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🍷𝟐🍷

El padre Jongsuk era un hombre mayor, con el rostro surcado por arrugas profundas y unos ojos cansados que, a pesar de todo, reflejaban una determinación inquebrantable. Su voz, grave y medida, tenía el poder de llenar cualquier espacio con autoridad. Para Jongsuk, las palabras eran herramientas precisas que utilizaba para transmitir sus creencias, y Jimin había sido uno de los receptores más constantes de esas palabras.

Después de que Jimin cumplió quince años, el padre comenzó a insistir en que el joven debía aprender a defenderse.

—El mal no descansa, Jimin. —le decía con frecuencia, su mirada fija en los ojos oscuros del muchacho—. Y tú tampoco deberías hacerlo.

Para Jongsuk, la mente ágil y la destreza física que veía en Jimin eran dones que necesitaban ser moldeados, refinados. Según él, ese "entrenamiento especial" no solo aseguraría la protección de Jimin, sino también de la iglesia. Pero Jimin, a esa edad, no entendía del todo por qué un lugar sagrado necesitaba protección.

"¿De qué o de quién estamos protegiendo la iglesia?" pensaba en las noches, acostado en su cama dentro de la austera habitación que le habían asignado.

Con el tiempo, llegaron a un acuerdo. Jimin ayudaría a proteger la iglesia y estaría disponible para el padre Jongsuk en cualquier misión que requiriera fuerza o habilidad física. A cambio, la iglesia le proporcionaría un propósito, un refugio. Aunque nunca lo verbalizó, Jimin sospechaba que había algo más detrás de las palabras del padre, algo que aún no alcanzaba a comprender del todo.

Sin embargo, una sensación de incomodidad persistía en el fondo de su mente. Durante años, cargó con la culpa de sentir que su existencia en la iglesia no era más que un medio para los fines de Jongsuk. Lo había adoptado siendo solo un bebé, pero a veces se preguntaba si era por compasión o conveniencia.

A pesar de sus dudas, Jimin no podía ignorar lo que el padre había hecho por él. "Si no fuera por Jongsuk, tal vez estaría muerto o viviendo en la calle," se repetía, intentando calmar el conflicto interno que lo consumía.

A los quince años, Jimin fue sometido a un régimen de entrenamiento que pocos adultos habrían soportado. Una de las primeras pruebas consistía en entrar a una cámara de gas con máscaras protectoras. El propósito no era solo soportar el gas, sino aprender a mantener la calma y actuar con rapidez bajo presión.

Dentro de la cámara, el aire se volvía denso y tóxico en cuestión de segundos. Se les ordenaba quitarse las máscaras, permitiendo que el gas irritara sus ojos, garganta y piel antes de que se las volvieran a colocar. Aunque el gas no era letal, la sensación era insoportable para la mayoría de los participantes. Tosían, se tambaleaban y algunos incluso caían al suelo, incapaces de seguir las instrucciones.

Jimin, sin embargo, no vaciló. Su respiración era controlada, sus movimientos precisos. Sentía el ardor en sus ojos y el escozor en la piel, pero se negaba a ceder. No porque quisiera demostrar algo a los demás, sino porque necesitaba demostrarlo a sí mismo.

"El padre tiene razón. Dios me hizo fuerte para esto."

El entrenamiento no se limitaba a pruebas individuales. Semanas después, llegó la prueba conocida como "el crisol". Era la culminación de trece semanas de entrenamiento militar, diseñada para llevar a los reclutas al límite absoluto. Durante 54 horas ininterrumpidas, eran sometidos a simulaciones de guerra, ejercicios físicos extremos y privaciones. Solo tenían seis horas de sueño y cantidades mínimas de agua y alimento.

Para Jimin, el crisol fue sorprendentemente sencillo. Observaba a sus compañeros colapsar por el cansancio, algunos llorando, otros simplemente rindiéndose. Él, en cambio, mantenía un ritmo constante, moviéndose con una frialdad que preocupaba incluso a sus instructores.

"¿Por qué me resulta tan fácil?" se preguntaba mientras veía a otro compañero abandonar el entrenamiento. Intentaba convencerse de que era obra de Dios, que había sido hecho para soportar ese tipo de pruebas. Pero, en el fondo, sabía que no era tan simple. Había algo en él que no encajaba, algo que lo hacía distinto.

