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Octavo mes, 1576.
Una cuchillada de luz blanquecina que se filtraba por una grieta de la cubierta era toda la iluminación de la que disponía. Más allá de eso, en la bodega reinaba un ambiente oscuro, húmedo y caluroso. Había vivido aterrado de la oscuridad por mucho tiempo y ahora, en la cruel ironía que era el destino, las sombras se habían convertido en el único lugar donde se sabí a salvo. Era tan absurdo que podría haberse reído por primera vez en meses pero, en cambio, todo él se mantenía vigilante y dolorosamente tenso, buscando el más mínimo signo de amenaza hacia él en los gestos del resto de viajeros, y contando, con la congoja de un condenado, el tiempo que restaba para que levasen anclas y la visión de aquella ciudad, tan llena de fantasmas como de enemigos, se perdiese, quizás para siempre, en lontananza del horizonte.
El penetrante hedor de varios cuerpos sudados y agolpados en un espacio tan angosto comenzaba a atormentarlo, así que no quería imaginar cómo sería el viaje. Había escuchado relatos de viajeros que morían en mar abierto y que cuyos cuerpos eran arrojados por la borda como los desperdicios por las ventanas, sin un funeral o nota que entregar a sus parientes, de pestes que se cobraban decenas de vidas en cuestión de semanas, de tormentas y piratas que tomaban los barcos por asalto, de sed y de locura. Antes, no habría temido tanto a los peligros. Ahora, dos vidas dependían de que él conservase la suya, y huir -huir de la manera desesperada en la que lo hacía- se había convertido en la última alternativa. Había pagado su pasaje en liras venecianas (7), pues no quería tener que contestar preguntas o, peor aún, levantar sospechas, pero su lividez y su rostro contraído en un gesto de asco eran más notorios entre los rudos pasajeros que el bulto que escondía bajo su camisa y el cabello que había mantenido oculto desde el momento en que puso un pie en el barco.
—¡Levad anclas!
Estuvo a punto de llorar de alegría, pero, antes de que pudiese relajarse, una repentina agitación se desarrolló en el muelle. Oyó nítidamente el vigoroso galope de un grupo de corceles, voces graves, de hombre, clamando que el barco no debía de partir, y a el eco de los indecisos pasos de los marineros en cubierta. Alguien indicó que colocasen una tabla para que los recién llegados pasasen, y casi al instante, sintió que la sangre le abandonaba el rostro.
El capitán bajó a cubierta para hablar. Lo oyó preguntar a qué se debía aquel escándalo.
—No se preocupe, capitán — repuso una voz tan inquietantemente persuasiva como familiar —: Sólo buscamos a un fugitivo.
"No, por favor, no". Todo su cuerpo se tensó como un arco y un velo de sudor frío perló su espalda y sus manos. Jadeaba. De repente, se sentía como si hubiese regresado dieciocho años atrás en el tiempo, cuando el fuego estaba por consumirlo y tuvo la certeza, más terrible que la propia Muerte, de que moriría allí mismo, y de que nada podría salvarlo de ese destino.
—...Ese hombre, tiene en su poder algo que no debería. Algo que ahora me pertenece — continuó aquella voz con su habitual parsimonia. Incluso aún en la oscuridad de la bodega, podía figurarse la forma en la que los labios de aquel hombre se estarían curvando lentamente, mientras sus ojos, aquellos que antaño recelaba pero que había terminado por temer, se mantenían inconmovibles en el centro de su rostro —. Sin ánimo de ofenderos, no es algo que concierna vuestros asuntos — contestó, empleando el mismo tono meloso, cuando el capitán pretendió indagar más.
El joven se encogió, y por inercia, apretó el bulto. Trató de inspirar, pero la angustia que lo dominaba en aquel momento se negaba caprichosamente a dejar que el viciado aire de la bodega traspasase sus pulmones.
—¿Tiene su descripción? —oyó preguntar al capitán. "Oh sí. Por supuesto que la tienen. No hay nadie en este maldito lugar que me conozca más".
