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I. Celia




.·:*¨ ¨*:·.


Ya he estado perdida antes. He vagado por el laberinto de la existencia en distintas etapas y circunstancias. Se ha pérdido mi alma, en días o situaciones que pusieron mi moral y espiritualidad a prueba; he pérdido mi camino, cuando era joven e ignoraba mi identidad y mis aspiraciones; se ha pérdido mi hogar, junto con mi familia, cuando decidí emigrar a otro país para perseguir mis sueños. He navegado por este océano de incertidumbre tantas veces en los últimos años, que pensé que ya me habría habituado a sus oleajes, y que si me tocaba afrontar otro trance difícil de mi vida, tendría lo necesario para tomar el timón y afrontar lo que viniera.

Pero me equivoqué.

El miedo me invade. Es lo único que siento, lo único que pienso, mientras observo a mi familia. Todos están aquí, afuera de la habitación. Los veo a través del ventanal que me separa de ellos, es amplio, y las cortinas que deberían otorgarme intimidad están entreabiertas. Conversan entre ellos, sin darse cuenta de que he despertado. Algunos me dan la espalda, entre ellos un desconocido que luce una camisa azul pálida, casi gris, ceñida al cuerpo. Su cabellera es medianamente larga —sin peinar debe rozarle el lóbulo de la oreja— y se agita cuando él pasa su mano sobre de ella para acomodarla.

No debería fijarme en él, no ahora. Acabo de despertar, estoy en un hospital, escucho el monitor con su ritmo constante, y también percibo aquel aroma tan propio de estos lugares. Algo me ha ocurrido, aunque no soy capaz de recordar qué. Hay mucho por lo que preocuparme, pero aún con eso, en medio de mi confusión y cansancio, ver la espalda de aquel extraño se ha convertido en lo único que puedo hacer. Me estoy aferrando a verlo y usarlo como un ancla para no perder la calma.

Reconozco a mis hermanos a pesar de que también me dan la espalda, así que en definitiva, sea quien sea el hombre de la camisa azul, no es cercano a mí. Ana, mi hermana mayor —y la segunda hija de la familia—, tiene una mano en su hombro y le da una caricia suave, en lo que parece un gesto que intenta ofrecer apoyo. Así que deduzco que debe ser su pareja, aquel contador de su trabajo que no me quiso presentar ni siquiera antes de mudarme a Nueva York, cuando dejé atrás mi país natal: México. Bueno, al menos lo conoceré ahora, y podré ver si mi intuición sobre qué es un patán es acertada o no. Los recuerdos que tengo de su relación, no lo ponen en buena estima, Ana solía llegar llorando a casa por las constantes peleas que tenía con él, sin embargo, ahora que lo estoy viendo —incluso si es de espaldas—, puedo entender por qué lo ha perdonado tantas veces.

Arturo —mi hermano mayor—, voltea en ese preciso instante y sus ojos se encuentran con los míos. Su cuerpo se endereza, perdiendo aquella postura abatida que tenía hasta hace unos segundos, y sonríe mientras dice algo, alertando al resto. No se queda quieto, sino que camina de inmediato mientras pide en voz alta por un médico. Cuando vuelvo la vista al ventanal, mi familia entera está celebrando, se abrazan y sonríen envueltos en un llanto alegre. Debería asustarme, significa que lo que sea que me ocurriera, es lo suficientemente grave como para alterar a personas tan fuertes como ellos. En verdad debería estar asustada. Pero no es el caso, porque la sorpresa y la confusión toman mayor importancia ahora que el hombre de camisa azul se ha dado la vuelta y está viéndome de frente a través del cristal.

Ese en definitiva no es el novio de mi hermana.

Ahí, de pie, con una sonrisa cálida y mirada brillante, está Enzo Vogrincic.

