje. Como mecanismo de defensa he adoptado un disfraz. Y así, de repente, cuento con la confianza para avanzar hacia Damián, esbozando una sonrisa educada. Cuando estamos frente a frente, extiendo mi mano sin vacilar.

No sé si él percibe el cambio de actitud, si es capaz de ver que en el fondo hay una parte de mí que lo percibe como una amenaza y que, por lo mismo, no puede ofrecerle la misma calidez o genuina amabilidad con la que suelo dirigirme a todo el mundo. Si lo nota, no lo deja ver. Toma mi mano con la misma firmeza.

—No me he presentado, soy Enzo Vogrincic —digo con un tono medido—. Tuvimos un inconveniente con unos periodistas antes de que llegaras. Lamento mi reacción.

De hecho, no.

Siento a Celia acercarse, y aunque sé que debería esperar el gesto, lo cierto es que me descoloca un poco la naturalidad con la que une nuestras manos.

—No pasa nada —responde con una sonrisa, desviando la mirada hacia Celia—. Fue la reacción correcta, no tenías manera de saber quién era yo —traga con pesadez—. Recibí una alerta de emergencia, por eso vine.

Otra ola helada recorre mi espalda, mientras asimilo la incómoda revelación: Damián sigue siendo uno de los contactos de emergencia de Celia.

Y aunque hay una parte de mí que me insta a hablar con Celia tan pronto lleguemos a casa para pedirle que se asegure de quitarlo de esa lista. Tan pronto la idea llega, una chispa de duda se enciende. Porque él vino a socorrerla, se presentó aquí creyendo que ella lo necesitaba. Es así que una voz me susurra que, si alguna vez mi esposa vuelve a estar en peligro y yo no logro acudir a su lado, quizá Damián sí lo consiga.

—Damián Altozano —consigue presentarse, finalmente, tras un titubeo sutil que apenas empaña la seguridad que emana—, juez de distrito —me observa como si esperara una reacción en especial, y al final, suelta una risa breve, bajando la mirada por un segundo y negando—. Normalmente, decir eso genera cierta impresión, pero no frente a alguien como tú, claro, un actor nominado al Oscar en tantas ocasiones.

—Entre otras cosas.

Manteniendo la sonrisa en el rostro, se acaricia la barba, que está cuidadosamente recortada. En ese breve instante, noto que su mirada vuelve, casi de forma involuntaria, a nuestras manos entrelazadas.

Celia afianza su agarre en mi mano, al inicio creo que es adrede, sin embargo, cuando en respuesta a su gesto me volteo hacia ella, descubro que fue otra de esas costumbres suyas de las que no es consciente y que, con el tiempo, he aprendido a identificar: algo la ha asustado. Algo en la mirada de Damián, un detalle demasiado sutil para que yo lo percibiera, la ha molestado.

Y a pesar de que la miro interrogante, Celia me da a entender con otro apretón, que no es nada de lo que preocuparse. Al menos, no por ahora.

—Damián, gracias por venir a ayudar a mi esposa —exhalo en un esfuerzo por dispersar la nube de incomodidad que se cierne sobre nosotros. Me tomo un segundo, el suficiente para que mis palabras sean sinceras— De verdad lo aprecio.

—Tenía que hacerlo —dice él, con un matiz en la voz que me irrita—, verás, Celia siempre será importante para mí.

—Siempre —repito, mi mandíbula se endurece—. Claro, me da gusto que tenga amigos con los que contar.

Su semblante se tensa por una fracción de segundo. Ya está. Nos vamos de aquí. Por más educado que quiera ser, el disgusto que siento se acrecienta a cada instante y mi paciencia hoy tiene un límite peligrosamente bajo.

—Bueno, está por anochecer, así que... —doy un paso hacia atrás, el gesto universal de despedida. La sonrisa educada, el apretón de manos—. Que tengas buena tarde.

