IV. Celia
.·:*¨༺ ༻¨*:·.
Cuando uno se pierde a sí mismo, aprende a pensar con emociones.
La voz que tenemos en la cabeza no nos habla con la frecuencia de antes, y en su ausencia, lo hacen los sentimientos. Creo que a eso se refieren las personas cuando dicen que hay silencio dentro de ellas, pero al mismo tiempo mucho ruido, porque no hay nada más fuerte que el sentir. Ya no hay algo diciendo "esto está mal", sino una ola helada de incertidumbre que oprime el vientre. El cuerpo es el que se comienza a comunicar contigo, y cuando has pasado toda una vida ignorándolo, te sientes como un intruso. Un intruso en tu propia vida.
Mi voz interior desapareció el día del accidente y hasta ahora no ha vuelto. Con el tiempo me acostumbré a esta nueva forma de comprenderme a mí misma; lo que quiero y no quiero, o lo que necesito o no necesito, ya no es tan claro como antes, así que debo redoblar esfuerzos. Incluso Enzo, quien vivió conmigo durante más de un año, tiene problemas para adaptarse a mi nueva forma de ser. Hacemos lo mejor que podemos, pero sigue sin ser suficiente. Así que, tras algunos días de echar a perder las cosas, estoy aprendiendo a reconocer que mi nueva voz ya no tiene sonido alguno.
La primera vez en la que sentí aquella voz silenciosa, fue en el hospital, el día en que me dieron el alta. Me puse un vestido corto, ceñido al cuerpo, de color blanco con estampados agresivos, muy femenino pero nada elegante. Mi madre lo había rescatado de entre la ropa vieja que dejé cuando me fui del país; sentía que me asfixiaba, aunque en su momento no entendía por qué. Lo supe dos días después, es decir, hoy, cuando decidí mirar en mi armario y vestirme con la ropa que usaba a diario. Mi guardarropa se divide en prendas formales, compuestas por vestidos elegantes o trajes, y prendas cómodas y casuales, que evocan aquella moda etérea de hace unos años.
La mujer del reflejo lleva una falda negra larga, con una abertura en el costado que deja entrever una porción del muslo izquierdo. Luce un saco corto, que llega a la cintura y realza sus curvas, con botones grandes dorados. Y adorna su cuello con un collar de perlas blancas y un lazo de seda blanca hecho un moño. A diferencia del día en que desperté en el hospital, hoy mi cuerpo no me exige que me cambie de ropa. Hoy siento estas prendas como una extensión de mi piel, como algo que ya es parte de mí. Y aún así... hay algo que no termina de encajar.
—Parece demasiado —murmullo—. ¿Estás seguro de que así es como me visto normalmente?
Enzo está en la habitación conmigo, se ha acomodado en el poco espacio que quedó libre en la cama, que está repleta de ropa. Asiente y me mira con un brillo que no comprendo del todo, pero que se asemeja al orgullo. Creo que piensa que me parezco un poco más a su esposa que hace unos minutos.
—En un día de oficina, sí —responde, saca su celular del bolsillo—. Pero los días de grabación usas pantalón, ya sabés, porque suelen ser días movidos —se pone de pie y me muestra una foto. La imagen me deja en blanco—. Ahí lo usaste por primera vez, estabas orgullosa porque el conjunto lo armaste vos sola con prendas que nada tenían que ver entre sí.
La mujer que me ha visto a través del espejo en los días pasados es agradable, tiene el cabello cobrizo sedoso, aunque un poco alborotado, porque rara vez lo peina; su cuerpo esbelto y firme denota salud y vigor. Es hermosa. Pero la que me devuelve la mirada a través del celular de Enzo, es completamente diferente, a pesar de ser la misma. Ella es la Celia que siempre soñé ser. Sabe acentuar la belleza de esa melena rojiza, la peina de modo que resalta el corte en cortinas y le da volumen. Se para con una postura segura y una elegancia entrenada, lo que realza su figura. Y lleva maquillaje, uno que es discreto pero al mismo tiempo dramático, de inmediato me recuerda a la mirada arrebatadora de Monica Bellucci. Es irreal. Su sonrisa, su porte, su confianza, la fuerza que irradia.
—¿Esa soy yo? —pregunto con la voz entrecortada, apenas en un susurro.
En la foto me apoyo contra una estructura de piedra en una calle de aire colonial, uno podría pensar que se trata de Europa, donde se erigen las edificaciones de la época virreinal. Poso y sonrío a la cámara, luzco alegre, confiada... Parezco el tipo de persona que tiene la vida perfecta.
—¿Hay más? —le pregunto antes de que responda mi pregunta anterior. Enzo me entrega el celular y yo comienzo a deslizar por las fotografías.
—Fue hace cuatro meses —me explica—. Hacía sol pero era un día fresco y decidimos ir a sacar fotos al centro para aprovechar el buen tiempo —una risa breve y grave interrumpe su frase, el recuerdo parece gustarle mucho.
—Entonces tú tomaste estas fotos —exclamo, con el asombro plasmado en el rostro— Eres realmente bueno —lo elogio, absorta en las imágenes.
Dicen que cuando un artista se enamora, podrás notarlo por el modo en que te plasma en sus obras. La fotografía es un arte personal para Enzo, no lo convirtió en su principal profesión, sino que lo conservó como algo íntimo y cercano a él. Una forma de expresar lo que siente. Y sus fotos son sobre mí. Algunas fueron a petición mía, claramente, como aquellas en las que salgo posando; pero el resto...
Aparezco mirando un estante en una librería independiente; caminando en medio de una de las plazas para acercarme a un grupo de palomas; platicando con una mujer de edad avanzada y riendo con ella; haciendo un puchero porque mi pastel se ha caído en la mesa de la cafetería y ya no podré comerlo. Siempre hay dos fotos, primero las ya descritas, y en las segundas estoy mirando a la persona detrás de la cámara. Mirándolo porque vi un libro que me gustó en la estantería y quiero compartir el hallazgo con él, porque las palomas se han ido antes de que llegara a ellas y lo miro para quejarme, porque la mujer y yo reímos y quiero compartir esa risa con él también, porque como mi pastel se ha caído estoy triste y quiero consuelo —y otro pastel—.
—Todas las tomamos en un solo día —dice Enzo, ajeno a lo mucho que me ha conmovido lo que he visto—. Ahí, el hombre al fondo, es Don Julio. Él te regaló esa pintura que tenemos colgada acá —señala primero al hombre en pantalla. Es algo alto, delgado, de tez morena y tiene un bigote canoso, está detrás de una mesa sobre la que tiene expuestas sus pinturas. Una de ellas, la de dos manos unidas sobre unas flores rosas, está ahora en mi habitación.
—¿Y yo lo acepté sin darle un pago? —pregunto. Soy fiel creyente de que todo tipo de arte merece una retribución.
—Insististe pero no te lo permitió y dijo que si rechazabas la pintura lo ofenderías —se encoge de hombros—. De cualquier modo encontraste el modo de pagarle. Necesitabas pinturas en varios de los sets, así que ahora labura con nosotros —se queda pensativo por unos segundos—. Ustedes son bastante cercanos.
—¿De verdad? —pregunto con asombro— ¿Qué tan cercanos?
—Lo suficiente como para que se dé cuenta de que algo anda mal en cuanto te vea. Hoy no estará en la oficina, por eso elegí este día —responde—. Es discreto y te tiene aprecio, aunque tenga alguna sospecha no dirá nada, pero debemos ser precavidos.
La principal razón por la que Enzo me está ayudando con la ropa es porque iremos a la oficina. Si bien tengo tres semanas disponibles para descansar, quiero sacarles el máximo provecho, y para ello, es importante que tenga una idea más clara de las personas que trabajan conmigo y del rumbo que tomará mi investigación al volver. Por eso hoy iré luciendo así, elegante, pulcra, como si hubiera renacido tras el accidente.
