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𝟓𝟔. ¿𝐘 𝐒𝐈 𝐇𝐔𝐁𝐈𝐄𝐑𝐀 𝐇𝐄𝐂𝐇𝐎 𝐀𝐋𝐆𝐎 𝐌Á𝐒?

Capítulo 56

IRENIA


Dicen que una madre daría la vida entera por su hijo, pero nunca escuché a nadie hablar del infierno que se padecía al tener que arrebatársela. ¿Cómo seguía latiendo mi corazón después de haber hecho algo así? ¿Cómo seguía respirando en medio del tormento que me causaba el hecho de que pude hacer algo más y no lo hice? ¿En qué momento, mi intento por hacer que él entendiera su valor se convirtió en su condena? Yo sabía que ya era tarde para decir esto, pero ¿por qué no lo vi venir antes?

La forma en la que él veía el mundo no era la misma en la que yo lo veía a través de mis ojos, y lo único que quise fue hacer que lo viera como yo, así como a mí me enseñaron a verlo a través de los ojos de mis padres, pero fue en ese momento en el que él se estaba hundiendo en sus odios y rencores; arrastrando consigo a los demás, que entendí que hay cosas que no se pueden permitir ser iguales y que hay ciclos que no se pueden volver a repetir.

Esos ojos grises que me miraron por primera vez cuando lo acuné en mis brazos brillaron con intensidad, reflejándose en los míos, y en medio del silencio de la habitación, sentí su respiración cálida y escuché el balbuceo de su voz mientras las parteras limpiaban mis aposentos, después de mi difícil parto.

La quietud de la habitación era sobrecogedora, y todo se mantuvo en silencio hasta que escuché el chirrido de la puerta abriéndose y vi cuando mi madre, la reina Dala Worwick, entró a los aposentos con Valerio de la mano. Aún puedo sentir en cada rincón de mi cuerpo la atmósfera de ese día; el aroma a tierra húmeda por la lluvia de la noche anterior, la brisa fría que el sol aún no había logrado calentar, y recuerdo la sonrisa de mi madre al ver a Verti en mi regazo.

Ella acarició sus cabellos dorados en medio de una sonrisa y palabras cariñosas dirigidas a su nieto, y lo primero que hice fue preguntarle por Dafert, porque desde los dolores y el parto él no había aparecido, pero ella me miró a los ojos como solía hacer, y me aseguró que Dafert estaba ocupado con el consejo y que no debía molestarlo.

Deja que se maraville cuando ya vea al pequeño en tus brazos. Recuerda que así debe ser.” Esas fueron sus cautelosas palabras para recordarme una vez más el peso y la importancia de los deberes de la  corona sobre cualquier cosa.

Yo sonreí y acepté, porque sabía la presión que tenía Dafert en su nuevo rol de rey; después de la muerte de nuestro padre, el rey Lesser Worwick, quien había muerto tan solo hace algunas estrellas.

Dafert debía tomar el mando del reino en su totalidad, y comprendiendo que los asuntos de la institución debían ser su prioridad, me quedé en compañía de mi madre y de Valerio, quien emocionado, celebraba el nacimiento de su hermano, mientras sentía cómo el lecho bajo mi cuerpo se hundía a mi alrededor con sus brincos, llenando mi corazón de alegría, aunque no lo pareciera por mi casi nula expresión.

Pero así como la felicidad de aquel día quedó impregnada para siempre en mis recuerdos, con el tiempo, todo lo inocente e infantil que correspondió a los primeros años de Valerio y Verti comenzó a desvanecerse en la distancia.

La reina madre Dala Worwick falleció, y con su partida, mi papel como reina legítima, instruida por la reina madre, adquirió una nueva y mayor responsabilidad, y en ese momento, comprendí que debía estar a la altura de las exigencias que recaían sobre mí.

Mi madre y mi padre siempre dijeron que lo haría bien, gracias a mi carácter natural de Worwick de casta blanca, pero jamás se les pasó recordarme una y otra vez que la corona siempre iba primero; a eso debía apegarme, y jamás me cuestioné si en realidad todo debía sacrificarse para mantenerla en alto, sin importar el costo. Y fue precisamente esto lo que Dafert y yo decidimos transmitirles a nuestros hijos, desde que nacieron.

