
𝟔𝟎. 𝐄𝐋 𝐑𝐄𝐘 𝐀𝐑𝐐𝐔𝐄𝐑𝐎
Capítulo 60
ADVERTENCIA DE CONTENIDO.
Este capítulo contiene escenas de violencia, tortura y descripciones gráficas que pueden herir la sensibilidad de algunos lectores. Se recomienda discreción si eliges seguir leyendo.
Sentada detrás del escritorio de la sala privada del rey, Luna permanecía inmóvil con los codos apoyados sobre la madera y las manos sobre su frente, mientras sus dedos parecían temblar con mesura, hasta que la puerta de la sala se abrió y de reojo, Luna vio a su nana Helen junto a una de las nanas de Bastian, quien llevaba al niño en brazos.
La nana del príncipe tomó asiento en uno de los sillones, mientras que la señorita Helen se acercó a su niña observando el ligero temblor en sus manos.
—¿Ya estás más calmada, mi niña? —preguntó Helen en voz baja mientras retiraba la taza de té relajante que yacía vacía frente a Luna.
—Sí, nana —susurró con la voz quebrada, retirando las manos de su rostro—. Ya di la orden para que prepararan los cuerpos de la señorita Margot y de Alaska; hasta que Valerio regrese con…
Un nudo en la garganta obligó a Luna a guardar silencio, y al ver cómo los ojos de su niña se empañaban de nuevo, la señorita Helen envolvió a su niña en un tierno abrazo.
—Tranquila, mi niña.
—Tengo que ser fuerte, nana. Debo serlo, pero me está costando.
—Tú puedes, mi niña; tú puedes. —Helen se separó de ella buscando su mirada—. Siempre has sabido ser fuerte a tu manera y lo has hecho bien; además, no puedes olvidar las palabras de la reina Irenia y toda la instrucción que te dio.
—Lo sé, nana, pero aún así me cuesta; además, yo no sabría manejar esta situación con el tacto con el que ella lo hubiera hecho.
—Y no pasa nada si eso es así. No se trata de que seas como ella, sino de encontrar tu propia fortaleza y tú sabes que la tienes.
Antes de que Luna pudiera responder, las puertas se abrieron, dejando ver al Lord Comandante ingresar en la sala privada, seguido por el consejero del rey.
—Mi reina. —Se reverenció el Lord Comandante junto a Lord Havel—. La guardia ya ha sido reorganizada y las puertas del castillo se encuentran cerradas.
Luna se incorporó en la silla de su esposo. —¿Y qué hay de esos hombres, Lord Comandante?
—Ordené la quema de los cuerpos de los Misirios que murieron aquí dentro y en las puertas del castillo. Los que capturamos están encerrados en las cuevas, a la espera de lo que el rey decida con ellos.
Luna asintió. —Gracias, Lord Comandante. Aprecio su lealtad.
—Gracias a usted, mi reina. —El hombre se reverenció—. Si me permite, debo retirarme.
—Lord Comandante.
El hombre se detuvo a mitad de su paso y giró el rostro hacia su señora. —Sí, mi reina.
—¿Antes de partir, el rey dejó algún otro mensaje aparte de la orden de protegerme a mí y al príncipe Bastian?
"No me esperen." Fue lo que el Lord Comandante recordó al instante sabiendo que si había algo más que el rey había dicho, pero él prefirió no decirlo.
—No, mi reina. El rey fue claro al encomendarnos su protección y la del príncipe Bastian y después partió junto a los soldados tras el Misirio.
El sonido de los cascos presurosos de los caballos se escuchaba golpeando contra la maleza mientras la guardia perseguía al Misirio, al que le faltaba poco para cruzar la frontera hacia Hillcaster, y en medio de la urgencia por atrapar a aquel hombre, Valerio aflojó una de las correas de su silla de montar y la pasó alrededor de su cintura, asegurándose al caballo, ya que él sabía que solo tendría una oportunidad para disparar su arco sin perder el equilibrio.
