Capítulo 1
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La rubia mantenía recta su postura mientras tocaba con destreza las pesadas teclas del piano, tal y como hacía todos los días desde que había vuelto de Beauxbatons. Sus dedos cosquilleaban de cansancio, llevaba unas largas tres horas compartiendo su sonata con los importantes compañeros de su padre, que se habían quedado para una cena de negocios. Nadie le prestaba atención, y eso sólo la hacía sentir como un bufón de circo al que habían contratado sólo para mofarse de su desgracia.
Su llegada de Beauxbatons no había sido bien recibida; para nada. Blanche tampoco esperaba un camino de rosas en el portón, pero las miradas desaprobatorias de sus padres era suficiente para mantenerla cabizbaja mientras pasaba por su lado con Rodolphe pisándole los talones queriendo llevar su maleta. Deseaba haber sido como Beethoven y su falta de audición para que su corazón no sintiera las palabras que estaban siendo dichas.
— Oh, Adelaide. Creeme que la mejor decisión que ha tomado Madame Maxime en toda su vida, fue expulsar a tu niña de Beauxbatons — Opinó una mujer con tono glacial, igual al de su madre. Se permitió ojear disimuladamente de costado, y al verla con esa sonrisa burlona que traspasaba su costoso maquillaje de tonos morados, su dedo resbaló y una nota equivocada resonó en el comedor. —. Aunque bueno, tampoco le veo capacidades como para seguir ahí. Ignorando el horrible momento que le hizo pasar a mi hija, tampoco parece ser una buena música.
Los comentarios no le hacían tanto daño, siendo que los oía tras los finos muros de la mansión todo el tiempo, lo que hacía su corazón estrujarse, era la forma en la que su madre asentía estando de acuerdo con la mujer. En toda la noche, no le había dirigido la mirada en ningún momento que no fuera antes de la cena, que solamente se basó en un largo monólogo sobre modales y disciplina que ya conocía al derecho y al revés.
Ignoró sus pensamientos y miró a su madre con el rostro neutral, sin atreverse a levantarse del incómodo banquillo que los elfos le habían traído. El asentimiento de su madre la hizo mirar a la señora Claudine con gesto cordial.
— Disculpe, Miss Mulligan; ¿Le interesa una tonada en particular? — Colocó sus manos tras su espalda, tanto para mantener la postura como para que los comensales no divisaran el cómo abría y cerraba los dedos intentando alejar el posible calambre.
Quiso fruncir el ceño al ver como la señora Mulligan dejaba la copa sobre la mesa, mirándola altanera, como si no fuera más que una mosquita muerta, pero no podía, debía mantener su rostro pulido y sin marca alguna. Si no, ¿Cómo alguien la querría? A nadie le gustaba un rostro deformado con expresiones rebeldes.
— Bueno, querida; creo que lo mínimo que puede hacer es tocar la sonata favorita de mi querida Cassiopeia. — Quiso salir corriendo en ese instante, pero sus pies parecían anclados al suelo. La chica que había causado su expulsión, esa misma, estaba sentada junto a su madre degustando un pollo asado que Blanche no podía probar.
— Bueno, me interesaría bastante escuchar los intentos de la señorita Moreau por tocar algo más acelerado. — La voz de Cassiopeia estaba teñida de maldad —. Claro, a menos que lo encuentre un reto muy complicado para su intelecto. Lo entenderé perfectamente, cielo. No tengas vergüenza de admitir tus debilidades.
Cassiopeia era una chica bastante guapa. Caballo castaño atado en una perfecta trenza, sus largas pestañas que hacían deslumbrar todo un salón de baile con su perfecto color café, siempre con un porte elegante y fino, sin ni un pelo en la lengua ya que nunca era sancionada por los comentarios dignos de la víbora que salían de su boca. La mismísima Blanche fue espectadora de cada uno de sus actos durante cuatro años.