—¿Lista? Te lo pondré con cuidado, avisáme si te molesta —dice Enzo.
Está de pie detrás mío y sostiene entre sus manos un collarín. No lo necesito, pero ayudará a dar credibilidad a mi historia: no puedo hablar, al menos por unos días, pues mi garganta se ha lastimado. ¿Tiene sentido? Lo dudo, desde el punto de vista médico puede que sea imposible que una caída por las escaleras te lastime de ese modo. Pero por fortuna, esa historia se la contaré a artistas y no a doctores. Esa es la única forma en la que puedo justificar el no dirigir la palabra a los presentes en la oficina, pues de hacerlo podría cometer algún desliz y entonces sí, mi carrera estaría en declive.
Media hora más tarde ambos estamos en el vestíbulo de nuestra casa, contemplándonos en el espejo, o más bien, yo me miro al espejo y Enzo me mira a mí. Sonríe frunciendo los labios cuando se da cuenta de que no está siendo disimulado al respecto.
Estos somos nosotros, es lo que dice su mirada orgullosa.
He descubierto hoy un poco más de la rutina que seguíamos antes, por supuesto, yo no he hecho ni la mitad de las cosas que acostumbraba hacer. Enzo, por su parte, a sabiendas de que sería un día ajetreado, se levantó mucho más temprano de lo que se consideraría normal, salió a correr y fue al gimnasio, volvió para ayudarme a elegir mi ropa, se duchó, se apresuró a almorzar y se arregló.
—Tú te vistes más casual —digo. Él lleva un pantalón de mezclilla amplio y recto, lo acompaña de una camisa verde persa en un tono desteñido que ha desabrochado en la parte superior y de unos tenis blancos de los que parece orgulloso porque son de una marca que le encanta—. Desentonamos.
Puede que me refiera en su mayoría a la ropa, pero también lo hago a nosotros. Viendo mi reflejo, comprendo que el tipo de mujer que soy, dista mucho de lo que pensé sería la mujer ideal para Enzo. No hay manera de no saberlo, cuando su popularidad estalló habían decenas de videos suyos con su anterior pareja, una mujer que lucía amable, cálida, alegre, despreocupada; el tipo de persona que te haría reír a diario y que lleva una vida sencilla; recuerdo incluso la ropa que usaba. Ella no soy yo. Soy más seria, o al menos lo soy ahora, porque no me siento aún en total confianza con Enzo, así que soy incapaz de reír como sé que lo hago con las personas cercanas a mí. Siempre soñé con vestirme así, como lo hago en el presente, con atuendos elegantes, femeninos, que gritan éxito, dinero y dramatismo... ¿Cómo es que se ha enamorado de mí? ¿Cómo puede mirarme del modo en que lo hace?
—Nos complementamos —corrige y se pone una mano en el pecho, a la altura del corazón—. Además, así destacás vos —sonríe, junta las cejas un poco en un gesto tierno a mi parecer pero que para él es más una costumbre a la hora de halagar—. Vení, se nos hace tarde. ¿Segura que no querés comer algo antes de salir?
—No tengo hambre —respondo.
—Lo supuse —busca en el bolsillo de su pantalón y saca una barra de avena de chocolate—, comé esto entonces, no podés salir con el estómago vacío. Reservé una mesa en "Di Alfredo " para que comamos algo al terminar, para entonces tu ansiedad debería haber bajado.
—No estoy ansiosa —le digo, y me enderezo disimuladamente—. ¿Me veo ansiosa?
—No, chiquita. Te ves tan segura como siempre, nadie lo notará —niega con una sonrisa, como si esta conversación fuera habitual entre nosotros. Se aproxima a la puerta, toma las llaves del auto, se coloca unos lentes de sol y me ofrece otros, espera hasta que me los he puesto y entonces abre la puerta. La luz nos baña el rostro, el sol está saliendo y aunque es tenue pudo habernos deslumbrado sin los lentes.
Es mucho más difícil de lo que esperaba. Desde que salgo de casa sé que en realidad sigo tan pérdida como el día en que desperté en el hospital. Inconscientemente esperaba ver las calles de Nueva York y me impresiono cuando de súbito, al ver los edificios, caigo en la cuenta de que estoy de regreso en México. Luego, cuando llegamos a nuestro sitio de trabajo —una torre de oficinas, con unos veinticinco pisos de altura, circundada de un hermoso jardín de árboles exóticos—, me descubro dependiendo de Enzo para absolutamente cada nimia situación.
Hay un guardia en la planta baja del edificio, me mira como si esperara algo de mí. Tal vez normalmente suelo entablar conversación con él y esta vez le toma desprevenido mi silencio.
—Buen día... ¿Está usted bien? —pregunta y señala su cuello— Se ve incómodo —sonríe.
—Buen día, Rogelio —Enzo le estrecha la mano a modo de saludo y me dirige una mirada fugaz, comprendo que también suelo hacer eso así que extiendo mi mano tan pronto como Enzo lo suelta y el guardia recibe mi gesto con cordialidad—. Sufrió un leve accidente, no pasó a mayores pero se lastimó un poco la garganta —explica, entretanto, coloca su dedo en el lector de huellas digitales que nos dará acceso—. Así que habrá un poco de silencio por aquí estos días —bromea y el guardía suelta una pequeña carcajada.
—Es un alivio que esté bien, Celia —dice Rogelio. Enzo indica discretamente el lector de huellas para darme a entender que ponga mi dedo. Rogelio se acerca un poco en gesto cómplice—. Si necesita algo, por favor no dude en hacérnoslo saber —como habla en plural mira hacia atrás, donde está el escritorio de recepción y se asoma una joven de cabello castaño.
—Sí, Celia, dinos si ocupas algo —dice la chica, quien es un poco tímida y vuelve a lo suyo.
Enzo y yo agradecemos, nos adentramos en uno de los ascensores y una vez que las puertas se cierran soltamos un suspiro. Le sonrío, esto ha sido más estresante de lo que pensé y apenas fue una simple conversación con un guardía, espero que Enzo pueda ver en mi rostro cuán agradecida me siento con él. Ha sabido guiarme sin problemas, y minutos más tarde, cuando estamos por fin en el piso de nuestras oficinas, se nota que aprendió de la experiencia previa, pues se mueve por delante de mí y saluda a las personas diciendo sus nombres para que yo pueda identificarlos.
—¡Rosa! Buen día, ¿qué tal ese café? —pregunta Enzo y la toma de la mano al tiempo en que le da un beso en la mejilla.
—Ah, muchacho —la mujer, de aproximadamente cincuenta años, se ríe y le extiende uno de los cafés que ha preparado—. Toma, te guardé el segundo más rico. El primero es para esta belleza, Celia, ¿cómo estás, linda?
—Está mejor —dice Enzo, le pone un poco de endulzante de stevia a su bebida y extiende su mano para que le dé mi taza y pueda hacer lo mismo con la mía—. Pero se lastimó la garganta, así que ahora vos tendrás que charlar por las dos —sonríe, me da mi bebida y me guiña un ojo.
—¡Como si eso fuera un problema! —exclama sonriente y da un manotazo al aire. Luego me mira de pies a cabeza— Es sorprendente como ni siquiera un accidente puede arrebatarte ese glamour, ¡pero qué bárbara!
Enzo tenía razón, en la oficina nadie se da cuenta de la ansiedad que siento. Por el contrario, parecen estar viendo a la mujer más fuerte e indestructible de este mundo. Debieron esperar que me presentara de muchas formas pero definitivamente no como lo he hecho, con este conjunto precioso y el maquillaje impecable. Me encantaría saborear el sentimiento, pero no puedo, porque el terror me invade a cada paso que damos. Todos esos rostros me observan expectantes, aguardando algo, un saludo cordial, un abrazo o una sonrisa de complicidad. Enzo se ocupa de que cada interacción sea lo más sencilla posible pero eso no impide que desee huir conforme más caras nuevas aparecen.