Meses después, a los quince años, casi dieciséis, fue nombrado oficialmente soldado del cuerpo de infantería de marina.

Sin embargo, el título no le trajo la satisfacción que esperaba. En lugar de orgullo, sentía un vacío que no sabía cómo llenar. Había cumplido las expectativas de todos, pero se preguntaba si alguna vez podría cumplir las suyas propias.

La vida de Jimin no se limitaba a la rigurosidad del entrenamiento militar ni al estudio exhaustivo en la iglesia. A pesar de las estrictas reglas y el constante peso de las expectativas, había encontrado una chispa de humanidad en su amigo cercano, Jung Hoseok.

Hoseok era una anomalía en aquel entorno austero. Con su sonrisa brillante y una energía que parecía infinita, se destacaba como una figura de calidez en un lugar donde los corazones tendían a endurecerse y las esperanzas se reducían a plegarias susurradas. Para Jimin, Hoseok era más que un amigo; era un recordatorio de que aún había algo más allá de las exigencias del deber, algo que él, con cada paso que daba hacia su formación como soldado, sentía que estaba perdiendo.

Los dos jóvenes solían aprovechar los escasos momentos libres para caminar por los terrenos desiertos detrás de la iglesia. En esas caminatas, conversaban sobre sus sueños y esperanzas, compartiendo una conexión que iba más allá de las palabras. Mientras Jimin hablaba con un entusiasmo contenido sobre su vida como soldado, Hoseok dejaba que su imaginación volara, pintando imágenes de escenarios llenos de luces y aplausos.

—Quiero ser un bailarín famoso, Jimin. —dijo Hoseok una tarde, deteniéndose para mirar al cielo como si ya pudiera ver su nombre en luces—. De esos que hacen que la gente se olvide de sus problemas, aunque sea por un momento.

Jimin lo miró con una mezcla de admiración y curiosidad. Aunque no entendía del todo ese deseo de Hoseok, admiraba la pasión con la que lo expresaba.

—No sé si lo entiendo, Hobi. —respondió después de un momento—. Pero creo que si alguien puede hacerlo, eres tú.

—¿De verdad crees eso?

—Claro. —dijo Jimin, con una sonrisa apenas perceptible—. Tienes algo que yo no tengo. Fe en ti mismo.

Hoseok rió, un sonido ligero que parecía encender la oscuridad que los rodeaba.

A pesar de sus metas tan diferentes, se apoyaban mutuamente. Hoseok nunca juzgaba el camino que Jimin había elegido, aunque sabía que estaba lleno de sacrificios. Jimin, por su parte, encontraba consuelo en la idea de que el mundo aún podía producir alguien como Hoseok, alguien que soñaba con construir en lugar de destruir.

Jimin estudiaba lo justo y necesario que dictaba la iglesia, cumpliendo con lo que se consideraba esencial para los jóvenes bajo su tutela: desde el estudio bíblico, que incluía largas horas memorizando versículos, hasta matemáticas avanzadas, que parecían completamente desconectadas del propósito espiritual que la iglesia tanto pregonaba.

Sin embargo, mientras Jimin veía el estudio como una obligación más, Hoseok lo abordaba con un entusiasmo que a veces desconcertaba a Jimin. Para Hoseok, cada libro era una puerta hacia algo nuevo, una posibilidad de escapar, aunque fuera temporalmente, del confinamiento de su entorno.

Una noche particularmente fría, mientras caminaban detrás de la iglesia, Jimin rompió el silencio con una pregunta que había rondado su mente durante semanas.

—Hobi, ¿crees que Dios nos escucha? —Su voz era baja, casi un susurro, como si temiera que las estrellas pudieran juzgarlo por su duda.

Hoseok, sorprendido por la pregunta, se detuvo y lo miró de reojo, con una mezcla de curiosidad y ternura.

—Claro que sí. —respondió finalmente, con esa sonrisa serena que parecía desafiar cualquier dificultad—. Aunque... creo que tiene una forma bastante extraña de hacerlo.

Jimin no respondió de inmediato. Miró al cielo, donde las estrellas brillaban con una claridad tan pura que casi dolía. Quería creer en esas palabras, en esa seguridad que Hoseok irradiaba. Pero algo en su interior se resistía, un nudo de duda que se negaba a deshacerse.

