A hot college student
SHOT ESCRITO POR: Lonely_M93
FRASE: Tú serás mi amanecer; el que llena de alegría cada hora, el que llega, me mira y me enamora, tú serás mi amanecer. Siempre Así.
Todas las muchachas felices se parecen, pero las desdichadas lo son cada una a su modo. Lev Tolstói. Creo que, hasta que empecé a ir al colegio, con seis años cumplidos, no conocía a ningún otro niño o niña pequeña aparte de mis primos. Los veía como mucho tres veces al año, Navidad, Reyes, y el cumpleaños de los abuelos, que se llevaban sólo unos días y solían celebrarlo a la vez, para ahorrar. A mí no me parecía demasiado raro porque en mi familia siempre se ha ahorrado todo lo que se ha podido. Ese era el único punto en el que estaban de acuerdo las tres amas de mi casa. Así pasó mi infancia.
En casa, todos los vestidos acababan siendo de segunda mano, porque cuando se le quedaban estrechos a la abuela, mi madre o mi tía los arreglaban para ellas mismas y los usaban hasta que la tela de los dobladillos, de tan rozados, más que deshilacharse, se desvanecía en minúsculas partículas, como polvo de colores. Naturalmente, cuando mi madre empezó a engordar -por suerte, la tía Minsu nunca dejó de ser el palo de una escoba-
Me tocó heredar su ropa. Blusas abotonadas en tonos discretamente claros: beige, crema, rosa pálido, pero nunca blanco, que es tan sucio. Faldas de un corte vago y tejidos recios, siempre oscuras: marrón, azul marino, gris marengo y negro, que yo me ponía sin rechistar. Y loca de contenta con mi repentino cuerpo de mujer, siempre les pedía a los Reyes Magos unos simples jeans que me hicieran un trasero persuasivo.
Aprendí a utilizar los lapiceros hasta que, de puro mínimos, era imposible afilarlos sin que se escurrieran entre las yemas de los dedos. Más de un diminuto fragmento de goma se me deshizo contra el papel mientras todavía intentaba borrar con él. Todo para evitar el pequeño drama que se desataba en casa cada vez que pedía dinero para bajar a la papelería a comprarme una regla, o un cuaderno, o un bolígrafo Bic de esos corrientes, los más baratos.
-¡Hay que ver lo que gastas, hija mía! -solía quejarse mi madre.
Fue en primero de Bachillerato cuando Jung Daeun, que ya se había quitado los brackets de los dientes aunque seguía llevando gafas de culo de vaso, me explicó que ella se escribía las chuletas en los muslos con bolígrafo. Por entonces, yo no acababa de entender qué significaba ser una tía buena, pero aquél me pareció un truco estupendo. Ningún profesor, por muy mosqueado que estuviera, se iba a atrever a pedirle a una alumna que se levantara la falda delante de él. Incluso en caso de que la centinela fuera una profesora, cualquiera podría comprender que una niña se negara a acatar una orden semejante.
Además, en un muslo caben muchísimas más letras que en esas miserables tiritas de papel donde había que escribir con una letra tan pequeña que luego era imposible leerla durante el examen. Y eso cuando se conseguía sacarla del puño de la camisa sin levantar sospechas, que ya era difícil. Así pues, a mitad de curso, cambié radicalmente de indumentaria. Descarté los jeans y las camisas de manga larga para aficionarme de golpe, víctima de una pasión incomprensible para mi madre, a las faldas más bien cortas y con mucho vuelo.
El nuevo sistema resultó tan rentable que lo seguí utilizando en los trimestrales a pesar del empeoramiento de las condiciones en Bachillerato. Por un lado, mi grupo era más pequeño y tenía muchos compañeros nuevos, casi todos chicos, y por otro, los exámenes ya no se hacían en las aulas, sino en una sala mucho más grande, con bloques de asientos escalonados, separados por largos pasillos, que permitían al centinela de turno una visión perfecta desde la tarima. Aún así, nunca me descubrieron. Nunca, nadie llegó a sospechar siquiera de mí, hasta aquella mañana.
La Restauración Borbónica, ése era el tema, jamás podré olvidarlo. Y me lo sabía, eso era lo peor, que me lo sabía. La Historia siempre fue una de mis asignaturas favoritas, pero en el último momento, aquella misma mañana, sufrí un acceso de pánico por culpa de las dudas sobre los nombres propios, las fechas, las batallas, las leyes. De repente no estaba segura de nada, así que me metí en el baño, me senté encima de la tapa del retrete, abrí el libro y empecé a apuntar como si me fuera la vida en ello. Y en verdad la vida me fue en aquel gesto, aunque al principio todo marchó bien.
Encontré un sitio libre casi en el ángulo izquierdo de la sala, la primera silla de la penúltima fila, taponé con una montaña de libros y carpetas el pasillo que me separaba de la tranquilizadora protección de la pared. De modo que empecé a escribir con la falda recatadamente sobre las rodillas, procurando concentrarme completamente en el examen. La introducción me estaba saliendo muy bien y ni siquiera me di cuenta de que un profesor subía lentamente por el pasillo, hasta que llegó a mi altura y se inclinó para apartar mis pertenencias en silencio, como si no quisiera molestarme. Allí quieto, de pie.
Lo reconocí enseguida, Jeon Jungkook, Dibujo Artístico, mi profesor más joven, amor platónico de todas mis compañeras de clase y niño mimado del instituto en general. Aunque cuando sacó la plaza no era nadie, ahora se había convertido en una gran promesa. Nestlé, Tabacalera y Coca-Cola le compraban dibujos y había salido hasta en el telediario una vez, alardeando a lo Pablo Picasso rotulador en mano. Por lo demás, el profesor ideal, porque en clase estaba siempre distraído, como si le importara un pimiento que progresáramos o no. Además, Jungkook era muy simpático.
Nunca suspendía a nadie, y dibujaba tan bien que cuando corregía una lámina prácticamente la hacía nueva, mientras el alumno, encantado, con una mano encima de la otra, le escuchaba decir, esto es así, ésta viene por aquí, la oreja tiene esta forma, ¿lo ves? Cuando dibujaba él, todos lo veíamos. Al darme cuenta de que era él, se me pasó el miedo, y además se fue andando por el pasillo que discurría por detrás de la última fila. Después de un rato, me empezó a picar la pierna izquierda, y me levanté la falda mientras me rascaba. Reinado de Amadeo I. ¡Bien! Estaba justo donde lo esperaba, y seguí escribiendo.
Luego me picó la pierna derecha, y tuve que rascármela, claro. Pero no encontré la segunda fase de la tercera guerra carlista por ninguna parte, y eso que la había apuntado, estaba segura, porque me confundía siempre con la primera. Maldije al repulsivo de Carlos VII antes de volver a mirarme el muslo izquierdo, pero nada, no lo encontraba. Me estaba poniendo muy nerviosa y, al final, aunque sabía que era peligroso, me levanté la falda con las dos manos y agaché la cabeza como si necesitara pensar. Entonces lo vi todo, una inscripción diminuta -2F 3GC 1873-75- en la cara interior del muslo derecho y, un poco más allá, dos zapatos de ante castaño plantados en el escalón de al lado.
