𝟎𝟕; 𝐀𝐦𝐚𝐧𝐞𝐜𝐞𝐫.
El aire de invierno golpeaba con fuerza, un viento helado que parecía atravesar todo a su paso, mordiendo la piel expuesta, dejando el sabor amargo del frío en los labios. En ese rincón del mundo, la naturaleza se encontraba sumida en su letargo invernal. Los árboles, altos y antiguos, se alzaban como sombras en medio de la nieve, sus ramas desnudas extendiéndose hacia el cielo gris, donde las nubes pesaban como un manto opaco, presagiando la caída de más nieve. La nieve, que caía en suaves copos, cubría el suelo, las rocas y los troncos de los árboles, dándoles una apariencia etérea y silenciosa, como si el mundo mismo hubiera decidido callarse para escuchar la quietud de la estación.
La nieve cubría todo el paisaje, transformando el bosque en un mar blanco, sin límites, sin fin. El crujir de los pasos sobre la nieve era lo único que rompía el silencio absoluto, un sonido casi reverente, como si la propia naturaleza se estuviera tomando un respiro. No se oían pájaros, ni el susurro de las hojas, ni el canto del viento entre las ramas. Solo el gélido aire que se deslizaba entre los árboles y el eco de los pasos en la nieve.
JeNo, desde lejos, observaba todo esto. Su figura se destacaba en el borde del bosque, completamente inmóvil, como una sombra que se fundía con el paisaje sombrío de invierno. Su rostro estaba cubierto por una capa de frialdad, como si el frío no tuviera el poder de alcanzarlo. No sentía frío. No podía sentirlo. Había dejado de sentir muchas cosas hacía tiempo, cuando la maldición lo envolvía por completo, borrando sus emociones, convirtiéndolo en una figura distante, ajena al mundo que lo rodeaba. Pero hoy, había algo que lo hacía quedarse allí, parado, observando en la distancia, casi como si su presencia no fuera más que una sombra que se mezclaba con la penumbra.
En medio de ese paisaje de calma tensa y absoluta quietud, apareció una pequeña figura. Un niño. Su figura era diminuta comparada con el tamaño de los árboles, y su presencia en ese vasto y silencioso paisaje parecía aún más solitaria, casi irreconocible. Era Na JaeMin, un niño de apenas cinco años, que avanzaba lentamente entre la nieve. Su pequeño cuerpo se movía con torpeza, como si no estuviera acostumbrado al frío, o a la soledad. Cada paso que daba parecía un esfuerzo, su respiración se condensaba en el aire, formando pequeños nubarrones que se disipaban en el instante en que dejaba de exhalar.
Llevaba un abrigo grande, mucho más grande que él, de un color rojo apagado, y un gorro de lana que cubría su cabeza, con orejeras que colgaban a los lados. Sus manos estaban metidas en los bolsillos del abrigo, pero aun así, su cuerpo temblaba ligeramente. JaeMin parecía estar buscando algo, o tal vez, alguien. Sus ojos, grandes y curiosos, escaneaban el bosque como si esperara encontrar una respuesta, como si el frío y la soledad no tuvieran el poder de apagar la llama de su juventud.
JeNo no podía apartar la vista de él. La figura del niño se movía errática, pero con una determinación que parecía desafiar el frío, la oscuridad, y la misma naturaleza. JeNo había estado observando a JaeMin desde hacía un rato, escondido entre las sombras del bosque. No sabía por qué había decidido seguirlo, pero algo en la pequeña figura le resultaba... interesante. Tal vez era la fragilidad del niño, la forma en que parecía tan pequeño frente al vasto paisaje que lo rodeaba, tan vulnerable. Era un niño, después de todo. No debía estar solo en un lugar como ese, sin nadie que lo cuidara, sin protección alguna contra el frío o los peligros de un bosque invernal.
JeNo sentía algo extraño, una sensación que no lograba identificar, que no quería identificar. Quizás era culpa, o tal vez preocupación, aunque jamás había experimentado algo como eso. En su mundo, las emociones eran débiles, no servían, no tenían importancia. Sin embargo, esa escena, la visión de JaeMin, ese niño pequeño, solo, en medio del bosque helado, desbordaba algo que hacía tiempo JeNo había olvidado: humanidad.
El viento sopló con más fuerza, haciendo que la nieve cayera más rápido, cubriendo el suelo y todo lo que tocaba. El niño de cinco años tropezó, cayendo sobre la nieve con un sonido sordo, apagado, como si el propio paisaje absorbiera su caída. JaeMin se levantó rápidamente, aunque sus manos temblaban. Se sacudió la nieve de la ropa y continuó caminando, sin mirar atrás, como si no importara lo que acababa de suceder. JeNo observó en silencio, su expresión inexpresiva, pero sus ojos seguían al niño, como si alguna parte de él no pudiera dejar de mirarlo.
JaeMin caminaba sin rumbo fijo, casi perdido entre la nieve y los árboles. Había algo en su caminar, algo tan frágil, tan pequeño, que JeNo sintió una chispa de algo que no podía identificar. ¿Compasión? ¿Desprecio? ¿Curiosidad? No lo sabía. El niño no pertenecía a ese lugar. Era demasiado joven, demasiado frágil para estar solo allí, en ese vasto desierto blanco. JeNo pensó por un momento en acercarse, en intervenir, pero algo en su interior le dijo que no debía hacerlo, que no debía intervenir en un juego que no le pertenecía.
Pero no podía quedarse ahí parado, mirando. Algo dentro de él, algo sombrío y antiguo, lo impulsó a moverse. Avanzó hacia el niño, con pasos largos y decididos, cruzando la nieve sin hacer el menor sonido, como una sombra más en ese mundo de hielo y silencio. Se acercó lo suficiente para ver el pequeño rostro de JaeMin, su rostro pálido y sus ojos grandes, que ahora miraban con cierto desconcierto a su alrededor.
El niño se detuvo cuando escuchó pasos. Levantó la vista, pero al ver a JeNo, su rostro se iluminó con una sonrisa tímida. JeNo no respondió, solo lo observó con una intensidad que habría hecho temblar a cualquiera. Pero JaeMin no parecía tener miedo. En cambio, parecía aliviado de no estar solo.