Ese momento quedó grabado en su memoria, como una instantánea de todo lo que Hoseok representaba: optimismo, humanidad y la capacidad de encontrar algo positivo incluso en los espacios más oscuros.

Para Jimin, Hoseok era más que un amigo. Era un ancla que lo mantenía conectado a un mundo que sentía cada vez más ajeno. Mientras se esforzaba por cumplir con los estándares imposibles del padre Jongsuk y su entrenamiento militar, Hoseok era el recordatorio de que aún existía algo más allá de las responsabilidades que cargaba sobre sus hombros. Algo que valía la pena salvar.

A pesar de sus diferencias, los dos jóvenes se apoyaban mutuamente. Jimin escuchaba con atención los sueños de Hoseok de convertirse en un famoso bailarín, alguien capaz de inspirar a otros con su arte. Y aunque él no compartía esa visión, admiraba la pasión de su amigo.

Hoseok, por su parte, nunca juzgaba las metas de Jimin, aunque sabía que eran muy diferentes a las suyas. Mientras Hoseok soñaba con libertad, Jimin hablaba con un tono frío y calculador sobre su vida como soldado, casi como si el camino que seguía no hubiera sido elegido, sino impuesto.

Años más tarde, cuando cumplió dieciocho, Jimin finalmente decidió dar un paso fuera de la iglesia. Había cumplido con lo que el padre Jongsuk y su entrenamiento militar esperaban de él, pero sentía que necesitaba algo más. Algo que las paredes de piedra y las doctrinas rígidas nunca le ofrecerían.

Encontró una pequeña casa en un barrio tranquilo, lo suficientemente lejos como para no sentir la sombra constante de la iglesia. Al principio, el mundo exterior era desconcertante. Era más ruidoso, más vivo de lo que había imaginado. Pasó los primeros meses explorando como si estuviera descubriendo un territorio desconocido.

Los museos y galerías de arte lo fascinaban. Había algo en la creatividad humana que lo desconcertaba y lo intrigaba a partes iguales. Los libros de historia y ciencia le abrían puertas a preguntas que nunca se había permitido hacerse. Y las caminatas por los paisajes naturales alrededor de su casa le ofrecían una calma que no había encontrado en años.

Pero con cada paso que daba, algo dentro de él comenzaba a cambiar.

Jimin dejó de creer en la iglesia, aunque no en Dios. Había una parte de él que aún buscaba un propósito mayor, pero cuanto más veía del mundo exterior, más difícil le resultaba encontrarlo. La crueldad que encontraba fuera de las paredes de la iglesia lo golpeó con fuerza. Injusticias, pobreza, violencia... cosas que no habían sido parte de su vida dentro de la burbuja que el padre Jongsuk había construido.

"¿Por qué permitiría Dios que algo así existiera?"

Era como si hubiera salido de una utopía cuidadosamente construida solo para encontrarse con una distopía desbordante. Su fe se tambaleaba, pero su determinación de entender lo que lo rodeaba no hacía más que crecer.

Fue en una de esas noches, mientras regresaba a la iglesia por un camino alternativo, que su vida cambió para siempre.

El camino habitual estaba abarrotado de personas, y Jimin detestaba perder el tiempo entre la multitud. Decidió tomar un atajo por un callejón que apenas conocía, un espacio angosto y mal iluminado que olía a humedad y desechos.

El olor fue lo primero que lo detuvo. Era metálico, denso, como el de la sangre fresca mezclada con el aire húmedo del lugar.

Entonces escuchó el sonido. Un jadeo, un gemido sofocado.

El callejón parecía interminable, pero sus ojos, adaptados a la penumbra, lograron captar lo que estaba ocurriendo. Una joven embarazada estaba siendo atacada. El agresor, un hombre encapuchado, tenía sus colmillos hundidos en el cuello de la mujer.

Jimin sintió que el mundo entero se detenía.

La sangre goteaba del cuello de la mujer, empapando el suelo mientras el hombre bebía con una desesperación que rayaba en lo animal. Era una escena grotesca, pero Jimin no podía apartar la mirada.

El encapuchado levantó la vista de repente, como si hubiera sentido su presencia. Sus ojos rojos, inyectados en sangre, conectaron con los de Jimin durante lo que pareció una eternidad. Entonces, en un movimiento casi imposible de seguir, desapareció, dejando tras de sí un vacío que parecía tragarse todo.