Me quedé sin aliento. No me atreví a levantar la cabeza, pero dirigí los ojos hacia arriba y descubrí unos jeans bastante gastados, blanquecinos de tan lavados, inconfundibles, ningún otro profesor vestía así. Era Jeon, y me había pillado. Durante aquel minuto estuve muda, quieta, las manos encima del pupitre, los muslos desnudos y la cabeza baja. Hasta que conseguí convencerme de que él también estaba mudo, quieto, y muy cerca. Tanto que no precisé de mucha imaginación para adivinar qué era lo que estaba formando aquella ondulación bajo el bolsillo izquierdo de sus jeans. Creciendo y creciendo, estirándose para hacer evidente su naturaleza. Un pedazo de polla que, de continuar con esa trayectoria, amenazaba con emerger de su bolsillo de un momento a otro.
Entonces me resigné y, poco a poco, fui levantando la vista. Para mi desconcierto, vi que él miraba mis muslos escritos con ojos ávidos y furiosos. Pero eso no me impresionó tanto como la pirueta de su boca, los dientes mordiendo su labio inferior doblado hacia adentro como si mis piernas le desafiaran, como si mis piernas pudieran herirle o volverle loco. Eso fue lo que pasó, me diría él después, muchas veces, que en ese momento se volvió loco. Sin embargo, yo nunca le conté lo que me había pasado a mí. Nunca me he atrevido a contárselo a nadie, y sin embargo lo percibí con una nitidez extraordinaria, como si una bombilla colosal se hubiera encendido de golpe dentro de mi cabeza para derramar océanos de luz en la oscuridad. Porque, en ese justo instante, descubrí que yo estaba buena, que había nacido así, igual que podría haber nacido pelirroja, o bajita, o con talento musical.
Muchos años después, la experiencia me enseñó a agradecerle al idioma español la expresa diferencia que establece entre el verbo ser y el verbo estar, porque desde luego no es lo mismo ser una tía buena, que ser una tía que está buena. Con todo, en aquel preciso instante la ventaja caía de mi lado, porque todas las adolescentes son guapas, y todas las chicas de dieciséis años dan el mismo miedo, pero yo estaba a mitad de un examen de Historia y no tenía tiempo para pensar.
Como si lo hubiera comprendido al mismo tiempo que yo, mi profesor alargó disimuladamente la mano izquierda hasta posarla en mi rodilla derecha. Luego fue ascendiendo muy despacio, rozando apenas con las yemas de los dedos, en dirección al borde plisado de mi falda. Se detuvo sobre el dobladillo un momento, para después estirarlo hacia abajo con una caricia idéntica a la anterior, devolviéndolo a su sitio, el correcto, el decente, el adecuado para una alumna de Bachillerato. Yo seguí todos sus movimientos con una mirada absorta, la piel erizada pese al calor de su contacto y, sólo cuando me di cuenta de que había empezado a bajar la escalera, levanté mis ojos hacia él. Y Jungkook, un par de peldaños más abajo, volvió la cabeza y sonrió.
Luego no pasó nada. No fue a hablar con la profesora de Historia, no volvió a pasear por mi pasillo, y ni me miró siquiera hasta que sonó el timbre. Sin embargo, mi corazón siguió latiendo aprisa hasta que me levanté, recogí mis cosas y bajé las escaleras con cierta dificultad, mis piernas súbitamente blandas, como de gelatina. Y entregué con dedos sudorosos mi examen de Historia, prueba de un delito para siempre impune. Entonces sí, en ese instante sentí mi sangre más caliente, mi piel más sensible, mis ojos ardiendo, quemando el aire, y una felicidad distinta a todas las conocidas.
El triunfo se desparramó dentro de mí, aturdiéndome hasta los huesos, y cuando me crucé con Jeon en la puerta no pude contener una risotada breve e intensa. La mía fue, no obstante, una muestra de satisfacción que se estrelló contra la mirada turbia, concentrada y casi sombría de mi profesor de Dibujo, una mueca lasciva que no sólo le convirtió a él en un hombre, sino que me hizo sentir mujer por primera vez. Al principio no tenía muy claro cómo emplear el fabuloso poder del que me sentía repentinamente consciente. Ni siquiera tenía muy claro si me convenía utilizarlo de algún modo, quizás porque no acababa de creérmelo. Era muy difícil aceptar que el mundo pudiera cambiar tan deprisa.
Hasta aquel día, nunca había ligado en el instituto, tal vez porque casi todos los alumnos varones de mi curso eran más bajos que yo, más escurridos y delicados, y preferían intentarlo con otro tipo de chicas, niñas bajitas, menudas, graciosas, o directamente guapas. Sin embargo, todas esas alumnas de belleza vulnerable y cándida que alumbraba sus caritas de ángeles, esas alumnas de cuerpos flexibles y todavía infantiles no caminaban como lo hacía yo, bien con los hombros hacia delante en un vano intento de disimular mi exuberante busto, bien ocultándolo tras una carpeta firmemente sujeta con ambos brazos.
Cuando salíamos juntas, los sábados por la tarde, parecía la madre de cualquiera de ellas. A menudo yo era la única de todo el grupo que lograba franquear las puertas de las discotecas, para salir inmediatamente después, tras comprobar que me había quedado sola. Creo que perdí la cabeza al ser consciente de mi precoz madurez. Por fin alguien le daba la razón a mi padre, a mi madre, a todos esos parientes que llevaban años declarándome hasta peligrosamente guapa sin que yo hubiera ligado todavía ni una sola vez. Detalle éste que añadía una nota insufrible a su machacona preocupación por mi virginidad. Pero también perdí la cabeza porque, además, Jungkook lo hizo todo muy bien. Impecablemente bien.
Cuando le vi entrar por la puerta como todos los miércoles a tercera hora, aún no sabía nada del examen de Historia, pero sí creía saber algo de él. Sin embargo, una hora después tuve que reconocer que no sabía nada de nada. Jeon, que me pareció de repente mucho más guapo, no se había puesto nervioso en ningún momento como yo había torpemente calculado. No se había sonrojado al acercarse a mí, sus manos no habían temblado, su voz no titubeó, sus ojos no me evitaron, más bien sucedió todo lo contrario.
Se tiró la clase entera mirándome y hasta me rozó un par de veces cuando pasó a mi lado. Parecía confiado y sonriente, contento y muy tranquilo mientras comprobaba que yo me estaba poniendo cada vez más nerviosa y progresivamente colorada. Hasta que empezaron a temblarme las manos, y mi voz se atascó dentro de mi boca, y mis ojos se negaron a buscar los suyos, y afortunadamente sonó el timbre. Al día siguiente me enteré de que había aprobado Historia con notable alto, y recobré de golpe la confianza en el poder de mis piernas. Entonces tuve una idea.
