10
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ㅤㅤㅤㅤMe quede con el divino tesoro de Apolo, recurrentemente miraba el cielo como si lo esperaba. Tal vez enojado, tal vez queriendo hablar, cualquiera de las opciones me hacía sentir escalofríos en cada centímetro de la piel pues con solo verle la cara pensaba en todo lo que hice por egoísmo. Tal vez los deseos de una mujer cuenten poco en estás tierras, y sobre todo para los dioses, pero antes y por encima de todo, yo era una diosa. Suplicaba a Hera por su protección, a Artemisa por su paciencia debido a mi osadía de tomar el arma divina de su hermano sin su permiso y a Atena por sabiduría. Sabía que no me iban a escuchar al ser una simple ninfa metida en aprietos por su propia culpa, pero no perdía las esperanzas.
Volví a la casa de la familia de Ezio al día siguiente, con su regalo en la ropa y el arma divina de Apolo escondida. A la hora del desayuno todo el mundo estaba al corriente de un problema en familia. Las miradas de cada miembro de la familia me resultaban de lo más tensas como si no quisieran decirme algo. Tome un trozo de pan intentando pensar en otra cosa pero no pude. Si hubiera sido otro momento simplemente hubiera evitado preguntar pues los asuntos que no me benefician o aportan no me incumben pero pensé en las palabras de Hermes, en las de Ezio y en mis propias palabras.
Si las desgracias me pasaban eran por guardarme los pensamientos, por querer complacerme siendo egoísta y disfrutar únicamente de la compañía que se me daba pero nunca aprendiendo de ella. Si algo había visto entre humanos era su necesidad en familia de resolver lo que les atormentaba, de apoyarse mutuamente.
Era algo que con mis hermanas raramente pasaba y entre dioses superiores mucho menos, eran lo suficientemente fuertes y divinos para eso. Yo no era suficientemente fuerte o divina, pues era más humana, pero sin duda estaba tan cerrada y orgullosa que intentaría actuar como el resto. Pero No esta vez.
— ¿Pasa algo? — pregunté.
Fui objeto de sus miradas, cansadas y con fatiga, eran miradas comunes pero había algo diferente en ellas. Era tristeza. Baje un poco la cabeza para ver mi plato.
— Una de mis hermanas está gravemente enferma, queremos ayudarla pero el dinero de la leña no alcanza. — Dijo Ezio.
— Puedo traer animales para que los vendan y ganen dinero.
— No cariño, no es necesario. Creo que venderé mi cabello, nos dará el suficiente dinero.
Abrí los ojos, levantando la cabeza con brusquedad. Casi caigo de mi silla pues me puse de pie, con ambas manos sobre la mesa de madera, vieja y con las patas de palo ya fallando.
Mi acción los descolocó un poco y la esposa de Ezio ladeó la cabeza ligeramente, como un ave curiosa.
— ¡Yo daré mi cabello! Usted ya es vieja y ya está gastado, el mío crecerá con rapidez. Por favor déjeme hacerles este favor.
No me negaron el favor, incluso los vi sonreír. Sentía como si mi pecho fuera a estallar por los latidos de mi corazón, una nueva sensación inundó hasta lo más profundo, desde la médula, pasando por las extremidades y llegando al cerebro. Tenía miedo, ansiedad por lo que podría pasar, pero también un sentimiento de emoción. No lo hacía por mí, por primera vez en mi larga y lúgubre existencia estaba haciendo algo por alguien más. No estaba siendo egoísta ni complaciente, era una decisión que tomaba porque sentía afecto a esa familia.
Era como sentir el ala de un pájaro en la nuca, como la roca que una vez corto mi mano pasando nuevamente rozando la piel blanca y lisa. Tenía miedo de ver la sangre correr y sentir el dolor, aunque muy en el fondo lo ansiaba experimentar nuevamente. Tenía una naturaleza contradictoria. Cuando vi los primeros mechones de cabello caer a mis pies desnudos sentí un nudo en la garganta, como el desayuno de esa mañana regresaba a mi boca para ser escupido y como mi estómago se revolvió como si fuera un caldero hirviendo. Quería levantarme, quería gritar que pararan pues algo como mi cabello era de lo más importante para nosotras las ninfas y para las mujeres en si, muestra de belleza y estatuas, juventud y virtud. El cabello corto estaba reservado a los esclavos y sirvientes, yo era muy consciente de eso.