Aún recuerdo cómo la intensa luz del sol de ese día se filtraba por los ventanales, mientras Dafert se encontraba atendiendo un inconveniente militar con el primer jefe comandante de la guardia, hasta que en un momento de la situación, tuve que abandonar la sala privada de mi esposo debido a una queja urgente de una de las nanas de mis hijos, que llegó con un hilo de sangre en la frente, diciéndome que mi pequeño Verti, de solo cuatro años, había agredido a su hermano Valerio con su propio juguete.

Al entrar a la sala de los príncipes, encontré a Verti sentado en el suelo, de espaldas hacia la puerta, con los brazos cruzados y la cabeza gacha, mientras los juguetes de madera se esparcían por toda la sala, como si los hubieran arrojado en cualquier dirección.

—Mi reina —habló la nana que atendía a Valerio, y al girar mi mirada hacia ella, pude darme cuenta de que Valerio había estado llorando por sus ojos rojos.

—¿Por qué llora? —pregunté, revisando a Valerio, aún confundida.

—Mamá, quiso pegarle con mi juguete y no lo dejé, y me pegó a mí —respondió Valerio, señalando el costado de su ojo, y al revisar más de cerca, vi el rasguño que le había causado el juguete mientras intentaba defender a su nana.

—Lo hiciste bien, hijo —dije, sin mucho teatro, acariciándole la mejilla con ligereza—. Ya sanará, pero quiero saber qué sucedió.

—No lo sé, mi reina —respondió la nana—. Los pequeños estaban jugando con los juguetes que el rey les trajo, pero por alguna razón, cuando el pequeño Verti vio su caballo, se molestó y lo tiró contra la cómoda.

Al escuchar las razones que me dio la nana, dirigí mi mirada hacia Verti, quien aún estaba en la misma posición, y vi el caballito dorado de madera tirado junto a la cómoda, justo donde la nana había dicho.

—Lleve al príncipe Valerio con un encargado —ordené—. Y vaya usted también con Anemarta para que le curen la herida de la frente.

—Como ordene, mi reina.

Mientras la nana de mis hijos salía de la habitación, me giré, observando a Verti, que seguía inmóvil en la misma posición y pude notar cómo su cuerpecito temblaba, así que me acerqué con cautela, y colocándome delante de él, me senté en uno de los muebles cercanos.

—Verti Worwick, levántate y mírame a los ojos —ordené, manteniendo mi tono de voz tajante, pero suave.

A pesar de la rabia que sabía que sentía en su interior, él me hizo caso, como siempre, aunque a regañadientes. Al levantar la cabeza, me miró a los ojos, y estiré mi mano, apartando esos ligeros rizos de oro de su rostro, pero mantuve mi postura delante de él, y mirándolo, pregunté:

—¿Por qué, Verti?

—Papá dijo que eran iguales, y no es cierto.

—¿A qué te refieres? —fruncí el ceño.

—Quiero el caballo blanco. ¿Por qué a él sí y no a mí? —protestó, mirando a otro lado con rabia.

Al oír sus quejas, comprendí al instante lo que le molestaba, pero no podía permitir que sus rabietas por un juguete lo llevaran a agredir a su hermano ni a las nanas que los cuidaban.

—Comprendo lo que dices, pero eso no te da derecho a agredir a tu hermano ni a tu nana. No está bien.

—Él dijo que le darían uno de verdad y blanco, como el de usted —se quejó, apretando sus puños—, y a mí no.

—¡Verti, ya basta! —exclamé, sin tratar de alzar la voz—. Blanco o dorado, estos equinos representan la realeza pura, que caracteriza a los Worwick, y tú eres un Worwick; además, también eres un príncipe, como tu hermano, y eres hijo de los reyes de este reino. No tienes nada que reclamarle a Valerio, y mucho menos, no tienes por qué agredirlo. Ahora, tráeme tu juguete y el de tu hermano.

