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Capítulo dieciséis: La tranquilidad antes del amanecer

Las horas que siguieron estuvieron llenas de una especie de intimidad tranquila, un sentimiento nacido de experiencias compartidas y del peso de todo lo que habían pasado juntos. A medida que la noche se instalaba sobre la casa segura, el mundo exterior parecía distante, silenciado por el pesado silencio de su entorno aislado. Los únicos sonidos que llenaban la pequeña cabaña tenuemente iluminada eran el susurro distante de los árboles en el viento y el suave tictac de un reloj en algún lugar de la habitación.

Michael se había asegurado de que todas las cerraduras estuvieran cerradas. No había ninguna posibilidad de que las autoridades los encontraran allí, no esa noche. Todavía no. Pero aunque tranquilizaba a Emily con su calma habitual, la tensión de la situación todavía flotaba en el aire, justo debajo de la superficie. El conocimiento de que eran fugitivos, que estaban huyendo y no tenían dónde esconderse realmente, se cernía sobre ellos como una sombra.

En medio del silencio, Emily sintió el peso de todo aquello que la oprimía, su vida, las decisiones que había tomado y la conexión cada vez más profunda que sentía por Michael. Lo había seguido a ese mundo de peligro, se había permitido confiar en él de maneras que nunca había hecho con nadie más. Y ahora, allí estaban, atrapados juntos en una casa sin ningún lugar al que escapar excepto hacia adelante.

No podía ignorar la forma en que su corazón latía más rápido cuando él estaba cerca, la forma en que su cuerpo respondía a cada uno de sus movimientos, a su toque. No era solo el peligro lo que los unía. Era algo más profundo, algo que ambos habían tratado de ignorar pero ya no podían. Algo crudo, tácito. Algo que había estado creciendo entre ellos desde que se miraron por primera vez en esa prisión.

Cuando Michael apagó las últimas luces, la habitación quedó bañada por un suave resplandor dorado que provenía de la luz de la luna que se filtraba por la ventana. Se quedó allí un momento, observándola desde el otro lado de la habitación, y ella sintió el peso de su mirada. Sus ojos, siempre tan calculadores, tan concentrados, eran ahora más suaves, sus barreras habituales habían desaparecido. Había una ternura en ellos, una comprensión silenciosa que hizo que su corazón doliera de la manera más profunda.

Sin decir palabra, cruzó la habitación hacia ella, con pasos lentos pero decididos. Cuando llegó a su lado, no dudó. Su mano ahuecó suavemente su rostro y su pulgar le acarició la mejilla con una ternura que la dejó sin aliento.

—Emily— susurró, con la voz ronca por la emoción. —No sé qué va a pasar mañana. Ni tampoco pasado mañana. Ni siquiera sé qué pasará después de todo esto. Mis planes no incluían esto. Conocerte lo cambió todo. Pero sé una cosa.

Se le quedó la respiración atrapada en la garganta mientras lo miraba, la silenciosa desesperación en sus palabras la invadía. "¿Qué es eso?", preguntó, su voz apenas por encima de un susurro.

—No puedo hacer esto sin ti—dijo él, con sus labios apenas a un centímetro de los de ella. —No quiero. No quiero perderte, no después de todo lo que hemos pasado.

Sus palabras parecían una promesa, un juramento tácito, y antes de que ella pudiera responder, la besó.

Al principio fue lento, suave y cuestionador, como si necesitara asegurarse de que esto era real. Sus labios rozaron los de ella con una intensidad que le aceleró el pulso. Ella respondió instintiva mente, profundizando el beso, un tímido gemido salió de su boca; en cualquier otra ocasión habría rehuido, pero no ahora, sus manos encontraron el camino hacia su pecho, acercándolo más.

El beso se convirtió en algo más, algo más urgente a medida que el peso de la situación se desvanecía. Fue una liberación, un escape de la presión, el miedo, el peligro constante que se había ido acumulando desde el día en que se conocieron. En sus brazos, ella no tenía por qué tener miedo. Con Michael, podía ser ella misma. Podía sentirse segura, aunque fuera solo por un momento.

Cuando se separaron, sus respiraciones se mezclaron en el silencio que había entre ellos. El corazón de Emily latía con fuerza en su pecho y su cuerpo vibraba de deseo. Michael la miró con una intensidad que reflejaba sus propios sentimientos. Sus ojos buscaron algo en los de ella, como si le pidiera permiso, y ella no dudó.

—Sí— susurró ella, con la voz cargada de emoción. —Sí, Michael. Estoy contigo.

Sus manos se movieron hacia su cintura, atrayéndola hacia él. La proximidad de sus cuerpos se sentía como una promesa en sí misma, una que ninguno de los dos podía ignorar. La besó de nuevo, sus manos explorando, trazando suavemente la curva de su espalda enviando escalofríos a cada nervio de su cuerpo, como si memorizara la sensación de ella.