Estuve dándole vueltas todo el fin de semana, y concluí que era una locura, pero me apetecía tanto derrotarle, asombrarle una vez más, turbarle como el día del examen, que por fin me decidí a atacar. Eso sí, bien protegida en la mejor trinchera a mi alcance, el aula y mis demás compañeras. El miércoles siguiente, me levanté un poco antes de lo normal y escogí un rotulador grueso, de tinta azul, que funcionó tan bien en las cartulinas donde hice varias pruebas como sobre mi piel, en la que conseguí escribir al revés como si llevara haciéndolo toda la vida.
Me puse una falda tan corta que, cuando llegué a la puerta de clase, una amiga se me acercó corriendo para preguntarme, muy preocupada, si nos habían puesto un examen para esa mañana, porque ella no se había enterado. Después de tranquilizarla me senté en la primera fila, enfrente de la mesa del profesor, y me tragué dos horas -Lengua y Filosofía- en la más absoluta indiferencia, pendiente sólo del reloj, de esas estúpidas agujas que recorrían su esfera con una lentitud exasperante.
El inicio de la tercera hora compensó de sobra la crueldad de las dos anteriores. Jeon dio un respingo cuando me encontró tan cerca, pero se recompuso enseguida y saludó a la clase. En un par de minutos nos puso a todos a dibujar. «Hoy no daremos clase teórica», dijo cuando todas las cabezas, incluida la mía, estaban ya inclinadas sobre las mesas. Al rato, Jungkook se levantó despacio, rodeó su mesa, y se apoyó en el canto con fingida indiferencia, justo enfrente de mí.
Supe que me estaba mirando y le miré, vi que me sonreía y le sonreí. A mi izquierda, Kim Taehyung estaba vuelto casi de espaldas, buscando la luz de la ventana. A mi derecha, Park Jimin nos miraba con disimulo y curiosidad, como si se oliera algo. Cambié pues mi blog entre Jimin y yo, y mantuve unas hojas en vertical para distraerla, porque mi espectáculo ya contaba con un espectador, y era suficiente. Entonces, con un rápido golpe de riñón, me deslicé sobre el asiento hasta quedarme prácticamente en vilo, sacando las piernas por debajo del pupitre. Jeon parecía desconcertado, pero aún lo estuvo mucho más cuando, un instante después, me levanté la falda para entregarle el mensaje de mis muslos rotulados.
«¡Muchas», decía el izquierdo, «gracias!», completaba el derecho y, tras aquella audacia, no hubo nadie más exultante y viva que yo en el mundo entero.
-Ana... -dijo al terminar la clase en voz baja, con un acento enfermo de inquietud y disfrazado de normalidad- ¿podrías quedarte un momento? Quiero comentar contigo eso de fin de curso, ya sabes.
Si los demás no hubieran tenido tanta prisa por largarse al recreo, se habrían quedado extrañados al escuchar un pretexto tan idiota, porque yo no era la delegada de la clase, ni la subdelegada, ni nada. Además, Jungkook no había mencionado nada de un proyecto de fin de curso y, de hecho, en cuanto cerró la puerta y nos quedamos solos, volvió a ser el mismo profesor confiado de la semana anterior.
-Lo que haces conmigo no está nada bien. -dijo sin preámbulo alguno, pero acercándose a mí mucho más de lo imprescindible.
-Eso mismo me dice mi madre cada dos por tres. -contesté, risueña, mientras una sensación desconocida, una oleada de calor sofocante y frenético incendiaba ciertos tramos de mi piel.
-¿Necesita tu madre saber a qué estás jugando?
-No, mi madre ya sabe que soy mayor para jugar...
-¿Por qué dices eso? -protestó, y miró al suelo sólo por no admirar la soberbia de mi cara, aunque tuve margen de sobra para comprobar que se estaba poniendo colorado.
-¡Eh! -le llamé, poniéndome una mano sobre su pecho para reclamar su atención- Sé que esto es peligroso.
-No, Ana. Es suicida.
Los pezones me dolían, de eso me acuerdo bien. Mi pudor pesaba cada vez menos y mi sonrisa cada vez más. La barbilla, la nariz, mis ojos. Toda mi cara era pura emoción cuando él alargó la mano izquierda, y la detuvo en el aire, como si no supiera dónde posarla, como si le diera miedo seguir. Así que le tuve que animar.
-Puedes tocarme. -dije- No quemo.
Y la tentación debió de ser formidable, desde luego. Tan irresistible como para arriesgarse a perder su empleo. Su dedo índice se posó en mi frente y comenzó a subrayar las facciones de mi rostro. Mi nariz, mi pómulo, esa boca inmensa, para avanzar después un poco más, trazando una línea recta en mi garganta y desviándose sobre mi clavícula.
-Sí quemas. -me contestó, y la pasión de sus palabras me arrasó por dentro- Claro que quemas.
Le tembló la voz por primera vez desde que yo lo conocía, porque lo había leído en mi cara. Una imperceptible hinchazón en mis labios, la ávida tensión de mis facciones, ese líquido turbio que empañaba mis ojos. No había duda posible. Está cachonda, diagnosticó para sí mismo, cachonda perdida. Y no se equivocaba. Entre nosotros no había más que un delgado tabique de aire, denso e inútil, que no opuso resistencia alguna mientras inclinaba la cabeza para besarle. Jungkook tardó unos segundos en devolverme el beso, pero su mano, más despierta, apretó enseguida uno de mis pechos y lo amasó con incredulidad, reacio a creer que una de sus alumnas pudiera tener semejantes tetas.
Después sí me besó, y lo hizo mucho mejor que el único chico que lo había hecho hasta entonces. Con nervios, con prisa, con una pasión inmensa, su lengua buscando la mía como un náufrago desesperado. Todo mi cuerpo no era más que un asombrado espectador de su ímpetu, del afán con que Jungkook devoraba mi boca. Hasta que el sonido de unas voces divertidas, todavía lejanas, disolvió un hechizo trabajosamente fabricado.
-Vete de aquí. -me rogó, porque ya no podía ordenarme nada, y como no me moví, insistió de forma más cortés- Por favor, Ana...
Salí de clase convencida de que, a mis dieciséis años y medio, tenía el poder. Así de confiada e ingenua era, pues ésa no sería mi primera vez, sino mi primera vez con él. Mi única experiencia previa había consistido en un polvo improvisado de última hora con un amigo del novio de mi amiga Minsi, un chico bastante guapo y muy gracioso que apareció por sorpresa a las dos de la mañana en una fiesta de Nochevieja en la que hasta entonces, la verdad, me estaba aburriendo bastante. Aquello fue un error lamentable, y aunque como justificación no resulte demasiado inteligente, la verdad es que estaba hasta las narices de ser la única virgen que quedaba en mi pandilla, y en aquel momento ni siquiera me arrepentí.