Jimin corrió hacia la mujer, pero sabía, en lo más profundo de su ser, que era demasiado tarde. Su piel estaba pálida como la luna, sus ojos abiertos pero vacíos, como si hubieran sido despojados de todo rastro de vida en un instante. La sangre aún emanaba de su cuello, un hilo oscuro que teñía el suelo frío del callejón, y el olor... ese olor. Era extraño, casi irreal. Intenso, metálico, pero también impregnado de algo que Jimin no podía describir, como si esa sangre tuviera una cualidad que lo llamaba, que invadía sus sentidos con una fuerza casi sobrenatural.

Por un momento, sintió que lo mareaba, un golpe súbito de náusea mezclado con algo que se parecía peligrosamente a una atracción visceral.

Con manos temblorosas, se inclinó sobre la mujer. Sabía lo que tenía que hacer. Su entrenamiento le había enseñado cómo manejar emergencias, cómo estabilizar a alguien al borde de la muerte. Pero sus dedos, que normalmente eran precisos y firmes, parecían torpes, como si la intensidad del momento estuviera drenando su habilidad para actuar.

—Vamos... por favor... —murmuró entre dientes, apretando la mandíbula mientras presionaba sus manos sobre el cuello de la mujer en un intento desesperado de detener el flujo de sangre.

No hubo respuesta.

La frustración lo consumió con cada segundo que pasaba, cada intento fallido por devolverle la vida. Sentía una mezcla de ira y una culpa sofocante que se aferraba a su pecho, aplastándolo.

"¿Por qué no llegué antes?"

Era un pensamiento que resonaba en su mente como un eco interminable, aun cuando sabía que no era su culpa. Pero la culpa no entendía razones. Era una sombra, una presencia constante que se anclaba en él y no lo dejaba respirar.

El sonido de las sirenas lo devolvió a la realidad. Los policías llegaron rápidamente, pero su presencia no hizo más que aumentar su enojo. Le pidieron que se calmara, que diera espacio. Como si eso pudiera cambiar lo que había ocurrido. Como si el simple hecho de "mantener la calma" pudiera borrar el cadáver frente a él.

Jimin se apartó finalmente, su rostro una máscara de frialdad mientras intentaba recuperar el control de sí mismo. Pero por dentro, todo era un caos.

Fue entonces cuando levantó la vista, como buscando algo—cualquier cosa—que lo distrajera de la escena frente a él. Sus ojos se detuvieron en una televisión encendida en una tienda cercana, un contraste absurdo y casi cruel con la tragedia del callejón.

La pantalla mostraba una entrevista. Había un joven de cabello rojo, sentado con la postura relajada de alguien que parecía ajeno a cualquier peso en el mundo. Su sonrisa sarcástica y sus ojos, oscuros pero llenos de una energía casi magnética, captaron la atención de Jimin de inmediato.

"Nochu", decía un subtítulo en la parte inferior de la pantalla.

—Personalmente, no creo que exista dios que nos salve. —decía el joven, su voz profunda resonando incluso a través del cristal de la tienda—. Si existiera, ¿por qué permitiría cosas como estas? ¿Por qué dejaría que escorias caminaran libremente por las calles? Dios no es más que energía, como todos nosotros.

Las palabras golpearon a Jimin como un golpe en el estómago. No era solo lo que decía, sino la calma con la que lo hacía, como si estuviera compartiendo una verdad universal que todos debían aceptar. Mientras Jimin intentaba procesar la brutal realidad de lo que acababa de ocurrir, había alguien, allí mismo, hablando con indiferencia sobre Dios y el mundo, como si fuera una simple teoría.

El contraste era insultante.

Por un momento, Jimin no pudo apartar la vista del rostro del joven en la pantalla. Había algo en él que lo inquietaba, una mezcla de fascinación y rechazo que no podía explicar. La forma en que sus palabras fluían, cargadas de cinismo pero también de una seguridad casi peligrosa, se grabó en su mente.

Mientras las sirenas se intensificaban a su alrededor y los policías comenzaban a delimitar la escena del crimen, Jimin permaneció inmóvil, con la mirada fija en la pantalla. Nochu. Ese nombre, ese rostro...

No lo olvidaría.