Verti se movió con molestia, dando un pequeño golpe en el suelo con uno de sus pies, mientras tomaba los caballos de madera; el de su hermano y el suyo. Él se acercó a mí y me los entregó sin mirarme, quedándose de pie a un lado de mi lugar, evitando mis ojos. Fue entonces cuando, al observar el caballo de Valerio, me di cuenta de que estaba partido en dos.

Suspiré, sintiéndome un poco irritada, y al mirar a Verti, me percaté de que seguía molesto a pesar de mis explicaciones, así que me dirigí a él y dije:

—Ya que le partiste el juguete a tu hermano, tú también te quedarás sin el tuyo.

En ese instante, vi en el rostro de mi pequeño hijo una mirada fría y desafiante, que en el momento no me preocupó, pero sí me sorprendió. Al recordar ese momento sentí escalofríos, porque, aunque en ese entonces apenas luchaba por el simple color de un juguete, esa misma mirada, de cierto desdén y descontrol, ya lo acompañaba.

Sin querer extender más la situación, me levanté del mueble, me dirigí hacia la puerta, y antes de salir, me giré hacia él una última vez y advertí:

—Sabes que te quiero hijo, pero la próxima vez que agredas a alguien, a tu hermano o a cualquier otra persona, las consecuencias serán más graves. ¿Me entendiste, Verti?

Él no respondió, pero su elección de no mirarme y mantener su mirada molesta y fija en otro lado de la sala lo dijo todo, así que me alejé y salí de la sala sin decir nada más.

Al instante, una de las nanas que esperaba afuera abrió la puerta de la sala para ir por Verti y vio cómo, tras quedarse unos momentos solo, él se dirigió a los demás juguetes de su hermano, los agarró con furia y comenzó a golpearlos, desahogando su frustración en los otros caballitos de madera.

Tuve la oportunidad de saber esto porque la nana que lo observó me lo informó, y un nudo se formó en mi estómago al escuchar las palabras de la nana. Ahí supe que sería necesario hablar con él las veces que fueran adecuadas, porque esa rabia desmedida, que parecía originarse en algo tan pequeño como un juguete, podría convertirse en algo mucho más serio, pero jamás me imaginé que llegaría hasta el punto al que llegó.

Después de aquel incidente, no hubo más situaciones en las que Verti agrediera a su hermano directamente, pero la malicia silenciosa de él comenzó a tomar forma, y siempre encontraba la manera de molestar a Valerio, provocándole sin ser el primero en iniciar el conflicto. Valerio, en su propio carácter, en el que no permitía que su hermano le molestara, intentaba defenderse, y eso nos llevó muchas veces a reprenderlo por agredir a su hermano menor y la situación se fue volviendo cada vez más tensa.

Fue hasta el once onomástico de Valerio que el primer jefe comandante, quien se encargaba del entrenamiento de ambos, nos informó a Dafert y a mí que Verti hostigaba a Valerio de forma sutil, llevándolo al límite hasta hacerlo perder la paciencia.

Ese fue el momento en que Dafert y yo comenzamos a ver la verdadera naturaleza del conflicto, pero Dafert, como siempre, se lo tomó más a la ligera, pensando que quizás solo eran cosas de niños; sin embargo, yo no lo veía de esa forma. Escuchar las palabras del jefe comandante me hicieron analizar la forma en la que deliberadamente Verti podría actuar en contra de su hermano, y esto me hizo sentir que ya no solo estábamos lidiando con simples rivalidades de niños, sino con una rivalidad más profunda, que podría llegar a afectar la formación de ambos.

A pesar del nulo interés de Dafert en tomar esta situación en serio, lo convencí de que tomáramos medidas y reprendí a Verti, pero en medio de mi llamado de atención, él no dudó en hacerme saber lo que pensaba.

—Sé que él es el favorito —dijo, con un brillo extraño en la mirada que desvelaba rabia y molestia—. Sé que lo quieren más porque es el mayor.