Desde aquel encuentro clandestino en el aula, sólo me atreví a seguir a mi profesor desde la distancia. Averigüé su dirección; perseguí su número de teléfono; me enteré de cuántos hermanos tenía, de dónde estaba el estudio en el que pintaba por las tardes, de quiénes eran sus mejores amigos... Empecé a rondar alrededor de su departamento en el instituto, me aficioné a desayunar en la cafetería, y algunos días ni siquiera volvía a clase si él se quedaba allí. Malgasté horas enteras dando vueltas por el instituto, al acecho de cualquier indicio de su aparición, haciendo tiempo o deshaciéndolo sólo para verle un instante. Irónicamente, rogaba al cielo que no consintiera que mis ojos se encontraran con los de mi profesor, pues no quería que él supiese lo desesperada que estaba.
Una sola vez, Jeon me vio y sonrió cuando la avalancha de las dos en punto le empujaba a través de la puerta de salida. Si hubiera corrido, quizás habría podido encontrarlo fuera, pero me quedé dentro, absolutamente quieta, adherida al suelo como si alguien hubiera clavado allí mis pies. Una mañana, cuando me quedé sola en casa a las ocho y media, ni siquiera me concedo a mí misma un momento para recapacitar. Mientras me duchaba, me lavaba la cabeza y me vestía de domingo para ir a clase, apenas me daba cuenta de que Jungkook ocupaba ya hasta el menor resquicio de mi entendimiento, hasta la más leve fuerza de mi voluntad.
No dudé en tomar la dirección contraria a la que tomaba todos los días para ir al instituto. No dudé al embocar el callejón donde estaba su estudio de pintura. No me tembló la mano al llamar al timbre, ni la voz para llamarle. Ni siquiera me detuve a decidir si lo que estaba a punto de hacer era bueno o malo, inteligente o estúpido, rentable o un error que lamentaría el resto de mi vida, y no lo hice porque no podía pensar ni hacer ninguna otra cosa que no fuera precisamente lo que estaba haciendo, caminar hacia él como un manso corderito.
Y sin embargo, cuando ya era evidente que Jungkook no estaba allí, una especie de asombro muy raro desarmó mi aplomo como de un vestido que siempre me hubiera quedado demasiado grande, y en la frontera de aquella enorme puerta cerrada, la enajenación me pasó factura. A la luz de un repentino soplo de consciencia, me pregunté cómo, por qué camino habría llegado yo hasta allí, y no supe muy bien qué contestarme. Tres meses después, último viernes de marzo, estrenábamos las vacaciones de Semana Santa. Cuando salí a la calle después de clase, mi profesor favorito discutía ya con mis compañeros a qué bar podríamos ir a celebrarlo.
No era el único profesor del grupo, allí estaban también la de Gimnasia, una lesbiana joven y muy enrollada, y el de Filosofía, un solterón de unos cincuenta años que para mi gusto se pasaba de chistoso, aunque los demás le encontraban irresistiblemente simpático. Todo fue tan natural e improvisado que hasta me cabreé un poco al principio, porque Jungkook, atrapado en un implacable corro de admiradoras que él no parecía interesado en disolver, no me hacía ni caso.
Mientras cruzábamos la Plaza Mayor, infestada de grupos de salvajes similares al nuestro, me entraron unas ganas horribles de marcharme a casa, pero al final decidí ser generosa y conceder a mi desganado profesor de dibujo la prórroga del último mesón. Víctima grave de una enfermedad cuyos infectados jamás aciertan a definir, necesitaba desesperadamente que Jungkook se rindiera a ese deseo que había brotado al margen de mi voluntad, durante un ya lejano examen de Historia. Un deseo que yo misma había hecho crecer con un juego menos inocente de lo que estaba dispuesta a admitir. Un simple agradecimiento escrito en mis muslos.
Afortunadamente, acabé por averiguar que el deseo de mi profesor no era fruto de mi imaginación, pero eso no le devolvió la saliva a mi boca, ni la serenidad a mi espíritu cuando los dedos de Jungkook treparon bajo mi falda, demostrando así que no se había sentado a mi lado por casualidad, y dando la razón a mi locura de los últimos meses. Pedimos Bibimbap, Galbitang, Barbacoa coreana, Haemulpajeon y Tteokbokki. Una cursilada de Park Sieun, la más veterana, tierna y lánguida de las enamoradas de mi profesor. Una profesora de Química que se obstinaba en confundir el ayuno con la espiritualidad y que jamás desperdiciaba la ocasión de demostrarlo.
Aparte de que las tetas se le iban a salir por el escote en cuanto la diera un codazo, Sieun alardeaba de una sofisticación que habría requerido un cuerpo mucho mejor que el suyo para no resultar bochornosa. Ni alta ni baja, delgada en general, pero con más tripa de la que había previsto quien diseñó el vestido que llevaba puesto. Me atreví a suponer que había sido una niña de anuncio, una adolescente monísima, una universitaria muy mona, una madre bastante mona y, finalmente, una mujer de cuarenta y muchos que, en lugar de resignarse a que su belleza no hubiera crecido con ella, decidió afrontar una transformación radical de Lolita en vampiresa.
Si bien yo pasaba por una de las fases menos espirituales de mi vida, apenas probé un bocado. A cambio, bebí bastante, saltando de la cerveza al vino para rematar con un gin-tónic después del café. No obstante, todo ese alcohol que recorría en vano mi aparato digestivo se fue acumulando en mi cerebro y mi coño de forma eficacísima. Jungkook estaba bebiendo tanto como yo, pero nadie se habría atrevido a deducirlo con el acento con el que hilvanaba toda una conferencia destinada, no tanto a apabullar a la siempre espiritualísima Park Sieun, como a concentrar precisamente en ella la atención de todos los demás mientras, su mano izquierda, libre de vértigo, hacía insólitos progresos debajo de la mesa.
-Jinah adoptó el apellido Jang cuando se casó con DongYoon. -decía mi admirado profesor- Antes de venir a Seúl.
Absorta en la tarea de descifrar su mensaje subterráneo, yo le escuchaba sin interés alguno.
-Aquí tuvieron bastante influencia, porque contactaron enseguida con algunas revistas de vanguardia...
Sus dedos, que hasta entonces se habían limitado a esbozar una caricia muy leve, vagando apenas más allá de mi rodilla, ganaron de golpe un trecho definitivo para instalarse en el escenario que había cobijado unas semanas antes la segunda fase de la tercera guerra carlista.
-Colaboraron sobre todo con la revista cultural Ultra. Kwon AhReum, que los conoció bien, habló de ellos...
Su mano entera describía ya un círculo tras otro sobre la cara interior de mi muslo derecho, convocando un tumulto instantáneo, un torrente de sangre enardecida, una forma de calor desconocida que me hizo dudar de lo qué estaba ocurriendo.
-¿Qué?