Se desnudaron con lentitud, no por timidez, sino para saborear cada instante, cada centímetro de piel expuesta. Sus manos recorrían el cuerpo del otro con hambre contenida, como si cada caricia pudiera detener el paso del tiempo. El torso de Michael, cubierto de tatuajes, contrastaba con la frialdad de su uniforme de prisión. Emily lo había imaginado mil veces, pero verlo desnudo frente a ella era otra cosa: real, tangible, abrumador.

No había apuros, pero sí urgencia emocional. Cada roce era una promesa, cada beso una rendición. Se exploraban sin reservas, con una mezcla de ternura feroz y deseo incontrolable. El mundo exterior se desdibujaba; en ese cuarto solo existían ellos dos.

Cuando por fin se unieron, el contacto fue eléctrico, como si todas las miradas, todas las noches cargadas de tensión, estallaran en ese primer empuje.

—M...Michael...— los gemidos de Emily se alzaron, húmedos, crudos, llenando el espacio. Él la embestía con fuerza medida, la boca junto a su oído, jadeando su nombre. —Emily...joder...Emily... —su voz era un gruñido rasposo que le recorría la columna como una descarga.

Emily lo rodeó con las piernas, apretándolo más contra sí, recibiéndolo con ansia. Sus cuerpos se movían con un ritmo profundo, perfectamente acoplados, como si hubieran sido hechos para encajar así. Michael besaba su cuello con labios ardientes, dejándole marcas. Ella maldecía, no por dolor, sino porque el placer era tanto que dolía.

Cada embestida la deshacía un poco más. Cada vez que decía su nombre, ella se arqueaba, perdida, rendida.


Apenas abrió los ojos, perdida en una niebla de placer que hacía casi imposible concentrarse en otra cosa que no fuera el vaivén firme de su cuerpo. Michael estaba sobre ella, su piel caliente, sus músculos tensos, y cada embestida era un golpe preciso, directo, tan exacto que parecía hecho a propósito para romperla desde adentro. Sus caderas se estrellaban contra las suyas con un ritmo cruelmente perfecto, haciéndola arquearse con cada empuje.

—Oh...Dios...— gimió Emily, pero sonó más como un sollozo, una súplica sin sentido. Una mano firme se cerró sobre su pecho izquierdo, amasando con fuerza medida, frotando su pezón con el pulgar hasta que la hizo temblar. Mordía su labio tan fuerte que ya no sentía si era placer ó dolor.

—E...Emily...¡Joder!— gruñó Michael, su voz raspando el aire como papel de lija. Estaba tan adentro, tan profundo, que Emily apenas podía pensar. Quiso responder, pero su lengua apenas se movía; solo jadeaba con la boca abierta, perdida, completamente entregada.

Lo escuchó reír bajo, ó tal vez fue un gruñido, un sonido gutural que vibró contra su cuello cuando se inclinó a besarlo. El genio frío y calculador, ese hombre imposible de leer, estaba ahora sin control, sucio, desbordado. Y eso la hizo explotar por dentro. Un orgullo feroz se le encendió en el vientre, mezclado con el placer que la desbordaba como un incendio.

La intensidad era insoportable, brutal. Sus cuerpos chocaban, resbalando uno contra otro, empapados en sudor, jadeando, temblando. Ya no había fugas, planes ni huida. Solo estaba el calor brutal del sexo, la entrega absoluta, la necesidad de sentirse vivos a través del cuerpo del otro.

Cuando terminó, lo hicieron casi al mismo tiempo, como si sus orgasmos fueran una sola explosión contenida que finalmente se liberaba. Emily se aferró a él con fuerza, las piernas aún temblorosas, su cuerpo vibrando en los últimos espasmos de placer.

Quedaron tumbados, entrelazados entre las sábanas húmedas, con el aliento todavía agitado. Michael la abrazó con una fuerza que casi dolía, como si temiera que el momento se deshiciera si soltaba un solo músculo. Ella apoyó la cabeza en su pecho, escuchando el tambor inestable de su corazón, mientras trazaba sin pensar las líneas de sus tatuajes con la yema de los dedos.

No dijeron nada. No lo necesitaban. La habitación estaba sumida en un silencio cálido, roto solo por sus respiraciones acompasadas. Y en ese espacio suspendido, Emily sintió algo que no esperaba: paz. No esperanza ni seguridad, sino una certeza tranquila. Una tregua con el mundo.

Quizá mañana volvería el caos, pero en esa cabaña, en esos brazos, sabía que tenía algo real. Algo por lo que valía la pena resistir. Algo que no pensaba soltar.

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