— Estaré encantada. — Fue lo único que respondió sosteniendole la mirada, intentando que no sonara maleducada al no tener permiso directo de hablar. Se giró a ver las teclas, empezando la sonata sintiéndose algo aliviada de que sus dedos aun funcionaran correctamente. Si cometía un error, era castigada por su padre, y no había nada peor que los castigos de ese hombre que tenía el título de su progenitor.
Al ver con disimulo como la fragancia de Cassiopeia llegaba al estrado del piano, quiso reír. ¿Cuánto perfume se habría echado para tapar lo que Blanche había hecho?
"Las voces aduladoras de los chicos que halagaban a las muchachas sonaban en cada rincón del salón de baile, acompañadas de diferentes reacciones de parte de las llamadas. Blanche oía como algunos le dirigían lo que para ellos debían ser tiernos cumplidos, pero para ella, eran solo palabras vacías sin interés alguno, por lo que sólo les sonreía con total incomodidad.
Los ideales acerca del matrimonio de los Moreau eran conocidos por casi todos en el mundo mágico, por lo que sabía que algunos tal vez sólo pensaban en las brillantes monedas que poseerían si se casaban con ella. Lo odiaba, claro, pero su padre había sido muy claro acerca de su misión en la vida.
Sólo era sonreír, pero en esos momentos hasta sonreír le costaba. Cassiopeia pareció notarlo y, como no, no desaprovechó la oportunidad de ponerla bajo el foco de atención.
— Oh, Blanche, linda. ¿Estás triste porque nadie te ha invitado a bailar todavía? — Cassiopeia puchereó —. Como lo siento. Te prestaría alguno de mis, ¿Cuántos eran? Ah sí, siete pretendientes, pero tengo miedo de que se espanten si te ven. Mirate, el cabello rubio no es novedad que lo tengas tan mal acomodado, tus ojos están rojos ¿No estás grande para llorar? Y déjame decirte que el celeste no es para nada tu color. Tu plan de Cenicienta parece estar mal encaminado. En fin — Le sonrió, palabras disfrazadas en un traje de cordialidad.
Antes de que Blanche pudiera contestarle, Cassiopeia se giró lista para hablar con algún grupo de personas, seguramente para seguir abucheandola desde la distancia. Estaba furiosa, pero se contuvo muy a pesar, no queriendo que ninguna emoción negativa hiciera quedar mal a su familia. ¡Tenía quince años! No podía sentirse humillada por tales comentarios. Aunque claro, eso no detuvo que pensara en su aspecto.
Una simple rubia compitiendo con la belleza local. Sí, la competencia no sonaba para nada justa, pero ¿Qué era lo verdaderamente justo? Su padre llamaba justo a que los criminales fueran condenados y los ricos apremiados, alegando que así siempre funciona el mundo.
No sabía en qué momento había sacado su varita del dobladillo del vestido, donde la tenía escondida, ni tampoco en qué clase de pensamientos surcaban su mente, pero lo último que había apreciado, era el cómo una enorme nube se situaba sobre Cassiopeia y comenzaba a tirar grandes chaparrones que la empapaban acompañados de los chillidos de la misma. No pensó en bajar la varita, por alguna razón, anhelaba que la chica supiera quien había sido.
Esa misma noche, durante la cena, había sido furiosamente reprendida por Madame Maxine que especulaba acerca del buen trato y la gentileza entre compañeros. Tuvo unas incontrolables ganas de gritar que no se arrepentía de nada, pero como siempre, nadie le dió el “Sí” a qué opinara libremente. Luego, Madame Maxine alzó su varita, marcando una cruz al lado de una pizarra que llevaba su nombre.
— Esto es una advertencia, señorita Moreau. Debería darle vergüenza deshonrar esta institución con tales actos. — La mirada severa de su directora era tan asemejada a la de Adelaide Moreau que tragó saliva.