Su mirada titubea, pasando de mí a Celia. Está buscando algo en sus ojos, alguna señal en ella que no aparece. Intuyo que está esperando que diga o haga algo, y cuando no llega más que la sonrisa de cortesía de mi esposa, parece decidirse a pedir en voz alta lo que lleva por minutos intentando obtener en silencio.

—¿Puedo hablar con ella? A solas —añade.

—Eso se lo tenés que preguntar a ella.

Espero, observando a Celia. Quiero que sepa que, por más incómoda que me este resultando esta situación, no impediré que hable con Damián. De hecho, me sorprende que no haya intervenido en la corta conversación que se llevó a cabo. Después de todo sí me acerqué a hablar con él fue porque creí que Celia quería decirle algo.

Solo entonces se me ocurre la posibilidad de que Celia no haya dicho nada porque, al igual que Damián, necesitaba que yo me fuera y les diera un momento a solas. Por supuesto, son ex novios, estaban por casarse y para ella el hecho es reciente, debe tener cosas que decirle.

La vergüenza me sube por el cuerpo. Me siento como el mal tercio entre mi esposa y su exnovio. ¿Tiene algún sentido? Hice lo que cualquier esposo haría, saludar cordialmente y poner distancia cuando la situación se pone incómoda. No se me ocurrió que, para Celia, puede que Damián tenga más derechos de los que yo tengo en este momento.

—No —dice Celia, sorprendiendonos a ambos hombres—. Si no te importa, prefiero que Enzo se quede.

Me da igual lo que sigue después de que ella dice eso. No me molesto en mirar a Damián, ni en disfrutar de su muy segura expresión de sorpresa o derrota. Estoy demasiado ocupado observando a mi esposa, la tranquilidad con la que ha dicho eso y, la facilidad con la que me ha dado mi lugar.

—Entiendo —carraspea Damián—, no te preocupes. No es nada importante, de todos modos. Solo quería... que nos pusieramos un poco al día.

*ೃ

Una sombra me persigue durante el resto del día, y, por extraño que parezca, no es la de Damián. Él y su fantasma se desvanecen de mi mente en cuanto Celia sube al auto y la llevo de vuelta a casa. Lo que me atormenta es más profundo, más oscuro: la imagen de Celia en las escaleras, rodeada por un charco de su propia sangre, vuelve a golpearme una y otra vez.

El miedo que experimenté hoy no fue menor. Quizás, incluso más agudo y aterrador. Creí que podrían haberla herido, que la arrancarían definitivamente de mi lado y la harían enfrentar un destino espantoso... Durante el tiempo que duró la persecución, me llené de horror al pensar que, al salvar su vida semanas atrás, la había condenado a un destino peor.

Aún tengo el alma temblando. Cuando recibí su llamada estaba a mitad de los preparativos para una cena. Quería invitarla a casa para pasar tiempo con ella. No espere, ni por un instante, que esta noche Celia estaría aquí, no por elección, sino obligada por las circunstancias.

—¿Qué pasó aquí? —pregunta Celia, su voz cargada de confusión mientras atraviesa el umbral de la puerta. Desde el recibidor, puede ver los rastros del desorden que dejé tras de mí: muebles desordenados, objetos tirados en el suelo, el caos de mi prisa al salir corriendo después de su llamada.

—Salí con prisa —respondo, casi en un murmullo.

El eco de mi apuro aún resuena en el espacio, como si cada objeto tirado gritara la desesperación con la que abandoné todo, movido por el pánico de perderla una vez más.

Celia está sorprendentemente tranquila, incluso ignora mi extraño estado de ánimo y se dispone a ayudarme a arreglar el desastre. Ambos nos movemos, pero yo lo hago de forma mecánica. Me descubro más veces de las prudentes observándola, con el alma rota y una sonrisa melancólica que no puedo borrar.