Amarrado a su caballo y seguro de que no caería en medio de la persecución, Valerio tomó una flecha del carcaj y la colocó en la cuerda de su arco, mientras su mente revivía la última visión que tuvo de aquel sueño, donde la tierra temblaba bajo sus pies; sabiendo que esa visión la estaba viviendo justo en ese momento.
Él apretó los dientes, tratando de enfocarse para dar un tiro preciso, y usando la correa como soporte él se inclinó a un lado, dejando que su cuerpo quedara casi suspendido mientras tensaba la cuerda, al tiempo que en su pecho se acumularon las sensaciones desgarradoras de cada una de sus pérdidas recientes; como si los dioses intentaran avivar su furia interna, y tras contener el aire en su pecho, tensó la cuerda del arco y disparó.
La flecha atravesó el aire con velocidad, e impactó perforando la oreja del Misirio; dejando ver una abundante salpicadura de sangre en el aire. El gruñido del hombre se escuchó a la distancia mientras se tambaleaba y llevaba su mano a la oreja, antes de internarse entre los árboles de un bosquecillo frente a él.
La mirada satisfecha y burlona de Valerio brilló con malicia al tiempo que azotaba las riendas de su caballo, dirigiéndose hacia el bosquecillo, mientras su guardia lo seguía de cerca.
Los caballos se adentraron en el bosque, esquivando raíces y ramas bajas, mientras la guardia seguía el rastro del caballo de pelaje oscuro que montaba el Misirio, pero al enfocarlo mejor a la distancia, los soldados y el Worwick notaron que el caballo galopaba solo, así que Valerio tiró de las riendas de su equino deteniéndose; logrando que la guardia se detuviera con él.
—¡No puede ser! —exclamó el comandante, observando el caballo perderse en la distancia—. Lamento que haya fallado su tiro, majestad.
—No —dijo Valerio, analizando con cuidado el entorno a su alrededor—. No fallé. Desplácense entre los árboles con cautela; ese Misirio no puede estar lejos.
La guardia asintió, adoptando una formación más cautelosa mientras avanzaban, listos para lo que fuera que los sorprendiera entre los árboles, hasta que uno de los soldados se acercó con prisa y discreción ante su rey.
—Majestad, hacia allá hay un vago rastro de sangre junto a las huellas de unas botas.
Valerio miró en la dirección donde apuntaba el soldado, luego dirigió una mirada al comandante y ordenó: —Comandante, ordene a un grupo de soldados que rodee el bosquecillo.
El comandante no perdió tiempo y haciéndole un par de señas a los soldados de la formación, indicó que se desplegaran alrededor de la zona, mientras que Valerio con otro grupo de soldados, siguieron el rastro de pequeñas gotas de sangre, junto a las huellas en la arena húmeda.
Detrás de una elevada roca oscura, rodeada de verdín, el Misirio se encontraba escondido a apenas unos metros de donde estaba Valerio. El pecho del fugitivo subía y bajaba con dificultad por el esfuerzo de la huida, mientras que su mirada desorbitada y su ceño fruncido dejaban ver el miedo que le causaba saber que su vida pendía de un hilo, al escuchar un leve movimiento a su alrededor.
Uno de los soldados siguió la indicación del rey, desmontó su caballo y caminó con cuidado, siguiendo el rastro de pisadas, pero al ver que ahí terminaban las huellas, el soldado se detuvo detrás de la roca y le hizo una seña a Valerio, indicándole que ahí terminaban las pisadas y Valerio sonrió con burla.
—¡Está tras la roca! —gritó el Worwick, como si estuviera jugando a las escondidas.
Al oír aquellas palabras, el Misirio reaccionó sin pensarlo y salió disparado de su escondite, corriendo con todas sus fuerzas para escapar del pequeño bosque con el costal en mano. Su respiración errática se intensificaba junto con los latidos de su corazón, mientras miraba hacia atrás, esperando no ver a sus perseguidores, pero Valerio seguía ahí, corriendo tras él en su caballo, junto a los soldados, que no tardaron en alcanzarlo al salir del pequeño bosque, galopando casi al lado del hombre.