No había pensado en un después, y eso la convertía sólo en una idiota. ¿Sus padres sabrían del ojalá incidente? Deseaba que no, con todas sus fuerzas rezaría hasta en lo que no creía para que no. Era la hija del ministro, no podía comportarse como una chiquilla fuera de control y sin educación. Reírse de una situación así era inapropiado, y nadie la querría en el árbol familiar si algo así volvía a ocurrir. Esa noche se mentalizó al acurrucarse bajo las cómodas sábanas que no volvería a pasar algo así.
Pero pasó. Y no duró tanto esa promesa como ella hubiera querido.
A las dos semanas, cuando Cassiopeia se carcajeaba acerca de un reciente grano que a Blanche le había crecido en la punta de la nariz (Que si era sincera, la chica sólo tenía razón en que era desagradable. No era atractivo), a la hora de la cena la copa llena de líquido explotó como una fuente antes de que el pollo rostizado que aún no había sido picado se elevara como Frankenstein. Las miradas expectantes de todos se habían convertido en risas al ver como el pollo llenaba de grasa la cara de Cassiopeia mientras la golpeaba.
Sí, fueron risas en el momento que ella no pudo dejar salir. Sólo lo había hechizado, no había ninguna emoción de felicidad que llenara su interior. Quizá un poco de una satisfacción desmerecida, pero no la había llenado.
Madame Maxine la había llevado a su oficina más que enfadada.
— Se lo estoy advirtiendo, señorita. — Elevó su varita y añadió otra cruz a su nombre. Blanche respiró entrecortadamente por milésimas de segundo, ese pequeño procedimiento le puso la piel de gallina —. ¿Le parece chistoso hechizar a una de sus compañeras? Bien, espero que también le sea divertido limpiar los ventanales de la sala de espejos.
No había valido la pena hacerlo, sólo manchaba un expediente que debía quedar pulcro. Detestaba la sala de espejos, siendo que mostraba cada defecto de uno mismo de la manera más cruel posible, reflejando sus propios miedos e inseguridades en un cristal. Se había visto a sí misma con ojeras, con rollos en su estómago que en cuanto los vió intentó taparlos de toda manera posible, su cabello quebradizo; no, no, no; era en lo que podía convertirse, y no quería permitirlo.
Sin poder aguantar ningún asqueroso reflejo, había roto cada uno de los espejos que la señalaban con malicia antes de correr lejos del lugar con las manos temblorosas y las lágrimas acumuladas en sus ojos.
De nuevo, no había valido la pena. Al día siguiente había recibido un vociferador furioso de parte de su padre.
— ¡Eres una insensata! ¿¡Acaso piensas, Blanche Moreau?! ¿¡Tienes idea de todo lo que nos esforzamos en buscarte a alguien que soporte tus niñerias para que luego nos hagas esto?! Humillas a tu madre, a tu hermano y su familia, pero en especial a mi. — La escandalosa voz de su padre resonaba en aquel lugar oscuro al que había ido para abrirlo, donde nadie podía oírla llorar y suplicar desconsoladamente su perdón.
Había fallado, otra vez.
Intentó dejar de lado los comentarios de Cassiopeia, los momentos donde algunas personas invadían su espacio personal provocandole ganas de hacerse bolita ahí mismo. Había tanto que quería gritar, que quería reprochar, incluso negar; pero a nadie le interesaría escucharla.
Todo tuvo su desenlace cuando faltaba sólo un mes para huir de ese castillo del terror que se hacía llamar escuela. Lo único que le alegraba era el hecho de que por fin podría tener a su pequeño sobrino en brazos en menos de un mes, sacando eso todo seguía siendo la misma bazofia que siempre.
— ¿Qué pasa, Blanche? ¿Estás mal por no haber conseguido las notas más altas? — La molesta voz de Cassiopeia la interceptó en el pasillo, cuando Blanche observaba su hoja de exámenes que marcaba notas que su familia tomaría como deficientes. Un ocho en casi todas las materias, excepto en Encantamiento dónde un nueve muy pequeño estaba marcado en la hoja. —. Me veo en la obligación de recordarte que si quieres algo, debes esforzarte. Ya sabes… ser útil por una vez.