El shock inicial es potente. Mi mente se divide de inmediato en varias partes, una de ellas piensa en la razón por la que él podría estar ahí, otra está intentando deducir si se trata solo de alguien muy parecido a Enzo; y la última, está brincando de emoción porque es el hombre más hermoso que he visto en mi vida, y porque las imágenes de su perfil profesional y los videos que mandó al estudio para audicionar hace unas semanas, no le hacen justicia. Sin embargo, esa última parte, en verdad es pequeña, y yace oculta detrás de todos mis otros pensamientos.

Sin poderlo evitar, me irrito, y estoy a tres segundos de pedirle a alguien que lo saque de aquí de inmediato. No puedo despegar la mirada de él mientras decido que es un idiota, pero que no sé qué tipo de idiota es. No importa qué tanto un actor desee un papel, hostigar a la productora incluso cuando está en el hospital es excesivo. Mi enfado no debe ser evidente en mi semblante, porque Enzo me sonríe en este preciso instante, aumentando mi confusión y molestia.

Podría esperar ese comportamiento de un novato, de alguien desesperado por obtener un trabajo tras meses o incluso años de ser rechazado —e incluso en esos casos sería inaceptable—; pero Enzo es la estrella del momento, acaba de tener un gran éxito con su aparición en una de las películas más exitosas de los últimos años, y además, lleva bastante tiempo dentro de la industria. Él debería saber que el proceso de casting es complicado y largo, y que darle una respuesta sobre si fue aceptado o no para el papel tomará tiempo.

Por eso no puedo decidir del todo si es el tipo de idiota amable que carece de sentido común y quiere ser amistoso al venir a ver cómo estoy, o si es el tipo de idiota arrogante que cree que presionar y presentarse aquí le daré el protagónico. Sea como sea, ninguna de las dos opciones concuerda con la imagen que mis colegas y yo tenemos de él, es bien sabido entre la gente del gremio, que trabajar con Enzo resulta agradable y cómodo, pues se destaca por su conducta educada. Así que sigo sin terminar de entender su comportamiento.

Mi hermano regresa y junto con él viene un médico, ambos conversan con mi madre y mi hermana, entretanto, Enzo divide su atención entre lo que dice el hombre y mirar en mi dirección. Me sonríe, y lo hace con tanta confianza que algo dentro de mí se agita. Consternada, opto por eludir su mirada y observar mis manos, las uno y los dedos se rozan unos con otros. Esto es demasiado confuso, pero le adjudico la sensación al hecho de que apenas estoy despertando y es natural que no entienda nada.

Dos golpes en la puerta me hacen levantar la mirada, ahora solo mi madre y Enzo están en el pasillo. La perilla se mueve y la puerta se abre dejando ver el rostro de un médico que parece apenas mayor que mi hermano. Su sonrisa es afable y cordial, y yo se la devuelvo con cortesía, pero no puedo evitar volver a centrar mi atención en Enzo, que en ese momento le pasa un brazo por encima de los hombros a mi madre al tiempo en que ella le da palmadas suaves en la espalda. Eso me desconcierta; mi madre, aquella mujer apática y distante que dejé en México, y que normalmente se habría encogido y apartado, lo abraza con confianza. Tal vez el hecho de que él esté aquí debería ser lo que más me sorprenda, pero al menos aquello podía explicarse con el tema del casting. Por otro lado, la cercanía de mi familia con él... No tiene sentido alguno.

—¡Celia! —es la voz de mi hermano, que entra tras el médico, la que me devuelve a la realidad. Está sonriendo de oreja a oreja, y sus ojos brillan con lágrimas de alegría contenida.

Me conmueve y angustia a la vez ver como ha envejecido en este corto tiempo, ¿acaso alguien puede cambiar tanto en dos meses? Ah, tal vez no ha dormido, si vino desde México hasta aquí para verme, entonces debe llevar días angustiado.

Así que es cierto que la preocupación te hace lucir más viejo, pienso.