—¡Corre, corre, corre! —le gritó Valerio con burla, riéndose mientras incitaba a su caballo a mantener el paso.
El Misirio aceleró, adentrándose en el campo abierto, mientras Valerio aprovechó que aún seguía atado al caballo, y preparó una flecha, tensó su arco y apuntó hacia la figura que corría desesperada en la distancia, y tras unos segundos apuntando a su objetivo, el soltó la cuerda y la flecha se disparó; clavándose en la pierna del Misirio.
Un grito ahogado se escuchó a la distancia mientras su cuerpo se desplomaba sobre la hierba, al tiempo que el costal caía a un lado. El Misirio intentó arrastrarse para huir, pero al no poder siquiera levantarse, se sentó sobre la hierba y rompió el asta de la flecha, mientras que su respiración delataba el terror que sentía en ese momento al ver al rey y a los soldados bajar de sus caballos y caminar hacia él.
—Parece que no llegué tarde. —murmuró Valerio con una sonrisa gélida.
—Ma, ma, majestad, yo pido perdón. ¡Pido piedad! —rogó el hombre, inclinándose a los pies del Worwick, quien lo observó con desprecio mientras escuchaba los ruegos del hombre en medio de susurros, y sin previo aviso, Valerio estrelló la suela de su bota contra el rostro del Misirio, escuchándose el crujir de la nariz del hombre, junto a un insistente grito de dolor, mientras la sangre brotaba de su rostro.
—Claro. —Valerio miró con desdén, al hombre revolcándose en la tierra—, pero primero tendrás que ganarte mi perdón. —Él alzó la vista hacia sus soldados—. Átenlo de las piernas y los brazos, y ténganlo tan fuerte que no pueda moverse.
La guardia obedeció al instante la orden del rey, quienes comenzaron a ajustar cuerdas gruesas a los brazos y piernas del Misirio, estirándolo en el suelo. El pecho del hombre subía y bajaba con rapidez, mientras el sudor cubría su frente y su mirada, desbordada y llena de pánico, observaba los movimientos de cada uno de a soldados.
—¡No, no lo hagan! ¡Por favor, suéltenme! ¡Hago lo que quieran, pero por favor suéltenme! —suplicaba el hombre con la voz quebrada y llena de desesperación.
Valerio caminó hasta el Misirio y se arrodilló junto a él, observando cómo el hombre lo miraba con terror.
—Dime —susurró Valerio, curvando la comisura de sus labios—. ¿Alguna vez has sentido el ardor de una simple cortada?
El Misirio asintió con rapidez, y la sonrisa de Valerio se amplió aún más, como si estuviera jugando.
—¡Qué bien! Pero lo que sentirás hoy no se compara con eso. Voy a hacer que sientas el verdadero ardor del filo de la hoja de mi daga cortando la piel de tu cuello, mientras que la sangre se acumula en tu garganta y te ahoga lentamente.
—Mi rey —interrumpió el comandante—. Si lo desea, puedo ser yo quien le corte la cabeza de un hachazo, para que sea equitativo.
—Agradezco su servicio, comandante —Valerio se incorporó—. Pero creo que cortarle la cabeza de un hachazo sería un regalo y no me gusta dar regalos. Yo quiero que sufra. —Volvió su mirada al Misirio—. Sosténganlo bien.
Los soldados ajustaron las sogas, inmovilizando aún más al condenado, mientras este forcejeaba en medio de gritos suplicantes por su vida, al sentir cómo su piel ardía bajo el roce de las ataduras.