Yo fui la primera sorprendida por aquella pregunta que había brotado de mi boca sin pedir permiso. Había sido formulada por mi cuerpo, próximo a su límite de saturación, incapaz de encontrar otra válvula por donde rebajar la presión. Pero mi cuerpo y yo nos equivocamos de pleno, porque Jungkook, a medio camino entre la sana alegría y la más insana, cambió radicalmente el propósito de su mano, adentrándose con osadía entre mis muslos.
-Habla de los Jang. -condescendió a explicarme Sieun con una mueca de infinito fastidio- La pareja de pintores de los años treinta.
-Ah, vale. -fue lo máximo que pude admitir sin traicionar a esa mano que husmeaba en la condensación de mi braguita.
-¿Qué estabas diciendo, Jungkook? -le instó Sieun con vocecita de corderita deseosa de ser sacrificada- Es muy interesante...
-Nada, que Kwon AhReum... -prosiguió Jungkook- les dedicó unos artículos donde, si no recuerdo mal, define su estilo como simultaneísmo, por la avidez de capturar un instante, pintar las cosas en el mismo segundo en que suceden, acciones que aparentemente carecen de relación entre sí, pero que están sucediendo a la vez... Es un concepto bonito, ¿verdad, Ana?
Aquella maliciosa pregunta vinculaba la flagrante humedad de mi sexo con las palabras que fluían de sus labios.
-Sí, claro, muy bonito. A mí me gusta mucho...
Mi profesor me sonrió con complicidad y, a partir de ese momento, su charla fue perdiendo poco a poco la intensidad que se concentró, en cambio, en el breve espacio que mediaba entre mis muslos. Un escape dispuesto a arder a la mínima ocasión. Con todo, aquel peligro nunca se consumó porque yo me limité a estar muy quieta, muy recta y callada, mientras Jungkook sucumbía al vértigo. Sus dedos incontrolados, enloquecidos, contagiados de pasión me hicieron sentir por fin su huella contra mi propia carne, su dedo corazón hundiéndose por completo dentro de mí, sin resistencia alguna.
Podría haberle recordado al oído que entre nosotros existía un pacto tácito que su fervor acababa de transgredir. Podría haberle advertido que si su ataque prosperaba sólo un centímetro más, me levantaría de golpe y me largaría sin dar explicaciones. Y por supuesto, podría haber atajado el viaje de su mano aferrando su brazo y tirando de él. Todo eso podría haber hecho, pero ni siquiera fui capaz de no hacer nada porque, cuando se encendieron todas las alarmas, una espléndida sensación de bienestar llenó súbitamente mi oquedad más íntima. Un pozo. Un túnel largo y estrecho en el centro de mi cuerpo.
Luego de aquel placer subversivo, regresó la paz, mucho más dulce, desarmada ya, como un pequeño secreto. Había gozado delante de todos, y me encontraba bien. No estaba borracha, no me había vuelto loca ni había sufrido una alucinación. Yo había sido la única víctima y nadie se había percatado, lo cual me infundió valor para atacar. Escondí el brazo derecho debajo de la mesa, exploré con los dedos la situación exacta de los jeans de Jungkook. Miraba a ninguna parte mientras mis labios sonreían solos de tan traviesa como me sentía. Posé la palma de la mano sobre su sexo para rodear con los dedos un cilindro de tensión absoluta, un instrumento capaz de alimentarse a sí mismo, o un pedazo de polla, que fue lo que me repetí a mí misma entonces, apenas empezando a aprender sobre las cosas de la vida. Quizás por eso fue tan fácil.
El dedo de Jeon me abandonó bruscamente, y éste anunció en voz alta que se nos había hecho muy tarde y deberíamos marcharnos ya. Mientras los primeros de la clase dividían la cuenta mentalmente, yo hurgué en el bolso en busca del monedero. En ese instante no tenía ni idea de lo que iba a suceder, pero tampoco me importaba demasiado. Ni siquiera me había parado a pensar cuando un taxi se detuvo junto a nosotros y mi profesor de dibujo, que se despedía entre sonrisas, se ofreció a llevarme como de pasada, en un tono desinteresado, cortés.
-Si quieres, te dejo en casa. Me queda de camino...
En cuanto el taxi se alejó unos metros, Jungkook se revolvió en el asiento trasero como una fiera enjaulada y se abalanzó sobre mí. Presa de una especie de ambición ilimitada, se propuso explorar a la vez, con una sola boca y dos simples manos, el mayor número posible de parajes de mi cuerpo. Supongo que debimos de pasar por mi calle, tal vez incluso por delante de mi casa. Sin embargo, estaba tan excitada que no me enteré. Apenas alcanzaba a respirar. Cuando la taxista detuvo el vehículo en la puerta de su casa no supe muy bien qué hacer, pero él no se apartó y me besó en los labios con mucha naturalidad, ejecutando magistralmente la primera escena de un guión bien aprendido.
Tenía dieciséis años y el cristal del taxi me devolvía la imagen de mi cara mientras me besaba con mi profesor, y mi reflejo me gustó tanto que sonreí de felicidad. Fue tan fascinante aquella sonrisa, tan grande, que no logré apartar la mirada de mis propios ojos, que parecían los de cualquier otra muchacha con más suerte que yo. Mi borrachera iba cambiando lentamente de naturaleza, se alejaba del mareo para mecerme en una convalecencia deliciosa. Las farolas relumbraban a través de la ventanilla, y yo me reía por dentro contemplándome por fuera, hasta que la taxista, una mujer guapa, pero con una especie de belleza trágica, nos animó a continuar.
-Por mí no hace falta que lo cortes. -dijo exactamente- Sólo que no te olvides de pagar la carrera al terminar.
Sin dejar de explorar mi cintura y mis pechos, la boca de Jungkook halló refugio en la curva de mi cuello. Desde allí emitió un solo sonido, ni siquiera una palabra, apenas un murmullo y sin embargo infinitamente significativo.
-¡Ogh!
Dijo eso, nada más, pero el eco de su voz resonó en un rincón de mi joven conciencia para obligarme a seguir adelante. En ese instante, noté su sexo contra mi vientre, y mis labios sonrieron solos, y afronté el terrorífico escalofrío de aquel descubrimiento mientras sus labios repetían en mi oído aquella misteriosa contraseña.
-¡Ogh! -gimió otra vez.
Y su aliento ardía, y ardió mi cuerpo cuando lo cubrió de besos. Víctima de su prisa y de su codicia, yo también le busqué con las caderas y atenacé su cintura con garfios desesperados. Mis piernas firmes y rapaces como garras ardieron con él, y sucumbí con furor al destino que me arrasaba por dentro. La dureza de su miembro marcaba la palma de mi mano izquierda, y de inmediato le solté el cinturón. Paralelamente, sus manos treparon unos centímetros por mi espalda y liberaron hábilmente el cierre de mi sujetador. Sus dedos se cerraron sobre mis pechos en el preciso instante en que logré extraer su virilidad.
-¡Santo Cielo! -clamó la taxista, conmocionada- ¡Te vas a hartar, chiquilla!
