𝟒𝟔. 𝐌Á𝐒 𝐂𝐄𝐑𝐂𝐀. 𝐏𝐀𝐑𝐓𝐄 𝐈
Capítulo 46
En compañía del lejano sonido de los pájaros, la señorita Helen comenzó a abrir los ojos lentamente, parpadeando un par de veces mientras la tranquilidad que se respiraba en la habitación la reconfortaba.
Ella se incorporó con cuidado, mientras un ligero bostezo la abandonaba, y apenas se puso de pie miró hacia la cama, encontrándose con su niña aún dormida bajo las sábanas con las que la había arropado la noche anterior.
Con una ligera sonrisa, la señorita Helen se acercó y como un gesto habitual de cariño hacia ella, deslizó sus dedos sobre el cabello de Luna, pero la sonrisa se le borró de golpe cuando, al mirar hacia el buró, vio algo inusual en la lámpara de gas que había dejado la noche anterior.
La señorita Helen se inclinó un poco más para observar el objeto de cerca, notando así que el cristal estaba empañado, y cuando intentó tocar la lámpara, ella retiró la mano de inmediato al sentir lo caliente que estaba, como si hubiera estado recién encendida, pero la confusión la terminó de invadir al darse cuenta de que el gas de la lámpara estaba completamente consumido y por instinto, ella retrocedió de inmediato, sintiendo un escalofrío recorrer su cuerpo al no entender qué había sucedido.
ANTES DE QUE VALERIO RECORDARA
El pequeño mercado que se encontraba cerca del claro del reino de Hillcaster dejaba ver esa mañana el bullicio de los mercaderes anunciando sus productos en cada puesto, los carros de madera andando sobre el camino de piedra y el ligero movimiento de la guardia que daba vueltas por aquel lugar.
De entre las personas que compraban víveres en uno de los puestos, Lurdes salió con cierta prisa buscando a su abuela, quien la esperaba fuera del puesto sosteniendo un pequeño cesto con plantas frescas y algunas raíces que ya había comprado.
Al ver a su abuela, Lurdes se acercó a ella con prisa mientras sostenía su cesto, lleno de algunas frutas y legumbres.
—Abuelita, ¿ya conseguiste lo que necesitabas? —preguntó Lurdes con una sonrisa ligera.
—Sí, hija, ya lo tengo. Pero ven. —La mujer tomó el brazo de su nieta con cierta preocupación mientras miraba hacia todos lados—. Vámonos de aquí, ¿sí?
—¿Qué pasa, abuela?
—Nada grave en realidad. —Ambas comenzaron a avanzar entre la multitud—. Es que hay muchos guardias de capas doradas en este lugar.
—¿Guardias? —repitió Lurdes, intrigada.
—Sí, al parecer están buscando a un hombre.
Lurdes sonrió con ligereza, creyendo que quizás se trataba de un revoltoso, y mirando a su abuela preguntó: —¿Un hombre? ¿Qué hombre?
—Según lo que escuché, le estaban preguntando a unas mujeres que estaban delante de mí si habían visto a un hombre herido vagar por estos rumbos.
Lurdes frunció el ceño al oír lo del hombre herido y preguntó, girándose hacia la anciana: —Abuelita, ¿ellos no dijeron nada más?
—Sí, dijeron que si veíamos a un hombre herido vagar por estos rumbos, debíamos avisarles a ellos, no a los soldados de capas negras del castillo Loancastor. Por eso quiero irme rápido de aquí; siento que en cualquier momento se formará una revuelta.
—¿Y no dijeron cómo era ese hombre, ni cómo se llamaba? —insistió Lurdes, sintiendo una fuerte inquietud en su pecho.
—Sí, yo escuché que era un Worwick, pero no te preocupes, hija; jamás hemos visto a alguien así por aquí. Ellos dijeron que ese hombre era de cabellos dorados y ojos grises.
Al oír la descripción que le dio su abuela, Lurdes sintió cómo su corazón comenzó a acelerarse al darse cuenta de que la descripción encajaba con el hombre al que ella llamaba Angel.
—Abuela, ¿hacia dónde fueron esos hombres?