—¿Quién eres? —preguntó el niño, su voz pequeña, temblorosa por el frío, pero clara.
JeNo no dijo nada al principio. Observó al niño por un largo momento, notando cómo la nieve cubría lentamente sus cabellos, sus mejillas sonrojadas por el frío. Había algo en él que JeNo no podía comprender, algo que lo desconcertaba, algo que lo mantenía cautivo, aún en su distancia.
—No deberías estar aquí —dijo JeNo al fin, con una voz profunda, grave. Como una advertencia.
JaeMin lo miró fijamente, pero no mostró temor. Solo una curiosidad inocente, como si el frío y la oscuridad no pudieran tocarlo.
—Yo estoy bien —respondió JaeMin con una sonrisa aún más amplia, a pesar de su evidente agotamiento.
JeNo lo miró en silencio, su mirada fija, como si estuviera evaluando al niño. No comprendía la conexión que sentía, pero sabía una cosa: algo en esa pequeña figura le desbordaba algo que no podía controlar.
JaeMin dio un paso hacia él, luego otro, sin mostrar miedo, solo una curiosidad que parecía innata en su ser. La nieve crujió bajo sus pies pequeños, y el niño levantó la vista, fijando sus ojos en JeNo con una intensidad que desbordaba algo más allá de su corta edad. Eran unos ojos grandes, brillantes, que reflejaban una mezcla de pureza y fragilidad, como si cada mirada pudiera desmoronar todo a su alrededor.
JeNo, al principio, intentó apartarse. La distancia, esa muralla invisible que siempre mantenía a los demás a raya, le era esencial para no sucumbir a las emociones que, por naturaleza, le resultaban ajenas. Pero no pudo. No pudo apartar la mirada. Aquellos ojos, tan llenos de vida, de un fulgor inquebrantable, lo envolvían. Como si fueran un hechizo, lo atrapaban sin que él pudiera evitarlo.
El frío ya no era nada, no importaba. Todo lo que importaba en ese instante eran esos ojos. No, no podían ser reales. No podía ser real lo que veía frente a él. Un niño, sí, pero algo más. Algo que no tenía nombre. Algo que era la pura esencia de la fragilidad y la luz, pero con un tinte que era más antiguo y más profundo que cualquier ser humano o criatura. Aquellos ojos reflejaban algo que JeNo jamás había visto en otro ser: un poder sutil pero infinito, la pureza de un hada que parecía entrelazarse con la serenidad de un ángel caído.
—¿Qué eres? —pensó JeNo, sin poder evitar la pregunta. Los ojos del niño eran como el reflejo de un cielo lejano, de un tiempo más allá de la comprensión humana, como si en ellos se unieran los mundos. JaeMin era, sin duda, una manifestación de algo mucho más grande que él mismo, algo que JeNo no entendía pero que sentía, con una fuerza que comenzaba a abrumarlo.
El niño dio un paso más hacia él. Ya no había distancia. JaeMin estaba tan cerca que JeNo podía escuchar su respiración ligera, la cual parecía llenar el aire con una pureza inalcanzable.
—¿Tienes miedo? —preguntó JaeMin, su voz suave, sin rastro de temor. En sus ojos había una curiosidad, pero también una sabiduría implícita que desbordaba toda su edad. Había algo tan inalcanzable en él que JeNo sintió, por un instante, que no era más que un espectador, atrapado en una escena que no podía controlar.
JeNo, buscando mantener su distancia, dio un paso atrás, pero sus piernas vacilaron, su cuerpo se detuvo en un gesto involuntario. Ya no podía irse. Ya no podía moverse. Los ojos de JaeMin lo mantenían cautivo, y todo lo que podía hacer era observarlo, sintiendo la fuerza de una conexión que desbordaba cualquier lógica.
Fue entonces cuando pensó en un nombre para lo que JaeMin representaba. Un nombre para esa esencia, esa mezcla de pureza y luz que emanaba de él. Algo que no tenía forma, algo que desbordaba la naturaleza misma de lo divino, pero con la dulzura de lo terrenal. Un hada blanca que, al mismo tiempo, portaba la serenidad y el misterio de un ángel.
—Serás Elenthos —murmuró JeNo en un susurro casi imperceptible. La combinación de un hada blanca y un ángel, un ser que representaba la pureza de la luz, pero que traía consigo el eco de lo eterno, lo divino. Un nombre que resonaba en su mente como una respuesta a todo lo que veía en JaeMin.
El pequeño niño, escuchando esa palabra, sonrió. No preguntó qué significaba, ni por qué se le había dado ese nombre. Él solo se acercó más, y con la mirada fija en los ojos de JeNo, extendió su mano, como si quisiera tocarlo, como si su alma estuviera alcanzando la suya en un gesto lleno de inocencia y de algo que JeNo no podía entender.
El aire estaba más frío ahora, más denso, como si el mundo mismo hubiera dejado de moverse, esperando la reacción de JeNo. Pero él solo se quedó allí, quieto, observando a JaeMin, esa criatura que parecía no encajar en nada, ni en este mundo ni en el otro. Un ser hecho de sueños y de luz, algo que desbordaba la misma esencia de la vida.
El niño no dijo nada más. No necesitaba palabras. Su presencia era suficiente, como si él mismo fuera un enigma, una respuesta a las preguntas no formuladas, un susurro de algo más grande, algo imposible de comprender. Y JeNo, ante esa presencia, simplemente se perdió.
Perdió todo lo que había conocido, toda la soberbia que había cultivado durante años, la dureza que lo había protegido del mundo, del dolor y la emoción. Perdió incluso el control sobre su propia esencia, porque JaeMin no era algo que pudiera ser manipulado, controlado o entendido. Era algo que simplemente existía, con la pureza de la nieve que caía suavemente sobre ellos, y con la quietud que solo un ser inmortal podía comprender.
Elenthos. JeNo sabía, sin embargo, que ese nombre era algo que no podría escapar. Ya no quería escapar de él.
