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Capítulo uno: La llegada

El aire estaba cargado de olor a antiséptico y cemento viejo mientras Emily Tancredi caminaba por los pasillos de la penitenciaría de Fox River. Llevaba trabajando allí unos meses, el tiempo justo para acostumbrarse a la rutina, pero lo bastante corto para recordar que cada recluso tenía una historia. Algunas las podía olvidar, otras le rondaban en la cabeza. Pero hoy era diferente. La noticia de el nuevo recluso admitido a la enfermería ahora bajo su cuidado se había extendido por todo el personal: un joven llamado Michael Scofield, condenado por robo a mano armada. Los detalles de su caso eran vagos, pero su rostro había aparecido en los canales de noticias y los periódicos. Era una sentencia de alto perfil y todo el mundo tenía curiosidad.

Emily dobló la esquina hacia la enfermería justo cuando su hermana, Sara, estaba ordenando los últimos detalles. Sara le dirigió una sonrisa. -Llegas a tiempo, ya firmé para la transferencia de doctor/paciente, ahora es todo tuyo- murmuró pasándole unos expedientes. Emily desistió de rodar los ojos.

-Pronto trabajarás con nuestro nuevo huésped, lo que en cambio me permitirá atender a otros sin tener que sentirme como un pulpo por todas partes-dijo, con voz burlona pero teñida de preocupación-. Aviso premeditado, Michael Scofield. Es...diferente.

Emily frunció el ceño. -Ese tono tiene muchas connotaciones, por favor se más específica, diferente tipo Theodore Bagwell ó diferente tipo Charles Westmoreland?- indagó sin ocultar el escalofríos que le recorrió al recordar al pedófilo de rostro delgado conocido como T-bag por los demás convictos. Todavía podía recordar la primera vez que el enfermo había intentado hacer avances indeseados tras un chequeo rutinario, desde ese entonces Sara era quien le atendía bajo la vista de dos guardias.

Sara solo pudo hacer un movimiento de hombros. -Ya verás, no todos los días un hombre condenado a prisión escoje por voluntad propia ir a una cárcel de máxima seguridad eso es seguro.

Emily parpadeo, y luego se encogió de hombros. -Tal vez está loco, sigue siendo un criminal, ¿no? ¿Ó es otro de tus casos? quieres decifrar sus pensamientos, conocer el por qué lo hicieron...la mentalista tandcredi- rió Emily sacudiendo la cabeza.

Sara enarcó una ceja. -Confía en mí, lo verás por ti misma muy pronto. Solo...mantén la mente abierta.

Un zumbido de estática crepitó en el intercomunicador. -Scofield está siendo procesado ahora. Prepárate para la admisión en diez minutos.

Emily intercambió una mirada con Sara. Sara se encogió de hombros, su mirada se detuvo con algo casi protector. -Solo recuerda, este lugar cambia a la gente. No dejes que te cambie a ti.

Emily estaba a punto de responder cuando las pesadas puertas de acero se abrieron de golpe. Una fila de guardias entró acarreando convictos predispuestos a tratamiento, sus ojos analizaron los rostros, conocidos y desconocidos, estaba apunto de cuestionar el paradero de su nuevo paciente cuando la puerta se abrió seguida por un hombre alto y delgado con el pelo corto y tez blanca. Caminaba con una gracia tranquila, casi calculada, con la cabeza alta y los hombros cuadrados. Los ojos de Emily se clavaron en él, observando sus rasgos cincelados y los sorprendentes ojos azules que escaneaban la habitación como si fuera un rompecabezas esperando ser resuelto.

Michael Scofield.

Lo colocaron frente a ella sin demasiada ceremonia y, cuando su mirada se posó sobre ella, fue como si el mundo se redujera a solo ellos dos. Sus ojos no eran duros como los de la mayoría de los hombres allí presentes; en cambio, eran pensativos, como si ya estuviera analizando todo lo que lo rodeaba.

"Sr. Scofield, si toma asiento aquí por favor, repasaremos su expediente para actualizarlo de ser necesario y comenzar su chequeo médico" dijo, tratando de mantener un tono profesional mientras señalaba la mesa de examen. La habitación quedó en silencio mientras Michael se acomodaba. No habló, pero sus ojos siguieron cada uno de sus movimientos.

Emily abrió su historial, haciendo todo lo posible por ignorar la tensión inusual. "Estás aquí por robo a mano armada, ¿verdad?", preguntó casualmente, más por curiosidad que por protocolo.