Al escuchar estas palabras, Dafert desvió la mirada, frotándose el entrecejo como si las quejas de Verti le parecieran triviales, pero yo intuí que había algo más profundo detrás de esa frase.

—Hijo, tu hermano tiene una posición que demanda responsabilidades diferentes a las tuyas. Él es el mayor, y como tal su formación debe ser distinta. Tú en su momento tendrás también un posición importante que demandará muchas responsabilidades, y tú formación también será única.

—¡Pero no como la de él y no es justo! —protestó, apretando sus puños sin mirarme a los ojos—. ¿Por qué él y no yo?

Intenté contener mi exasperación, pero algo en mi interior me decía que su malestar no era solo por una cuestión de favoritismo. Verti no estaba aceptando que, aunque compartieran la misma sangre, sus roles dentro de la familia eran diferentes.

—No es solo una cuestión de favoritismo, hijo. La posición de tu hermano demanda una formación distinta a la tuya porque él es el heredero; lo que él aprende es para gobernar, y lo que tú aprendes es para servir al reino de otra manera, que también es muy importante.

—Yo no quiero ser como él —dijo con desdén—. No quiero ser solo su sombra.

—Verti —dije, midiendo mi tono de voz—, no se trata de ser una sombra. Cada uno tiene su papel; tú también eres importante, pero de diferente manera. No te compares con tu hermano, porque cada uno de ustedes tiene algo único que aportar, y no quiero que se vuelva a discutir sobre este tema.

El silencio se adueñó de la sala después de mi advertencia, y aunque él se quedó en silencio como si hubiera entendido la situación, su resistencia a aceptar que ambos eran diferentes seguía estando viva en sus ojos.

Mi mirada se alzó al ver cómo la puerta de la sala se abrió y Valerio entró. Él corrió hacia mí con esa energía que solía tener, y antes de que pudiera decir algo, dijo emocionado:

—¡Madre! En unos minutos voy a ir con padre por primera vez a la sala del consejo.

Le dediqué una sonrisa a Valerio, observando cómo sus largos cabellos dorados caían más allá de sus hombros, contrastando el color oscuro de su primer traje de tipo militar con un pequeño prendedor de la casa Worwick colgado del lado derecho del camisón, pero antes de que pudiera responderle, escuché la voz de Verti decir:

—Yo también iré.

—No, hijo —le detuvo Dafert, colocando su mano en el hombro de Verti con fragilidad—. Aún no es el momento para que te integres al consejo, hijo.

—Pero ya tengo nueve años, y estoy estudiando todos los días en la biblioteca, padre.

Dafert lo miró con una sonrisa de medio labio y dijo: —Lo sé, y te felicito por tu dedicación, pero aún no es el momento para que formes parte de la sala del consejo. Tu hermano algún día ocupará mi lugar, y él debe prepararse primero, así que si él va a ir conmigo a la sala del consejo es porque ya está en la edad para eso.

En ese momento vi cómo Verti miraba a su hermano de reojo, con esa mirada fría y distante que hacía años había lanzado al entregarme el juguete de Valerio que había partido, mientras que Valerio lo miraba de frente, jugando con una ligera sonrisa que no se terminaba de forjar, pero que al parecer provocaba a Verti.

—Entonces él se sentará en el trono de padre, y será como padre —dijo, apaciguando su tono de molestia.

—Algún día tu hermano será el soberano y señor de la casa Worwick, y tú, hijo mío, le ayudarás en su gestión, como un Worwick que eres.

Mientras Dafert trataba de aclarar su papel en la familia sin crear conflicto, no pude despegar mis ojos de Verti, y analizando mejor su mirada, me di cuenta de que ya tenía cierta frialdad, junto a un vacío calculado que me hizo sentir una extraña presión en el pecho. No podía creer que un niño de solo nueve años pudiera mirar con tal intensidad, como si ya entendiera algo que ni siquiera yo, con toda mi experiencia, lograba comprender completamente.

Ajeno a mis pensamientos, Dafert se giró hacia Valerio y dijo: —Es hora de irnos, Valerio.