Detrás de mi hermano, se asoma una figura más. Es Enzo. Evito mostrar enfado, si bien estoy molesta, no es propio de mi perder la compostura cuando se trata de trabajo, así que coloco en mi rostro una sonrisa amable, propia de mi conducta profesional. El gesto, sin embargo, no logra crear el clima de cordialidad que esperaba, pues Enzo se queda paralizado en su sitio al ver mi recibimiento, y tarda unos segundos en reaccionar.

El médico se presenta como Smith, y me hace una serie de rápidas preguntas a las que doy respuesta de forma casi automática. Todo mientras la incomodidad me oprime el cuerpo entero, no sé a dónde mirar, ni qué decir o qué hacer. Lo único que sé, es que Vogrincic no debería estar aquí, invadiendo mi espacio, en un momento como este. Alterando el equilibrio de mi ya de por sí precaria situación. Poco parece importarle, porque no solo no se marcha, sino que se acerca más, incluso más que mi hermano, y escucha con atención lo que el médico tiene que decir.

—El golpe fue duro, pero has tenido buena suerte —dice Smith, tocando con cuidado la parte posterior de mi cabeza. Un escalofrío me recorre de inmediato, y seguido de este el dolor se hace presente en la zona que ha tocado. Smith se disculpa con una mirada—. Vi la foto de las escaleras, si hubieras caído de frente y no de lado, podríamos estarnos enfrentando a una situación más grave —voltea a ver a los dos hombres y continúa explicando—. Va a necesitar...

—Perdone —lo interrumpo. Miro a Enzo, que me presta su absoluta atención. No puedo creer que no se haya ido de esta habitación antes, y que yo tenga que verme obligada a decir esto—. Lamento no atenderlo en este momento, como verá, no estoy en las mejores condiciones. Si no es urgente, le agradeceré que espere afuera de la habitación mientras converso con mi médico. ¿Será eso posible, señor Vogrincic?

Sonrío para restarle dureza a la petición, pero ni así Enzo logra disimular su desconcierto, y casi me compadezco de él. La cosa es que estoy segura de haber sido cortés, dentro de lo posible en estas circunstancias.

—¿Qué? —murmura, como si se le hubiera escapado el aliento. Su mirada se desvía de mí y se posa en el doctor Smith y en mi hermano.

—No se preocupe —le digo—, le garantizo que no habrá desperdiciado su tiempo. En cuanto termine con esto, lo haré pasar y resolveré cualquier tema que usted haya venido a tratar. Asumo que es importante, ya que se ha tomado la molestia de venir en persona —aunque mis palabras deberían haberlo apaciguado, Enzo parece agravarse con cada sílaba que pronuncio.

Es cuando muevo la vista gracias a la incomodidad que comienzo a sentir, y veo a mi hermano, que me percato de que al parecer me he excedido. Arturo luce como si hubiera dicho la peor de las cosas, cuando lo único que he hecho es pedirle a una persona de mi contexto laboral que me dé un momento para tratar temas personales. Ya es suficiente con que Enzo haya estado presente en mi primer diagnóstico, no tiene porque continuar escuchando los pormenores de mi estado de salud. Me siento expuesta, demasiado. Y si hay algo que me caracteriza, es que no reparo en hacer lo necesario para librarme de lo que me incomoda, incluso si se trata de un actor exitoso.

—¿No sabes quién es? —me pregunta Arturo.

Elevo las cejas. ¿Qué importa que sea famoso? Eso no le da un pase directo para meterse en mis asuntos, ni a verme de este modo, ni a llenarme de incomodidad o a invadir mi espacio. Tengo que obligarme a no soltar un mar de improperios dirigidos a mi hermano, en su lugar, finjo una actitud serena.

—Claro que lo sé —miro a Enzo, hay de pronto un brillo en sus ojos, que se apaga cuando continuo—. Hizo una audición para la película de la que te hablé. Es un actor muy prometedor y con mucho talento, eso es seguro —espero que mis halagos sirvan para disminuir su tensión, pero parece que no hace más que agravarse. Ya está, me rindo—. ¿Pueden decirme qué pasa? —pregunto, y cuando se miran entre ellos, da la impresión de que se conocen tan bien que no necesitan hablar para entenderse— Si dije algo grosero, señor Vogrincic, le pido...