Tengo la terrible impresión de que el mundo conspira para apartarla de mi lado. Desde el accidente de hace unas semanas, hasta el susto de hoy que pudo hacerla chocar en la carretera. Incluso lo más trivial, como el regreso de su antigua pareja, alimenta este miedo insidioso.

El hueco en mi estómago y el nudo en mi garganta, aumentan a cada instante. Cada minuto al lado de Celia es un regalo que me duele profundamente. Verla acariciando a nuestras mascotas, ayudándome a preparar la cena o tropezando con los muebles de una casa que apenas recuerda, me destroza.

Cerca de la media noche, me sonríe y dice que se irá a dormir. Me descubro subiendo las escaleras detrás suyo, con una excusa ridícula, porque no soporto la idea de que quizá, ella tropezará de nuevo y caerá. Estos temores, esta ansiedad, han vivido en mí desde el día de su accidente, pero fue hasta el día de hoy, que se atreven a aflorar con esta fuerza tan devastadora.

—Buenas noches —se despide, cuando llegamos a la puerta de la que alguna vez fue nuestra habitación.

No quiero dejar de verla. "Por favor, no me hagas irme de tu lado. No esta noche".

Pero Celia no sabe leerme como antes. No interpreta mi mirada, ni mis silencios. Hace unas semanas, habría entendido mi desesperación con solo verme. Sin embargo, la mujer frente a mí da media vuelta y abre la puerta de su habitación, a punto de desaparecer de mi vista.

No lo pienso. Es algo instintivo, algo que hago porque se siente como lo único que puede mantenerme vivo ahora mismo. Me acerco y la tomo del brazo, girándola hacia mí. La llevo a mi pecho, abrazándola con fuerza. No hay forma de que no se dé cuenta de lo mucho que necesito sentirla, de que si por mí fuera, la abrazaría así por horas.

—¿Enzo? —susurra, desconcertada.

No respondo. Solo emito un "hm", porque si hablo, se me va a notar el nudo en la garganta. Todo esto es demasiado. Ella no me recuerda, no me ama. Y eso no importa, porque estoy dispuesto a conquistarla de nuevo, a esperar el tiempo que haga falta. Pero no sé si voy a salir entero de esto. No sé si soportaré otra situación como la de hoy.

—¿Estás bien? —pregunta con suavidad.

No.

—Sí —miento. Cierro los ojos por un momento. Inhalo su perfume, escondo mi rostro en su cabello, permito que mi cuerpo vuelva a sentirla, que reciba esa dosis de ella que tanto me hacía falta.

De repente, su mano acaricia mi cuello, baja hasta mi pecho y da dos suaves toques a la altura de mi corazón. Una risa baja escapa de mis labios, y la abrazo con más fuerza, recordando la primera vez que hice lo mismo con ella. Aquella costumbre que terminó por convertirse en un hábito compartido.

—¿Y eso? —le pregunto.

—¿Qué cosa?

—Lo que hiciste con el dedo —susurro cerca de su oído.

Hay un silencio corto.

—No lo sé, fue espontáneo.

Río de nuevo, esta vez de verdad. Es una risa que arrastra alivio. Escondo mi rostro en su cabello, y la abrazo con más fuerza.

—Dios, mujer, me vas a volver loco —llevo mis manos a sus mejillas, y contemplo sus ojos por un segundo antes de inclinarme para besar su frente.

Ella tiembla levemente, y aunque me encantaría quedarme más tiempo, de pronto me siento desesperado por poner distancia. Porque si sigo aquí un segundo más, cruzaré un límite que ella aún no está lista para romper.

—Buenas noches, Celia —susurro, aún con mis labios rozando su piel. Me separo de ella con una última caricia en su mejilla antes de girarme y, hecho un desastre, entro en mi habitación.

La noche pasa tortuosamente lenta. Estoy abrumado por mis emociones, todas ellas tan diversas: miedo, celos, deseo. El día estuvo lleno de eventos que ahora, en la soledad de mi habitación, me están sobrepasando.