Desde ese día, JaeMin comenzó a ir al bosque con una regularidad que parecía parte de su rutina. No importaba el frío o la nieve que cubría el suelo, siempre encontraba consuelo en la quietud del bosque y en la compañía inesperada de JeNo. El niño, pequeño y tierno, parecía ser uno con el paisaje, como si la naturaleza misma lo hubiera acogido.
Su cabello castaño, suave y ligeramente despeinado por el viento, caía en pequeñas ondas sobre su frente. A menudo, lo llevaba recogido con un pequeño gorro de lana que le cubría las orejas, pero no importaba cuántos días pasaran, siempre estaba un poco desordenado, como si su espíritu inquieto no pudiera contenerse. Sus ojos, grandes y luminosos, estaban llenos de esa curiosidad inocente propia de los niños. Su mirada, sin malicia, irradiaba una pureza que a veces parecía desconcertante, como si el mundo aún no le hubiera mostrado sus lados oscuros.
JaeMin tenía una sonrisa fácil, una que surgía en sus labios con la misma rapidez con la que el sol rompía las nubes en un día despejado. Su rostro, de rasgos suaves y delicados, era el reflejo de su esencia, una mezcla entre ternura y fragilidad que lo hacía aún más cautivador. Cada vez que sus pequeños pasos crujían la nieve del bosque, su risa ligera se escuchaba en el aire frío, como una melodía fugaz que desaparecía tan rápido como llegaba.
Aunque su cuerpo era pequeño y su fragilidad se notaba en cada uno de sus gestos, JaeMin no era un niño débil. Su valentía no era la de los grandes guerreros ni la de los héroes que conquistan el mundo; su valentía residía en algo más puro: el coraje de seguir buscando a alguien, de acercarse sin temor, de creer que el mundo era un lugar lleno de belleza y bondad.
Cada vez que JaeMin iba al bosque, se encontraba con JeNo. El encuentro era siempre silencioso al principio, una especie de ritual tácito que ambos compartían. El niño, con su presencia radiante, caminaba entre los árboles, como si estuviera buscando algo que sabía que encontraría. No lo decía en voz alta, pero en sus ojos había una chispa de esperanza, de certeza. Y siempre que lo veía, JeNo, a pesar de su naturaleza distante y fría, no podía evitar detenerse a observarlo.
JaeMin no temía. Caminaba hacia JeNo con una seguridad tranquila, como si los silencios entre ellos ya no fueran incómodos, sino parte de su entendimiento mutuo. El niño, tan pequeño en comparación con el hombre, se detenía a su lado, levantando la vista hacia su rostro con una expresión que podía parecer simple, pero que para JeNo estaba llena de significados que no sabía descifrar. Cada vez que sus miradas se cruzaban, había algo en el aire, algo profundo, como si entre ambos se tejiera un vínculo que trascendía las palabras.
A veces, JaeMin hablaba, otras veces solo se quedaba allí, quieto, con una sonrisa en los labios, como si su sola presencia fuera suficiente. Y siempre, al final del día, cuando se despedía, sus ojos brillaban con la promesa de que se volverían a encontrar.
En esos momentos, JaeMin no era solo un niño en el bosque. Era un ser lleno de luz, un reflejo de algo más allá de lo terrenal, y JeNo, atrapado por su presencia, no podía dejar de preguntarse cómo algo tan tierno, tan puro, podía existir en un mundo tan sombrío como el suyo.
JeNo trató una y otra vez de alejarse de JaeMin, de evitar esos encuentros que, con cada paso que daba, lo sumergían más en algo que no entendía. Sabía, con la certeza de su ser, que JaeMin no era solo un niño. El pequeño era un Elenthos, una criatura que reunía la pureza de un hada blanca y la serenidad de un ángel. Algo inalcanzable, algo que no debía acercarse a él. Porque si lo hacía, si permitía que el pequeño se acercara demasiado, algo en su naturaleza oscura lo destruiría. No podía permitirse más debilidades. No podía dejar que el niño lo atrapara. Pero lo hizo.
Cada vez que veía los ojos de JaeMin, se sentía atrapado, como si algo dentro de él, una parte que había creído muerta, comenzara a despertar. Y cuando el niño lo miraba con esa sonrisa pura, algo en su corazón se quebraba. JeNo intentaba alejarse, pero era imposible. La conexión, aunque dolorosa, era inevitable. Él se estaba enamorando, y no podía evitarlo.
RenJun, el alma en pena maldita por la dama, no perdía la oportunidad de burlarse de JeNo. Era cruel, como siempre, disfrutaba viendo a JeNo atrapado en su propio tormento, sufriendo por algo que no podía tener, algo que se le escapaba entre los dedos como la arena fina.
Una tarde, mientras JeNo trataba de alejarse nuevamente, RenJun apareció desde entre los árboles, su risa resonando en el aire gélido del bosque.
—¿Qué pasa, JeNo? —dijo RenJun, acercándose con su rostro macabro y su tono burlón—. ¿Crees que puedes escapar de eso? ¿De un Elenthos? Si te sigues acercando a ese niño, tarde o temprano vas a terminar destruyéndolo, ¿no lo sabes?
JeNo frunció el ceño, intentando mantener su compostura, pero las palabras de RenJun lo golpearon con la misma fuerza con la que el viento cortante azotaba el rostro. No podía dejar que sus emociones dominaran sus acciones. No podía ceder.
—No te metas, RenJun —respondió JeNo, su voz fría, pero con una tensión palpable en el aire.
RenJun se acercó un paso más, su risa llena de diversión y malicia.
—¿Por qué no, JeNo? ¿Tienes miedo? —dijo con un tono afilado—. Miedo de lo que te va a pasar cuando ese niño te destroce el alma. Porque eso es lo que hace un Elenthos, ¿verdad? Se mete bajo tu piel y luego te consume, te arrastra hacia su luz hasta que no queda nada de ti. O tal vez, lo que te da miedo es que te estás enamorando de él... ¿A eso le llamas fuerza, JeNo?
