Me deslizo apoyada en la madera; dejo que mi espalda toque el frío material y que mi cabeza se apoye contra el suelo.

Unas gotas saladas bajan por mis mejillas. Son como el movimiento de las olas en los mares. Mi carne se humedece a medida que las lágrimas avanzan recorriendo mi rostro.

Dejo que la sal pase por mis labios mientras me hago bolita en el piso helado. Aprieto mi cuerpo que parece desvanecerse a medida que el agua aumenta. Pienso. Recuerdo. Una sensación abrumadora escala por mi cuerpo; las gotas que ahora son cascadas no dejan de brotar de mis ojos cerrados.

No sé porque estoy pegada en el suelo, hundiéndome y cayendo. No sé porque brota agua de mis ojos, salada y en avalancha. No sé porque, a pesar de que las ventanas y las puertas están cerradas, hay un frío viento que cala mis huesos.

¿Por qué aún recuerdo tus besos?

Me entierro entre el cemento; mi espalda se hunde en la madera. De repente, el agua me ahoga. Me estoy asfixiando con las propias cascadas nacidas de mis párpados. No es llanto; estas lágrimas son más saladas y ácidas; son potentes olas que matan hasta a los peces que nadan en ellas.

Estoy envenenada de agua salada.

Agua que me hunde y me entierra.

Sal que derrite mi garganta.

Una cascada ácida que me está empujando más al asfalto de mi propia sala.

Y aunque quisiera, no puedo mover mis manos, no puedo acariciar mis brazos, no puedo levantar mis hombros, no puedo mover mi torso.

Lo único que se mueve, que danza y salta, son las gotas blancas que escurren de mi ser.

Estoy inundada de pesadillas y recuerdos, inundada de la sal que me penetra el cuerpo.

Estoy muerta por este envenenamiento.