No como inspiración, sino como un recordatorio de lo desconectado que podía estar el mundo. Mientras él enfrentaba una realidad cruda y aterradora, había personas que vivían en mundos donde el dolor era solo un concepto lejano.

"¿Cómo alguien puede hablar con tanta calma sobre algo tan desgarrador?" pensó, apretando los puños mientras desviaba la mirada de la televisión.

Ese fue el momento en que Nochu, aunque sin saberlo, se convirtió en un ancla en la mente de Jimin. Una figura que representaba todo lo que no entendía, pero que, de alguna manera, lo conectaba con algo más grande.

El auto avanzaba por la carretera desierta, el sonido tenue de la música llenando el espacio como un eco distante. Hoseok estaba dormido en el asiento del copiloto, su respiración tranquila y regular, mientras Jimin mantenía las manos firmes en el volante. La quietud del momento le dio la oportunidad de reflexionar, de dejar que su mente navegara hacia los recuerdos que, a pesar de los años, seguían aferrándose a él como sombras persistentes.

Pensó en el pasado que siempre lo acompañaría, en las cicatrices invisibles que cargaba desde su entrenamiento hasta los horrores que había presenciado. Entre esas memorias, la imagen de aquel chico de cabello pelirrojo aparecía con una nitidez perturbadora. Jungkook. Nochu. El rostro del joven seguía siendo un ancla en su mente, un símbolo de algo que no terminaba de comprender pero que, de alguna manera, lo mantenía conectado a la realidad.

En medio de la confusión y el dolor, la presencia de Jungkook no era reconfortante, pero sí ineludible. Representaba todo lo que Jimin cuestionaba sobre el mundo: el cinismo, la indiferencia, la aparente desconexión con el sufrimiento. Y sin embargo, en un giro inexplicable, ese recuerdo le daba fuerza. Una fuerza que lo empujaba hacia adelante, hacia lo que fuera que lo esperaba en Gyeonggi.

"Dios no es más que energía, como todos nosotros." Las palabras de Jungkook resonaban en su mente, desafiándolo. Y con ellas surgía una pregunta que no podía ignorar: "¿Pero dónde estaba mi Dios cuando lo necesitaba?"

El peso de esa duda era familiar, una carga que había aprendido a llevar en silencio desde hacía años.

Cuando regresó a la iglesia aquel día después del incidente en el callejón, finalmente entendió por qué el padre Jongsuk insistía tanto en la protección de la iglesia. Aunque nunca habían sufrido ataques de vampiros ni otras amenazas sobrenaturales, la preparación y el entrenamiento constante no parecían opcionales, sino inevitables. Pero había algo más, algo que Jongsuk no decía.

El misterio detrás de las exigencias del padre era un hilo suelto en la vida de Jimin. Había cumplido con todo, desde el entrenamiento más brutal hasta las misiones más ambiguas, pero nunca lograba comprender del todo qué buscaba realmente Jongsuk. Y la misión en Gyeonggi no era la excepción. Había algo en ella que lo inquietaba, una sensación de que las piezas del rompecabezas no encajaban del todo.

Mientras conducía hacia su destino, el peso de los años pasados lo golpeó con fuerza. Su adolescencia había sido sacrificada en nombre del deber, de la disciplina, de un propósito que todavía no entendía del todo. Había aprendido a endurecerse, a cumplir sin quejarse. Pero, en los momentos de quietud como este, sentía la profunda tristeza de lo que había perdido. Nunca había tenido la oportunidad de ser un chico normal.

El sonido de una notificación lo sacó de sus pensamientos. Bajó la vista por un instante para ver el mensaje que aparecía en la pantalla de su celular. Era del padre Jongsuk, con las indicaciones finales para su misión.

Jimin chasqueó la lengua.

—¡Hobi, despierta! —exclamó, extendiendo un brazo para sacudir ligeramente el hombro de su amigo.

Hoseok abrió los ojos al instante, su sueño tan ligero como siempre.

—¿¡Ya llegamos!? —preguntó, su voz todavía adormilada pero llena de entusiasmo.

Jimin dejó escapar una risa seca.

—Em... nope.

—Agh, ¿y para qué me despertaste? —respondió Hoseok, dejando clara su desilusión con un tono dramático que no se molestó en ocultar.

—¿No ves que estoy conduciendo, genio? —dijo Jimin con sarcasmo, arqueando una ceja—. No falta mucho, pero necesito que leas las indicaciones que envió el padre. Si algún oficial me ve con el celular, me colocará una multa, y no pienso pagarla.