Un joven me saluda con la mano, una mujer me dedica una sonrisa, un adolescente —con aires de ser practicante— me enseña entusiasmado un collage con imágenes de una casa veraniega desde atrás de un escritorio, parece orgulloso y ha sido lo primero que ha querido enseñarme. Dos chicas que parecen tener mi edad me abrazan con cuidado y me hacen preguntas. Todo el mundo parece feliz de verme, algunos —los que deben ser más cercanos a mí— se toman el atrevimiento de abrazarme o besar mis mejillas, otros prefieren saludar desde lejos.
—Celia —alguien me llama y me toma del hombro, al girarme un par de brazos me rodean en un abrazo descuidado. Es un hombre. Y a diferencia de los demás, a él sí lo recuerdo—. ¿Cómo es que estás aquí tan pronto?
Estoy a punto de responder, incluso he abierto la boca, pero me acuerdo de mi puesta en escena y me detengo apenas un instante antes de emitir palabra. Estoy tan feliz de escuchar una voz conocida, que por un momento creo que Richard se ha convertido en mi persona favorita en el mundo entero.
—¿Cómo te sientes? —pregunta, soltándome y mirándome con esa sonrisa tan propia de él, es socarrona, un poco juguetona, pero sobre todo cálida.
Ha cambiado. En él también transcurrió el tiempo, aunque lo hizo con gracia. Dejó atrás su antiguo estilo desaliñado, y ahora luce un estilo más sofisticado, en tonos cafés. Su cabello es más largo y ahora se deja la barba. Es distinto, pero sigue teniendo la misma mirada de ese amigo al que recuerdo con tanto afecto.
—Por suerte, no fue nada grave —dice Enzo, se ha situado a mi derecha y me ha envuelto con su brazo izquierdo, rozando mi brazo y acercándome suavemente a él—. ¿Cómo va todo?
—De maravilla —responde. Nos hace una señal para que lo acompañemos y caminamos hasta una sala de descanso, es un espacio apacible, en el que por el momento no hay nadie. Una mesa de billar, algunos sillones y puffs, así como espacios para preparar aperitivos son lo que conforman el espacio—. ¿Y bien? Creí que te tomarías tres semanas —dice, arquea una ceja.
—Tres semanas que pueden ser bien aprovechadas, ¿no te parece? —dice Enzo. Se toma un segundo para mirarme y luego para mirar hacia una de las sillas, me está preguntando de ese modo si no estoy cansada. Con una pequeña sonrisa le hago saber que, en efecto, estoy exhausta a pesar del escaso tiempo que llevamos aquí, así que él nos encamina hacia la mesa y saca de una de las sillas para mí—. Celia vino a ponerse al día con los avances de la semana pasada, y a llevarse un poco de laburo a casa.
—No me extraña —dice Richard y sonríe. Se acerca a la barra, donde una taza de té a medio beber lo está esperando—. Pero deberías recuperarte. Te mereces ese descanso después de tanto trabajo —niego de inmediato y Richard se carcajea—. Claro, claro... —carraspea— Como si no te conociera. Parezco nuevo.
La puerta se abre, al voltear me encuentro con Ginna. Es una verdadera sorpresa verla, por dos razones: la primera es que lleva a su hijo —que según mis recuerdos acababa de nacer— de la manita para que este se apoye mientras camina; y la segunda es que Ginna es la última persona que esperaba encontrarme aquí. Hace casi un año —o mejor dicho, casi tres— le ofrecieron un puesto en Nueva York, estaba dispuesta a irse, tenía todo listo, pero la fecha del parto se adelantó y su lugar quedó vacante... Así que lo tomé yo.
Por aquel entonces, acababa de terminar una relación larga, me había peleado con mi madre —algo que no es novedad—, y sentía que no tenía un rumbo. Así que cuando mi jefe me llamó para decirme que podía tomar el puesto, acepté sin dudarlo. Mis colegas habían hecho un escándalo de ello, Ginna era apreciada por todos y estaban convencidos de que, si nadie aceptaba el puesto, lo reservarían para ella durante los dos meses siguientes —tiempo que ella había solicitado para recuperarse y para cuidar de su hijo—. Eran unos ilusos, por supuesto, porque si la oportunidad no la tomabamos nosotros la tomaría alguien de otra empresa. El puesto consistía en ser la productora de la película que Enzo protagonizó en aquel entonces, y que nos unió como la pareja que somos hoy.
—Celia —Ginna me sonríe con cortesía—. Volviste.
Asiento y le devuelvo una sonrisa idéntica a la que ella me ha dado. El gesto, sin embargo, parece provocar algo en ella. Creo que, contrario a Ginna, yo siempre le he regalado sonrisas genuinas, por lo que este cambio la desconcierta. Lo disimula bien. Y entonces entiendo algo: perder la memoria me ha otorgado el poder de verlo todo con nuevos ojos. ¿La Celia de hace una semana sabía que Ginna aún le guarda rencor?
—Buen día, Ginna —saluda Enzo—. ¿Qué tal está este príncipe? —pregunta ahora en tono juguetón, y se acerca para saludar al pequeño. El niño alza uno de sus brazos al instante, y abre y cierra la manita— ¿Te cargo, Alan? A ver, a la una —toma su mano— a las dos —sonríe y Alan hace lo mismo—, y a las tres —lo levanta en brazos y ambos se ríen.
Ginna sonríe, esta vez de forma genuina, con la interacción de Enzo y su hijo. Yo me alegro, por lo menos esa mala cara solo es para mí y no la usa con el resto de las personas en la oficina, eso significa que el ambiente laboral debe ser tan óptimo como siempre me ha gustado que lo sea. Me muevo en mi asiento, para apoyarme y poderme poner de pie, pero Enzo extiende una mano para que me detenga.
—No, no te levantes, cariño —me pide, entonces mira a Alan—. Nosotros vamos para allá, mejor —Enzo mueve al niño como si fuera un avioncito y provoca nuevas carcajadas en el menor—. Mirá quién está aquí.
Alan me reconoce. Sonríe con dulzura, feliz de verme y suelta una risa jovial. Me derrito en ese instante y le tomó la manita. Si no estuviera fingiendo, le habría soltado una cascada de mimos. Tras unos segundos, Enzo lo deja en el suelo y lo lleva de la mano hasta su madre, quien le agradece y me vuelve a mirar, ahora con una alegría que no estaba ahí cuando entró.
—¿Te sientes mejor? —pregunta Ginna, su voz es suave pero más madura de lo que recuerdo— Todos han estado muy preocupados por ti. Es bueno que estés de vuelta.
—Bueno, aún debe descansar —dice Enzo, no se aleja de Alan sino que se queda a su lado y le revuelve el cabello. Después se cruza de brazos, adoptando una postura que le es más natural—. Volverá en tres semanas.
—¿Tres? Será extraño no tenerte por aquí —aprieta los labios y me obsequia una sonrisa compasiva. Su hijo se agita para soltarse de su mano, así que ella lo alza en brazos. Enzo le acomoda la ropita a Alan en la zona del vientre, que se ha levantado con el movimiento y Ginna le agradece—. Oh, ahora que lo pienso, será la primera vez que estarás solo —le dice a Enzo, este no le responde—. No te preocupes Celia, cuidaremos bien de él —se ríe y mira a su hijo—. ¿Verdad, bebé?
No consigo sonreír de forma sincera, así que desvío la mirada por un momento hacia otro lado y sorprendo a Richard observándome con el ceño fruncido, pensativo. Enzo, por su parte, se ríe y pone sus dos manos, unidas, al frente.
—En realidad, yo también me tomaré unas semanas, de hecho hemos venido justamente a preparar todo para nuestra ausencia.