—Enzo —me interrumpe. Sus cejas se contraen, y en sus ojos hay una emoción profunda y agobiante—. Por favor, llámame Enzo, no "señor Vogrincic".

Nos miramos el uno al otro. No lo comprendo a él, ni a nada de la situación en general. Aún así, doy un asentimiento y le sonrió amablemente, en un esfuerzo por eliminar aquella terrible sensación que nos envuelve a ambos.

—Por supuesto. No quise incomodarlo —digo, no me conviene que se moleste. Es un buen actor, y seguro le daremos el papel, así que necesito establecer una relación cordial con él. Sin embargo, no cedo en mi postura, y me mantengo firme, después de todo, en poco tiempo podría ser su jefa—. Así que, Enzo, ¿puede hacerme el favor de esperar afuera?

Los tres se agitan incómodos en sus posiciones, y se miran entre sí. El médico asiente, como si les diera a entender que hacerme caso es lo más prudente. Arturo baja la mirada y se pasa una mano por el cabello con evidente estrés.

—No creo... —balbucea mi hermano, pero la mano de Enzo se posa en su hombro para acallarlo.

—Por supuesto —responde con la voz rota, forzando una sonrisa. No me había percatado de su postura firme y segura, sino hasta ahora que la ha perdido por completo, porque su cuerpo parece a punto de doblarse en sí mismo. Con terror noto que es auténtico dolor lo que siente, y que yo se lo he infligido. Cientos de preguntas comienzan a formarse en mi cabeza, y empiezo a pensar en qué es lo que está mal conmigo, porque sin duda alguna, he cometido un error—. Estaré afuera.

—Lo siento —le dice Arturo. Enzo niega y le pide que no se preocupe.

Antes de irse, me mira por última vez. Su mirada, antes alegre, está tan apagada que consigue ponerme ansiosa, y por si eso no fuera suficiente, se le han llenado los ojos de lágrimas. Enzo, tan irreal como parece, me da la espalda y sale de la habitación, donde mi madre lo recibe con un abrazo y una mirada llena de dudas.

Arturo y Smith se acercan el uno al otro para hablar en susurros, buscan una privacidad que les concedo sin rechistar porque no tengo cabeza para discutir con ellos ahora mismo. No soy ninguna idiota, ver la respuesta de Enzo a esta situación, su interacción con mi familia y —por más que me asuste— la mirada que me ha dedicado, es suficiente para darme cuenta de que al parecer somos cercanos y yo no lo recuerdo. La idea es tan ridícula a mi criterio, tan poco probable y al mismo tiempo tan cierta, que la emoción me puede más y mis manos comienzan a temblar.

No es cierto, me digo, todo tiene una explicación. Quizá Enzo y mis hermanos son cercanos y yo no lo supe sino hasta ahora... O tal vez sí está aquí por motivos laborales, y se ha sentido incómodo al punto de casi llorar por la vergüenza... Quizá, solo están grabando una cámara oculta para usarla más adelante en la promoción de la película. Quizá esto, quizá lo otro. Mil razones pueden existir, y todas y cada una las pienso. Pero en el fondo soy consciente de la verdad. Intento aceptar la situación cuando Smith me hace una serie de preguntas y más adelante me da la noticia de que en efecto, presento amnesia postraumática, provocado en este caso por un golpe en la cabeza o, como dice el doctor, un traumatismo craneoencefálico.

No me concentro, a partir de que se me da aquel diagnóstico, en nada de lo que ocurre a mi alrededor. Apenas soy consciente de lo que se me dice y de lo que hablan entre ellos. La frase "dos años", es la que más se repite, más me asusta y más comienzo a detestar.

—Si no lo recuerda a él, entonces como mínimo ha pérdido dos años —reitera Arturo.

