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Prólogo

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En los barrios altos al noroeste de París, más específicamente en Neuilly-sur-Seine, dónde el río Sena parecía hecho de cristal molido y las entradas de las petulantes casas estaban hechas de piedras de colores cálidos. A pesar de que los adinerados señores Moreau preferían el mundo mágico sobre cualquier cosa, vivían en una de las residencias más costosas en los suburbios de París.

Los costosos tacones de Adelaide Moreau resonaban en el suelo de forma ansiosa, provocando que el molesto sonido se propagara por el enorme salón principal. Su marido, Albert, la miró con ojos cansados detrás del periódico y sus redondos anteojos. A diferencia de su esposa, él mantenía una tortuosa calma.

Adelaide era una mujer demasiado refinada, tanto que al momento de salir de Beauxbatons a sus cortos diecisiete años, no le costó para nada cazar a un hombre para comprometerse y posteriormente casarse; tal y como su familia deseaba. Bien era sabido que aún había familias mágicas que mantenían el pensamiento ambiguo del matrimonio, dónde la conveniencia y el amor no eran distinguibles. Albert y Adelaide no se amaban, y jamás habían considerado intentar amarse.

— ¿Se puede saber por qué soy la única alterada en esta casa? — Preguntó ya bastante extenuada mentalmente de tanto pensar. Su marido enrolló su periódico mientras mantenía la mudez.

— Adelaide, usted es la única preocupada por el tema de Blanche y sus nulas opciones de compromiso. — Se sinceró el hombre a la vez que se acomodaba los anteojos nuevamente —. Y si me tiene misericordia, pediría que lleve su estrés a otra parte de la mansión. Terminaré quemando sus tacones si siguen haciendo ese espantoso sonido.

Adelaide elevó la barbilla, mostrando en su mirada cierta desaprobación. Era claro que le irritaba la falta de interés en inmiscuirse de su marido en uno de los temas más importantes del año, Blanche, el único desastre que aprobaba la minoría del tiempo.

— ¿Sabe? Es nuestra hija de la que estamos hablando. — Se cruzó de brazos, sin perder del todo la paciencia.

— Estoy leyendo sobre nuestro otro hijo. — Albert giró el periódico, mostrando la imagen en movimiento del heredero y mayor orgullo de los Moreau, Renaud.

La imagen mostraba a su hijo mayor, rebosado de alegría mientras sostenía a un pequeño bebé en brazos junto a su esposa. Habían sido unos ocho años de larga espera por el siguiente heredero Moreau, pero hacía unos pocos meses el pequeño Robin había nacido. La columna no parecía diferir en la opinión de la mujer tampoco.

— Sigo bastante molesta por no haber asistido a la fiesta de nuestro nieto. — Opinó mirando a su marido con desdén, recordando los acontecimientos de hacía meses —. Espero que Renaud vuelva al menos unos días antes de julio. Él es la única persona al que escucha Blanche. Esa niña es un caos.

Albert bufó, sin molestarse en mirarla.

— ¿Sabe? Es nuestra hija de la que estamos hablando. — Repitió las palabras de su esposa —. Blanche no es insuficiente, aunque tampoco suficiente. Toca piano, habla inglés, italiano y ruso; además de que sus notas son espectaculares. Es cierto que podría ser mucho mejor, pero por lo menos llega a rozar la suficiencia.

Adelaide rodó los ojos. Ignoró deliberadamente a Albert fijando su vista en su reloj de bolsillo, suspirando impaciente mientras se tocaba la sien.

— Necesito un trago. — Declaró al aire antes de recoger su varita de la mesa ratonera y apuntar la vitrina llena de licores, haciendo que se abra y una botella de Pinot Blanc levitara sobre sus cabezas y vertiera su líquido en la copa de vidrio. Adelaide tomó la copa y se la llevó a los labios, disfrutando del acostumbrado ardor en su garganta —. Por dios, lo necesitaba.