—Por allá, hija. —Señaló la mujer hacia el otro lado del camino—. Pero, ¿para qué preguntas eso?
Antes de que la abuela pudiera detenerla, Lurdes comenzó a correr hacia la dirección señalada para ir en busca de uno de esos guardias.
—¡Rubí, ¿a dónde vas?! —gritó la anciana tras ella—. ¡Hija!
Lurdes corrió entre los puestos, buscando con la mirada a los guardias de capas doradas, pero por más que avanzó y se desvió del camino, no encontró a ninguno, y con la misma prisa con que se había alejado, ella regresó junto a su abuela.
—Abuela, vámonos, tenemos que irnos de aquí ya —dijo con urgencia mientras tomaba el brazo de la anciana y la conducía hacia la salida del mercado.
—Hija, cuidado, ¿qué pasa? —preguntó la abuela mientras tropezaba ligeramente al intentar seguirle el paso, pero Lurdes no respondió.
Ella necesitaba llegar rápido a su casa para hablar con Valerio y decirle lo que su abuela había escuchado, para ver si con esas palabras él podía recordar quién era.
Tan pronto Lurdes llegó al claro con su abuela, esta le dijo que fuera hacia su casa y no saliera de ahí por si había guardias de capas negras rondando el lugar. Así mismo, su abuela le pidió también que se cuidara, y Lurdes se dirigió a su casa.
Al llegar a la puerta de su hogar, ella miró a todos lados, asegurándose de que nadie estuviera cerca observándola, e ingresó a la casa cerrando la puerta tras ella con seguro, y al entrar, encontró a Valerio sentado en la cama, un tanto aturdido, como si apenas se hubiera acabado de despertar.
—¡Lurdes! —exclamó Valerio, dejando ver un brillo sutil en la mirada al verla por fin frente a él, pero antes de que él pudiera decir más, Lurdes lo interrumpió.
—Eres un Worwick, ¿verdad?
—¡Sí! —exclamó él, con una sonrisa en el rostro al oír las palabras de Lurdes—. Soy Valerio Worwick, el rey de este reino y del reino de Southlandy. ¡Ya recordé quién soy, Lurdes! Recordé a mi familia, mi madre, mi esposa y mi hijo.
Lurdes se quedó anonadada al oír sus palabras, pero al mismo tiempo sintió una enorme alegría al ver que él había recuperado sus recuerdos.
—¡Qué bueno, Angel, que ya recordaste quién eres!
Al sentirse contagiado por la alegría de ella, Valerio la abrazó, y ella respondió a su abrazo como forma de celebración, pero de un momento a otro Lurdes lo soltó, como si acabara de darse cuenta de la importancia de la persona que tenía frente a ella.
—¡Dioses, eres el rey! —susurró, llevándose una mano a la boca—. Por eso esos hombres te están buscando.
—¿Qué hombres? —Valerio frunció el ceño—. Lurdes, cuando llegaste me preguntaste si era un Worwick. ¿Cómo lo supiste?
—Es que, cuando estaba en el mercado con mi abuelita, ella me dijo que unos hombres de capas doradas le dijeron a unas mujeres que, si veían a un hombre de cabellos dorados y ojos grises que estuviera herido y vagando por estos rumbos, les avisáramos a ellos y no a los hombres de capas negras del castillo Loancastor.
—Esos deben ser los guardias del castillo, y es cierto; los de capas negras no deben encontrarme.
—No te preocupes. —Ella lo ayudó a volver a la cama, donde él tomó asiento y ella se arrodilló frente a él, quedando sobre el suelo—. Nadie sabrá que estás aquí, pero tienes que decirme cómo hacer para encontrar a alguien que venga por ti, porque así como estás, no puedes salir solo.
—¿Irás al castillo? —preguntó, confuso.
—Sí —reafirmó Lurdes—. Dime con quién debo hablar allá para decirles que estás vivo y que estás aquí.
Valerio negó con la cabeza, mostrando su preocupación.
—No, no, Lurdes. Es muy peligroso que vayas tú sola hacia ese lugar, y más si están buscándome.
—Angel, si no voy será muy difícil para ti. Piensa que si te están buscando, es porque tu familia está desesperada por saber de ti.