Y sé que debería tener sentido esa frase, porque me pone los vellos de punta, pero lo cierto es que no logro comprender del todo su significado. En tanto, ellos siguen conversando, como si yo no existiera más. Fiel a su costumbre, Arturo busca hacerse cargo para elegir el mejor camino a seguir, y en esta ocasión, está tan preocupado que no deja de hacerle preguntas a Smith, ¿será progresivo? ¿Deberán internarme? ¿Cuál es el tratamiento? Debería quedarme aquí algunos meses, es lo mejor. ¿Podré trabajar? ¿Debería contratar ayuda?...

Solo una vez en mi vida me he sentido así. Y aquel día lo recuerdo con una claridad punzante. Fue hace seis años, al menos para mí. Estaba en medio de un mar de personas, todas hablando entre sí, y cuando alguien se acercaba a mí para expresarme su pésame, yo no era capaz de dar más que un asentimiento cortés. Si eso ofendió a alguien, nunca lo noté, pues viví aquellas horas sumergida en una irrealidad que oscurecía todo lo que me rodeaba, que silenciaba los sonidos y los sentidos. Ese día yo estaba en duelo por la pérdida de mi amiga, alguien que fue —y sigue siendo, incluso tras su partida— como una hermana para mí. Hoy, el sentimiento es parecido, aunque no entiendo por qué.

"... asustada. ¡Salgan de aquí!" exclama alguien. Pero no lo veo, porque me he cubierto el rostro con las manos, y así, encogida sobre esta cama de hospital, he decidido que es como me protejo mejor del mundo. "Sí, lo sé, yo también saldré, pero no hablen así delante de ella. Puede escucharlos y eso no la ayuda" continúa diciendo. Entonces sé que su voz debe resultar increíblemente familiar para mis oídos, que han decidido ignorar el resto de voces, excepto la suya. "No, ni a ti, ni a mí. Eso lo decide ella cuando se sienta mejor. Hablemos fuera"... "No, eso no será necesario. Solo denle un momento".

Y por fin hay silencio. Muevo mis manos a tiempo para ver a Enzo salir detrás de mi hermano y el médico, quienes siguen discutiendo afuera. Antes de que la puerta se cierre, nuestros ojos se encuentran, y aquel gesto severo que llevaba en el rostro se deshace en uno suave e indeciso. No sé qué veo en sus ojos, de verdad no lo sé, pero logran calmarme. Él entiende. Eso es lo que me dice su mirada. Él me entiende.

*ೃ

Un par de horas después ya soy capaz de hacer frente a la noticia que me han dado. Me mantengo sentada, con mi espalda apoyada en el cabecero y la almohada. Mis manos descansan sobre mi regazo, entrelazadas. Finjo una compostura que no tengo, pero que si me esfuerzo en aparentar, podría volverse una realidad. Smith y las enfermeras han dejado la habitación hace poco, puedo quedarme sola y pensar si eso quiero, pero enseguida les he dicho que no. Estar sola y pensar a fondo, es lo que menos necesito.

El toque en la puerta me alivia, espero que Arturo entre y me diga que todo estará bien aunque sea mentira. En voz alta permito su entrada. Sin embargo, quien me acompaña no es mi hermano, sino Enzo, quien tarda unos segundos en ingresar por completo. Duda de cada movimiento y acción suya, creo que teme asustarme, por más absurdo que sea el pensamiento. Me dedica una sonrisa amable, pero no es capaz de ocultar su preocupación, que se le escapa por los ojos y hasta por la piel.

Estoy por quedarme sin aliento. Cuando lo vi hace algunas horas, algo parecía distinto, pero en aquel momento mi temor por mi salud y situación era tanto que lo pasé por alto. Ahora, estando solos, me sorprendo de haber podido ignorar el modo en que ha cambiado. Esos dos años que yo no recuerdo, pueden ser atestiguados en su cuerpo, un poco más grande y definido—detalle que aprecio gracias a su camisa ajustada—, su mirada, más madura, y su porte, más seguro, del tipo que se tiene cuando llevas a tu espalda una reputación que te permite caminar erguido y con confianza. Me pregunto qué tanto habrá pasado en este tiempo, ¿habrá conseguido grandes papeles? ¿Su popularidad habrá aumentado? Pero ninguna duda supera a esta: ¿qué hace aquí y qué relación tenemos?