Incluso si las lágrimas se asomaron por sobre mis ojos cristalinos y bajaron por mis mejillas mientras apretaba los labios para no hablar, no permití que en ningún momento se detuvieran. Aprete la mano hasta sentir mi propia sangre manchando mi vestido, no importaba pues iba a sanar antes que fuera medio día, el icor rojo en mí era un recuerdo de mi parecido a estos seres.
Cuando la esposa de Ezio termino, me entrego un espejo de bronce viejo donde apenas podía ver mi rostro. Limpie las lágrimas de mi cara para que no se preocupara por mí y me admire: el cabello llegando desigual hasta mi cuello, ligero como seda se pegaba a mi piel. Luego gire a ver todo lo que alguna vez fue mi trenza sobre el suelo, brillante y bien cuidado pues al final de todo era el cabello de una ninfa descendiente de los titanes.
Me puse de pie, se sentía tan diferente no tener el peso de la trenza en mi espalda y mi cabeza, que al moverse mi cabello lo hiciera. Estaba segura que mis hermanas se alterarian y me preguntaran como locas que me pasaba, que si así pensaba buscar marido o si quien me lo había cortado. Me sentía liviana como pluma, podía saltar y correr como una cazadora.
— ¿Mi cabello es más que suficiente o necesitan más?
— ¡No, mi niña! Esto es más que suficiente, además el color inusual de su cabello lo hará aún más llamativo y lo sedoso que es al tacto. Lamento que te lo hayas cortado por nosotros.
Su voz era débil y aguda, dulce y empalagosa, como una madre amorosa debía ser según Apolo me contaba. Creúsa nunca había sido así, ni siquiera me crío ella, Cora lo hizo.
No importa, ellas no están aquí y son pasadas.
— No te preocupes, es lo mejor para ustedes, así podrán ayudar a la hermana del señor Ezio.
— Eres una bendición, Dafne, espero y los dioses te bendigan por tu noble corazón.
Sonreí. Quería decirle que era todo menos noble pues había usado su amabilidad para llenar mi vacío y habían ignorado sus consejos por inmadurez, que era egoísta por preferir que el resto me diera felicidad sin dar nada a cambio y depender de ellos. Pero no valdría la pena, no ahora, quería que vivieran en paz y felicidad, que sus últimos años sean prósperos.
ㅤㅤㅤㅤLas reacciones de mis hermanas fueron como las esperaba, sus gritos y desmayos, corriendo hacia mí con la cara pálida como fantasma al verme esquilada como oveja. Me preguntaron que si había pasado algo malo o algún sátiro estaba haciendo de las suyas para que cuidarán su cabello, no les deje ninguna respuesta clara realmente porque no habría suficiente mentira que no fueran a descubrir y decirles que me corté el cabello para ayudar a unos humanos tampoco me salvaría de sus miradas y la ira de mi padre, Peneo.
Mantuve el rostro estoico cuando hablaba con ellas, como siempre solía estar cuando estaba con mis hermanas pero por primera vez no me resultó fácil, más de una vez estuve a nada de cambiar la expresión por una de lamento. Yo igual sufría la perdida de mi cabello como nadie más, era tan importante para mí que me desesperaba no tenerlo incluso si habían cosas buenas en eso.
Pase una mano sobre las capas finas del cabello que me quedaba mientras miraba con ojos de "nutria en desgracia" hacía las hojas caídas del bosque, las flores y algún fantasma por ahí. Había conseguido por parte de mi hermana una diadema blanca para ponerme al rededor de la coronilla de la cabeza para lucir mejor.
— Debo reconocer — Dijo una voz. — que me sorprende ver que sigues siendo impulsiva pese a todo, al menos tu egoísmo es menor.