Las palabras de RenJun eran afiladas, y cada una de ellas se clavaba en JeNo como un cuchillo. JeNo miró a RenJun con desprecio, pero en lo profundo de su ser, las dudas crecían. Sabía que RenJun tenía razón, pero no podía evitarlo. Había algo en JaeMin, algo que lo atraía, lo llamaba. Y eso, esa atracción, lo debilitaba.
RenJun, al ver la lucha interna de JeNo, no pudo evitar reír aún más fuerte.
—Mira cómo tiemblas —burló RenJun, disfrutando del espectáculo—. Un cazador de almas, y ahora eres la presa de un niño. ¡Qué patético! ¿Acaso no te das cuenta de lo que estás haciendo? No te metas con él, JeNo, o terminarás arrastrándote por el suelo, suplicando por un perdón que no podrás conseguir.
JeNo apretó los puños, el deseo de apartarse de JaeMin nunca fue tan fuerte, pero al mismo tiempo, algo en su corazón no lo dejaba ir. El niño... ese niño Elenthos, tan puro, tan lleno de luz... No importaba lo que dijera RenJun. Ya no podía detenerse.
—Cállate, RenJun —dijo, con la voz tensa—. No sabes nada.
RenJun se rió de nuevo, con una carcajada que resonó en todo el bosque.
—¿No sé nada? JeNo, el problema es que tú eres el que no sabe nada. Eres el cazador, pero este niño es lo que te va a cazar a ti, y cuando eso pase, no habrá forma de escapar.
Pero, por más que RenJun intentara sembrar la duda, JeNo no podía dejar de pensar en JaeMin. Cada vez que lo veía, el niño parecía alejarse más de la realidad, como si fuera una visión, una aparición que no pertenecía a este mundo. Pero él estaba allí, en ese mismo instante, con esos ojos brillantes y esa ternura infinita que hacía que JeNo olvidara todo lo demás.
RenJun observó la lucha interna en JeNo y, con un suspiro, desapareció entre los árboles, dejando a JeNo solo con sus pensamientos oscuros. El viento susurraba entre los árboles, y JeNo sabía, aunque lo negara, que RenJun tenía razón. Podía sentirlo en el fondo de su ser. Lo que estaba haciendo con JaeMin, el niño que representaba todo lo que él nunca podría ser, podría destruirlos a ambos.
Pero ya era demasiado tarde para detenerse. El enamoramiento había comenzado, y con él, un destino incierto que JeNo ya no podía escapar.
JeNo observaba desde las sombras, sin acercarse, sin dejarse ver. Lo hacía por su propio bien, aunque en el fondo sabía que su obsesión por JaeMin iba mucho más allá de una simple curiosidad. Había visto al niño crecer, su figura pequeña transformarse en la de un adolescente, pero su corazón seguía atado a esa imagen de JaeMin, con los ojos tan brillantes y esa fragilidad tan pura que lo había cautivado en su niñez.
JaeMin, a pesar de crecer, siempre parecía buscar algo. Miraba al vacío como si esperara algo, y, a menudo, sus ojos se posaban sobre los mismos árboles donde JeNo lo observaba, pero nunca lograba verlo. El cazador, siempre cauteloso, se mantenía alejado, como un espectro que no podía dejarse atrapar por la luz. JaeMin nunca lo veía, pero en sus ojos aún había esa chispa, esa esperanza que JeNo temía que lo arrastrara.
El niño tierno, aquel ser delicado y puro, ya no existía. Había sido reemplazado por un joven que comenzaba a entender su propio poder, su propio destino, y las sombras parecían atraídas por él de una manera que JeNo no podía explicar. De hecho, JaeMin parecía ignorar, o al menos no reconocer, la oscuridad que comenzaba a envolverlo, como si estuviera destinado a algo mucho más grande, mucho más peligroso.
A veces, JeNo lo veía en su camino hacia el bosque, absorto en algo que llevaba entre las manos. Un libro. Siempre ese mismo libro, pequeño, desgastado, con tapas de cuero envejecido que parecía haberse llenado de secretos. JaeMin caminaba distraído, a menudo dejando el libro atrás, como si no quisiera cargar con el peso de las palabras escritas en él. Pero a JeNo no le pasaba desapercibido lo que el niño escribía, lo que JaeMin dibujaba.
Las páginas del libro estaban llenas de garabatos, palabras escritas con una caligrafía que, aunque aún juvenil, tenía una determinación inquietante. Dibujos de criaturas oscuras, de sombras que se alzaban como bestias, de símbolos que evocaban magia negra. A menudo, las imágenes que se trazaban en las páginas parecían llamarlo, como si JaeMin ya no fuera el niño que alguna vez fue, sino alguien que comenzaba a explorar un territorio peligroso, uno en el que JeNo no podía entrar.
JeNo había perdido a su niño tierno, al ser que caminaba sin miedo en el bosque, buscando algo que no entendía. En su lugar, veía a un adolescente que parecía haber heredado una parte oscura de sí mismo, una parte que él mismo había conocido tan bien. La conexión que una vez tuvieron, la inocencia que JaeMin irradiaba, ahora estaba siendo reemplazada por algo mucho más profundo y perturbador. Algo que JeNo temía.
El cazador se preguntaba si el niño aún lo recordaba, si aún lo buscaba en sus sueños o en las sombras, o si, simplemente, lo había dejado atrás. Quizás el amor que había nacido entre ellos ya no existía, se había desvanecido como una sombra al amanecer. Pero aún había algo en su pecho, algo que no podía sacarse de encima. A veces, en esos momentos de soledad, cuando las horas parecían vacías y el frío envolvía el bosque, JeNo sentía que JaeMin seguía buscando, esperando encontrar algo, o a alguien.
Pero ahora, JaeMin ya no era el niño que conoció. Había algo más en él, algo que JeNo no podía definir. La magia oscura, la fascinación por los entes oscuros, esos demonios que habitaban los rincones más profundos de su alma, se estaba apoderando de él. Y eso, lo sabía JeNo, era peligroso. El niño que había conocido, la chispa de inocencia, se estaba extinguiendo, y lo que quedaba era algo mucho más complejo, algo mucho más cercano a su propia naturaleza.