Era el colmo.
Blanche, pálida como la nieve por el temor a lo que estaba por hacer, sacó su varita y le apuntó al pecho de Cassiopeia. Esta retrocedió unos pasos, seguramente sin esperarse un movimiento tan brusco. La rubia no solía dirigirse a nadie con frivolidad por más mal que le cayera, pero una voz en su cerebro gritaba que simplemente le devolviera con la misma moneda. Un agujero emocional por uno físico, era justo.
Vociferó el hechizo y Cassiopeia salió despedida por el aire, chocando contra la pared mientras que algo en ella hacía un "crack". No se sintió bien, no como pensaba que sería. ¿Cuándo sería suficiente para que algo en ella resplandeciera?
Para su mala suerte, la voz de la directora llegó hasta ella. Se sentía atemorizada, la miró temblorosa ante su gran estatura y porte. Estaba tan decepcionada, sus ojos lo decían todo. Quiso gritar que todos dejaran de mirarla así por cada cosa que hiciera, pero según su madre, las señoritas no gritaban, solo contestaban cuando se les dejaba.
— Atacar a tu compañera… ¡Es algo injustificable! — Gritaba la directora mientras agitaba los brazos, parecía salida de su papel de serenidad en su totalidad. —. Le he dado muchas oportunidades, ¡Y créame que solo hago esto porque es hija del ministro de magia! Con estas tres ya son suficientes para expulsarla. — La sangre se le heló. Comenzó a negar con rapidez mirando a la directora con sus ojos suplicantes.
— No… ¡Por favor, no! Se lo pido. — Debía de estar dando un show bastante patético, pero el miedo la había consumido. Los castigos de su padre, los regaños de su madre, la ausencia de su hermano que se notaba más y más cada día; todo estrujaba su corazón hasta que este no pudiera más, seguro que esperaban el momento para pincharlo con una aguja en busca de que explotará. No solía hablar, pero lo creía necesario.
— ¡No me responda! Es una deshonra para su apellido, y no tolero problemáticas en mi institución. Nunca más volverá a estudiar aquí. Tuvo que pensarlo mejor antes de comportarse como una muchacha inmadura.
Su temor sólo había incrementado al ver que la otra cruz se marcaba. Era su fin, nunca se lo perdonarían. ¿Por qué no pudo mantenerse calmada? Nadie quiere a las insoportables, y se había comportado como tal. Era un caso perdido en los Moreau.
Los días pasaron, y al correrse la voz acerca de su expulsión, muchos habían aprovechado para reírse de ella. Los ignoraba mientras deambulaba como un muerto por el tumulto, con la cabeza cabizbaja (algo que su madre le tenía prohibido). Se había rasguñado los brazos toda la noche como castigo, pensando que eso es lo que querría su antiguo profesor de piano cuando le pegaba en los nudillos con una batuta.
Y sólo esa última noche antes de embarcar al montón de materiales que llamaba casa, se permitió lanzar un último maleficio de mal olor a Cassiopeia, que se había estado burlando de su ya sabida expulsión.
Luego, al volver al que sería su infierno, su deseo de quedarse huérfana sólo había aumentado."
La velada siguió con Blanche queriendo molerse los dedos, con las burlas de las Mulligan hacia Blanche y demás. Su madre fingía tan bien que la envidiaba, ¿O eran los demás que ignoraban la mirada de muerte que su madre le dirigía a Blanche? No lo sabría.
La había obligado a tapar las recientes marcas con guantes largos, los mismos con los que saludó a sus invitados cuando salían de la morada Moreau. Cuando el elfo cerró la puerta tras pasar el último invitado y desapareciendo en el acto, la sonrisa de su madre se transformó en segundos en la misma expresión molesta. Ninguna sorpresa, era cosa de fingir ser de porcelana.
Su madre la jaló con agresividad de la muñeca, casi trapeando el piso con la misma Blanche que tenía los pies adoloridos por los tacones. Su madre cruzó el umbral de la puerta del salón arrastrándola a ella todavía. Cuando la soltó, solo vio esa repetitiva mirada bañada en desaprobación.