Los labios de Michael se curvaron en una pequeña sonrisa, casi juguetona. "Eso es lo que dicen".

No pudo evitar sonreír. "No me está dando mucho en qué basarme, Sr. Scofield".

"Soy Michael", respondió suave mente. Su voz era baja, gentil, nada que ver con el tono endurecido al que estaba acostumbrada de los reclusos.

"Michael, entonces", dijo, mirándolo a los ojos, sintiendo una extraña atracción bajo su mirada. "¿Alguna condición médica que debamos saber aparte de tu diabetes tipo 1?"

Él negó con la cabeza, sin romper el contacto visual. "Estoy en perfecto estado de salud, pero probablemente ya lo adivinaste".

"No supongas demasiado", dijo, respondiendo a su desafío con una pequeña sonrisa mientras se acercaba, inspeccionando sus manos. Sus ojos captaron tinta asomándose por las mangas de el doblado de su uniforme. "Es difícil no hacerlo, la intriga es madre de la curiosidad" Murmuró confesando. Ella parpadeó, sin demostrarle satisfacción. Mirando sus nudillos magullados, dedos callosos, había marcas de alguien acostumbrado al trabajo duro, tal vez más de lo que sugería su experiencia. "Estas manos no parecen pertenecer a un ingeniero arquitecto".

Michael inclinó la cabeza, como si lo hubiera tomado por sorpresa. "La ingeniería se trata de conocer tus límites. Y cómo superarlos".

Algo en la forma en que lo dijo, casi como si fuera un secreto, le provocó un escalofrío en la columna vertebral. Terminó de notar sus heridas y volvió a levantar la vista, atrapada de nuevo por la intensidad de su mirada. -Bueno, haremos todo lo posible para mantenerte saludable aquí, Michael.

-Gracias, Emily -dijo, y el sonido de su nombre saliendo de sus labios fue extrañamente íntimo, como si fueran cualquier cosa menos prisionero y enfermera.

Emily admitió avergonzada que se quedó congelada, quedándose inmóvil por un momento como una colegiala antes de darse una patada mental, moviéndose para quitarse el estetoscopio del cuello, su uniforme rosa claro hacía más ruido del que le hubiera gustado a medida que se acercaba a él, sus ojos la miraban fijamente a la cara, ardiendo más intensamente de lo que deberían haberlo hecho, se aclaró la garganta mientras procedía a escuchar, su corazón latía de manera constante, a diferencia del de ella, con una rapidez efectiva y todo el profesionalismo que podía manejar continuó con todo el chequeo básico haciendo preguntas relacionadas con la salud a medida que avanzaba.

Comprobó sus reflejos, parecía que había estado involucrado en un desagradable accidente de "P.I" en el cobertizo del programa de industrias penitenciarias con unas tijeras de césped que lo habían dejado con un dedo menos en su pie, había escuchado algo al respecto de Sara en el segundo mes que había estado trabajando en la enfermería mientras su hermana se hacía cargo de la mayoría de las situaciones más espantosas, para ella había sonado como una mentira absoluta, Sara había pensado lo mismo.

Terminando de terminar con las últimas cosas de la lista del formulario, se alejó después de escribir sus hallazgos como evidencia.

-Bueno, parece que es un certificado de buena salud para usted, Sr. Sco...Michael, supongo que es libre de irse- dijo antes de encogerse ante sus palabras.

Decirle a un convicto que podía "irse" probablemente era como restregarle la libertad en la cara. Levantó la vista, temerosa de encontrar una cara de ojos azules enojados, pero la verdad era lo opuesto. Él estaba sentado allí, con los ojos azules llenos de un destello de humor mientras una pequeña sonrisa casi indetectable se dibujaba en la comisura de sus labios.

El guardia dió un paso adelante para levantarlo, el tintineo de sus esposas rompió la tensión entre ellos. "Las manos, convicto" Pero cuando Michael se levantó, le ofreció una última mirada, una mirada llena de algo tácito, una comprensión, tal vez, ó un destello de algo que no pertenecía a estas paredes.

-Hasta luego, enfermera- Murmuró con tono plácido. Ella lo vió irse, con la espalda recta, sus pasos seguros.

Por primera vez desde que trabajaba aquí, sintió un aleteo de algo desconocido. Los internos de Fox River eran solo eso: internos. Eran números, expedientes, personas que existían en el fondo de su día a día. Pero ese hombre, Michael Scofield, no se parecía a nadie que ella hubiera conocido y no podía quitarse de la cabeza la sensación de que sus caminos apenas empezaban a cruzarse.

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