—¿Qué? ¿Tú también? —exclama Ginna, su rostro se desfigura por un segundo pero pronto recupera la compostura. Baja la mirada, su sonrisa se mantiene pero ahora es forzada—. Oh, bueno, si necesitas algo házmelo saber. Si necesitan —corrige.
Aprieto los labios en una mueca que aparenta ser una sonrisa, pero que en realidad es la forma en la que el entendimiento y mis ganas de soltarme a reír se unen.
—Alan te va a echar de menos —dice Ginna.
Claro, Alan.
—Todos los vamos a extrañar —Richard, que se había mantenido en silencio porque se concentraba en terminar su bebida, interviene y me mira con cierta extrañeza—. Pero, Celia, ¿estás bien, de verdad? No has dicho nada...
—Se lastimó la garganta —aclara Enzo, cuando ve el gesto de sorpresa y preocupación de Richard se apresura a aclarar:—. Es cosa de unos días solamente, nada de qué preocuparse.
—¿Seguros? Porque si necesitas que te dé más días para descansar no tengo ningún inconveniente, puedo darte el mes entero si quieres... —Richard sigue hablando, dice que puede darme más tiempo y que me concederá bondades laborales. Pero mientras lo escucho, el mundo se me detiene.
¿Él me dará más tiempo? ¿Él puede conceder permisos? ¿Él es mi jefe? Mi amigo, el hombre que conocí en Nueva York y que ahora trabaja en este proyecto, mi proyecto, en México... ¿aceptó mi puesto? Me pongo de pie, y lo hago tan abruptamente que mi vista se torna negra por un instante, algo común y que a todos nos pasa, pero que en mi estado hace que Enzo y Richard se alarmen. Ambos se apresuran a mi lado, es Enzo quien llega antes, pasa una de sus manos por mi cintura y me sostiene con firmeza, mientras que con la otra mano me sostiene del brazo para servirme de soporte.
—¿Qué pasa? —pregunta Richard, se acerca a nosotros, indeciso y sin saber cómo ayudar.
Enzo, por otro lado, no me pregunta nada, sino que me mira a los ojos, preguntando en silencio qué es lo que va mal. Mis ojos, apenas capaces de esconder las emociones que me embargan, le suplican que me saque de ahí. Sin emitir sonido, muevo los labios para decir "baño".
—¿Celia? —Ginna se ha acercado, no sé dónde ha dejado a su hijo, pero ahora tiene las manos libres y toca a Enzo para que este me suelte y ella sea quien me ayude a estabilizarme— ¿Necesitas ayuda?
—Solo necesita un momento —explica Enzo, quien contrario a los demás, sabe que estoy así porque estoy deshaciéndome en enojo, incertidumbre y decepción. Ha entendido que yo no estaba enterada de que Richard era mi reemplazo—. La llevaré al baño —cuando me jala un poco para encaminarme, advierto que aunque Ginna le apartó la mano, él se obstinó en no soltarme y solo cambió la posición de su agarre.
—Es un baño de mujeres, no puedes entrar con ella. No te preocupes, yo la llevo —dice Ginna, su agarre se afianza y me sonríe para tranquilizarme.
Estoy molesta, pero por un instante, mi enojo se ve hecho a un lado por la culpa. ¿Esto sintió ella cuando tomé su puesto? Esta sensación de injusticia, de rabia ante las circunstancias y de dolor por lo perdido... Esto que está a punto de enloquecerme, ¿lo sintió ella también a causa mía? Frente a mí está de pronto una versión más joven de Ginna, aquella que hablaba con ilusión de Nueva York y que decía que daría a luz a su bebé en Estados Unidos, que tenía todo listo y que no le importaba criarlo sola, que la vida le estaba sonriendo por fin... Ginna, quien tuvo que renunciar a eso porque no podía llevarse a su hijo recién nacido sin los trámites necesarios, y cuyo puesto...
No.
No. Eso fue diferente. Ella no era mi amiga. A ella no le arrebataron el puesto, ni la sabotearon como a mí. Ella no podía tomarlo, la vida no se lo permitió, sus circunstancias no se lo permitieron... e incluso en ese momento, le dieron a elegir, irse o quedarse, y eligió. Eso no fue culpa mía.
Antes de que Enzo me suelte, lo tomo de la mano y él, en ese instante, comprende que no quiero ir con ella. Me asombra, de nuevo, la facilidad con la que me entiende.
—En ese caso, por favor esperá afuera del baño y no dejés que nadie entre —dice Enzo—. Con eso nos ayudás bastante.
—Pero...
—Gracias, Ginna, pero yo me encargo de mi esposa —dice él, lo hace con una sonrisa, así que no parece una respuesta brusca en lo absoluto, a pesar de ser dicha con firmeza.
En el baño no hay nadie, Enzo se cerciora de ello abriendo los compartimentos y después vuelve hacía mí. Yo estoy en el lavabo, me he humedecido un poco el rostro, retiré el collarín porque me sentía sofocada y ahora estoy apoyada con ambas manos en el lavabo. El enojo está pasando, pero no por eso me siento menos confundida. Enzo, a mi lado, me mira por el reflejo, con una expresión de desconcierto llenando su semblante.
—Él tiene mi puesto —digo, en voz tan baja que Enzo no me escucha. Lo he susurrado para mí misma, para asimilar mi realidad e intentar comprender cómo es que esto está pasando.
—¿Cómo? —Enzo se acerca para oírme, y como yo ya no lo estoy mirando, él se recarga en el lavabo, dando la espalda al espejo y quedando de frente a mí.
Estoy demasiado ocupada mirando a mis propios ojos en el reflejo como para responderle. Veo en ellos el miedo y la incertidumbre, pero sobre todo, el terror de perder lo que por tantos años he añorado, y peor aún, a manos de alguien a quien consideré mi amigo. No puedo, no puedo... No voy a perder este trabajo. Moriría antes de permitir que alguien me arrebate lo que es mío. Una lágrima, de coraje e impotencia, resbala por mi mejilla. Sí, esas lágrimas las conozco bien, suelen ser pasajeras, y nacen de un rostro tenso y decidido. Los días anteriores lloré porque estaba asustada de lo desconocido, porque quería un abrazo y necesitaba consuelo. Este llanto es diferente, es un viejo amigo.
—Celia —una mano, cálida, acuna mi mejilla y gira mi rostro hasta que unos ojos dulces y brillantes atrapan mi mirada—. Hablame, por favor.
—¿Por qué tiene mi puesto? —susurro angustiada, siendo consciente de que Ginna debe estar afuera y de que ella es alguien más de quien debo cuidarme— ¿Por qué él, de entre todas las personas, tiene mi puesto?
Con su mano libre me atrae hacia él, de este modo, incluso si susurramos podemos oírnos a la perfección. Su cuerpo y el mío están tan cerca, que por un instante olvido la crisis que estoy teniendo. Sus manos acunan mi rostro, y secan unas lágrimas invisibles, porque después de esa primera gota no derramé ni una sola más.
—Vos se lo cediste —afirma Enzo, yo niego y empiezo a alejarme—. Shhh, cariño, esperá —me acaricia el rostro—. Te acusan de malversar fondos.
—¿Qué? —pongo mi mano sobre la suya— No, yo jamás...
—Lo sé, mi vida, lo sé. Los inversionistas pidieron tu destitución, Richard y vos acordaron que era preferible que alguno de ustedes estuviera al mando, antes que un desconocido. De ese modo, también se evitó que se corriera el rumor de lo del dinero.
—¿Tú lo sabías? —mi voz está por quebrarse— ¿Por qué no me lo dijiste antes? —tuve tanto miedo al creer que Richard me había traicionado. Él es mi más que un socio en estos proyectos, eso lo recuerdo bien; y también es talentoso, casi tanto como yo. Si él estuviera en mi contra, entonces la batalla sería agotadora, interminable y yo podría perderla.