JaeMin ya no dejaba el libro atrás como solía hacerlo. Ahora lo llevaba consigo todo el tiempo, lo sujetaba como si fuera su único compañero, su único vínculo con la oscuridad que lo llamaba. Y JeNo, desde las sombras, lo observaba con una mezcla de desesperación y miedo. Miedo de lo que JaeMin podría llegar a convertirse, miedo de que lo que alguna vez fue una conexión pura se estuviera convirtiendo en algo mucho más turbio, más peligroso.
JeNo sabía que no podía seguir observándolo así, que no podía permanecer en las sombras para siempre. El niño tierno que había encontrado en el bosque ya no existía. Y lo que estaba surgiendo en su lugar, ese joven atrapado entre la luz y la oscuridad, era algo que él mismo, JeNo, no estaba seguro de poder controlar.
Con el paso de los días, JeNo se vio obligado a aceptar una distancia que nunca había imaginado entre él y JaeMin. Observaba el bosque vacío, un lugar que alguna vez fue escenario de los encuentros entre el cazador y su presa, y se sentía más solo que nunca. Pero en su decisión de mantenerse alejado, una sombra de celos comenzó a acecharlo, una que no había sentido antes. Ahora era RenJun, su aliado en las sombras, quien veía al muchacho crecer y cambiar, mientras él permanecía en la penumbra, esperando con un dolor que intentaba ocultar.
RenJun, el alma en pena transformada en humano, parecía disfrutar cada instante de su nueva cercanía con JaeMin. Sabía que JeNo lo había enviado a vigilar al chico, pero eso no le impedía añadir una dosis de burla y sarcasmo en cada uno de sus informes. Cada vez que RenJun regresaba del pueblo y se encontraba con JeNo en el bosque, su expresión dejaba claro que se estaba divirtiendo con la situación.
—¿Sabes, JeNo? —le decía RenJun, con una sonrisa que rozaba lo diabólico—. Te pierdes de muchas cosas al no estar cerca de él. JaeMin me ha contado que sigue soñando con esas criaturas de las sombras. Claro, no sabe lo que realmente somos, pero... tiene una imaginación bastante interesante.
JeNo se tensaba cada vez que escuchaba a RenJun hablar así. Sentía una mezcla de enojo y frustración, emociones que apenas lograba contener. RenJun no estaba haciendo más que cumplir la tarea que él mismo le había encomendado, y, sin embargo, cada palabra suya sonaba a burla. Era como si RenJun quisiera dejarle claro que ahora él era quien tenía acceso a algo que JeNo había perdido.
—¿Y qué más te ha dicho? —preguntó JeNo, intentando sonar indiferente, aunque sabía que su voz traicionaba un dejo de celos.
RenJun se encogió de hombros, disfrutando de su reacción.
—Oh, tantas cosas, JeNo. Por ejemplo, ayer me contó que le intrigan las historias de espíritus que vagan sin descanso. Dice que hay algo trágico y hermoso en los seres que no pueden abandonar este mundo. ¿Sabías que en sus notas describe todo con una precisión que... bueno, me hace pensar que sabe más de lo que parece? Casi parece un cazador en busca de respuestas.
JeNo entrecerró los ojos, su corazón palpitando con una mezcla de posesión y furia. Ese era su JaeMin. Su niño tierno, su única debilidad. Y ahora RenJun era quien se encontraba con él, quien conocía cada detalle de sus pensamientos oscuros. Cada vez que RenJun regresaba con más noticias, JeNo sentía cómo esa sombra de celos se hacía más grande, al punto de que tenía que contenerse para no ordenarle que se apartara de JaeMin.
—No hables así de él —le advirtió JeNo una noche, su tono gélido, mientras clavaba la mirada en RenJun—. Solo tienes que vigilarlo, no burlarte de él.
RenJun, lejos de acobardarse, simplemente rió. Se inclinó un poco hacia él, como si intentara recordarle que no tenía autoridad sobre sus acciones.
—Oh, ¿es eso lo que quieres? ¿Que solo lo vigile? ¿O acaso quieres que me haga su amigo? Porque eso es lo que él cree que soy, JeNo: un amigo. Y cada día que pasa, confía un poco más en mí.
RenJun sabía cómo herirlo, cómo manipular esas emociones que JeNo siempre trataba de mantener bajo control. Y JeNo, atrapado entre su deber y su deseo, sentía cómo sus defensas se debilitaban cada vez que escuchaba esas palabras. Había enviado a RenJun a vigilar a JaeMin porque no podía acercarse, porque sabía que su propia presencia podía poner en riesgo al chico. Pero ahora, la idea de que alguien más ocupara su lugar lo consumía.
—No te olvides de quién eres, RenJun —le advirtió JeNo, con voz fría, aunque en el fondo sabía que sus palabras no tendrían el efecto deseado—. No eres su amigo. Eres un alma en pena, una sombra. No tienes derecho a...
RenJun lo interrumpió, acercándose aún más, con una sonrisa burlona.
—¿A qué, JeNo? ¿A preocuparme por él? Curioso, ¿no crees? Porque eso es exactamente lo que estás haciendo tú. Y, por cierto... JaeMin no ha dejado de preguntar por ti. A veces, cuando estamos juntos, se queda mirando hacia el bosque, como si esperara ver a alguien. ¿No te parece... adorable?
JeNo sintió que su control se rompía, por un instante. La imagen de JaeMin mirando hacia el bosque, esperando ver algo, o a alguien, era casi más de lo que podía soportar. Sabía que RenJun lo estaba provocando, que se estaba divirtiendo con su sufrimiento. Pero no podía evitarlo. Los celos, el dolor, la frustración... todo se acumulaba en su interior, hasta el punto de que deseaba más que nada apartar a RenJun de JaeMin, de mantener al chico solo para él, aunque supiera que eso era imposible.
RenJun se dio cuenta de la tormenta interna de JeNo y no pudo evitar añadir una última burla antes de alejarse, desvaneciéndose entre las sombras.
—Dime, Lee... ¿qué se siente saber que tu pequeño niño ya no te recuerda? Tal vez, algún día, ni siquiera piense en ti.
Y con esas palabras, RenJun desapareció, dejándolo solo en el bosque, atrapado en su propia soledad y en el recuerdo de un niño tierno que tal vez ya no existía.