Valerio desenfundó su daga y se inclinó sobre el Misirio, colocando el filo de Aurea en la piel sudorosa de su cuello, mientras el hombre lloraba, rogando a gritos por piedad y observando fijamente el sufrimiento del hombre, como si estuviera alimentándose del mismo. Valerio entrecerró los ojos con una leve sonrisa y deslizó lentamente el filo de Aurea en el cuello del hombre, mientras los gritos de su presa se intensificaban aún más.
Una línea caliente de sangre brotó de la cortada, y el hombre soltó un quejido, mientras Valerio aplicaba más presión, logrando que un sonido gutural emergiera de la garganta del condenado, al tiempo que Valerio continuaba rasgando la piel y la carne, deslizando una y otra vez la daga en la garganta del Misirio.
El hombre intentó respirar, pero un gorgoteo espeso y burbujeante se escuchaba junto al sonido del filo rasgando aún más profundo, y tras toser, en lugar de aire, solo expulsó sangre.
El hombre intentó inhalar, pero su tráquea obstruida convirtió cada esfuerzo en un jadeo húmedo y desesperado, mientras su mirada desorbitada buscaba ayuda, pero no tardó mucho para que su cuerpo comenzara a convulsionar ante el shock del dolor.
Los ojos del Misirio se mantenían abiertos, mientras Valerio seguía tirando de la daga, hundiéndola más y más, observando cómo la vida se escapaba de él.
La hoja de Aurea rasgando la carne, fue el único sonido que se suspendió en el aire, hasta que la cabeza del Misirio se separó de su cuerpo.
—Comandante —dijo Valerio, colocándose en pie—. Elija a su soldado más valiente —ordenó, recibiendo un paño limpio por parte del comandante de la guardia, quien frunció el ceño tras su solicitud.
—¿Majestad?
—La cabeza del consejo de Hillcaster está esperando una cabeza. —Él guardó Aurea en su funda tras limpiarla—. Pues le daremos una cabeza. Quiero que uno de sus hombres vista las ropas de este miserable y haga la entrega de la cabeza que tanto esperan.
—Como ordene, majestad.
Mientras los soldados comenzaban a despojar al cadáver de su vestimenta, y el comandante elegía a su mejor hombre, Valerio dirigió su atención hacia el costal que estaba a unos centímetros de él.
El Worwick se acercó al saco manchado de sangre y lo sostuvo en sus manos, apretándolo con fuerza, sabiendo lo que había allí dentro, y tras unos segundos de pedir perdón en silencio, le extendió el costal a uno de los soldados y dijo:
—Llévelo de inmediato al castillo y entrégueselo al Lord Comandante para que preparen el cuerpo y la reina pueda darle sepultura a la princesa.
El soldado tomó el costal y tras una reverencia, montó su caballo, y emprendió camino de vuelta hacia el castillo.
En medio del ajetreo de las puertas del castillo Loancastor, el soldado disfrazado de Misirio llegó hasta la entrada del castillo, recorriendo con la mirada la imponencia de la fortaleza mientras sostenía en su mano el costal manchado de sangre.
El soldado ajustó su capucha y comenzó a caminar con la intención de entrar sin llamar la atención, pero cuando intentó pasar, uno de los guardias de capa negra extendió una mano para detenerlo, sacándolo del camino.
—Oye tú, ¿a dónde crees que vas, mendigo? —habló uno de los guardias.
—Tengo un encargo —dijo, levantando el costal con ligereza—. Traigo la cabeza del príncipe Worwick.
Los guardias intercambiaron miradas y uno de ellos hizo un leve gesto con la cabeza, indicándole al otro que guiara al supuesto Misirio hacia el interior del castillo.
—Sígueme —indicó uno de los guardias, conduciendo al hombre a través del patio de armas hasta llegar al vasto jardín, y luego al interior del castillo, donde el soldado seguía al guardia a través de los pasillos iluminados por antorchas.
Al llegar a una de las salas del castillo Loancastor, el guardia abrió la puerta y entró el soldado, encontrando a uno de los lores del consejo de Hillcaster sentado en un sillón de madera oscura, con un viejo pergamino en las manos.