Enzo abre y cierra la boca, vacilante. Baja la mirada, y solo entonces me percato de que en este minuto el contacto visual entre ambos había sido tan intenso que ahora que se ha roto me tengo que tomar un instante para reponerme. De pronto, sus manos en mis mejillas son imposibles de ignorar y lo son aún más cuando las desliza y las entrelaza con las mías. ¿Qué es esto? ¿Cómo puedo estar tan fuertemente dividida entre mi preocupación por el trabajo y la forma en la que Enzo me está tratando? ¿Cómo es que, aunque mi mente me pide que lo aleje, mi cuerpo está rebosante de alegría por este contacto? Es como si durante un largo tiempo me hubieran privado de algo que era mío, que necesitaba, y que ahora por fin siento de nuevo.
—No sabía cómo hacerlo —responde—. Quería que primero vieras la oficina, a Richard, a las personas de aquí... Creí... Creí que tal vez lo recordarías por tu cuenta y no tendría que decírtelo yo. Fue algo cobarde, lo admito —cierra los ojos—. Perdón.
—No debiste ocultarlo —le reprocho. Enzo asiente, dándome la razón—. Si no puedo confiar en ti, ¿entonces en quién? No quiero más secretos como este, si me ocultas las cosas no me estás ayudando.
Abre los ojos y estos me gritan cientos de cosas que no logro entender pero que me erizan la piel.
—De verdad lo siento —dice.
Nos quedamos en silencio por varios minutos. Nuestras manos siguen unidas, él mueve mis dedos entre los suyos, pensativo. Yo hago lo mismo. El contacto aún me resulta extraño, una parte de mí lo siente poco natural, pero mis manos están acostumbradas y siguen el ritmo de Enzo sin que yo tenga que pensar en ello. Afuera hay algunas voces, escucho a Ginna diciendo a las mujeres que vayan al baño del piso de abajo porque este está ocupado, hay sonidos de celulares, música, algunas risas. Pero aquí hay silencio.
—En "Di Alfredo" entonces, ¿no? —digo, cambiando el tema de forma abrupta. Una tregua necesaria.
Enzo suelta una risa breve.
—Vamos.
*ೃ༄
Si te acuestas en el centro de la cama, y si has dejado las cortinas del balcón abiertas de par en par, cuando mires al frente, verás la luna. Hoy es dorada. Me gustaría dejar abierto el balcón, para que la brisa llene el lugar y acaricie las cortinas, quizá entonces se sienta más como un sueño agradable y no como una noche de insomnio.
Sin embargo, dormir con el balcón abierto no es buena idea. En el mejor de los casos entraría demasiado aire y podría darme un resfriado, en el peor entraría un intruso. Imagino cómo sería enfrentarme a un ladrón en esta casa que apenas reconozco, así que me entretengo por horas intentando idear planes. Al final, siempre termino pensando en Enzo, en cómo vendría a salvarme, en cómo me abrazaría y me diría que todo está bien. Me irrita la recurrencia del pensamiento, así que me levanto y decido explorar la habitación, buscando algo que me distraiga de mis cavilaciones.
Esta es mi tercera noche aquí, mañana se cumplen cuatro días desde que volví a esta casa y apenas ahora me tomo el tiempo de ver lo que hay en el cuarto. Encuentro cosas mías, es decir, todo lo que está aquí es de mi propiedad, pero hay una que otra cosa que sin duda alguna es mía, llevan mi identidad grabada en cada parte ellas. Del mismo modo, hay cosas de Enzo. Esta es también su habitación, después de todo, y no se ha llevado a la otra recámara todas sus cosas. Mientras pienso en lo que pasó en la oficina, en Ginna, en Richard y en mi futuro incierto, paseo por la recámara y luego por el resto de la casa. Encuentro decenas de detalles que le dan valor humano a este espacio, que me hablan de mí y de Enzo, de lo que fuimos y de lo que somos.
La casa, que de por sí ya es enorme, de noche lo parece aún más. Hay silencio y la poca luz que hay viene de las lámparas de noche que se quedan encendidas, gracias a eso puedo moverme por el lugar sin temer a la oscuridad —nunca me atrevería a caminar completamente a oscuras— y sin tener que prender las luces principales. Nieve viene detrás mío y se mueve por todo el espacio con una confianza que casi me provoca envidia, yo sigo sin sentirme parte de este lugar.
En el estudio creativo hay una biblioteca, que ocupa dos paredes enteras. He venido aquí en busca de un libro, algo que me ayude a pasar la noche. Prefiero leer que seguir torturándome con las preguntas sobre mis problemas en el trabajo, sobre la inseguridad que me invade al pensar en mi vida actual, sobre la culpa que me corroe cuando pienso en Enzo. Él es paciente, cariñoso, comprensivo y se esfuerza por hacernos la situación más llevadera a ambos, pero sigo sintiendo que no lo conozco, que es una ilusión y que se desvanecerá. Aún creo que se transformara de nuevo en el actor, la celebridad y dejará de ser el hombre que hoy en día toma mi mano y me habla de amor.
"Tan Poca Vida" es el libro que estaba leyendo antes del accidente. Está en la mesita, junto al sillón de lectura. Me siento, pero en vez de continuar donde dejé el marcador, vuelvo a la primera página, porque sé que no recordaré nada. Leo por segunda vez esta historia, pero es como si fuera la primera. Me sumerjo en la narración, en el dolor de Jude y de Willem, y sin darme cuenta paso la noche en este sillón. De repente, abro los ojos, bostezo y me estiro, me he quedado dormida, mi libro está ahora cerrado y lo he dejado en el cojín a mi lado.
Miro hacia la ventana, aún no hay luz, la noche se resiste a ceder ante el amanecer. Si me apresuro, podría volver a mi cuarto y dormir por un par de horas más, en mi cama, cómoda y sin lastimarme el cuello. Nieve se estira, alza la parte posterior de su cuerpo y da la impresión de que está haciendo yoga, sonrío y la abrazo porque me enternece su gesto. Ella deja reposar su cabeza en mi pecho y bosteza.
—Anda, vamos a dormir otro rato —le digo.
Cuando estoy subiendo las escaleras escucho una puerta cerrarse con cuidado y lentitud, alguien debió levantarse al baño. Me quedo quieta, porque no estoy de humor para encontrarme con mi madre o mis hermanos y decido esperar recargada contra el barandal. Pero cuando una de las puertas se cierra con brusquedad y pasos apresurados, alarmados y ansiosos se oyen, opto por avanzar e ir al encuentro de quien esté de pie a estas horas. Nos detenemos al mismo tiempo cuando nos cruzamos, yo lo miro confundida y dejo a Nieve en el suelo porque el rostro de Enzo, lleno de preocupación, y su respiración agitada, me alertan.
—¿Qué pasó? —le pregunto— ¿Estás bien?
No me responde. Suspira, como si hubiera estado reteniendo el aliento, y se lleva una mano al pecho, como si quisiera calmar a su corazón.
—Sí —me sonríe, pero aún percibo su nerviosismo—. No estabas en la habitación, ¿pasó algo? ¿Te sentís mal?
—No podía dormir —le explico—. Leí un poco en el estudio y cuando acordé ya había amanecido —por la dirección desde la que apareció cuando nos vimos, y lo que ha dicho, sé que estuvo en mi habitación—. ¿Me estabas buscando por algo en especial?
—¿Eh?
—Fuiste a mi habitación, ¿no ocupabas algo?
Enzo se acomoda el cabello, desordenado, hacia atrás y detrás de las orejas. Parece querer esquivar el tema, pero al final, opta por poner sus manos en la cintura, sobre el elástico de su pantalón de pijama —es holgado y negro—, y baja la cabeza, mira al suelo, sonríe y niega.