Los dientes de Jungkook atacaron el perfil de mi cuello, mientras yo acusaba la tensión de mis pezones al ser pellizcados entre sus dedos. Pensé que todo iba a ocurrir muy rápido, pero sus labios rozaron mi oreja otra vez.
-No has cenado casi nada. Tendrás hambre.
Miré su polla con detenimiento, absorta por cuánto me gustaba y las ganas de hacer eso que tanto asco me había producido al verlo en Internet. Sin duda también la taxista sintió apetito, pues se acariciaba los senos sin dejar de acechar con avidez aquel monumento a la hombría. La de Jungkook era, no en vano, una erección ejemplar. Enorme y duro, se curvaba hacia arriba con poderío, como el mascarón de proa de un galeón. Un glande púrpura de tan henchido remataba su espléndido tronco grueso y surcado de venas. Desde luego ese armatoste no era un instrumento de precisión, sino una herramienta cuya sola visión evocaba la contundencia con que debía ser capaz de cumplir con su cometido. Mereció la pena esperar solamente para escuchar aquella pregunta que atentó contra la débil iluminación de las farolas y alcanzó mis oídos con la promesa de un final jubiloso e inminente.
-¿Te gustan las pollas? -preguntó primero.
-Sí, mucho. -contesté, presintiendo la pregunta sucesiva.
-¿Todas las pollas? -corroboró él mi intuición, y yo me eché a reír cómo se ríen las niñas pequeñas, mi cuerpo entero sucumbiendo al peso de mi risa.
-Sobre todo la tuya. -admití.
Su mirada maliciosa dio por válida mi respuesta.
-Cuánto me alegro... -añadió antes de colocar su mano en mi nuca y guiar mi afán de devorarle.
Después no oí nada, no vi nada, no supe nada. Sus manos desmenuzaron mi razón, sus labios jadearon mi destreza y sus dedos arrasaron mi entrepierna. Mientras mi voracidad me desconcertaba, sus caricias y tiento absorbieron mis sentidos hasta que no quedó nada en mí que fuera yo, excepto el instinto que condicionaba la conducta de mi boca. Hasta que de repente la fuerza de su mano me impuso una atragantada inmovilidad que apenas sí soportaba.
-Me estaba ahogando. -confesé unos segundos después, entre toses y resuellos.
Un denso filamento de baba unía mis labios a su cruel miembro viril, tan firme e inmutable como si estuviera esculpido en mármol. Súbitamente consciente de mi falta de pericia y de la dificultad de la tarea, Jungkook me aleccionó sobre cómo hacerlo. Siempre de abajo hacia arriba, utilizando toda la superficie de mi lengua para abarcar su columna. También nuestra madura espectadora tuvo a bien transmitirme sus conocimientos sobre el antiguo arte de la felación. Con aire nostálgico aseguró que, de las tres formas autorizadas para satisfacer a su novio antes de casarse -con la mano, la boca o el culo-, ésa había sido su predilecta.
Así, después proporcionarme consejo sobre cómo evitar rozar el glande con el filo de los dientes; la forma de envolver una polla empleando el paladar, lengua y mejillas; y el truco de alternar unas acciones con otras para respirar entre medias, la veterana taxista dejó meridianamente claro que, bajo ningún concepto, debía manchar la tapicería del coche. La suma del vaivén de mi cabeza, con el suculento sabor de su miembro y mi exagerada destilación de saliva, me hizo sentir ebria de frenesí. Además, mi profesor de dibujo no malgastó la oportunidad de disfrutar a sus anchas de mi cuerpo.
Jungkook amasó con mimo mis pechos, ruborizó mis pezones y atizó el fuego que emanaba a través de todos los poros y orificios de mi piel. Estuvo enredando con mi sexo, atendió a mi exigente clítoris y, para mi estupor, se atrevió incluso a soliviantar la rendija de mis nalgas. En cuanto la taxista concluyó su provechosa lección para darse placer a sí misma, Jungkook perforó mi trasero con un dedo demasiado ancho para no ser su pulgar. Gruñí y di un respingo, pero entonces el resto de sus dedos comenzaron a dar refriegas a mi clítoris y olvidé protestar. Además, en ese momento mi boca estaba demasiado ocupada.
Sentía los pequeños bultos de sus venas, los imperceptibles accidentes de su piel, que subía y bajaba al dictado de mis labios. Su miembro sabía dulce y también salado. Su glande me golpeaba en el paladar, y aún así intenté tragármela entera, metérmela toda en la boca, hasta que hubo de contener una arcada. Entonces Jungkook me quitó la goma del pelo, deslizó los dedos entre mis cabellos y los cerró un poco más arriba de la nuca, atrapando un puñado muy cerca de las raíces. Sus nudillos se me clavaban en la cabeza. Dolía un poco, pero no me quejé. Él dominaba la situación y eso me parecía bien. En ese instante empezó a moverse, entrando y saliendo de mi boca, comprometiendo el bienestar de mis amígdalas.
-Eres muy golfa, Ana. -hablaba despacio, masticando las palabras, como si estuviera borracho- He pensado mucho en ti últimamente, pero nunca creí que fueras tan valiente.
Mi clítoris acusó el golpe, y acabaría estallando en pedazos si mi profesor seguía tratándome así. Mantuve los ojos cerrados, completamente concentrada en disfrutar de todo lo que me hacía. Me había doblado tanto hacia adelante que estaba prácticamente a cuatro patas encima del asiento, con las piernas encogidas y los pies apoyados contra la puerta trasera. En un desliz pensé que mi madre, en casa, debía estar preocupada pensando que su hija estaría por ahí haciendo el idiota y cogiendo frío. Pero yo estaba dentro de un coche, acompañada por el profesor cuya polla estaba chupando, y tenía calor, amén de un bienestar generalizado en todos los orificios de mi cuerpo.
Intenté que mi boca siguiera el compás de sus caderas, un desafío tan intenso para mi torpeza, que tardé algún tiempo en advertir el profundo cambio que se había producido en mí. Me sentí lejos de él, lejos de todo, completamente ida, a punto de correrme. Sus dedos habían sido mucho más eficaces de lo esperado. Su pulgar mantenía mi ano tan repleto como lo estaba mi boca, pero era mi clítoris el que parecía apunto de gritar pidiendo auxilio. En cambio yo, agobiada por las gozosas embestidas de la polla de Jungkook, bastante tenía con respirar. Hasta que mi sexo comenzó súbitamente a palpitar, a agitarse por sí solo, ajeno a mi voluntad, y no alcancé a entender aquella frase.
Apenas tuve que aguantar cinco o seis empellones más antes de empezar a comprender. Percibíel sabor un instante antes de que una sacudida de su miembro me inundase la boca. Y me lo tragué, claro, pues eso era lo que mi profesor había dicho: Trágatelo todo. Desprevenida, probé por primera vez ese líquido viscoso y caliente de los hombres. Dulce y amargo a la vez, poseía cierto regusto a esos jarabes que amargan la niñez, e igual de asqueada que entonces lo tomé. Sin embargo, el condenado líquido era tan espeso que se quedó adherido a mi garganta, y claro, hube de aguantarme las ganas de toser porque tenía la boca atestada de polla.