Valerio apartó la mirada, sabiendo que, a pesar del peligro que eso significaba, ella tenía razón.
—Lo sé —él suspiró—. Mi esposa y mi madre deben estar preocupadas y desesperadas por saber de mí.
—Entonces, con más razón debo ir. Si te quedas más tiempo aquí, puede ser peligroso para ti.
En ese momento, unos fuertes golpes en la puerta interrumpieron la conversación. Lurdes y Valerio guardaron silencio casi de inmediato, mientras Colibrí se colocaba en guardia frente a la puerta, olfateando lo que había tras esta.
—¡Somos la guardia del castillo Loancastor! ¡Abran la puerta de inmediato!
Al oír la voz de aquel hombre, Lurdes miró a Valerio con terror en los ojos, pero él le hizo señas con las manos, pidiéndole que guardara silencio y que mantuviera la calma.
Con cuidado y a pesar del evidente dolor que cada paso le causaba, Valerio se levantó y comenzó a moverse hacia el interior de la cabaña para tratar de ocultarse, mientras Lurdes observaba cómo él se metía en un pequeño espacio que, desde esa distancia, era casi invisible, y al instante, la puerta volvió a sonar con mucha más violencia, haciendo que Lurdes brincara en su lugar, mientras Colibrí se movía hacia el fondo de la cabaña.
—¡Si no abren la puerta, la derribaremos! —gritó el hombre una vez más.
Tratando de mantener la calma, Lurdes se dirigió a la puerta mientras sus manos temblaban al quitar el cerrojo, y a penas la abrió, el hombre del otro lado la empujó con fuerza, estrellando la puerta contra la frente de Lurdes, haciéndola caer al suelo.
—¿Por qué tardaste tanto? —preguntó el hombre, avanzando hacia el interior mientras Lurdes intentaba levantarse apoyándose en la cama.
—Estaba ocupada poniéndome mi vestido —mintió ella, tratando de sonar convincente, aunque parecía un poco aturdida por el golpe en la frente.
Desde su escondite, Valerio se asomó con cuidado, dándose cuenta de quiénes eran los hombres que habían entrado, y de inmediato reconoció a uno de ellos, como el Lord Comandante de la guardia del castillo Loancastor.
El comandante se colocó frente a Lurdes mientras observaba con detenimiento el lugar, y ordenó a los guardias que lo acompañaban:
—¡Revisen cada rincón de este lugar!
—¿A quién buscan? —preguntó Lurdes, tratando de mantener la calma.
—Buscamos al rey Valerio Worwick —respondió el hombre, mirándola—. El rey está desaparecido, y tenemos la responsabilidad de encontrarlo y llevarlo al castillo Loancastor. Cualquiera que lo esconda estará cometiendo un grave crimen, y eso se paga con la muerte, niña.
—El rey no está aquí —dijo, observando cómo uno de los guardias se dirigía hacia el fondo de la cabaña, lo que la hizo comenzar a entrar en pánico. Pero los guardias se detuvieron al encontrarse con Colibrí, quien comenzó a gruñirles y a ladrar impidiéndoles el paso.
El Lord Comandante, fastidiado por el ruido del perro, gritó: —¡Callen a ese maldito animal!
—¡Por favor, no le hagan daño! —gritó Lurdes, levantándose del suelo para tratar de acercarse a su perro, pero el comandante la agarró por el brazo y la empujó hacia atrás.
—¡Déjeme! —gritó ella, intentando soltarse.
Irritado por el alboroto, el Lord Comandante le dio una bofetada a Lurdes, arrojándola al suelo. Valerio, desde su escondite, alcanzó a escuchar el golpe. Apretó los puños con rabia, luchando contra el impulso de salir a defenderla.
Desde el suelo y con lágrimas en los ojos, Lurdes suplicó:
—Por favor, no le hagan nada a mi perro. Él solo me está defendiendo. ¡Ustedes no pueden venir aquí y hacer esto!
El guardia que revisaba la cabaña se detuvo frente al perro, fingiendo levantar la mano para golpearlo. Colibrí retrocedió ante la amenaza, pero no dejó de gruñir. Tras escupir al perro, el guardia se volvió hacia su superior.