—No —admite—. Solo pasé a verte... Se me ha vuelto costumbre, creo, para ver si todo va bien —me mira indeciso—. Si te molesta...
—No —lo interrumpo—. No me molesta-le sonrío.
Él me devuelve la sonrisa, aliviado por mi respuesta. Asiente.
—¿Qué hora es? —le pregunto— Pensaba en dormir un poco más.
—Las cinco y media —responde.
Ninguno de los dos sabe qué decir. Me agacho para tomar a Nieve de nuevo en brazos, así al menos tengo las manos ocupadas. Enzo, que en otras ocasiones parece muy seguro de lo que hará, duda y opta por cruzarse de brazos.
—Iré a trabajar —me dice—, llamó Richard ayer por la noche.
—Creí que te tomarías también estás semanas.
—Así será, solo voy hoy —me dice, se encoge de hombros—. Mejor dejar todo listo de una vez. Después soy todo tuyo —sonríe. Es otra de esas frases que sé, por la forma en la que la dice, que acostumbra a usar, pero que hoy, en cuanto la pronuncia, le provoca nerviosismo. Me mira con atención disimulada, esperando ver si me ha incomodado o no—. Y... —carraspea— Bueno. Pasado mañana hay una cena de laburo, con Richard y otros de la oficina. Yo tengo que ir, es importante. Y me gustaría que me acompañaras.
No me da tiempo a responder, ya está mirando el reloj de mano, cuya alarma acaba de empezar a sonar, comienza a caminar hacia su habitación mirando hacia mí de vez en cuando, sonriente.
—Piensalo, ¿vale? —me dice— Si querés volvé a dormir, yo me voy a hacer ejercicio.
—¿Tan temprano?
—Si no no tendría tiempo —sonríe, abre la puerta de su cuarto, pero no entra, sino que me mira por un instante más.
—¿Siempre eres tan productivo? —pregunto. Admito que no creí que fuera el caso. Los recuerdos que tengo de él son aquellos de hace años, y lo que conozco de su forma de ser se basa en las historias de instagram que alguna vez vi, o los videos que me aparecieron— Diario haces ejercicio, es... Bueno, ya quisiera yo tener esa fuerza de voluntad —esbozo una leve sonrisa.
—Es que vos no lo necesitás, ya sos perfecta —responde—. Otros tenemos que esforzarnos —bromea y entonces, tras despedirse con un movimiento de mano, entra al cuarto y cierra la puerta.
Mi sonrisa se borra de poco a poco, y me quedo quieta en el pasillo, pensando en sus palabras y en cómo han hecho que mi cuerpo me grite, usando esa voz que no tiene sonido, una alarma que no termino de entender. Al transcurrir los minutos, opto por regresar a mi cama y me sumerjo en el sueño poco después de oír a la puerta de Enzo abrirse de nuevo para marcharse a ejercitar.
—Es mi favorito —dice mi madre, sostiene en su mano una copa de vino y está sonriendo de oreja a oreja-. Me lo regalaste por primera vez en el verano antepasado, y desde entonces siempre tengo uno en casa. Imagina el gusto que me dió encontrar una botella aquí -ríe.
—Tengo buen gusto —respondo y bebo mi copa—. Eso no ha cambiado —le guiño un ojo.
En la cocina solo estamos nosotras dos, he pedido a mis hermanos que se tomen la tarde, que se diviertan y que no se molesten por preparar la cena, pues me encargaré yo. Mi madre se ha quedado conmigo, estuvo mientras preparaba la ensalada y me ayudó con eso y la pasta. Estamos esperando a que todo esté listo, y mientras tanto, conversamos de esto y de aquello.
—Bueno, ya dime, ¿esta cena tiene algún motivo especial? —pregunta mi madre en un punto de la charla.
—Agradecerles —respondo—. Todos han estado al pendiente, se pasan el día aquí ayudándome en todo lo que pueden —le sonrío, me vuelvo y extraigo unas bolsas del refrigerador—. Es lo mínimo que debería hacer.
—Lo hacemos porque te queremos, Celia, espero que eso lo sepas —dice ella. La forma en la que habla deja ver el trasfondo de sus palabras, ella sabe que nuestra relación no es la mejor, y que a raíz del accidente ha estado empeorando. Pero me quiere, y yo a ella—. La cena se ve deliciosa.
—Claro que sí, es la receta de papá —comienzo a preparar los ingredientes para el plato principal.
Entonces, incómoda porque externar sus emociones no es lo suyo, se da la vuelta hacia el fregadero y decide lavar su copa hora vacía.
—Le mandé un mensaje hoy —digo—. Lo vio pero no respondió, así que planeo llamarlo mañana —niego—. ¿De verdad...
—Perdona. Voy a salir, tengo que hacer unos pagos y reunirme con tus hermanos, volveré a tiempo para la cena —me dice, se seca las manos y sin darme tiempo a hablar sale del lugar con el celular en la mano.
Me quedo sin saber qué hacer, con el cuchillo en una mano y la carne de res en la otra. Estábamos pasando un buen momento, como pocos, así que no puedo evitar sentirme mal por el modo en que me ha dejado, con la palabra en la boca y con la cena —en la que se comprometió a ayudarme— sin terminar. Me obligo a tragarme el ardor que nace en mi garganta, suspiro y me sacudo cualquier emoción negativa de encima.
Ahora entiendo por qué tenemos un pequeño televisor en la cocina. El ruido que hace me ayuda a distraerme, y me descubro intercalando mi atención entre una telenovela y los filetes que estoy terminando de preparar. El tiempo vuela de ese modo, y en cuestión de nada, ya tengo todo listo. Supongo que no ir a trabajar tiene su lado bueno, puedo explayarme en el tiempo que le dedico a tareas como está sin sentir que estoy perdiendo el tiempo.
A las ocho de la noche, la mesa está puesta. Pero mi casa sigue vacía.
Mi celular aún no puede desbloquearse, nunca activé la huella digital ni el reconocimiento facial porque al parecer vivo con la mentalidad de la era de las cavernas. Así que mientras eso se soluciona, no tengo forma de comunicarme con nadie.
—¿Tendremos que cenar solos? —pregunto mirando a Rocky y a Nieve, ambos están acostados en el suelo, junto a la mesa, esperando a que les convide un poco de la cena.
Estoy convencida de que les he avisado que tenían que estar aquí a las ocho. Me aseguré de que Enzo recibiera el mensaje, por medio de mi hermana. Mi madre y mis hermanos también están enterados. Me pongo a pensar en que debí esperar antes de servir la comida, que ahora se está enfriando. Supongo que olvidé que estoy en México, donde la puntualidad es una rareza.
Pasa media hora más y no hay señales de que alguno piense en volver pronto. Mi celular está aquí, a mi lado, no puedo hacer llamadas, pero puedo recibirlas y aún así no ha sonado una sola vez. Me pongo de pie y me siento en el suelo, junto a mis dos perros. Rocky brinca de un lado a otro, alegre por este acercamiento que no tuvimos en días y se deja caer junto a mí, con la panza al aire para que le acaricie. Nieve, celosa, replica su acción y así cada uno está a mi lado pidiendo mi atención.
—No puedo quejarme cuando los tengo a ustedes, ¿verdad? —digo y les doy caricias.
Una parte de mí quiere dar rienda suelta al sentimiento de abandono, pero la otra se recuerda a sí misma que he sido bien cuidada y amada por los días pasados y que esta situación debe tener una explicación. Sin embargo, cuando dan las diez de la noche, cualquier tipo de explicación que puedan darme me parece absurda.
He terminado mi cena y estoy de pie, al lado de la mesa, con una copa de vino en la mano que me sirve para no desmoronarme; no sé si debo estar molesta, o si debo preocuparme. ¿Les ha pasado algo? Un efecto inesperado de esa copa, pero que agradezco, es que cuando Enzo llega a la casa y me encuentra con ella en la mano, luzco como si esto no me importara y no me estuviera haciendo estallar de coraje. Me brinda elegancia. Y por supuesto, un aspecto que hace que el hombre frente a mí entienda cuán grande ha sido su metedura de pata.