Enzo señala la silla a mi lado y su ceja se eleva en una interrogante, con un asentimiento de cabeza le hago saber que puede sentarse. Sé que el silencio será incómodo si dejo que exista, por lo que de inmediato decido iniciar conversación.

—Lamento lo de hace un rato —digo mientras él se acerca y toma asiento.

Enzo no me responde al principio. Luce desorientado, por más que quiera disimularlo. Parece que busca en mí algo con desesperación, algo que no puede encontrar. Sé que está intentando ver a la persona que conoció hasta hace tres días, y no sé cómo reaccionar ante eso.

—Está bien —responde—. No te preocupes —suspira y con ello parece borrar el sentimiento de agobio, o al menos, finge que ya no está más—. Tu familia salió, se quedaron durante estos días en un hotel cercano. Ahora que despertaste están trasladando todo su equipaje a... Un lugar más cómodo.

—Bien —digo—. Merecen un descanso, seguro no han querido moverse de aquí en todo este tiempo.

—Así es —responde, y aprieta los labios en un gesto de nostalgia, que por supuesto no puedo interpretar dado que no tengo ningún recuerdo suyo—. Estuvieron al pendiente todo este tiempo. Han sido... días difícles —dice, y veo cuanto le pesan a él también los días pasados.

—Gracias, Enzo —digo—, por estar al pendiente. No sabía que éramos amigos, de haberlo sabido créeme que no te habría pedido salir... Yo... Estaba confundida.

Él frunce el ceño por un instante y me mira a los ojos, de pronto lo único que se distingue en su mirada es el dolor, y me sobresalto un poco. ¿Qué ocurre? ¿Qué he dicho?

—Es por la película que grabamos, ¿no es así? Ahí nos conocimos —deduzco, pero su silencio contínua—. Enzo, tienes que hablar conmigo —necesito que hable, porque de otro modo no podré arreglar esta situación. Esa mirada que me dedica va a volverme loca. Me siento culpable, y ni siquiera sé por qué—. Sé que esto es extraño, pero créeme que no estás más confundido de lo que yo lo estoy.

—Tenés razón —me dice de inmediato, saliendo del estado adormecido en el que se encontraba. Se pasa una mano por los ojos, como si quisiera espantar unas lágrimas que aún no estaban ahí—, tenés razón. Lo siento —intenta sonreír—, es solo que no sé cómo reaccionar, no sé qué decir.

—Aún soy yo —le digo.

Necesito que se tranquilice y que conversemos con la mayor naturalidad posible. Me consume la desesperación por recabar algún indicio de información, cualquier pista que me revele quién soy ahora y qué ha ocurrido con mi vida en estos últimos años. Y Enzo no solo es uno de los pocos que puede iluminarme sobre mí misma, sino que es el que más intriga me provoca.

Y me cuesta reconocerlo, pero su presencia en este lugar me resulta tan extraña, tan irreal e inapropiada... Por la manera en la que me observa intuyo que me conoce, que somos íntimos, y me duele no poder experimentar por él más confianza o afecto que el que siento por el médico o la enfermera que estuvieron aquí hasta hace unos instantes.

—Esto es como hablar con una vieja amiga, eso es todo.

—Una amiga —repite, se queda pensativo y asiente después de unos segundos—. Puedo hacer eso —esboza una leve sonrisa, y percibo un fugaz destello en sus ojos, una dulce alegría, al parecer evocar esos primeros años de nuestra amistad le reconforta más de lo que imaginé.

—Bien —digo y suspiro para intentar regular mis emociones—. El doctor Smith me contó que fuiste tú quien me encontró, que llamaste a la ambulancia.