Han transcurrido un par de semanas desde que me mudé a esta habitación. En días pasados parecía soportable, pero hoy no lo es en lo absoluto. No solo es mi espacio lo que extraño, sino a ella, la mujer que ahora mismo está en él. La noche transcurre en un estado de vigilia quebradiza, despertando a cada rato, con la piel perlada de sudor.

Lo que experimento no son simples sueños, se asemejan más a alucinaciones, todas ellas demasiado vívidas. Esto es parecido a aquella noche de fiebre, en la que dormir fue imposible y luché por diferenciar la realidad de la imaginación.

La primera vez que despierto, lo hago envuelto en sudor, con una excitación brutal recorriendo mi cuerpo y un bulto enorme que parece a punto de reventar. Cada músculo está tenso, temblando bajo el peso de una necesidad insaciable. Tengo que taparme los ojos, morderme los labios y gruñir de frustración porque no me atrevo a dar rienda suelta a mis deseos, no cuando sé que no bastará con el tipo de alivio que puedo obtener por mi cuenta.

Dormir después de eso debería parecer imposible, pero, tras casi una hora, el cansancio vence.

La segunda vez, el despertar es diferente. Estoy molesto, y más que eso, furioso. El sueño despertó mis más profundos celos, una parte de mí que no reconozco, una posesividad que me enferma. Damián y su aparición hacen su cierre maestro con esa pesadilla, que amargamente me sabe a premonición. Celia dejándome por él, haciendo su vida a su lado, siendo su mujer. En esa ocasión, me siento al borde de la cama, con los brazos en las rodillas, mirando fijamente a la nada.

—Qué día de mierda —murmuro, arrastrando una mano cansada por mi rostro, exhausto.

Después de eso, los sueños se vuelven confusos, fragmentos sin sentido en los que Celia aparece una y otra vez, pero sin dejar huella en mi memoria. Abro los ojos de vez en cuando, buscando acomodo en la cama, mientras mi mente sigue atrapada.

La última, sin embargo, es la verdadera pesadilla. Aquella sobre Damián y Celia es un cuento de hadas en comparación, y preferiría mil veces seguir soñando con eso antes que con esto. Debe ser porque son recuerdos, y porque, en esta ocasión, todo lo que podría haber salido mal, sucede.

Estamos en uno de esos domingos tranquilos, paseando por el centro de la ciudad. Celia, siempre tan radiante, se pone de pie para posar, y yo cometo el error de apartar la vista para ajustar la cámara. Al levantar la mirada, la escena cambia brutalmente: tres hombres de rostros borrosos la sujetan mientras ella grita.

Me la arrebatan. Quiero moverme, quiero reaccionar, pero mi cuerpo está petrificado. Solo cuando la veo dentro de su auto, arrancando a toda velocidad, mis piernas responden. Voy tras ellos con la misma angustia con la que conduje hoy para intentar alcanzarla. Todo es confuso, un borrón que no comprendo. Hasta que por fin la veo, frente a mí. Estoy parado en la entrada de nuestra casa y ella está en las escaleras, bañada en sangre, con los ojos abiertos y vacíos.

Abrazo su cuerpo frío, sintiendo cómo la sangre empapa mi ropa, mi piel, mientras grito que no la toquen, que no puedo vivir sin ella. Pero la muerte es sorda a mis súplicas. Le ruego que me permita abrazarla porque, estoy seguro, de que estoy muriendo también y quiero hacerlo con ella entre mis brazos.

—Estoy aquí —susurra Celia. La muerte debe haber tenido compasión por mí, la suficiente lastima como para concederme mi deseo. Celia, aún con la mirada pérdida, permanece en mis brazos y aunque no habla sé que lo que escucho es su voz—. Estoy aquí, Enzo.

Lloro a lágrima viva, acariciando su rostro para limpiar la sangre. Mi cuerpo se mece con ella en mi regazo. Retiro el cabello, húmedo y rojo de sus ojos. No me mira, está pérdida y yo con ella.