-Eso es. Muy bien... -oí que me felicitaba.
Acompañé sus últimas descargas con unos murmullos de angustia, mis papilas gustativas achicharradas por aquel sabor tan fuerte. Él estaba contento, sonreía con admiración. Parecía tan conmocionado que me felicité a mí misma: «Bravo, Ana, has triunfado». Jungkook abonó el dinero del taxi, junto a una generosa propina. A cambio, obtuvo el beneficio de mi ingenuidad, y de que le detallara la torpeza de mi primer y único amante conforme subíamos a su casa. Me sentía tan contenta de como estaban yendo las cosas que tuve ganas de contárselo a mis amigas, pero cuando vi la cama de Jungkook, me quedé sin respiración.
Después de confesar, como si no hubiese sido culpa mía, que había dejado de ser virgen tres meses antes. Capté su decepción y reaccioné abalanzándome sobre él. Mi movimiento le desconcertó, tampoco lo esperaba, y empecé a manipular su pantalón para demostrarle que, a pesar de no ser virgen, tenía mucho y bueno que ofrecer. Por desgracia, estaba nerviosa. Mis manos se estorbaban entre sí, como si no jugaran en el mismo equipo. Conseguí soltarle el cinturón, y yo misma me golpeé en la mejilla cuando se me escapó uno de los extremos. Tenía ganas de llorar de rabia, no conseguía hacer las cosas bien.
Intentando serenarme, le desabroché el botón, le bajé la cremallera y se la saqué una vez más. Ahora estaba pequeña, nada que ver con el esplendor de hace tan solo unos instantes. Me la metí en la boca y me chupo entera. Comencé a hacer todo lo que se me ocurría, quería aliarme con ella a toda costa, colaborar en pos de un bien común. Pero la maldita no crecía, y así era muy difícil. Entonces, como si hubiera intuido mi frustración, Jungkook me dio la vuelta y se pegó a mí por detrás. Me rodeó con ambos brazos y no hizo nada más, sólo abrazarme, respirar al borde de mi oreja, acoplar a mi relieve el relieve de su cuerpo, y esperar que me tranquilizara.
En aquel abrazo estaba escrita mi suerte, la calma y la seguridad que necesitaba, y él lo sabía. Lo supo siempre, desde el principio. La experiencia fue su principal ventaja sobre mí, tal vez la única. Él sabía cómo desatar el nudo de mi estómago y lo hizo sin que yo me diese cuenta de nada. Mi profesor, tranquilo como una fiera confiada ante la debilidad de su presa, una joven con los sentidos embotados desde aquel primer tanteo después de clase. Nunca sabré cómo lo hizo, pero acertó de lleno en el centro exacto de lo que yo era, una joven náufraga necesitada de un salvavidas. Y lo peor, su exasperante parsimonia al acudir en mi rescate, sin prisa por desnudarme.
-¡Mira que estás ansiosa! -fingió asombrarse, mucho antes de rodar conmigo sobre en su cama.
-No seas tan ansiosa, en serio. Acabará sentándote mal... -reía- Quieres que te folle, ¿no?
-Sí.
-Pues pídemelo.
-Fóllame.
-No, así no. Pídelo por favor.
-Por favor, Jungkook, fóllame. -supliqué a punto de deshacerme de angustia.
Luego me desnudó prenda a prenda, despacio. Desabotonó mi blusa y reveló el sencillo sujetador negro que llevaba debajo mientras me decía lo linda que era, lo hermosos que le parecían mis ojos. Yo misma me desabroché el sujetador intentando terminar cuanto antes.
-Vaya tetas tienes... -dijo con los ojos muy abiertos, acunando mis senos en las palmas de sus manos.
-¿Te gustan?
-Me encantan. -afirmó sin dejar de amasarlas delicadamente- Son muy firmes. Eres muy atractiva.
Le dí las gracias por sus adorables palabras, besando sus labios una y otra vez.
-¿Vas a chupármela?
-Sí. -admití con pudor, la hebilla de su cinturón ya en mis manos- ¿Quieres?
-Me encantaría.
Volvía a tenerla en la boca, y de repente pensé que me gustaba chupársela, pero no era eso, en realidad sólo quería que creciera. Ahora estaba blanda y pequeña, y tenía que hacerla crecer como fuera. Por eso me la sacaba y la lamía como había hecho en el taxi, la recorría entera con mi lengua, la rebozaba de saliva. Siempre de abajo a arriba como él me había indicado, de la base a la punta. Y después de repasarla tres o cuatro veces, me la volvía a meter en la boca y movía la lengua, chupándola igual que un caramelo.
-¡Ummm! ¡Me encanta como huele! -afirmé al detectar un aroma sutil, indudablemente masculino.
-Me he puesto unas gotas de colonia para ti.
-¿Ah, sí? -inquirí desconcertada- ¿Sabías que te la iba a chupar?
-Claro que sí. Una vez, en la cafetería, vi la cara de gusto que ponías al almorzar churros, y esto es lo mismo.
Estaba hambrienta, y caliente, y los churros son uno de mis alimentos favoritos, de manera que no despegué los labios de su miembro hasta que lo hube engullido siete u ocho veces más.
-Sabes. -comenté- A mi madre le revienta que me gusten más los churros que las tostadas. Dice que son más bastos. ¿Comprendes? -me reía yo sola, al acordarme- Dice que los churros se deben comer con dos deditos para que resulte elegante y fino. Así... -ejemplifiqué tomando su miembro únicamente con dos dedos, índice y pulgar- Siempre lo dice en diminutivo, deditos... -no pude seguir comiéndole la polla de forma elegante y fina, me atragantaba, se me saltaban las lágrimas de la risa, y él reía conmigo.
-Eres muy graciosa, Ana...
-Muchas gracias. -pero mientras me secaba las lágrimas, recordé.
-¿Qué colonia has usado?
-Boss Bottled.
-Me encanta, huele muy bien. -y no exageraba, aquella fragancia a hombre le iba a su polla tan bien como mi saliva, no en vano se trataba de un objeto creado expresamente para la penetración.
Luego Jungkook me instó a sacarle fuera los huevos, accesorio imprescindible de su hombría. Y mientras con una mano sostenía su verga, con la otra buceé por el exiguo espacio que mediaba entre la tela y su carne. De allí extraje un saquito con dos bolas que también besé y chupé. Lo primero que noté fue que Jungkook ya no tenía tanta prisa como yo, y que ahora gozaba sólo con verme, sin mover las caderas. Pero luego sentí su mano encima de mi cabeza y su polla volvió a atravesarme la garganta. Me sentí feliz, satisfecha como mujer. Había logrado que se le pusiera dura por segunda vez.
-¡Para! -ordenó de pronto, como si mis labios le quemaran- Túmbate.