— No me gustó para nada tu comportamiento de esta noche. — Comenzó a hablar, jalandola del brazo al salón. Quiso quejarse por el fuerte agarre que su madre ejercía sobre ella, pero quejarse solo empeoraría las cosas.
Tuvo ganas de contestarle un «Ni siquiera me has dejado participar en la velada de la noche» pero no era suicida.
— He encontrado la solución a todos nuestros problemas. Bueno, mi problema. — Se sinceró la mujer, sentándose en el sillón de terciopelo mientras bebía de una copa recientemente aparecida. —. Espero que te guste el té inglés, porque te irás pasado mañana a primera hora a la casa de tu tío Alfred.
Y al parecer a la vida no le bastaba convertirla desde su nacimiento en un ser deficiente, si no que le obstaculizaba el camino amarillo como si de una pieza de ajedrez se tratase. Se había quedado pasmada ante la noticia, sin filtro alguno que intentara suavizar las cosas.
— Eh… — Balbuceó Blanche, intentando armar una oración. Su madre elevó su mano, callando con ese simple movimiento.
— ¿Te he dado permiso de objetar? — Blanche negó —. ¿Entonces? no hables si no te lo digo. — La mirada severa de su madre era suficiente como para enmudecer a una sala repleta de cantantes de Heavy Metal. —. Decía, tu padre y yo estamos de acuerdo en que enviarte con tu tío Alfred es la mejor solución. Beauxbatons no te admitirá ni en mil años luz, por lo que la escuela menos repugnante podría servirte para que aprecies lo que tienes. Tu tío está encantado de recibirte, ya sabes, con toda la muerte de Isabelle él anda necesitado de amor. Es dramático, mucha gente se muere a diario y nadie llora por ellos. — Bebió un gran sorbo de su copa.
Blanche no se atrevió a pronunciar palabra alguna, solo escuchaba a su madre hablar acerca de la muerte de su concuñada con total naturalidad. Hacía mucho que no veía a sus tíos por lo que, sí debía ser sincera, la noticia de que su tía Isabelle había muerto hacía unos meses no la había impactado.
— El tío Alfred está demente. — Acotó Renaud de la nada espantando a Blanche. Su hermano se había metido a la estancia sin pedirle permiso a su madre (cosa que ella consideraba un acto suicida) y sentado en uno de los sillones de su padre. Blanche no comprendía si la vida de casado lo había vuelto un rebelde sin causa o si era producto de su adultez.
Renaud le llevaba diez años, por lo que nunca tuvieron una relación muy cercana o amorosa, su hermano solo parecía estar interesado en hablarle cuando tocaba aconsejarla. Ella era devota a seguir sus pasos, una persona que nunca la había dañado tanto física como emocionalmente era la llama casi apagada que encendía la vela de su esperanza. No creía que sus padres la amaran incondicionalmente, Renaud en cambio siempre había sido igual de amargado, por lo que no distinguía si la amaba o simplemente había tomado su papel de hermano mayor demasiado en serio.
— No hables así de tu tío, Renaud Moreau. — Regañó su padre cruzando el umbral, sentándose lo más alejado de su mujer posible.
— ¿Tú qué opinas de todo esto? — Le preguntó Renaud con algo que parecía genuino interés.
No solían pedir su opinión a menudo, y si la pedían era para desvalorizarla lo más rápido posible, por lo que la pregunta la descolocó. ¿Qué pensaba realmente? Ni siquiera era dueña de su propia mente, no sabía cuál voz interna le pertenecía. No quería ir, pero tampoco quedarse bajo un techo y cuatro paredes que escondían demasiados murmullos maliciosos hacia su persona.
— ¡Nadie le ha dado permiso para hablar! — Saltó Adelaide Moreau en un chillido.