—Por favor —susurro, mis labios besando su frente, sus mejillas—. Por favor, amor, no me dejes, no así, necesito más tiempo —un jadeo desgarrador sale de mi, mi cuerpo tiembla—. Llevame con vos.

—Enzo...

—Por favor —repito.

—¡Enzo!

Despierto de golpe, con la vista borrosa por las lágrimas. Ya no está oscuro, y yo ya no estoy solo. Al inicio creo que sigo soñando, pero después de unos segundos, sé que es real. Celia en verdad está aquí, en mi cama, tocando mi frente y susurrando palabras de consuelo.

Me incorporo, y sin pensarlo, la atraigo hacia mi pecho. Ella está bien, solo fue una pesadilla. La tengo aquí, viva, segura. Está conmigo. Celia se estremece, está confundida, pero eso no me importa en estos momentos. Aún estoy llorando, y mi garganta sigue intentando controlar los sonidos lastimeros.

—Fue solo una pesadilla, Enzo —susurra, acariciando mi espalda en círculos, intentando calmarme—. Ya pasó.

—No —respondo. Porque sé que no ha pasado. El miedo sigue ahí, palpitando dentro de mí, devorándome. Me escondo en su cuello, inhalando su aroma, necesitando la certeza de que sigue aquí, de que no se desvanecerá.

—Estás bien —repite con suavidad.

Me separo apenas un instante, lo justo para mirarla a los ojos. La sorpresa en su rostro es palpable al ver las lágrimas que recorren el mío. Acaricio su mejilla con devoción. Estoy en mi momento más frágil, sin máscaras, sin defensas. Solo sé que la necesito, que no puedo estar sin ella.

Mis labios buscan los suyos, el calor de su aliento tan cerca que mi razón tambalea. Sé que si me acerco más, si cruzo ese último centímetro, todo cambiará. Un gemido ronco se escapa de mi garganta, la única advertencia antes de que el deseo me desborde.

Si no lo hago ahora mismo, de verdad enloqueceré.

—Lo intenté —murmuro como disculpa—. Pero acabo de decidir que prefiero mandar todo al diablo, antes que seguir así.

Y entonces la beso. Lo hago lleno de desesperación, de miedo, de todo lo que me ha sido negado. Un beso que sabe a lágrimas y a deseo contenido, a todo lo que he anhelado en silencio. Sus manos suben a mi cabello, y su cuerpo responde con la misma urgencia, la misma necesidad. Siento que la recupero, aunque sea por este instante.

Se acomoda sobre la cama, de rodillas. Con un brazo rodeo su cintura, atrayéndola hacia mí, asegurándome que no quede espacio entre nuestros cuerpos. Es tan dulce, tan absolutamente perfecta. Y es mía. Lo reafirmo al abrirme paso entre sus labios, con mi lengua buscando la suya en un choque que es tanto posesión como deseo. Siento el rastro cálido de nuestra saliva escapar por la comisura de su boca, deslizándose hasta mi mano, y en un acto instintivo, rompo el beso solo para saborearlo, antes de volver a unir nuestros labios, reclamándola de nuevo.

En respuesta, ella emite ese sonido tan característico, ese gemido suave tan dulce, tan íntimo. Es una melodía familiar que me envuelve, y no puedo evitar soltar una risa grave contra sus labios. Su vulnerabilidad despierta en mí una oscura satisfacción. Nos separamos por un instante, lo justo para que pueda retirar con cuidado el cabello que se desliza sobre su rostro. Mis dedos recorren su piel con delicadeza y en mis labios se dibuja una sonrisa ladeada.

—Te lo dije —murmuro triunfante con la respiración agitada—. Tu mente me ha olvidado, pero tu cuerpo... tu cuerpo me recuerda.

*ೃ˚. ˊ N/A *ೃ˚. ˊ

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