Enzo, que al principio sonreía y estaba llamando mi nombre, ahora está petrificado en la entrada de la estancia, y mira la mesa con todos los platos dispuestos y llenos, menos el mío. Yo lo observo, sin mostrar emoción alguna, escrutando su comportamiento, y doy otro sorbo a mi bebida. No sabe qué decir, me mira a mí y luego de nuevo a la mesa, repite la acción un par de veces más.
—¿Vos preparaste esto para nosotros? —pregunta.
—No, me dio mucha hambre y decidí servirme cinco platos de comida —le sonrío, por supuesto no hay ni una pizca de genuina alegría en el gesto.
Enzo aprieta los labios y respira hondo. Se acomoda el cabello y une ambas manos a la altura de la boca.
—No lo sabía, cariño.
—Te mandé un mensaje —digo—. Más bien, mi hermana lo mandó.
Enzo se apresura a revisar su celular.
—No recibí nada —explica. Pero a mi no me importa y volteo hacia otro lado. Lo escucho caminar hacia mí—. Celia, si lo hubiera sabido, créeme que habría estado acá a tiempo —me muestra la pantalla de su celular, en la conversación con mi hermana, no hay mensajes del día de hoy.
—Es muy fácil borrar un mensaje.
—Celia —dice Enzo, me toma de la mano y yo la aparto. Él suelta un suspiro exasperado—. Estoy siendo sincero. Mirame, por favor.
Me tomo mi tiempo para hacer lo que me pide. El enojo me puede más y me aterra la idea de creerle, porque no podría imaginar cuán tonta me sentiría si resulta que, tal como imagino, él ha borrado este mensaje para tener una excusa. Puede que sea un pensamiento demasiado fatalista, pero imposible de pasar por alto.
—¿Por qué estás sola? —me pregunta— ¿Dónde están los demás?
—Ese no es el tema en este momento.
—¿Cuántas horas has estado sin alguien que te esté cuidando?
—No soy una niña...
—Celia, acabás de salir del hospital —me recuerda. Está molesto, pero no conmigo, está enojado con la situación, con mi familia por dejarme sola, con él por ser parte de las personas que me han dejado plantada—. ¿A qué hora era la cena?
—A las ocho —dejo de mirarlo y le doy la espalda, porque creo que me echaré a llorar de nuevo y la sola idea me repugna. He llorado demasiado estos días, no pienso hacerlo de nuevo—. Yo les pedí que se fueran, se han tomado muchas molestías estos días, quería que se divirtieran y... —señalo la mesa con un ademán— Tener un detalle con ellos.
El sonido de una de las sillas al moverse me hace voltear, Enzo me invita a sentarme en el lugar que me corresponde. El plato, ya vacío, luce triste entre los demás. Yo no me muevo de mi sitio, pero él insiste y extiende una mano hacia mí.
—La noche aún no terminó —dice él—. Y aunque ellos no estén acá, yo sí. Por favor, concedeme tu compañía mientras ceno.
Pero no es fácil confiar. Él le habla a la mujer que conoce desde hace años, sabe cómo soy, cómo luzco cuando miento o cuando estoy siendo sincera, me ha visto en muchas facetas. Yo no sé cómo luce cuando miente o cuando dice la verdad, no sé si en verdad me ama o si esto es una puesta en escena más. Miro su mano, aún extendida y no sé si tomarla sea mi mejor opción.
—Por favor —dice—. Por favor, cariño.
Con vacilación me acerco a él. Cuando nuestras manos se juntan, en mí surge una confianza que por un momento me desconcierta. Es repentina. Es inesperada. Y me aterra, en verdad me aterra, la forma en la que de un instante a otro puedo cambiar de parecer cuando se trata de Enzo. Me hace sentir vulnerable, y es tan nuevo, que parte de mí quiere huir.
—No sé cómo confiar en ti —confieso, de pronto. Enzo aprieta los labios y le cuesta reprimir el dolor en su semblante—. No sé cómo hacerlo, Enzo. Los días pasan y cada vez descubro más cosas que ignoro de ti y de nosotros. Siento que estoy fingiendo, todo el tiempo, finjo que esta es mi vida y que tu eres mi esposo. No llevamos ni una semana así y ya estoy agotada.
—Bien.
—¿Bien? ¿Eso es lo que vas a decir?
—¿Sentís que estás fingiendo? Finjamos entonces —coloca una mano en mi mejilla, y no entiendo por qué, pero sonríe—. Finjamos hasta que se vuelva realidad. Ya lo hemos hecho antes, podemos hacerlo de nuevo.
—¿De qué hablas?
—No te he contado cómo nos enamoramos, ¿no? —acaricia mi mejilla, con tanta dulzura que creo que voy a derretirme en ese preciso instante— Fue así, Celia.
—Una relación falsa —digo—. ¿Tú y yo? Eso... —me quedo sin palabras.
—Cuando ese periodista te amenazó por segunda vez, necesitabas a alguien a quien pudieras presentar como tu pareja —deja de acariciar mi rostro, guía mi mano y me hace tomar asiento. Está detrás mío, de pie, y yo no lo veo, pero su presencia es tan intensa que no hace falta. Se inclina, y pone su rostro cerca de mi cuello, su aliento roza mi oído y me provoca un estremecimiento—. No me asusta, ni un poco, la idea de que volvamos a fingir hasta que estés, de nuevo, completamente enamorada de mí.
Apenas y noto como se mueve, va hasta su lugar en la mesa, toma su plato y dice que irá a calentarlo y a traerme un aperitivo. De un momento a otro estoy sola en la mesa y puedo permitirme suspirar con incredulidad, soltando el nerviosismo y la sorpresa por el modo en que Enzo ha reaccionado a la situación. Una parte de mí está confundida, pero la otra sonríe con aprobación.
Me llevo una mano al corazón, que palpita con fuerza. Mi respiración se agita. Esto es, sin lugar a dudas, un signo inequívoco de que ese hombre sabe cómo alterarme los sentidos. Apenas soy capaz de razonar.
La puerta principal se abre de golpe, interrumpiendo mi ensimismamiento. Hace unos minutos, cuando Enzo llegó, me sorprendió su aparición en el comedor, él es sigiloso. Mi familia, por el contrario, viene armando un alboroto. Se oyen carcajadas y tropiezos. Me levanto, pero no abandono mi posición en la mesa. Entonces irrumpen mi madre y mi hermana, tambaleándose de borrachas, con mi hermano sujetándolas a ambas, con gesto de hastío, cansancio y enfado.
—¡Shhhh! —mi madre me ve y se lleva un dedo a los labios— No empieces.
Arturo tiene la misma expresión que Enzo tenía al llegar, está atónito y avergonzado por la cena que he preparado y la que él no llegó a tiempo.
—De verdad que lo intenté, pero no podía dejarlas solas -dice mi hermano, parece horrorizado de sí mismo mientras observa los platos de comida y luego a mí—. Si hubiera dependido sólo de mí...
—Está bien —le digo—, te creo. Basta con verlas para saber de quién es la culpa.
Ana rueda los ojos y suelta un soplido incrédulo. Mi madre le da un manotazo en el brazo, riñendola.
—Llévalas a su cuarto y luego ven a cenar —le digo a Arturo—. Enzo está en la cocina, volverá pronto, acompañanos en la mesa —tomo asiento de nuevo, obligándome a mantener la compostura. De nada me serviría armar un escándalo.
—Los acompañamos también —dice mi madre. Se libera del agarre de Arturo y camina con dificultad, hacía la mesa.
—Ve a dormir, no estás en condiciones de comer.