—Aquí no hay nada, Lord Comandante. Este lugar es pequeño y no hay dónde esconder a alguien —dijo, dirigiéndose hacia la puerta.
Con desprecio en la mirada, el Lord Comandante se acercó a Lurdes y le preguntó:
—¿Segura de que no tienes nada que ocultar, campesina?
—Ya revisaron y no encontraron nada —respondió ella con rabia y la respiración agitada—. Ahora váyanse.
El comandante le regaló una sonrisa burlona mientras la miraba de arriba abajo, deteniéndose con morbo en el escote de su vestido.
—Tienes suerte de que vamos de prisa, campesina —dijo, rasgando la manga del vestido de Lurdes, como si intentara zafarle el vestido, lo que hizo que ella gritara de miedo ante la clara intención de aprovecharse de ella.
—¡No me toque!
—Nosotros podemos hacer contigo y este lugar lo que queramos —alegó, tomándola con fuerza por el cabello, pero colibrí comenzó a ladrarle al hombre que intentaba hacerle daño a su dueña, mientras Valerio estaba al borde de salir de su escondite, hasta que un "¡Vámonos!" se escuchó en la voz del mismo hombre.
Los guardias salieron de la cabaña, fastidiados y casi al instante ella se arrastró hasta la puerta, la cerró y le puso seguro, sintiendo un poco de alivio, mientras su rostro reflejaba aún el dolor por los golpes recibidos, y al escuchar la puerta cerrarse, Valerio salió de su escondite y se acercó a ella, sabiendo que la habían maltratado.
—¿Estás bien? —preguntó con urgencia, mirándola de arriba abajo, mientras la ayudaba a colocarse en pie.
—Sí, estoy bien.
Al mirarla con más detenimiento, Valerio pudo observar el enrojecimiento no solo de su frente, sino también de su mejilla, además de la sangre que salía de la comisura de su labio y la manga de su vestido rasgada. Fue entonces cuando él se dio cuenta de que ella no estaba bien, y sintiendo mucha rabia y pesar por lo que le habían hecho, la rodeó con sus brazos y la estrechó contra su pecho.
—Perdóname —murmuró—. Esto es mi culpa, pero te prometo que no se quedará así, Lurdes. —Él buscó la mirada de ella—. Te juro que esos hombres lo pagarán. Ya sé quiénes son, los alcancé a ver.
Secándose las lágrimas con el dorso de la mano, Lurdes respiró profundo antes de apartarse de él y dijo:
—No, esto no es tu culpa, Angel. Lo importante ahora es que tú estés a salvo, porque no sabemos si esos hombres puedan volver por el claro, así que debo ir por tu familia; no puedes quedarte aquí más tiempo, es peligroso. Dime a quién me dirijo cuando llegue ahí para que me escuchen.
—Diles que vas en busca de Lord Havel. Él es mi consejero.
—Está bien. Haré lo posible por no demorarme.
Valerio la miró con preocupación y culpa mientras ella se dirigía hacia la puerta, pero antes de salir de la casa, Lurdes quedó Inmóvil, mirando hacia el exterior, lo cual llamó la atención de Valerio.
—¿Qué pasa, Lurdes?
—¿De quién es ese caballo? —preguntó ella, anonadada por lo bello que era el pelaje de aquel animal.
Valerio se acercó, colocándose tras ella, y al ver hacia donde ella le indicaba, vio un hermoso caballo de pelaje blanco plata frente a la casa, como si estuviera esperando a alguien de ahí, y una sonrisa se dibujó en los labios de Valerio al ver a su equino.
—Es mi caballo.
Él salió de la casa, y el caballo comenzó a acercarse aún más, reconociendo a su jinete.
—¿Cómo llegaste aquí? —susurró Valerio mientras acariciaba el cuello del animal con ternura, mientras este emitía suaves relinchos, como si estuviera feliz de verlo.
Valerio se giró hacia Lurdes y la llamó: —Ven, acércate.
Ella se acercó lentamente, fascinada por el esplendor del caballo frente a ella, y murmuró: —Es hermoso.
El Worwick se dirigió hacia su caballo y como si el equino lograra entender sus palabras, le dijo:
—Llévala al castillo.