—Lord —habló el guardia, captando la atención del hombre en el sillón, quien pronto se levantó de su lugar dejando el pergamino a un lado—. Este hombre dice ser un Misirio y asegura que trae consigo la cabeza del príncipe Worwick.
Los ojos de Lord Efran se fijaron en el supuesto Misirio, detallando con atención lo sucias que estaban sus ropas típicas, que identificaban a estos hombres, y lo manchadas que estaban de sangre.
—Gracias. Ahora retírese y vuelva a su posición —ordenó el lord al guardia, quien no tardó en salir de la sala, cerrando la puerta tras de sí.
Al estar solos, el lord extendió la mano para tomar el costal, el cual el soldado le entregó sin apartar la mirada del hombre, y al ver en su interior, los ojos del lord se abrieron con desconcierto al ver la cabeza de un hombre en lugar de la de un bebé, y cuando alzó la mirada hacia el soldado, este lo sorprendió pasando el filo de la hoja de su daga por la garganta del lord, quitándole la vida al instante.
Sabiendo que el tiempo era valioso en ese momento, el soldado salió de inmediato al pasillo sin antes vigilar que no hubiera algún guardia cerca, y al ver el pasillo despejado, se acercó a una antorcha encendida fijada en la pared, la arrancó de su soporte y regresó a la sala con prisa, pasando sobre el cuerpo del lord que aún se seguía desangrando en el suelo.
El soldado se dirigió a una de las ventanas de la sala, que daba al bosque, la abrió y asomó la antorcha al exterior, asegurándose de que la luz fuera visible desde ese punto, y de un momento a otro emergió con prisa de entre los árboles la formación del ejército de la casa Worwick, encabezada por Valerio, a quien le seguía una amplia formación de arqueros que comenzaron a disparar flechas encendidas hacia la fortaleza del castillo y hacia las puertas, asesinando a los guardias que se encontraban desprevenidos.
En cuestión de segundos, el caos se desató y el castillo Loancastor perdió la tranquilidad que antes disfrutaba. Aprovechando la poca formación de guardias y soldados que había en el castillo, Valerio y sus soldados entraron, desatándose así los gritos de los heridos y de los soldados de alto rango que buscaban organizar la pequeña formación sin poder lograrlo.
El sonido del acero de las espadas chocando se mezclaba con el olor a sangre y humo producido por los incendios que habían provocado las flechas incendiarias, mientras que la guardia de Hillcaster, confundida por la emboscada, se defendía como podía.
El jefe comandante de la guardia de Hillcaster buscaba posicionar a los arqueros en la fortaleza, y estos comenzaron a disparar sus flechas contra la guardia de Southlandy en un intento desesperado por debilitarlos, pero aun así no eran suficientes.
Bajo la fortaleza, Valerio peleaba contra las capas negras con su espada, mientras que a su alrededor, el jefe comandante junto a un par de soldados más se dedicaban a protegerlo, enfrentándose a cada soldado de capa negra que se acercaba para atacarlo por la espalda.
Tras cobrarse la vida de un guardia de capa negra, Valerio alzó la mirada hacia la fortaleza y en medio del caos, vio a un hombre corriendo desde lo alto, mientras daba órdenes a los arqueros para que atacaran en un punto específico, justo donde estaba él, aprovechando que no contaba con un escudo en ese momento, pero al analizarlo un segundo más, el rubio lo reconoció; ese era el comandante que había agredido a Lurdes el día que fueron por él al Claro.
El pulso de Valerio se aceleró y, sin darle tiempo a que lo atacaran, él se escabulló por los corredores buscando el camino hacia la fortaleza, mientras era seguido por dos de los soldados que lo protegían.
Al lograr encontrar el camino hacia lo alto de la fortaleza, Valerio y sus soldados subieron encontrándose con los arqueros concentrados disparando las flechas hacia la guardia de Southlandy, y sin darse cuenta de que tenían a su objetivo tras ellos, Valerio dio la orden y sus soldados comenzaron a masacrar a los pocos arqueros que quedaban en la fortaleza.