Desobedecer a la Dama era un riesgo que JeNo nunca había imaginado tomar. Ella había dejado claro en cada encuentro, en cada advertencia, que su destino estaba lejos del mundo humano, y que cualquier cercanía con JaeMin solo lo llevaría a la destrucción. Pero sus palabras ya no parecían suficientes. Los celos, la nostalgia y la furia habían comenzado a calar en su ser como un veneno que no podía detener.
Finalmente, una noche, tras otra discusión con la Dama, su decisión se volvió inevitable. La Dama, imponente y etérea, lo miró con ese desdén que solo un ser de su naturaleza podía proyectar, con una dureza que le hacía sentir la fuerza de su maldición, la marca que lo ataba a las sombras.
—Es solo un capricho, JeNo —le dijo, con voz gélida y firme—. Él es un elenthos, un ser puro, y tu presencia solo lo destruirá. Debes aprender a soltar.
Pero JeNo, con la mirada encendida de un deseo incontrolable, se acercó un paso más hacia ella, desafiándola como nunca antes lo había hecho.
—No es un capricho —contestó, con la voz teñida de una determinación sombría—. Él me pertenece de alguna forma, y no puedo seguir observando su vida desde lejos, sin intervenir.
La Dama dejó escapar una risa amarga, una risa cargada de siglos de sabiduría y advertencias. Ella sabía lo que ocurriría si continuaba. Pero JeNo, envuelto en su propia necedad, ya no escuchaba. La decisión de entrar en la vida de JaeMin estaba tomada. Aunque sabía que romper esa promesa traería consecuencias ineludibles, no se detendría.
Desde que tomó la decisión de irrumpir en la vida de JaeMin, JeNo se debatía en una lucha constante. Había pasado tanto tiempo siendo una sombra, una figura que inspiraba temor y respeto, que acercarse de una manera diferente a alguien, especialmente a alguien como JaeMin, parecía imposible. ¿Cómo podía mostrarse a él sin que su verdadera naturaleza oscura, cruel y salvaje, se desbordara y lo hiriera sin querer? Era un cazador, un ser marcado por siglos de oscuridad, y JaeMin era luz pura, una inocencia que resonaba en cada uno de sus movimientos y en cada palabra que pronunciaba.
Al principio, trató de encontrar excusas para alejarse, para evitar estar cerca. Se decía a sí mismo que lo hacía por el bien de JaeMin, para protegerlo. Pero en el fondo sabía que era incapaz de mantener la distancia. Cada intento de acercamiento parecía terminar con su lado más oscuro tomando el control. Sin darse cuenta, a veces, sus palabras se volvían ásperas, sus gestos bruscos, y su mirada cargada de una intensidad que, lejos de ser protectora, a menudo intimidaba. Era como si, al estar cerca de JaeMin, su naturaleza de cazador se volviera más incontrolable, como si un deseo inconsciente de dominio lo invadiera.
En más de una ocasión, cuando se encontraban por casualidad, JeNo notaba cómo su tono se volvía cortante, cómo sus palabras salían cargadas de una arrogancia que a veces parecía opacar todo el cuidado y cariño que realmente sentía por él. La amargura de su naturaleza oscura brotaba sin querer, y ese deseo de proteger se confundía con un impulso de posesión. Veía el desconcierto en los ojos de JaeMin, que se esforzaba por entender ese contraste, por reconciliar la imagen de aquel ser protector que recordaba de su niñez con el hombre que ahora parecía más un enigma oscuro.
Aun así, JeNo no podía evitar regresar una y otra vez. Era como si el solo hecho de observarlo, de tener un atisbo de su risa o de verlo distraído mientras leía en algún rincón de la ciudad, llenara una parte de él que siempre había estado vacía. Sin embargo, su naturaleza de cazador parecía reaccionar a esa cercanía. En sus peores días, sentía que se volvía una tormenta a punto de estallar, como si cada paso que daba hacia JaeMin lo acercara no solo a él, sino a un deseo abrumador de controlarlo, de hacer que le perteneciera de una manera que sabía, en el fondo, que nunca sería justa.
RenJun, como siempre, no dejaba de notar aquellos detalles que JeNo trataba de ocultar, esa dualidad que lo atormentaba. Su amigo solía acercarse a él y, en su tono burlón, le lanzaba comentarios que parecían recordarle lo evidente:
—Ah, nuestro querido cazador de almas, atrapado en los encantos de un simple mortal. —RenJun sonreía, pero su mirada estaba llena de sarcasmo—. Te ves tan adorable tratando de no devorarlo con la mirada. ¿Qué será lo próximo, JeNo? ¿Vas a aprender a pedir "por favor" cuando quieras algo de él?
JeNo solía responderle con una mirada helada, tratando de disimular la incomodidad que le provocaban las palabras de RenJun. Pero en el fondo sabía que su amigo tenía razón. No podía ignorar esa faceta suya, esa oscuridad que seguía latiendo en él y que se reflejaba, sin que él lo deseara, cada vez que intentaba acercarse a JaeMin.
Era como si su propia esencia fuera una sombra ineludible que opacaba cualquier intento de ternura. Su amor se manifestaba de una manera cruel y, aunque quisiera ser diferente, aquella parte oscura y salvaje de su ser siempre encontraba la forma de salir. No importaba cuántas veces intentara mostrarse amable, pues bastaba un instante para que su naturaleza le recordara lo que realmente era: un cazador, alguien marcado por el instinto de poseer, de tomar y destruir. Y JaeMin... JaeMin era todo lo opuesto, era la encarnación de lo que nunca podría tener sin arriesgarse a destrozarlo.
La frustración comenzó a acumularse en JeNo. Se sentía atrapado en un dilema imposible. Quería protegerlo, pero cada intento de acercamiento parecía teñirse de esa necesidad inconsciente de someter. Había ocasiones en las que, sin notarlo, se encontraba imaginando cómo sería tener a JaeMin solo para él, mantenerlo alejado de cualquiera que pudiera ver esa luz que tanto le atraía. Esos pensamientos lo aterraban y, a la vez, lo emocionaban. Era una dualidad que lo devoraba desde dentro.