El caballo dio un relincho corto, moviendo la cabeza como si estuviera aprobando la petición de su jinete.
—Él te llevará por el camino más corto hacia el castillo. Agárrate bien.
—Está bien, pero quédate dentro y no abras la puerta a nadie más, solo a mí cuando escuches mi voz.
—Lo prometo.
Valerio ayudó a Lurdes a subir al caballo, y ella se agarró con fuerza de la crin del animal, mientras Valerio se aseguraba, con mucho esfuerzo, de que ella estuviera bien asentada, y con un último vistazo, él entró a la cabaña, observando desde la puerta entreabierta cómo Lurdes y el caballo se alejaban entre los árboles hasta perderse de vista.
Lurdes cabalgaba con rapidez sobre el caballo de Valerio, que galopaba como si conociera el camino de memoria, mientras que ella se concentraba en no olvidar el nombre del lord por el que tenía que preguntar, repitiéndolo una y otra vez en su cabeza.
Después de un tiempo de camino, comenzó a divisar el final del bosque, y al salir de entre los árboles, observó finalmente el castillo Worwick, quedando maravillada desde aquella distancia, por lo grande que era ese lugar.
Sin perder más tiempo, Lurdes bajó con rapidez del caballo, pero cuando intentó avanzar con el animal, este relinchó y se alejó al trote, dejándola sola.
—¡Caballito, ven! ¡No te vayas! —le gritó, extendiendo las manos hacia el, pero el animal continuó su camino como si su tarea estuviera completada.
Con los nervios a tope y sin saber qué hacer, Lurdes respiró hondo y se dirigió hacia las puertas del castillo, esperando no tener inconvenientes para entrar, pero al llegar hasta ahí e intentar avanzar, un guardia que custodiaba la entrada se interpuso en su camino.
—¿Adónde crees que vas, mendiga?
Lurdes dio un paso atrás y asustada, respondió:
—Yo, yo necesito hablar con el lord.
—¿Qué lord?
—Con Lord Vajel... No, no, no es Lord Havel.
Mientras Lurdes intentaba entrar, el príncipe Verti, quien estaba a unos metros de distancia dialogando con un guardia, detuvo por un momento su mirada al ver a la mujer fuera del castillo, que al parecer, estaba discutiendo con el guardia, y Verti pensó que se trataba de una mendiga que buscaba sobras, así que se dispuso a ir a ahuyentarla, pero la llamada de otro guardia lo detuvo, llevándolo de regreso al interior del castillo.
—Por favor, déjeme entrar —insistió Lurdes a modo de súplica—. Le digo que de verdad necesito hablar con Lord Havel, el consejero del rey.
—Una mendiga como tú no puede tener nada que hablar con el consejero del rey —dijo el guardia, mirándola de arriba abajo—. Si buscas comida, aquí no hay, así que mejor váyase.
Lurdes tuvo la intención de intentar entrar por la fuerza, cuando de repente un hombre montado en un caballo negro apareció en las puertas, y sin pensarlo dos veces, ella corrió hacia él, colocándose en su camino, y al notar la presencia de la joven, el hombre tiró de las riendas para detenerse.
—¡Por favor, ayúdeme! Se lo suplico. Necesito hablar con un lord llamado Havel. Es sobre el hombre que buscan.
El lord comandante la observó con desconfianza, pero al escuchar las palabras que siguieron, su atención se agudizó.
—¿De qué está hablando?
—Tengo información sobre el hombre de cabellos dorados y ojos grises. El rey.
El lord comandante se bajó del caballo y se acercó a la joven, evaluando cada palabra que ella había dicho.
—Lo que dices es un asunto delicado —respondió, cauteloso.
—¡Por favor, créame! —rogó Lurdes—. Si se demoran más, se lo llevarán los hombres de las capas negras.
Al oír las últimas palabras de la joven, el lord comandante le creyó, y sujetando la empuñadura de su espada, le abrió paso frente a él.
—Siga por favor , señorita.
Lurdes entró al castillo y antes de continuar, el comandante se giró hacia el guardia que no había querido dejarla pasar, y mirándolo con desconfianza, ordenó:
—Venga conmigo.
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