Pensé que me iba a follar de inmediato, pero no fue así. Aunque yo tenía unas ganas enormes, después de descalzarme y quitarme la poca ropa que me quedaba encima, Jungkook se acuclilló a los pies de la cama, con el rostro a la altura de mi sexo.
-Estás muy mojada. -declaró.
-Estaré ovulando.
A él le hizo gracia mi naturalidad y rió de buena gana. Acto seguido, Jungkook comenzó a pasar la yema del pulgar arriba y abajo a lo largo de mi sexo, extendiendo mi fluidez y produciéndome un placer increíble. El roce de su dedo me puso aún más cachonda, de manera que mi humedad no hizo sino que aumentar. Menos mal que mi profesor se inclinó hacia delante y empezó a beber de mí. Era la primera vez que me lo comían. Su hábil lengua removió con desparpajo esos otros labios, igual que si acabara de aliñar una ensalada. Mi inexperiencia hizo que me tensara, que alucinase, que no lograse estarme quieta de tanto gusto como aquello me daba.
Nunca había imaginado nada semejante, ignoraba que pudiera existir un placer tan inmenso que fuera prácticamente insoportable. Sería incapaz de describir con palabras el delirio con que aquellos lametones íntimos hicieron estremecerse mi alma, o qué altura alcancé antes de precipitarme en el vertiginoso orgasmo que me hizo salpicar su rostro en un descuido. Me había licuado, algo que para mí era bastante habitual. Solía ocurrirme cuando, por alguna misteriosa razón, tenía un orgasmo más intenso de lo normal. Sin embargo, él me observó con perplejidad, francamente desconcertado ante tanta lubricidad.
Sin dejar de mirarme a los ojos, me acarició con un mimo exquisito, besando el interior de mis rodillas con candidez para que no me preocupase. Luego, cuando se tendió sobre mí y me dijo hasta qué punto eran malas sus intenciones, la verdad es que no me asusté. No era más que su versión de mis propios deseos. Con todo, un jadeo nada elegante escapó de mis labios cuando Jungkook me penetró, quebrantando mi cuerpo. Enseguida empezó a ir y venir dentro de mí, haciéndome sentir cada centímetro de su ansia, arruinando mi sexo. Entonces me colocó las piernas sobre sus hombros y, sin dejar de mirarme a los ojos, me penetró a fondo.
-Así, Ana, así.
Lo dijo como si lo desease infinitamente, y sus ardientes palabras achicharraron las pocas neuronas que me restaban. Sus anhelantes besos en mi barbilla y en mi cuello acabaron por fundirme los plomos. «¡Oh, sí, cómo me gusta!», me dije bajo su peso, enloquecida por el vigor de su miembro dentro de mí. Jadeé cada vez que me ensartó.
-¿Te gusta así?
Asentí. Pero él paró y exigió que respondiese.
-Sí, así.
-¿Quieres que continúe?
Deseosa de más, estiré mis manos, agarré su culo y lo atraje hacia mí. Sus ojos brillaban, lo vi sonreír y me arqueé de placer. Jungkook era enérgico y posesivo. Su mirada, sus músculos y su virilidad podían conmigo. Y eso fue mucho antes de que me transportase en cuerpo y alma a otra dimensión, pero entonces yo ya alucinaba.
-Has sido tú quien me la puesto así. -se defendió ante mi mirada de desolación al mojarle la cama.
Jungkook volvió a ser un buen profesor, el mejor. Logró que su alumna aventajada aprendiera a mantenerse relajada, abierta para él. Logró incluso que le pidiera más, que sollozara ante la inusitada amplitud de su vaivén. Yo le cedí mi cuerpo y él me entregó mucho más. Un orgasmo después, era yo la que cabalgaba salvajemente sobre él, sacudiendo las caderas como una fiera y clavándole las uñas. Había perdido el juicio e iba a matarme de gusto. Pero no, en cuanto volví a chorrear, Jungkook me colocó en cuatro y me montó como a una yegua. La contundencia de sus arreones contra mi grupa hacía que mis pechos se zarandeasen en todas direcciones, pero Jungkook los sujetó de los pezones hasta que salpiqué su colchón por tercera o cuarta vez. Éramos como animales, brutales y sinceros, violentos y esclavos de una piel ansiosa y hambrienta, caprichosos como niños pequeños incapaces de aguantarse las ganas de nada.
Yo me deshacía de placer sobre el hombre al que deseaba, uno que casi me doblaba la edad, pero que estaba dispuesto a cuidar de mí, a correr el riesgo de perder su empleo para darme lo que deseaba. En el 69 final, yo pagaba y cobraba por igual. Pero cuando llegó la conmoción definitiva, era él quien me devoraba con canibalismo. Y empecé yo, claro. Mis muslos de alumna de Bachillerato temblaban junto a sus orejas, contraídos de gusto por la succión. Su polla de profesor dibujaba su propio relieve en mi garganta. No podía más, me abandoné al clímax, y sus gemidos se unieron no más a los míos en un brindis compartido de flujos y semen. Mi admirado profesor permaneció inmóvil sobre mí. El peso de su cuerpo, la seguridad y la aceptación, se sumaron al éxtasis, de modo que acabé confesando lo que él quería oír.
-Gracias. Gracias. Gracias...
Nunca sabré dónde, en qué pliegue de mi cuerpo, en qué esquina de mis ojos, en qué chaflán de mi boca aprendió él tantas cosas de mí. Nunca sabré cómo atinó a presentir con tal clarividencia y precisión mi auténtica naturaleza, más allá de la timidez que cualquiera podía presentir. Luego besé su cara, sus hombros, sus manos durante mucho tiempo, mientras el placer, ese traidor, me abandonaba despacio, como si le diera pena devolverme la lucidez después de un trance tan brusco, fluido y fácil.
-¿Qué somos ahora? -le pregunté al final, cuando ya debería haber empezado a vestirme para no llegar tardísimo a casa- Yo ya no podré verte como a los demás profesores. No sabré disimular...
-Claro que sabrás. -se giró hacia mí y me besó levemente en los labios- Porque no pienso hacerte ni un puto caso...
Me eché a reír y él rió conmigo, pero no fue bastante.
-¿Qué somos, Jungkook? -repetí.
Sonrió, y me miró de una manera especial, con dulzura, pero también con cierta astucia.
-Somos amantes... -contestó por fin, y yo sucumbí al oscuro hechizo de esas dos palabras que hicieron de mí alguien importante, y di gracias al destino.
Con todo, al despertar en casa a la mañana siguiente me resentí de la pasión derrochada y, frente al espejo, me dije de todo a mí misma.
«Buscona»
«Calientapollas»
«Te lo tienes bien merecido»
Y después, al sentarme. ¡Uf! Me reprendí por todo lo que me había dejado hacer, pero luego me eché para atrás en la silla y me regodeé con lascivia. El primer día de vacaciones fue espantoso, y la Semana Santa un calvario. Nunca había tenido tantas ganas de volver a clase.
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