Aun así, JeNo no se rendía. En su interior, sabía que el deseo por estar cerca de JaeMin era más fuerte que su miedo. Y aunque cada encuentro terminara siendo una prueba donde debía contener esa oscuridad, no estaba dispuesto a rendirse. Porque, aunque su naturaleza le dictara lo contrario, había algo en él que no podía ignorar: la certeza de que, pese a todos sus defectos y sombras, había encontrado en JaeMin la única luz capaz de traerle algo de paz.
Sin embargo, el precio de esa paz aún estaba por revelarse.
Para JeNo, JaeMin siempre había sido una chispa de inocencia en un mundo que él mismo había visto consumirse en sombras y crueldad. Ese primer encuentro, cuando JaeMin solo era un niño de cinco años, fue el inicio de algo que JeNo nunca imaginó que pudiera nacer en él: un amor imposible, inmortal, pero terriblemente frágil.
Desde aquel primer instante, JaeMin se había vuelto su debilidad. Recordaba con claridad la manera en que el niño lo miraba con aquellos ojos grandes y curiosos, sin miedo alguno, como si JeNo fuera una simple parte del bosque, un ser mágico al que no necesitaba temer. Había una inocencia absoluta en esos ojos, una pureza que parecía desafiar todo lo oscuro que él representaba. Y aunque en aquel entonces solo era un niño, fue JaeMin quien, sin saberlo, robó la última brizna de humanidad que quedaba en JeNo, el último vestigio de lo que alguna vez fue un corazón capaz de sentir amor y esperanza.
El cazador se encontraba completamente atrapado en el recuerdo de esos momentos, en cómo JaeMin sonreía sin ninguna barrera, sin sospechar la tormenta que despertaba en él. JeNo podía entender cómo aquel pequeño había logrado lo que tantos otros habían intentado en vano: despertar algo profundo, un deseo de proteger, de cuidar. Con cada año que pasaba, con cada encuentro en el bosque, JeNo sentía que su propia alma, aquella que creía perdida, comenzaba a latir solo por él.
Pero con el tiempo, esa pureza que tanto amaba comenzó a transformarse. JaeMin creció, su curiosidad infantil dio paso a una inquietud que lo alejaba cada vez más de esa imagen inocente que JeNo había idealizado. Y aunque seguía amándolo, aunque aún veía destellos de ese niño en su sonrisa y en su mirada, también entendía que su amor ya no era tan puro como lo había sido antes. La ternura se entrelazaba con un deseo que él sabía prohibido, oscuro, un deseo que lo atormentaba porque, en el fondo, comprendía que su naturaleza no le permitiría amar a JaeMin sin poner en riesgo esa esencia que lo hacía único.
Quizá era una crueldad de la vida misma, una ironía destinada a recordarle quién era. Porque JeNo, el cazador oscuro, había encontrado en ese niño tierno la única razón para seguir existiendo, la única luz en un mundo donde él solo conocía la muerte y la cacería. Y sin embargo, cuanto más crecía su amor, más sentía que lo arrastraba a la misma oscuridad de la que había intentado protegerlo.
Veía cómo JaeMin, con una sonrisa distraída, recorría el bosque en busca de algo indefinido, quizá inconsciente de que lo que buscaba era él. Esa distancia, aunque le dolía, era su única manera de evitar que su amor transformara a JaeMin en algo que no debía ser. Sin embargo, el simple hecho de ver cómo el joven dejaba cada vez más de lado la inocencia, de leer en sus cuadernos los pensamientos oscuros que surgían en su mente, lo hacía sentir culpable, como si su amor hubiera contaminado la esencia de JaeMin.
JeNo, quien siempre había despreciado las emociones y los lazos, se encontró debatiéndose entre dos fuerzas opuestas. Por un lado, deseaba ser libre de aquella conexión, dejar que JaeMin siguiera su vida y permaneciera lejos de la oscuridad. Pero, por otro, no podía renunciar a él, no después de tantos años siendo la única razón de su existencia. ¿Cómo apartarse cuando el único recuerdo que le traía paz era el de un niño de ojos brillantes que alguna vez había tenido la osadía de acercarse a él sin miedo?
Esa dualidad lo atormentaba cada día. Pero en su corazón, un corazón que se resistía a admitir sus propios sentimientos, sabía que nunca sería capaz de abandonar realmente a JaeMin. Sabía que, aunque fuera solo en la oscuridad, aunque tuviera que ocultarse y reprimir cada deseo prohibido, él siempre permanecería cerca, vigilante, cuidando de ese ser que, sin saberlo, le había robado lo único humano que quedaba en él: su capacidad de amar.
Pero, ¿qué haría cuando ya no pudiera contener ese amor? ¿Qué haría cuando el deseo de proteger no fuera suficiente y el anhelo de estar con él superara cualquier advertencia? JeNo sabía la respuesta, y quizás nunca la encontraría. Porque aunque lo intentara, su naturaleza, ese lado oscuro y cruel, siempre estaría acechando, dispuesto a arrastrarlo y a arrebatarle lo que más valoraba: el amor puro e inmaculado que había nacido en aquel bosque cuando JaeMin solo era un niño pequeño.
El cambio en los sentimientos de JeNo fue como un veneno que se había infiltrado en cada rincón de su alma, un deseo que poco a poco devoraba lo que alguna vez había sido ternura pura. Durante años, había visto a JaeMin como alguien frágil, como un niño que necesitaba su protección. Pero con el tiempo, aquella visión comenzó a desvanecerse, dando paso a algo oscuro y embriagador que lo atrapaba cada vez más profundamente. Ahora, cuando sus ojos se posaban en JaeMin, ya no era solo un joven tierno y luminoso; era un hombre lleno de una belleza que parecía desafiar a los mismos dioses, y JeNo se encontraba a sí mismo deseándolo de una manera que jamás había sentido por nadie.