— Yo si. — Contestó Renaud mirando a los ojos fijamente a su madre. Blanche quiso hacerse lo suficientemente pequeña para desaparecer, no quería que su presencia fuera un tema de discusión.
— ¿Y tú quién eres como para darle órdenes? — Se cruzó de brazos Adelaide.
— Su hermano. ¿Usted?
— No quiero que me vuelvas a contestar así, Renaud. — Declaró Adelaide, antes de girarse a su marido que veía una pintura sobre la gran chimenea. —. ¿Y usted vino a admirar la misma decoración sosa que tenemos hace años o a ser útil?
El hombre suspiró mientras se llevaba las manos a la cabeza, parecía cansado de escuchar las voces de su familia.
— No moleste, Adelaide. Ya bastante he tenido que oír con su tono chillón que usa con sus amigas. Es insoportable. — Su madre formó una mueca indignada pero no lo contradijo, al notar esto, Albert sonrió antes de girarse a su hija. —. Quiero que sepas que no nos importa tu opinión.
Bien, eso la había descolocado.
En los cuentos que solía leer ella sola de pequeña, los padres cambian de opinión acerca de lo que la protagonista desea y la ayudan a conseguir sus objetivos. Pero esta era la vida real, y en la vida real la familia solía ser la que menos te apoyaría en tus decisiones. Lo único que sentía que los unían era el apellido, luego, eran cuatro extraños conviviendo bajo un mismo techo que se controlan unos a otros tirando de los hilos de un títere.
— El tío Alfred casi vende su mansión en la montaña a un desconocido para pagar un sortilegio. — Señaló Renaud, rodeando los ojos antes el recuerdo. Blanche tuvo ganas de reír al recordarlo, pero se retuvo, su cara no debía ser arrugada.
— ¡Por eso! Quizá y Blanche le sea de utilidad para no acabar endeudado. Ese hombre gasta dinero hasta en respirar. — Masculló Adelaide.
«El tío Alfred» recordó en su mente. Hacía muchos años no lo veía pasar por el umbral de la puerta, en especial desde que él y su padre se habían peleado cuando ella apenas tenía siete años, luego de eso, su padre lo solía considerar hombre muerto. Era igual de rico que ellos, incluso más si se ponía a calcular las cifras que Renaud le había enseñado el año anterior. Vivía en Inglaterra sin varita, cuando Blanche le había preguntado a su corta edad el porqué su tío rió tan fuerte que ella por instantes se asustó pensando que despertaría a los gigantes que decía que había en los bordes de Francia. No hubo respuesta a su pregunta, pero ver reír a su tío había sido mil veces mejor.
Y después de unos largos siete años tendría que verlo de nuevo. No debía emocionarse. Seguramente él estaría decepcionado de en lo que se había convertido, en ese desastre que él en algún momento había llamado princesa; o incluso había aceptado su estadía para tener a una Cenicienta que le aseara el hogar, eso explicaría el porqué aceptó tan rápido la oferta de sus padres. No la estaban vendiendo como tal, pero se estaban desechando de ella como si de una decrépita estatua que resaltaba por su fealdad se tratara.
— ¿En serio planean mandar a Blanche a otro país sólo porque la expulsaron de la escuela? — Masculló Renaud con el ceño fruncido. La rubia no entendía el porqué parecía tan indignado, hasta ella misma pensaba que merecía tal castigo.
— Sí. — Contestó secamente Albert, mirando a su hijo fulminante —. ¿No tienes una familia que atender, Renaud? Puede que hayas cuidado de Blanche pero eso no te hace partícipe de esta charla. Además de ir a vivir con su tío para seguir con su educación, que espero así sea — Intentó ignorar a su padre mirando la lujosa decoración de la sala de estar —, tal vez y por fin consiga un pretendiente para casarse. Tu lo hiciste a los diecisiete recién salir de Hogwarts
— Debes comportarte como lo que te hemos preparado para ser: una señorita. No hemos educado a una chica irrespetuosa e imprudente que ataca por la espalda, ¡Si tus abuelos aún vivieran te sacarían en este instante del árbol familiar! — Gritó su madre, que seguía bebiendo a grandes cantidades para, según ella, alivianar la voz. Blanche no creía que así funcionaran las cosas, pero no iba a diferir en nada.