Mi esposo y mi hijo salieron de la sala, y mientras la puerta se cerraba, Verti se quedó de pie, mirando en silencio el espacio vacío, y justo cuando parecía que iba a dirigirse a la puerta, me miró y dijo:

—Madre.

—¿Sí, hijo?

—Para que padre ascendiera al trono, el abuelo Lesser tuvo que morir. ¿verdad?

—Sí —asentí sin maliciar su pregunta, al ser natural el saber que para que un heredero ascienda, el rey debe morir.

Él desvió la mirada hacia un lado, como si estuviera pensando en algo más, y luego continuó: —Debe sentirse como uno de los dioses, sentado en el trono blanco, ¿no es así?

—Los dioses protegen y guardan a los gobernantes de esta casa, hijo. No lo dudes.

Verti me miró en silencio, y por un instante, pude ver en sus ojos esa misma mirada calculada que ya me había mostrado antes, y eso me inquietó, pero sin decir una sola palabra más, él se dio la vuelta y salió de la sala, cerrando la puerta tras él.

Yo me quedé sola en la habitación, pensando en las palabras que acababa de intercambiar con él, y al recordar cada una de ellas, me di cuenta de que si hubiera sabido lo profundo de esa pregunta, jamás habría respondido tan a la ligera.

Algo en mi interior me decía que Verti no solo estaba pidiendo explicaciones sobre cómo su padre llegó al poder que poseía. Yo sentí que él estaba comenzando a entender el precio y el poder del trono, y pude asegurar que después de eso, él averiguó el resto por su cuenta, encerrado en sus libros en la biblioteca.

A medida que los años pasaron, Verti y Valerio convivieron en una guerra silenciosa que yo seguí de cerca, al tiempo que Dafert solo se limitó a sus labores como monarca, y por supuesto yo no se lo reclamaba, ya que, como madre, preferí hacerme cargo de la situación.

Mientras Valerio parecía llevar con más calma la carga de ser el heredero, Verti, ocultaba detrás de su carácter aparentemente dócil y típico de los Worwick de casta dorada una serie de comentarios, disimulados con ironías sin ningún aire de broma, que poco a poco fueron surgiendo con más claridad, dejando más que al descubierto que aquella fragilidad que parecía tener era solo una máscara cuidadosamente forjada para ocultar sus celos y resentimiento, y producir lástima cuando se lo proponía.

La primera vez que Verti pisó la sala del consejo, su naturaleza ya había tomado forma y no tardó en buscar sobresalir por encima de su hermano y futuro rey. Un hermano al que él veía como un obstáculo, aunque nunca se atreviera a decirlo directamente, pero en ocasiones lo pude percibir cuando pretendía ocupar sus obligaciones, como si la corona ya estuviera casi al alcance de su mano, sin importar que no tuviera ni la más mínima idea de lo que debía hacer.

Fueron años de una lucha constante donde tuve que ver cómo mis esfuerzos por explicarle su lugar, el significado de la corona y su rol dentro de la casa Worwick, cayeron en oídos sordos, mientras que sus comentarios se volvían cada vez más descarados, y el desprecio que sentía hacia su hermano era aún más evidente.

No solo lo veía en sus ojos, sino en las palabras que le compartía a su espada jurada en su quince onomástico. Él hablaba abiertamente de lo que podría suceder si Valerio jamás llegaba a ocupar el trono, y en una ocasión, una sirviente, que estaba en la biblioteca cambiando su vino dulce, escuchó sus murmullos, mismos que esa sirviente me hizo saber sin omitir ni una palabra.

Lo peor de todo era que Dafert, al parecer, no veía lo que yo veía. A él se le hacía difícil entender la profundidad de ese deseo ajeno, pero yo no podía ignorarlo. Los ojos de mi hijo al ver a su hermano no destilaban cariño, ni amor fraternal; en ellos no había la más mínima chispa de estima por su sangre; era como si lo viera más como una amenaza, y como alguien que le arrebataba lo que en su mente él creía que le pertenecía.