Cada detalle de JaeMin lo atraía. Su cabello castaño caía con suavidad sobre su frente, y JeNo imaginaba cómo se sentiría enredar sus dedos en él, sentir su textura suave entre sus manos. La mirada de JaeMin, que solía ser inocente y sincera, ahora tenía un misterio que lo invitaba a perderse en ella, como si entre esos ojos dulces se escondieran secretos que solo él podría descubrir. Sus labios, delicados y bien delineados, parecían siempre a punto de abrirse para susurrarle su nombre, para rogarle, para rendirse a él.
Eran pensamientos que antes le hubieran parecido impensables, pero que ahora se hacían presentes cada vez con mayor fuerza. No podía evitar imaginar cómo sería ese instante en que JaeMin estuviera bajo él, entregado y vulnerable, con la piel desnuda reflejando una luz tenue, los labios entreabiertos en una súplica silenciosa. En su mente, cada movimiento se volvía un acto de posesión, cada caricia un susurro de dominio que lo arrastraba a querer más, a quererlo todo.
En sus sueños, esos pensamientos se volvían reales. Veía a JaeMin rendido bajo él, con sus mejillas sonrojadas y su respiración entrecortada, sus manos temblorosas aferrándose a sus hombros en una mezcla de entrega y vulnerabilidad. Cada curva de su cuerpo, cada rincón de su piel parecía estar destinado a él, y JeNo ansiaba recorrerlo todo, sin dejar nada sin reclamar. Imaginaba el calor de su piel bajo sus manos, la forma en que JaeMin temblaría al contacto, y el sonido de su voz, susurrando su nombre, pidiéndole que no se detuviera, que lo hiciera suyo una y otra vez.
El deseo era un fuego que lo consumía, un impulso oscuro que lo hacía sentir como si estuviera cruzando una línea prohibida, pero que a la vez lo hacía sentirse más vivo que nunca. Quería ver a JaeMin en ese estado de completa rendición, quería ser el dueño de cada uno de sus suspiros, de cada uno de sus gemidos ahogados. Lo imaginaba aferrándose a él, sus dedos marcando su piel, sus labios buscando los suyos con un hambre igual de intensa, y esa imagen se volvía una necesidad que lo atormentaba.
Pero entonces, un retazo de culpa lo invadía. Una parte de él intentaba recordarle que aquello era una perversión, que su deseo solo traería destrucción a esa luz que tanto amaba. Sin embargo, en su naturaleza oscura, en su alma de cazador, no podía evitar que el deseo lo superara. Sabía que su destino era devorar aquello que amaba, y, aunque intentaba luchar, la necesidad de poseer a JaeMin, de tenerlo en cuerpo y alma, era demasiado poderosa para ignorarla.
Era una contradicción constante, un tira y afloja entre el amor y el deseo, entre la necesidad de proteger y el hambre de poseer. JeNo sabía hasta cuándo podría resistir ese impulso, pero estaba seguro de una cosa: sin importar cuánto tratara de ocultarlo, JaeMin había despertado en él algo irrefrenable, una necesidad que solo se apagaba cuando lo imaginaba rendido ante él, con cada uno de sus sentidos entregados, siendo suyo de la manera más completa y apasionada.
[...]
El amanecer llegó como una caricia silenciosa, deslizándose entre los árboles con una luz suave, como si el cielo, al despertar, abriera los ojos con timidez para iluminar las sombras del bosque. La niebla aún flotaba, abrazando la tierra como un manto invisible que cubría los secretos y las heridas del lugar. El aire, frío como un suspiro roto, se entrelazaba con las hojas caídas, creando una danza etérea, casi como un último adiós de la noche antes de ceder el paso al día.
JeNo y JaeMin estaban allí, en el mismo rincón apartado del mundo, donde los rayos del sol apenas tocaban la piel de la tierra. JaeMin, con la mirada perdida en el horizonte, parecía tan pequeño en medio de la vastedad de ese lugar, como si fuera una pieza delicada en un rompecabezas imposible. La luz que lo rodeaba le daba un resplandor sobrenatural, iluminando su rostro con una fragilidad que lo hacía parecer un ser de otro mundo, como si la realidad misma dudara de su existencia. Y JeNo, a su lado, lo observaba, sintiendo la carga de su propio ser aplastando su pecho.
El viento susurraba entre las ramas de los árboles, trayendo consigo los ecos de un futuro incierto, como un presagio lejano que aún no se atrevía a mostrar su verdadero rostro. Cada paso que daban parecía más pesado que el anterior, como si la misma tierra se resistiera a dejarles avanzar. El sol, lento en su ascenso, apenas se atrevía a brillar, como si temiera lo que esa luz significaba, la oscuridad que seguía acechando, esperando su momento.
En el silencio que rodeaba el amanecer, solo se escuchaba el crujir de las hojas bajo los pasos de JeNo, que se acercaba a JaeMin. Los dos estaban atrapados entre dos mundos: el uno, lleno de promesas rotas y de sombras que acechaban sin piedad; el otro, un mundo de sueños y esperanzas que nunca llegarían a ser. JeNo miró a JaeMin, sus ojos reflejando una lucha interna, el deseo y el miedo fusionándose en algo que no podía descifrar, que ni él mismo podía controlar.
El sol, finalmente, comenzó a romper la niebla, pero de una manera titubeante, como si el mismo amanecer temiera lo que traía consigo. La luz dorada tocó la piel de JaeMin, revelando las marcas de una vida que aún no comprendía, que aún no había dejado de arrastrar. JeNo quería alcanzarlo, tocando esas cicatrices como si pudiera borrar el dolor que él mismo había causado. Pero sabía que no podía, que nada podía deshacer lo que ya estaba marcado, lo que ya había sido predestinado desde el primer día.
El horizonte seguía siendo incierto, el cielo tornándose de un azul helado mientras el sol se elevaba con su lenta pero inexorable determinación. La luz se expandía, pero algo dentro de JeNo se resistía a esa revelación, como si el amanecer no fuera para él ni para JaeMin. Porque, al final, los amaneceres siempre llegan con la promesa de un nuevo comienzo, pero nunca sin la sombra de lo que se pierde en la oscuridad de la noche.
JeNo susurró, casi para sí mismo:
—A veces, el amanecer no es un nuevo día, sino la condena de lo que nunca debió despertar.
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