Hoseok suspiró teatralmente, pero estiró la mano para tomar el teléfono.

—Está bien, dame.

Desbloqueó el celular y comenzó a leer el mensaje rápidamente, revisando las instrucciones antes de hablar.

—Hm, okey, empiezo: "Jimin, recuerda que tienes que estar preparado en todo momento. Es importante que en el concierto te mantengas atento, ya sabes, es un lugar concurrido y la gente no pondría atención si falta alguien a su alrededor. Tienes dos días para prepararte desde hoy. Úsalos para investigar la zona y obtener pistas. Lleva todo armamento que consideres necesario. Espero que cuando regreses a Busan, traigas buenas noticias... y... pasa un buen cumpleaños."

Hoseok hizo una pausa, levantando la vista hacia Jimin con una sonrisa divertida.

—No entiendo de qué trata esta misteriosa misión, pero mientras Red Lights esté de por medio, no tengo quejas. Aunque... —Se encogió de hombros—. Trató tu cumpleaños con muy poca importan—

Un frenazo abrupto interrumpió sus palabras. El auto se detuvo tan bruscamente que Hoseok se echó hacia adelante, sosteniéndose del tablero.

—¡¿Qué demonios, Jimin?! —exclamó Hoseok, todavía aferrado al tablero del auto mientras miraba a su amigo con una mezcla de sorpresa e irritación.

Pero Jimin no respondió. Su respiración era errática, como si algo invisible estuviera oprimiéndole el pecho. Las manos le temblaban mientras se llevaba una a la nariz, tratando de bloquear lo que fuera que lo estaba atacando.

El olor era... indescriptible. No era solo desagradable, era abrumador, como si tuviera un peso físico que se aferraba a sus sentidos y los torcía. Penetraba por sus fosas nasales como una aguja caliente, provocándole una punzada directa al estómago. La náusea que le siguió fue casi inmediata, una sensación de mareo que hizo que sus dedos se tensaran sobre el volante como si eso pudiera anclarlo a la realidad.

Era un hedor denso, metálico y dulzón a la vez, como una mezcla imposible entre sangre fresca y algo podrido, algo que no debería estar allí.

—Oye... amigo, ¿estás bien? —La voz de Hoseok era cautelosa ahora, su ceño profundamente fruncido mientras lo miraba con preocupación.

Jimin apretó los ojos, tratando de calmar la ola de vértigo que amenazaba con consumirlo. Finalmente habló, su voz baja y áspera, como si cada palabra le costara un esfuerzo monumental.

—Hobi... ¿No sientes ese olor?

Hoseok lo miró fijamente, primero confundido, luego con una ligera preocupación que comenzó a asomar en su expresión. Se inclinó ligeramente hacia adelante, olfateando el aire como si tratara de captar lo que sea que Jimin percibía.

—¿De qué estás hablando? Jimin, no hay ningún olor.

El silencio que siguió fue pesado, como una niebla que se acumulaba entre ellos en el pequeño espacio del auto. Jimin bajó lentamente las manos del volante, sus pensamientos corriendo a una velocidad que casi podía escuchar en sus oídos.

Esto no era normal. No podía ser.

Los años de entrenamiento le habían enseñado a reconocer el peligro, a identificar cualquier cosa que pudiera ser una amenaza. Pero este olor... no era algo que pudiera colocar en una categoría conocida. Era algo más. Algo que no tenía lugar en el mundo que conocía.

Pero Jimin no respondió. Sus manos soltaron el volante para cubrirse la nariz mientras una expresión de genuino malestar cruzaba su rostro. Era como si algo invisible lo estuviera atacando, algo que no podía ignorar.

No era posible. Jimin respiró hondo, o al menos lo intentó, pero el hedor parecía apoderarse del aire a su alrededor. Su mente buscó respuestas, pero solo encontró más preguntas. Durante años, había soportado entrenamientos extremos, incluido el contacto directo con gases irritantes que habrían derrumbado a cualquier persona promedio. Nada lo había afectado de esta manera. Nada, excepto...

Ese olor.

Un recuerdo lo atravesó como un rayo: la escena en el callejón, la mujer embarazada desangrándose en sus brazos. El hedor metálico de la sangre mezclado con algo más, algo que no pudo identificar entonces y que ahora regresaba con una claridad alarmante.