— Baja tu tono, madre. — Intervino una vez más su hermano, que parecía aturdido por los gritos que podrían haberse escuchado en Irlanda —. Si no la quieren en casa, puedo acogerla en mi mansión. De todos modos, Edith no tendría problema alguno, además…
Blanche enserio agradecia los intentos de su hermano por tratar de que no fuera obligada a viajar a otro país, lejos de todo lo que siempre conoció; pero sus padres tenían razones en muchas cuestiones. Ella sólo era un estorbo para ellos, demasiado insuficiente para alcanzar el listón por más dieces haya tenido a lo largo de su vida, la fluidez en la que hablaba otros idiomas, cuánto le dolieran los dedos luego de largas prácticas de piano que le trituraban los tímpanos; nada era suficiente, pero si aceptaba, todo esa angustia se transformaría plenitud, enorgullecería, sin importar que.
— Iré. — Decretó Blanche, esperando el regaño por hablar sin supervisión con los ojos cerrados. Nunca llegó.
Abrió los ojos lentamente, esperando que en cualquier momento su madre gritara nuevamente y con peor humor, pero en cambio, se encontró con un cuadro nuevo en su familia. Su madre sonreía satisfecha, eso debía considerarse un premio a esas alturas de su vida, en cambio, su hermano y padre parecían sorprendidos.
— Que tonta eres, por dios. — Ese sólo comentario de su hermano bastó para hacerla querer huir. Creyó que así todos estarían conformes, pero siempre una imperfección sobresalía en el mural.
— A mí me parece que es de las pocas veces que demuestra tener cerebro. — Opinó su padre, antes de mirarla. Nunca encontraba emoción en sus ojos que no sea irritación, era como si sus pupilas no fueran tomadas de la mano con sus emociones. Daba miedo la mayor parte del tiempo, en especial cuando estaban a solas, dónde su castigo dañaba sus oídos y su corazón, dónde sus palabras llegaban más lejos que su conciencia, dónde la hacía pensar en cuando todo el amor que un padre podía darle a una hija se había esfumado, incluso preguntándose si alguna vez existió.
— De todas formas, no tenías elección. — Se encogió de hombros su madre mientras mantenía esa sonrisa burlona. Caminó mientras iba traqueteando el piso hacia la puerta sin soltar la copa —. Iré a avisarle a los elfos que preparen tu maleta, mañana tienes clase todo el día por lo que ni tendrás tiempo de empacar.
«¿Qué tan lejos me quieres de ti?» hubiera querido tener el valor de preguntarle, pero no lo hizo, enmudeció mientras asentía formando una diminuta sonrisa en el rostro. Su padre se levantó sin comentar nada, sólo le dirigió una mirada careciente de emoción a sus dos hijos y se marchó. No le sorprendía, siempre había sido así.
— Insensata. — La miró su hermano, ella le lanzó una mirada suplicante —. No, no me importa si es por nuestro legado, por nuestros ancestros, por lo que sea que lo hagas; a mi ya me trazaron la vida, no puedo permitir que te hagan lo mismo.
Sin dejarla decir ni una palabra, salió a grandes zancadas del salón mientras farfullaba insultos que si su padre hubiera escuchado, ya estaría en la calle. Quedó sola en esos enormes cuatro muros repletos de cuadros, llenos de lujo, la vida que debía pertenecerle con solo la labor de obedecer. Inspeccionó el rostro de su tío Alfred en uno de los rincones más oscuros de la estancia, con sólo el sabor de la duda grabada en la boca. Decidida, dejó el salón, con una única meta en la mente: enorgullecer a sus padres, sin importar cual sea el sacrificio, incluso si eso conllevaba a vivir bajo el mismo techo que un familiar posiblemente endeudado.
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