El joven estaba apoyado en uno de los árboles. Como siempre con su larga y oscura figura, con una sonrisa inconfundible: aguda y llena de astucia. Estremecí ante su presencia, girando a verlo mientras suavize la expresión de mi cara, que en otros años hubiera mantenido la cara fría para ocultar mi sentir humano.
— Hermes.
— Ese soy yo. ¿Qué tal el guante de Apolo? Pense que ya habría venido a calcinarte o algo.
— Debe odiarme tanto que ni siquiera por su arma divina vino.
— O tal vez confía que no le harás nada. — Dijo.
Me mantuve en silencio unos momentos, sacando el arma divina de mis ropajes para verla. Tan resplandeciente como el propio sol, como una muerte dorada que se cierne contra el enemigo al que rete a su dueño. Cada fina línea de decorado y la tela negra en la palma, tenía su olor.
— La expresión de tu cara es diferente a la que vi nuestra primera conversación.
— ¿A qué te refieres? ¿Qué esperabas? Me acaban de dejar como una oveja sin pelo.
— No luces taaan mal. Te veías mejor con el cabello en esa hermosa trenza pero tu belleza sigue igual.
— Gracias, supongo.
Mi cara debió ser lo suficientemente incómoda o confusa pues por su risa le había encantado.
Sus pasos elegantes se deslizaron hacia mí, con la gracia de un cisne y la repidez de la serpiente ponsoñosa que era. Se paro a mi lado, con un brazo al rededor de mi hombro y con el otro sostuvo el tesoro sagrado que le robo a Apolo. Sus manos decoradas por finos guantes blancos son alargados y ágiles, de dedos finos como los músicos pero sin los cayos y los músculos tensos por el trabajo, era un Dios después de todo.
Los ojos de un rojo vidrioso me miraron a la par que sostenía el guante. Tenía preciosos ojos pues era hijo de una pléyade, la más hermosa de sus hermanas.
— Lo cuidas como si fuera tu tesoro, pero bien que podrías haberlo vendido para que esos humanos no volvieran a pasar hambre en su vida. ¿Por qué no?
— Pero no es mío realmente, es de Febo. Se que podría beneficiar a la familia de Ezio pero sería insensato sabiendo que Apolo es su verdadero propietario.
— Sería gracioso ver a Apolo tener que regatear a los humanos para recuperar su tesoro.
Frunciendo las cejas y con una sonrisa lo mire. Era un chiquillo que buscaba su diversión a costa de todo.
— Apolo se enojaría contigo.
— Y contigo por aceptar mi regalo y venderlo. Aún así, felicidades, no actuaste por despecho.
Como ya lo había mencionado, la moral divina y la moral humana eran totalmente diferentes, y siendo yo una persona que oscila entre ambos mundos no podía aferrarme sus palabras como correctas ni a las de Ezio.
Los días siguientes Hermes volvía a mí para hablar y ponerle a la corriente de Apolo. Desde si tuvo un nuevo amorío o si algo sucedió, me conto sobre una cazadora llamada Cirene a la que Apolo había llevado hasta Libia para tener un hijo con él. La ninfa era una mujer salvaje, alguien que pudo enamorar a Apolo y que le engendró un hijo para su lista de vástagos. Hermes me conto como tuvo que hacerse cargo del hijo del Dios dándole de beber ambrosia para que se convirtiera en inmortal. Dijo que aquel niño fundo la ciudad de Cirene, en honor de su madre.
El amorío de Apolo tuvo éxito, la bella Cirene no murió e incluso se fue fundada una ciudad a su nombre. Me pregunte en ese momento si Apolo podría hacer algo así por mí, si nuestra historia en dado caso terminaría con un final feliz como el de Cirene.
Aunque debo admitir que supuse que no había venido por su tesoro divino no por enfado a mí, sino por estar con Cirene.
No importaba, no es como que yo no hubiera estado con Hermes todo este tiempo. Hermes me hacía girar como una bailarina, era igual de encantador que Apolo pero nunca opaca la sombra que Apolo proyecta en mi vida, aún así, era una compañía agradable para mí.
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