Muchos fueron acuchillados por la espalda mientras otros eran lanzados al vacío, e incluso los únicos dos soldados que acompañaban a Valerio también cayeron en su lucha contra los arqueros y el jefe de aquella guardia.
En medio del enfrentamiento, Valerio fijó la vista en aquel jefe comandante, que era su verdadero objetivo. Sin darle largas a su necesidad de cazarlo, Valerio tomó la soga de doble lazo que llevaba colgada en su cinturón y la lanzó alrededor del cuello del comandante. La cuerda se tensó de golpe, y el hombre soltó un grito ahogado luchando por zafarse, mientras Valerio tiraba de él hacia atrás con fuerza.
—¿Te cuesta respirar? —se burló con una sonrisa cruel, jalando la cuerda con más fuerza.
El hombre se retorcía, mientras sus manos arañaban el suelo en un intento desesperado por aferrarse a algo, hasta que Valerio soltó la cuerda por un instante y el comandante, desesperado, se giró hacia él, observando la soga con los ojos enrojecidos por la asfixia, y al tensarla de nuevo; el comandante trató de guardar la calma al conocer aquella táctica, así que él agarró la soga, y la jaló con fuerza, utilizando su peso contra Valerio, derribándolo.
El rostro de Valerio impactó contra el suelo, y un sabor metálico no tardó en invadir su boca, y aprovechando que él aún estaba aturdido por el golpe, el comandante agarró a Valerio del camisón, y lo arrastró; colocándolo boca abajo contra el muro, mientras amenazaba con soltarlo para que cayera al abismo, al tiempo que el Worwick sentía un horrible vacío en el estómago al ver el enorme abismo frente a sus ojos.
—Dioses —susurró Valerio, sabiendo que si caía al vacío, el impacto sería mortal.
El comandante lo inclinó más contra el muro, mientras Valerio colocaba sus manos contra la piedra en un intento desesperado por aferrarse a algo para no caer al vacío.
—¿Quién le dijo al rey que un Worwick de casta dorada puede llegar a ser un guerrero? —se burló.
Sintiendo cómo el vacío casi se lo tragaba, Valerio cerró los ojos y dejó de forcejear por no caer, mientras el comandante se reía, celebrando su victoria, y confiado en que tenía lo que quería, el hombre soltó a Valerio y levantó el pie, listo para patear su cuerpo hacia el vacío, pero en un movimiento ágil, el rubio se giró y se tiró hacia atrás, logrando levantarse.
Al ver al Worwick incorporarse, el comandante se dio la vuelta para correr lejos de ahí, pero la soga aún seguía atada a su cuello y antes de que pudiera quitársela, Valerio agarró el extremo del lazo con ambas manos y tiró de ella con toda su fuerza.
El comandante se tambaleó, sintiendo cómo la cuerda le quemaba la piel del cuello, mientras Valerio lo arrastraba hacia el borde del muro, donde pretendía arrojarlo al vacío, al tiempo que el hombre luchaba con miedo por soltarse, viendo el abismo frente a él.
Valerio mantuvo la soga tensa mientras colocaba el otro extremo del lazo en una de las piedras del muro y con su pie, lo empujó al vacío, dejándose oír el grito pavoroso del hombre, que se apagó tras tensarse la cuerda, dejando su cuerpo suspendido en el aire segundos antes de que su cabeza se desprendiera del cuerpo por la fuerza de la caída.
—Mi rey —habló uno de los soldados, quien sorprendió a su rey limpiando la sangre de la boca—. Venga conmigo, la cabeza del consejo ya sabe que estamos aquí y está intentando escapar.
Sin decir una palabra, Valerio corrió fortaleza abajo, seguido de aquel soldado, y a través del caos vio al hombre que intentaba pelear con una daga en mano mientras se escabullía, usando los cuerpos de los guardias muertos a su favor.