Mi comportamiento hacia Verti comenzó a endurecerse, al entender que sus actitudes eran deliberadas y conscientes. Yo no podía dejar de verlo como mi hijo, pero también debía actuar como madre y protectora de la casa Worwick; no podía apartarlo de su rol como príncipe, y como estratega, pero tampoco podía permitir que sus deseos y ambiciones entorpecieran la gestión de Valerio como futuro rey, porque por más explicaciones que Dafert y yo le dimos sobre la importancia de su hermano, sobre la carga que él debía llevar, y sobre su propia importancia dentro de la familia, Verti parecía empeñado en no querer entender.

Él insistía en que su lugar en la casa Worwick era el equivocado, que su destino debía ser otro; y así, día tras día, parecía retarme haciendo todo lo que él sabía que no estaba bien, para probar mis límites, como si estuviera buscando una respuesta, una reacción de mi parte, porque yo sabía que él era consciente de que, al querer ocupar el lugar de su hermano, estaba desafiando la naturaleza misma de los dioses, pero se empeñaba en hacerlo, como si disfrutara creando discordia, y así mis palabras pidiéndole siempre que ocupará su lugar, se convirtieron una frase constante al darme cuenta su resistencia maliciosa a querer siempre ocupar el lugar de su hermano.

Cada palabra, cada actitud, cada mirada, la tenía grabada en mi mente; cada reflejo de su comportamiento me desgarraba, porque, a pesar de todo lo que había hecho, me partía el corazón pensar que pude haber hecho algo más para evitar que las cosas tomaran el camino que tomaron. Me atormentaba la idea de no haber sabido cómo manejar la relación con su hermano, de no haber logrado enfocar la mente de Verti en su lugar y en su destino, sin que su deseo por el trono lo consumiera.

Al ver la magnitud de la desgracia que mi hijo estaba desatando con su odio desmedido, un fuerte sentimiento de miedo me invadió, pero no podía dejar que él lo viera. No podía permitir que él supiera cuánto me afectaba el hecho de que estuviera conspirando contra la vida de su hermano, de que todo lo que había hecho hasta ese momento; todo lo que su mente maquinaba por una corona que ya sentía que me quemaba las manos, al tener el insoportable deber de protegerla y pelearla en contra de mi propio hijo.

Mis padres siempre nos dijeron que su instrucción no fallaba; que sus enseñanzas, sus consejos, la forma en que nos criaron a Vilenia, a Dafert y a mí, era la correcta y yo, como madre, creí que sería lo mismo con mis hijos. Jamás imaginé que el mismo temple con el que me habían enseñado a gobernar podría ser peligroso para ellos. Jamás pensé que mis brazos, que acunaron a Verti con amor y cariño, esa primera vez, serían los mismos que tendrían que arrebatarle la vida antes de que causara más daño.

Cuando miré por primera vez esos pequeños ojos grises, tan llenos de inocencia, jamás imaginé que serían esos mismos ojos cargados de odio, rencor y resentimiento los que me verían por última vez, mientras la vida se escapaba de ellos. Ese día, su mirada, fría y distante, se quedó grabada en mi mente, como un recuerdo imposible de borrar, pero a pesar de eso, mi alma gritaba, buscando consuelo. Mi fe en los dioses era mi única esperanza para volver a dormir en paz, pero también era consciente de lo que había hecho. ¿Y cómo podía pedir por su alma, cuando fui yo quien tuvo que poner fin a su vida?

Es desgastante tener que mantenerse fuerte contra todo, aún sabiendo que ya no se puede hacer más nada, porque, aunque admití que la seguridad de la corona seguía intacta, al final toda esa seguridad se construyó al desmoronarse en mis manos la vida de mi hijo por su propia ambición.

Si al dar mi vida se hubiera asegurado que la suya se salvaría, sin duda alguna la habría entregado, y aunque ahora espero que los dioses me perdonen por lo que hice, no puedo evitar la duda de que, si hubiera hecho algo más, quizás las cosas habrían sido diferentes, al menos eso quiero creer, pero en el fondo sé que eso no sería así.

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