— Debería considerar el dejar de tomar, nuestro nieto podría ir mal encaminado por su culpa. — Reprochó Albert, mirando de mala manera a Adelaide. Ella emitió un sonido antes de servirse otra copa y volver a beber.

— No estaría bebiendo si usted no fuera tan indiferente. Volvamos al tema principal antes de que me ataque un paro cardíaco o se me baje el azúcar.

— Blanche, compromisos, boda; son las tres palabras que repite desde que cumplió los catorce y ahora a sus quince sigue sin hacer nada. Si tanto va a despotricar, haga algo para que no le salga tantas canas a sus cincuenta y dos, mujer. Estoy harto de su constante parloteo. — Se quejó abiertamente el hombre. El hombre normalmente solía ser sereno, bastante cruel con sus palabras si es que difería en algo, pero su esposa llevaba hablando tanto tiempo de lo mismo que creía que su cerebro estallaría.

— ¿Y qué solución propone? Si tanto le molesto, podría accionar para callarme.

No mentían cuando hablaban de que había sido un tema algo chocante para los señores Moreau, sobre todo cuando era lo único de lo que hablaba la mujer. El hombre estaba sumido en su alto puesto en el ministerio como el mismísimo ministro, y el hecho de que en sus días libres su esposa le acribillara con dudas le hacía sentir cada vez más anciano. Habían pedido ayuda a su hijo, pero en cuanto de su boca salió la casi prohibida opinión de que era muy joven como para casarse, su padre lo calló con severidad.

— Pareciera que no considera a nadie en Beauxbatons lo suficientemente bueno para ella. Gesto que puedo rescatar de su prudencia, claro; pero no puede ser tan exigente con la gente. — El hombre elevó una ceja ante la ironía de las palabras de su mujer.

— Me pregunto de quién lo ha aprendido.

Antes de que una nueva disputa naciera entre ambos, un elfo doméstico apareció en la estancia, espantando levemente a los dos. Se puso rígida rápidamente, dirigiéndole una mirada al elfo, que parecía bastante inquieto.

— Señores Moreau — Reverencia cortésmente el elfo, antes de extender su mano huesuda que mantenía un sobre celeste con lazo dorado. Adelaide torció el gesto al ver de dónde era —, ha llegado correspondencia de Beauxbatons.

— Bien, puedes retirarte, Rodolphe; gracias — Agradeció mientras tomaba el sobre. El elfo chasqueó y desapareció en el aire.

La mujer se sentó exhausta en el alargado sillón de terciopelo escarlata, con la carta jugueteando entre sus dedos. Desprendió el lazo y se decidió a leer la carta. Con cada palabra, el rostro de Adelaide se deformaba y transformaba en furia. Sus manos temblaron a la vez que sus largas uñas recién pintadas se clavaban en el papel.

— Si pudiera decirme que nos notifica Beauxbatons le agradecería mucho. — El hombre sabía que su mujer era muy histérica, pero nunca perdía la compostura como si fuera un sistema impuesto. Se levantó por primera vez del sillón desde que habían iniciado la charla, dirigiéndose a la carta que su esposa despedazaría si no se la arrebataba.

Sus ojos viajaron por toda la hoja, y al terminarla frunció notablemente el ceño. Era mejor que su hija comenzara a rezar, porque sus acciones eran inaceptables. La hoja cayó al suelo, dejando legible todo su contenido.

"Queridos señores Moreau.

El colegio Beauxbatons de magia y hechicería lamenta informarles que su hija, Blanche Moreau, no será admitida el próximo año en nuestro establecimiento. Fue expulsada por actos imperdonables que se les serán notificados el último día de junio, o, en su defecto, esperamos que su hija tenga la decencia de notificarselo ella misma.

Señor ministro, no la hemos expulsado hace meses por su notable esfuerzo en nuestra comunidad, pero no podemos permitir tales actos. Podrán hacer una reinscripción en otra academia mágica  antes de que termine agosto.

Atentamente y con su mayor pésame, Madame Maxine, directora del colegio Beauxbatons de magia y hechicería."

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