—Sí: Un hombre, no muy alto, de cabello rojizo y ojos marrón dorado. Tiene una cicatriz de quemadura en la mano izquierda. De viajar con vos, podrá reconocerlo porque estará muy nervioso, y habrá tratado de mantenerse fuera de su vista para que no perciba lo que me ha robado.
Después de un corto espacio, el capitán contestó con vacilante.
—No reconozco a nadie de esas características. Como entenderéis, decenas de hombres a quienes a penas he dedicado un par de miradas al subir viajan en este barco y, con toda honestidad, no sería capaz de...
—Pensad un momento más, amigo mío. Seguro que os acordaréis de alguien — insistió, inconmovible.
Oyó pasos haciendo crujir el entablado. El afilado hilo de luz que se colaba de la grieta se desvaneció, como el calor en su piel y, por un momento, su pulso.
—Le he dicho que no hay nadie en mi barco que...
—Mi amigo, creo que no me ha comprendido — replicó la voz con dureza, irrumpiendo su negativa —. Que me haya robado es lo de menos. El criminal que puede que esté ahí mismo — golpeteó en la trampilla, y él solo acertó a tragar su saliva —: es uno de los más peligrosos que puede hallar en toda Venecia, ¡qué digo! En toda la Esfera, si usted, en su desvarío, le permite abandonar este lugar — notó como alguien se agachaba para asir la argolla de acero de la trampilla, y retrocedió, golpeándose contra el hombre de otro viajero, quien gruñó en respuesta un improperio en véneto —Oh, gracias amigo, es bueno que haya entendi...
Una presurosa voz lo interrumpió antes de que fuese demasiado tarde.
—¡Monsignore! — dijo, jadeante — Puede que hayamos hallado algo. ¡Seguidme!
Soltó la argolla, y está chocó contra la trampilla con un sonido seco. El pie que ocultaba la luz se demoró unos momentos, como si pudiese percibir su presencia, pero finalmente se apartó como a regañadientes, sin hacer nada y, con un chirrido de la madera, notó los pasos alejarse hasta perderse en el vecino ajetreo del muelle. La presión que le oprimía el pecho se suavizó, y sintió que algo de color volvía a acudir a su demacrada cara.
Un rato después, el barco regresó a su anterior actividad y la voz del capitán se hizo oír, pues volvió a ordenar que las anclas fuesen levadas, y el ruido de los marineros corriendo descuidadamente para acatar la orden fue todo lo que el joven necesitó para volver a respirar tranquilo. Notó el lento movimiento del barco, adentrándose en el Adriático y poniendo distancia entre el trajín de la tierra firme y la sepulcral calma del mar. Pero no fue hasta que notó que ya estaban muy lejos ya para ser interceptados una segunda vez, que logró reunir las fuerzas que le habían fallado antes para incorporarse del rincón en el que se había refugiado, y subir los escalones hasta empuñar la trampilla y ascender a la cubierta. Caminó con las piernas entumecidas y las pupilas contraídas por la repentina luminosidad que abrazaba el ambiente, incluso cuando el cielo era del color de las cenizas en las que había estado a punto de convertirse, y trastabilló hasta apoyarse en la gruesa baranda de madera del barco.
El mar se extendía como un manto de terciopelo azul oscuro, y Venecia, anclada en su sitio, comenzaba a volverse una silueta lejana y borrosa.
Hundió la mano bajo su camisa y sacó el medallón de plata que llevaba al cuello atado con un listón de cuero. Lo apretó entre sus dedos, como había visto hacer a su madre algunas veces años atrás, y dejó que una bocanada de aire salino y cortante le entrase en los pulmones.
"Tú puedes, Lelio. Tú puedes, Ciaran" parecían decirle en su mente el eco de unas voces conocidas."Este es sólo el primer paso: debes protegerte, debes protegerlos a ellos. Y cuando lo logres, tendrás que proceder".
Inspiró profundamente, y su expresión se oscureció. Por instinto, apretó un poco el bulto contra él.
"Vengarte" decían las voces. "Vengarnos" se dijo él, entre dientes.
7.) La lira veneciana fue la moneda de la República de Venecia hasta que Napoleón Bonaparte la cambiase en el año 1807 por la lira italiana.
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