Volvió a poner el auto en marcha, ignorando el mareo que le causaba el aroma y concentrándose únicamente en seguirlo. Su cuerpo parecía moverse automáticamente, como si supiera algo que su mente aún no podía comprender.

—¿Jimin? ¿Qué haces? —preguntó Hoseok, visiblemente inquieto.

—Espera. —Fue todo lo que respondió.

El olor no se desvanecía. Al contrario, se hacía más fuerte con cada kilómetro que avanzaban hacia Gyeonggi. Al principio, era solo una presencia incómoda, pero pronto se convirtió en algo insoportable, como una sombra que no lo dejaba respirar.

Finalmente, Jimin frenó el auto una vez más, esta vez con más control. Abrió la puerta con calma y salió al aire frío de la noche, que parecía cargado de una quietud antinatural.

—¿Jimin, a dónde vas? —Hoseok lo siguió, saliendo del auto con el ceño fruncido, sus brazos cruzados por el frío.

Jimin alzó una mano para silenciarlo.

—Shh... No hagas mucho ruido. —Sus palabras salieron en un tono bajo, pero con una firmeza que hizo que Hoseok se detuviera.

Sin esperar respuesta, Jimin tomó su celular, desbloqueó la pantalla y encendió la linterna. La tenue luz rompió la oscuridad del lugar, iluminando un camino descuidado y lleno de escombros que se alejaba de la carretera principal.

El olor lo llevó más lejos, hacia un callejón apenas iluminado por una luna pálida que parecía flotar sobre ellos como un ojo vigilante. Con cada paso, la sensación en su estómago se intensificaba, y el aire parecía volverse más denso. Hoseok lo siguió de cerca, aunque sus movimientos eran más cautelosos.

Entonces, Jimin se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó Hoseok en un susurro, acercándose para mirar más allá del haz de luz que emitía la linterna.

La vio.

Una joven estudiante, su cabello negro enredado alrededor de un rostro pálido e inerte. Sus ojos seguían abiertos, pero vacíos, como si fueran una ventana a la nada. Lo que más destacaba, sin embargo, eran las flores. Flores rojas, extrañamente frescas, dispuestas sobre su cuerpo como si fueran parte de una macabra ceremonia. Las manchas de sangre en los pétalos contrastaban con la perfección de su disposición.

Hoseok miraba el cuerpo inmóvil frente a ellos, y su rostro reflejaba una combinación de incredulidad y un miedo tan visceral que parecía congelarlo en el lugar. Sus ojos, normalmente llenos de energía y entusiasmo, ahora estaban desorbitados, fijos en la figura pálida y decorada con las flores ensangrentadas. Intentó decir algo, cualquier cosa, pero sus labios temblaban sin emitir sonido alguno, como si su mente estuviera luchando por procesar la escena macabra que se desplegaba ante él.

Finalmente, un susurro escapó de su boca:

—Esto... esto no puede ser real.

Su voz era apenas audible, como si al decirlo en voz alta, temiera que la escena cobrara más fuerza. Dio un paso hacia atrás, apartando la mirada mientras su respiración se volvía errática. Llevó una mano a su pecho, como si el simple acto de respirar se le hubiera vuelto una tarea monumental.

Jimin se giró hacia él, sus ojos serios y penetrantes buscando anclar a su amigo antes de que perdiera el control por completo. Aunque su expresión era dura, en su mirada había un destello de comprensión. Sabía que Hoseok no pertenecía a este mundo de sombras y muerte. Este no era su lugar, y enfrentarse a algo tan brutal era como un golpe directo a la esencia cálida y optimista que definía a su amigo.

—Respira, Hobi. —dijo Jimin, con una calma que contrarrestaba la tormenta interna que él mismo estaba enfrentando. Su voz era firme, autoritaria, pero no carente de empatía—. Solo respira.

Hoseok lo miró, sus ojos buscando desesperadamente algo en el rostro de Jimin, algo que le diera fuerza, una razón para no derrumbarse en ese momento. Por un instante, la tensión entre ambos era palpable, como si Jimin le estuviera transmitiendo parte de su propia resistencia con una mirada.

—Yo... —Hoseok trató de hablar nuevamente, pero las palabras seguían atragantándosele en la garganta.