Enzo me confirma lo dicho con un movimiento de cabeza, apoya sus codos en sus piernas y une sus manos en un gesto reflexivo.

—¿Quieres contarme sobre eso? —indago en un tono de voz suave y sosegado, quizás un poco más agudo y forzado de lo normal.

Enzo suelta una leve risa, algo que en un inicio me parece extraño, incluso maleducado dada la situación. Pero entonces veo como lleva una de sus manos hasta su boca, y deja un roce que pretende cumplir la función de disimular su gesto alegre. Me mira apenado, pero en sus ojos hay un brillo cristalino. Y sonrío también.

—Lo siento —dice, se aclara la garganta—. No me río del accidente, es solo... Me hablaste como si fuera un niño de cinco años.

Agradezco que haya reído, eso ha borrado aunque sea un poco del muro que hay entre los dos.

—Ese día yo salí tarde del laburo, decidiste adelantarte a casa porque querías estar lista para la cena que teníamos con Pedro esa noche —dice él—. Cuando llegué te encontré al pie de las escaleras... —el recuerdo lo transporta a otro sitio. Sus ojos enrojecen, y tiene que bajar el rostro para espantar las emociones que lo envuelven— Creí... —aprieta los labios y traga saliva con dificultad— Dios, no sé cómo tuve el valor para dejarte ahí y correr hacia el teléfono, ese simple acto demandó todo de mí.

—¿Fue en mi casa o en la tuya? —pregunto, porque quiero saber si sigo viviendo en aquel departamento que recuerdo, o si ya ni siquiera eso es real.

Enzo lo piensa por unos segundos, hay tanto en esa mirada, cosas que no me expresa en palabras pero que sus ojos se niegan a ocultar. Se humedece los labios, y se inclina un poco para tomar mi mano. El contacto me devuelve a la realidad de quién es él, un actor, un hombre desconocido, lejos de mi vida y de todo lo que conozco. Alguien que vi en pantalla al inicio, luego en videos, y finalmente en las audiciones de mi propio proyecto, y en ese último caso igual fue a través de una pantalla. Alguien que se siente tan irreal tener al lado... Sé que la única razón por la que puedo olvidar eso por momentos, es que contrario a mí, él sí me recuerda.

—Ni en la tuya, ni en la mía —dice él, contempla mi mano y sus ojos se humedecen cuando acaricia mi dedo anular, donde noto un espacio de mi piel más claro, dejado por la marca de un anillo que estuvo mucho tiempo ahí y que hoy no llevo puesto. Un anillo que aunque ha sido retirado, se niega a ser olvidado—. En la nuestra.

—¿Cómo?

—No soy solo un amigo más en tu vida—responde él. Me mira con tanta añoranza, tanto dolor y miedo... —. Soy tu esposo.

Esas palabras me dejan sin aliento. No sé cómo reaccionar ante ellas. No solo carecen de sentido, sino que son imposibles. Me conozco a mí misma, sé que la Celia de hace dos años no solo rehuía de cualquier relación, sino que jamás se habría casado por nada del mundo. Así que le sonrío, pero no con alegría, sino con perplejidad, como si le rogara que deje de hacer bromas y que sea honesto. Pero él permanece en silencio.

—Eso... —aparto mi mano de la suya. Él crispa el rostro de inmediato, asustado y a la vez buscando dentro de sí una madurez y serenidad que le permitan afrontar esta conversación— No, espera, eso tiene que ser un error. Yo no quiero casarme. Es decir, no quería. Tal vez no lo sepas, pero durante cinco años yo no...

—Sí, lo sé —me interrumpe—. No tenías planes de casarte en los próximos cinco años, me lo repetiste tantas veces —se lleva una mano a la sien, el recuerdo le arranca una sonrisa nostálgica—. Nunca pensé que volvería a escucharlo —se muestra incómodo, como si le hubiera vuelto un amigo del que quiere librarse, pero al que le guarda afecto.