Valerio miró a su alrededor, buscando algo entre los cuerpos y escombros, encontrándose con un arco en el suelo y varias flechas dispersas que recogió con prisa, volviendo su vista hacia la cabeza del consejo. En ese momento, el hombre era atacado por un soldado que logró desarmarlo, hiriéndolo en el brazo, pero aun así, aquel hombre no se rendía en su intento de escape.
El Worwick tensó el arco, fijando su mirada en el hombre que por su ambición, había destruido parte de su familia, y antes de que pudiera correr más, Valerio soltó la flecha, logrando que esta diera directo en el costado del lord.
Los soldados alrededor apresaron al hombre, al tiempo que Valerio se acercaba a él, viendo cómo los guardias de capas negras que sobrevivieron dejaban caer sus armas, y al fijar su mura en ellos; estos terminaron por arrodillarse ante él, pero Valerio ordenó que los apresaran a todos junto al lord, a quien pidió que llevaran al patio de ejecución.
Mientras el lord era arrastrado hacia el patio, en medio de gritos de ruego por su vida, Valerio se acercó al jefe comandante y pidió que prepararan un par de cuerdas y que amarraran al lord desnudo hasta la cintura, tensando cada una de sus extremidades.
Valerio se tomó un respiro, observando el desastre que había dejado el caos a su alrededor, mientras fijaba su vista en un banderín de la casa Loancastor que se ondeaba al viento, y segundos después, él caminó entre los cadáveres hasta llegar al patio de ejecución, donde ya tenían al lord amarrado con unas cuerdas, como él lo había pedido.
—Mi rey, ¡Podemos hablar y llegar a un acuerdo, por los dioses de esta casa!
Valerio se inclinó, observándolo con la mirada vacía.
—No mencione a los dioses que ha ofendido. Usted y su maldito consejo conspiraron con mi hermano en mi contra, desatando una tragedia mayor en el camino. Y no contento con eso, mandó asesinos a mi hogar, que masacraron a mi gente en su intento por tener la vida del heredero, misma que le informo que no logró conseguir.
El consejero sollozó, sabiendo que no tenía forma de conseguir piedad y que ninguno de sus planes había funcionado.
—Máteme entonces y que sea rápido.
—¿Rápido? No —Valerio volvió a sacar a Aurea de su funda—. Voy a hacer que sienta cada instante de dolor en el caos que ocasionó, lord.
Con un corte limpio en el hombro, Valerio comenzó a levantar un trozo de piel, de la cual empezó a tirar, mientras lord Eldfert gritaba a más no poder. Su cuerpo se retorcía en fuertes espasmos que obligaron a los soldados a sujetarlo con fuerza, mientras la piel se separaba de la carne.
Los gritos de aquel hombre eran casi inhumanos, al tiempo que seguía sacudiéndose, rogando en medio de sus alaridos que lo mataran, pero por más ruegos que aquel hombre emitía hacia el rey, Valerio no se detuvo y siguió tirando de la piel del hombre, como si estuviera rasgando un simple trozo de tela.
Cada vez que el lord perdía la conciencia, un balde de agua fría era arrojado sobre él, trayéndolo de vuelta, dejándose oír cada vez menos sus alaridos y su respiración irregular, pero Valerio aún no había terminado.
Cuando por fin lord Eldfert estuvo al borde de la muerte, con la mitad de su piel rasgada, Valerio le clavó la daga en el corazón y dijo:
—No merece usted gozar de una sepultura. —Valerio miró al jefe comandante—. Quémenlo.
El hombre dio su último suspiro con la mirada clavada en el Worwick, mientras este se alejaba, al tiempo que los soldados miraban en silencio a su rey, y en un acto de admiración pura ante algo que jamás se había visto de un Worwick de casta dorada, ellos se arrodillaron ante él, mientras Valerio se alejaba del patio de ejecución en silencio, habiendo logrado destruir por fin el consejo de Hillcaster.
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