Jimin dio un paso hacia él, colocándole una mano firme en el hombro, un gesto que tenía más peso del que parecía.

—Mírame. —dijo Jimin, inclinándose ligeramente para captar su atención por completo—. Estoy aquí. Respira.

Hoseok cerró los ojos con fuerza, como si estuviera tratando de apagar todo lo que lo rodeaba. Inspiró profundamente una vez, luego otra. Aunque el aire estaba cargado con ese hedor nauseabundo, logró controlar su respiración poco a poco, hasta que la sensación de asfixia disminuyó.

—Eso es. —Jimin asintió levemente cuando vio que su amigo recuperaba algo de compostura—. Concéntrate. Esto es difícil, pero necesito que mantengas la calma.

Hoseok abrió los ojos lentamente, aún pálido, pero algo más presente que antes. Miró a Jimin con un destello de gratitud en medio de su turbación, como si la firmeza de su amigo fuera la única cosa que lo mantenía de pie en ese momento.

—¿Cómo puedes manejar esto? —preguntó Hoseok, con la voz quebrada, pero cargada de genuina curiosidad—. Es... es horrible, Jimin.

Jimin apartó la vista, volviendo a fijarla en el cuerpo. Su mandíbula se tensó, pero no respondió de inmediato. Cuando lo hizo, su tono era bajo, casi un murmullo.

—Porque no tengo otra opción.

La respuesta era simple, pero cargada de una verdad que Hoseok no estaba seguro de querer comprender del todo.

Sus ojos estaban fijos en el cuerpo, pero su mente estaba trabajando frenéticamente, intentando procesar lo que veía.

Cada caso en Gyeonggi había tenido sus peculiaridades, pero esto era diferente. Había leído los informes, conocía los detalles. Ninguno de los cuerpos anteriores había sido decorado con flores. Ninguno había sido dejado con un cuidado tan... deliberado.

Y el olor.

Ese aroma tan extraño, tan intenso, que parecía llamarlo directamente. ¿Por qué podía percibirlo con tanta claridad? ¿Qué significaba?

—Deberíamos llamar a la policía, ¿no?

Jimin asintió lentamente, pero su mirada seguía fija en la escena.

—El modus operandi es diferente. —dijo en voz baja, casi para sí mismo—. Más tarde debo informar esto al padre. Toma mi teléfono y llama a la policía.

Le extendió el celular a Hoseok, quien lo tomó con una mano temblorosa mientras Jimin se agachaba para examinar el cuerpo más de cerca.

El frío del suelo se filtró a través de sus rodillas mientras alumbraba con la linterna, observando cada detalle con una concentración inusual. Sus ojos, normalmente afectados por una leve miopía, parecían ver con una nitidez que lo desconcertó por un momento.

Entonces lo vio.

Un mechón de cabello rojo, atrapado entre los pétalos.

El aire pareció volverse más frío a su alrededor. La conexión fue inmediata.

"Cabello rojo..."

El mechón de cabello rojo atrapado entre los pétalos no era un detalle menor. Jimin lo sabía. No creía en coincidencias, y mucho menos en esta situación. El olor, la disposición cuidadosa del cuerpo, y ahora esto. Todo parecía estar conectado con una precisión que lo inquietaba profundamente.

"Red Lights", pensó, recordando el nombre de la banda y la misión que le había encomendado el padre Jongsuk. ¿Era esto una advertencia? ¿Una invitación? Jimin no lo sabía, pero algo dentro de él le decía que este mechón era una pieza clave en el rompecabezas.

Jimin apretó los labios, su mandíbula tensándose mientras cerraba los ojos por un instante. Cuando los abrió de nuevo, su mirada estaba cargada de una furia contenida.

—Sé que puedes escucharme... —murmuró, levantando la vista hacia la oscuridad del callejón—. No vas a escaparte de mí. Cuando pagues por esto, y créeme que lo harás, disfrutaré dándote el peor de los sufrimientos.

Hoseok lo miró, su rostro pálido y sus ojos llenos de incredulidad.

—Jimin... —empezó a decir, pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta.

El sonido de sirenas comenzó a llenar el aire, cortando la tensión como un cuchillo. Jimin se puso de pie con calma, pero sus pensamientos seguían enfocados en el mechón de cabello rojo.

Sí... quizás era hora de hacer negocios con el forense.



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