—Esto es una broma —insisto—. Claro, porque eres mi amigo y sabes qué decir para sacarme de quicio —le sonrío, pero él no me devuelve la sonrisa.

Hay una razón por la que creí que se trataba de una broma: el matrimonio es tema prohibido. No es que no crea en él, tampoco se trata de un odio irracional por las relaciones serias. Simplemente sé lo que quiero, y sé que tener un esposo y una familia, en este momento de mi vida, sería una decisión emocional y no racional. ¿Yo, casada? ¿Cómo pude cometer semejante locura? ¿Cómo fui capaz de fallar a mis propias convicciones? Sí, quería casarme, pero hasta cumplir como mínimo veintiocho años. Tal vez no parezca mucha diferencia, pero en el mundo laboral lo es todo. Esos años pueden marcar un antes y un después en mi carrera. Simplemente no era el momento. ¿En qué estaba pensando?

Entonces un miedo más grande se apodera de mí, y la sola idea de que pueda ser cierta me hace palidecer. Él sabe que lo que le diré ahora me asusta, y se prepará para escucharme. Y, aunque sé que quizá pueda herirlo, decido preguntar:

—¿Tenemos hijos? —no consigo disimular, ni por asomo, el terror y rechazo que me produce esa posibilidad.

—No, Celia —dice él.

Ya no intenta fingir que está bien, ni que no le afecta mi indiferencia. Le duele que me alivie el hecho de que no tengamos una familia. Y a mi me duele no poder evitar sentirme aliviada por ello. ¿Qué clase de persona soy que siento regocijo con algo que a otro le hiere? Sus ojos, antes húmedos, se desbordan de lágrimas, y los míos no pueden evitar hacer lo mismo.

—Esto es... —se pasa una mano por los ojos para espantar el llanto— Muy difícil —dice—. No puedo... La forma en la que me mirás ahora mismo —su voz empieza a quebrarse—. Soy tu esposo, Celia, ¿cómo es posible que hasta hace unos días tus ojos me miraban tan distinto? —aprieta los labios para contener el sollozo que lucha por escapar de él—. No podés haberme olvidado —dice en una súplica que no va dirigida a mí, sino a quien sea que lo esté escuchando y haya permitido que estemos pasando por esto.

—Lo lamento, pero no te recuerdo —digo con la voz ahogada.

Mis labios tiemblan porque intento evitar romper a llorar. Sin embargo, cuando Enzo no puede más, y se deshace en un llanto silencioso, le acompaño haciendo lo mismo. Se pone de pie y me da la espalda para esconder su reacción, pero la imagen es peor porque veo sus hombros temblar y su espalda encorvarse por el sufrimiento. Quiere ser fuerte por los dos, quiere que yo no me sienta culpable por el dolor que le estoy causando, quiere no odiarme por no recordarlo. Y eso me está matando.

—Perdóname —suplico—. Perdóname, por favor —lloro a lágrima viva. Quiero recuperar mis recuerdos, abrazarlos con fuerza y decirle a él que ya no llore más, que todo está bien y que lo recuerdo todo. Quiero aliviar su dolor. Quiero que deje de sufrir del modo en que lo hace. Pero no puedo. No sé cómo.

Él se vuelve hacia mí, se acerca a la cama y me rodea con sus brazos sin dudar. Lo hizo por instinto, lo sé por la forma en que se tensa, esperando que lo rechace, que lo aparte de mí. Pero no lo hago, porque no tengo el valor de hacerle más daño. No reconozco su cuerpo, ni su calor, y eso me hace sollozar con más fuerza. Él se sienta al borde de la cama, y yo me refugio en su pecho.

—Está bien —murmura, con la voz quebrada—. Estaremos bien —estrecha su abrazo—. Te lo prometo.


•°. *

N/A:

Celia de un día para otro se despierta con el problema que todas quisieramos tener, que envidia.

¿Qué les pareció este primer capítulo? ¿Qué creen que va a pasar con ellos?

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