—Bah, claro que puedo —se sienta, pero queda muy al borde y está por caerse. Me pongo de pie por inercia, con la intención de ir hacia ella para ayudarla a acomodarse, pero no es necesario porque ella sola se ha enderezado—. Mi preciosa hija hizo esta cena para mí, debería comerla —me guiña un ojo.
Me muerdo el interior de las mejillas. Los ojos me escuecen. La humillación me recorre el cuerpo entero y tengo que tomar asiento, porque de otro modo, creo que me quebraré.
—Si sabían que esta cena era para ustedes, ¿por qué llegan así? —pregunto, la voz casi se me corta, pero por suerte soy capaz de disimularlo.
—¿Así cómo? —pregunta Ana, ella también intenta soltarse del agarre de Arturo, pero él no se lo permite y la mantiene a su lado- ¿Feliz?
—Vete a dormir, esta mesa es para los que estamos sobrios. Mañana hablamos.
—Pero si vinimos para cenar contigo —dice Ana, mira a Arturo—. ¿Ves? Te dije que no tenía caso, nos hubiéramos quedado.
—No estás pensando lo que dices —Arturo la comienza a mover hacia afuera de la estancia, pero Ana se resiste—. Ana, no provoques más problemas. Celia necesita que la apoyemos no...
—¡Celia! Siempre Celia —se ríe—. ¡Todo es sobre Celia!
Sus palabras me golpean. Ella no. Ella es mi hermana, ella no es como mi madre. ¿Por qué dice eso? Veo dolor en sus ojos, resentimiento en cada sílaba que pronuncia. ¿Qué ha pasado en estos dos años? ¿Por qué ahora mi hermana siente que la estoy desplazando?
—Cariño —el toque de Enzo en mi brazo me sobresalta, está detrás de la silla, de pie, y desliza su mano hasta mi hombro. Al alzar la vista, lo encuentro furioso y tan serio que apenas lo reconozco, él observa a mi familia, a mi madre que mastica con dificultad, a mi hermana sosteniéndose de Arturo—. ¿Qué está pasando?
—¿Le diste esto de comer a tu esposo? —pregunta mi madre, ignorando a la pregunta de Enzo—. Es carne —se burla.
—¿Y? —replico.
—Que él es vegano —niega y sigue comiendo.
Volteo a ver a Enzo quien niega y me susurra que está bien, que eso no tiene importancia ahora.
—Vamos, señora, la llevo a su pieza —dice Enzo, me da un suave apretón en el hombro, como si me pidiera que por favor aguante un poco más, que él se hará cargo. Va hacia donde está mi madre y extiende su mano para que ella la tome.
—Tan caballero como siempre —dice ella, toma la mano de Enzo y me sonríe—. Excelente elección, mi niña. Excelente elección —le da una palmada en la mano a su yerno y se pone de pie como él se lo ha pedido.
—Arturo, llevá a Ana a su pieza —pide Enzo.
—Vine a cenar, no a dormir —se queja Ana y en un descuido se suelta de la mano de Arturo, corre hasta la mesa y se sienta a mi lado— Gracias por la cena —me dice.
—Lárgate —respondo, porque ella no es mi madre y me es mucho más fácil hablarle desde mi enojo.
—¿Qué?
—¿No te vas? —pregunto— Entonces come sola —me pongo de pie con brusquedad y estoy por irme cuando ella me toma del brazo. Está a punto de llorar.
—¿Por qué me hablas así?
—Mañana mismo se van de esta casa —digo, en voz firme. Me quito la mano de mi hermana de encima, mi madre y ella lucen atónitas y terriblemente ofendidas—. Agradezco su apoyo en los días pasados, de verdad. Pero esto no es sano para ninguno de nosotros. Mirate —le digo a Ana—, toda esa basura de "siempre Celia, todo es sobre Celia" solo significa que estar aquí te está haciendo daño.
Ella aprieta los labios y enrojece, no sé si de ira o de vergüenza, puede que de ambas.
—Arturo, tú puedes quedarte el tiempo que consideres prudente —me obligo a tragar y con ello me llevo las lágrimas que lucho por contener—. Buenas noches —comienzo a alejarme, sin dirigirle la mirada a mi madre o a mi hermana, evito tambien posar los ojos sobre la mesa, porque me siento cómo una idiota, preparé toda esa cena como muestra de mis sentimientos y esta fue tratada como una burla.
—Perdón —dice Ana. Lo suelta desesperada, con la voz rota, y me toma de la mano con vacilación. Cuando volteo, está hecha un mar de lágrimas—. No sé qué me pasó. Hago lo mejor que puedo, ¿está bien? Intento fingir que todo está bien, dicen que así vas a recuperarte más rápido y que te ayudaremos —se le quiebra la voz. Escucho a Arturo maldecir y venir a paso apresurado, llama a Ana en un tono extraño, como si le advirtiera que no debe seguir hablando—. Pero no soy tan fuerte, no puedo solo sonreír cuando extraño tanto a papá, porque lo único que quiero es morirme también e irme con él —llora desesperada, rota, ahogada en dolor.
—Papá... —la voz se me quiebra.
Mi hermana se da cuenta de lo que ha dicho e intenta arreglarlo, pero ya es tarde y al notarlo se queda petrificada.
Así como así, sin previo aviso, mi mundo se derrumba. No puedo creer lo que me dicen, y sin embargo, el dolor en los ojos de mi hermana es prueba irrefutable. Mis lágrimas brotan solas, una tras otra, sin que yo pueda reprimirlas. Será por inercia, porque mi cuerpo está habituado a buscar refugio en Enzo, que me dirijo hacia donde está él. Sus brazos me acogen y yo busco desesperada en su mirada algo que me diga que es mentira. Pero no lo niega, no dice nada.
—¿Es cierto? —le pregunto— ¿Mi papá...?
Él cierra los ojos y una lágrima recorre su rostro, cuando los abre, veo con claridad la respuesta, la realidad.
—Sí —dice él—. Lo siento mucho —busca mi mirada, pero yo ya no puedo verlo.
—No... —susurro, casi sin aliento— No... —repito—. No, no es cierto —comienzo a desgarrarme.
Enzo no sabe qué decir, mueve los labios pero no halla las palabras. En medio de la conmoción, del silencio, comprendo por fin lo que me están diciendo. Entonces dejo de murmurar, y el llanto sale lacerante de mi garganta. Enzo me abraza, me protege con su cuerpo para que no me rompa en mil pedazos, acaricia mi cabello y llora a mi lado.
—¡Mi papá! Mi papá, mi papá, mi papá... —¿dónde está mi papá? Su ausencia pesa, arde, me está quemando y matando. Solo puedo repetir las mismas palabras una y otra vez, porque lo estoy llamando, estoy buscándolo y no aparece.
Sigo pronunciando su nombre, pidiendo por él. Luego niego, exclamo un "no" tras otro, con la voz quebrada, herida y lastimera. Jamás dolió algo tanto como esto. No pude despedirme de él. No pude decirle adiós. No estuve en su entierro. Simplemente, de un momento a otro, ya no está. El cuerpo de Enzo tiembla junto con él mío, y el llanto de mis hermanos y mi madre llegan a mis oídos.
Por eso estaban tan destrozados, por eso mi hermana apenas podía hablarme, porque no podía fingir, porque la estaba matando fingir que no se estaba deshaciendo de dolor. Todos lo sabían, todos ellos. Enzo también. Y aunque quiero odiarlos por ocultarlo, no puedo hacerlo, no cuando escucho como ellos están tan quebrados como yo.
↶*ೃ✧˚.❃ ↷ˊ N/A ↶*ೃ✧˚.❃ ↷ˊ
Si quieres estar al pendiente de los anuncios, adelantos y demás contenido, te comparto mis redes sociales:
Instagram: loonys.writer | Tumblr: loonyswriter |Tiktok: loonys
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro