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<<𝐖𝐇𝐀𝐓 𝐓𝐇𝐄 𝐇𝐄𝐋𝐋?>>
[NUEVE AÑOS ATRÁS]
Hospital General San Agustín, Bradersfille (IL).
Diciembre 24, 2015
10:25 AM
Colin Bramwell tatareaba una vieja pero popular canción navideña mientras se arreglaba el cuello de la camisa y terminaba de anudarse la corbata negra. Tenía que estar presentable para la ocasión. Llevaba tres meses y medio trabajando como reportero para la CNN, y durante ese corto período laboral jamás se había topado con algo tan grande, impactante y horrendo como la noticia bomba que le cayó en las manos. A decir verdad, a él ni siquiera tendría que haberle correspondido cubrir dicho acontecimiento, puesto que su única función consistía, únicamente, en pronosticar el clima sobre un fondo verde. Pero el reportero de campo había pescado un resfriado, y ningún otro reportero estaba disponible. El director llamó a Colin, el más nuevo, de veintidós años, el inexperimentado, el del último escalafón, y le encomendó la misión. La más importante de todas, le aclaró. Y añadió, también, que todo debía salir excelente, que debía traerle un trabajo de alta calidad.
—Ningún mísero error, ¿de acuerdo? —dijo el director de la CNN.
—De acuerdo —dijo Colin, mostrando en todo momento una expresión serena y profesional, pero bailando y cantando en su mente. <<¡Mi golpe de suerte!>>, gritó para sí. Y, en efecto, eso era: su golpe de suerte. Aquello le haría destacar; su voto de salida de la sección del clima. Se preguntó a qué sección podría migrar. ¿Deportes? ¿Entretenimiento? ¿Política?
La fuerte sirena atrajo su atención. Volvió la cabeza hacia la derecha y, por delante de una patrulla, vio a un detective canoso y fornido y a un hombre cuarentón con traje Armani, que identificó como el director Andrews, manteniendo conversación. El director del hospital general San Agustín parecía estar en completo estupor, y su voz grave parecía adquirir mayor consternación por cada palabra que pronunciaba. ¿Y cómo no estarlo?, se dijo Colin. Después de todo, en aquel hospital de prestigio, cuya lema es <<AQUÍ TE DAMOS LA ATENCIÓN QUE MERECES, PORQUE TU SALUD NOS IMPORTA>>, en el área de emergencias, en las habitaciones de observación, había operado una asesina. Un homicida de rostro y pelaje blanco. Una fémina de dos caras que había utilizado la bata blanca como disfraz y que, y hasta donde se había enterado por parte del director de la CNN (quien, a su vez, fue notificado por una fuente anónima. Tal vez alguien joven), había cegado un total de veintisiete vidas, sin que nadie se hubiese dado cuenta. Había oído historias sobre ese tipo de individuos desde que era niño, desde que el mundo entero conoció al enfermero Charles Cullen y a su ola delictiva perpetrada en todos los hospitales de Nueva Jersey donde había laborado por casi quince años, pero Colin jamás pensó que se toparía con una ángel de la muerte en su vida. O, al menos, jamás pensó que entrevistaría a alguien que trabajó junto a ella.
Debía ponerle un nombre. Un mote digno y apropiado pero memorable. ¿Pero cuál?
—El que será entrevistado ya está listo —informó el camarógrafo.
—De acuerdo —dijo Colin, asintiendo. El mote tendría que esperar.
El camarógrafo guardó distancia y, luego de contar hasta diez, comenzó a grabar a Colin Bramwell y al cachorro que estaba a su lado derecho, a sus pies. Empezó a narrar:
—Nos encontramos en las afueras del hospital general San Agustín, donde, hacía poco no más de dos horas, las autoridades arrestaron a Lidia Harris, una enfermera que trabajaba en el área de emergencias, y de la que se sospecha como la responsable de la muerte de un total de veintiséis pacientes ocurridas en un lapso de dos meses.
—De hecho —intervino una nueva voz—, fueron veintisiete.
Colin se reprendió mentalmente por su pequeño error. Adiós a su posibilidad de emerger de las profundidades, adiós a lo de migrar. Ya no había de otra, tenía que continuar.
—Veintisiete —repitió Colin—. Y junto a mí, está uno de los colaboradores de la señorita Harris. —Se acuclilló y apuntó con su micrófono al rostro canino—. ¿Nos permite su nombre, por favor?
—Me llamo Danielle Donahew Collins —respondió el can, con ligera seriedad—. O Daniel, para abreviar.
—Daniel, díganos por favor, en sus propias palabras, cómo describiría a la señorita Harris.
—El caso es que Lidia... ¡Digo! La señorita Harris, parecía ser una enfermera altamente calificada. Por no decir que era todo un encanto. —Breve pausa. Su expresión pareció ablandarse luego de recordar viejas memorias—. No vaya a malentenderme, tan solo quise decir que ella... era alguien buena. Si tenías un mal día —prosiguió—, ella siempre te sacaba una sonrisa y unas cuantas carcajadas. Si tenías dificultades, ella te tendía la pata. Y si estabas sumamente decaído y desesperanzado, ella volvía a encender esa chispa de vida y la alimentaba hasta que pasase la tormenta causada por las malas noticias. Todos los pacientes le querían por eso. Sobre todo los que se encontraban ya en estado terminal, a decir verdad. Y cuando ella tenía sus propios días malos, cosa que, por cierto, se habían vuelto algo frecuentes puesto que últimamente estaba pasando por problemas económicos, sin mencionar que ella sola mantiene a sus dos hijas pequeñas y ha hecho todo lo posible para darles una buena educación desde que su esposo falleció hará unos cinco meses, Lidia Harris siempre se mostraba optimista y alegre. Su positividad era increíblemente persistente... y bastante contagiosa.
Hubo un nuevo intercambio de palabras. Luego, Colin hizo la pregunta.
—¿Alguna vez sospechó que la señorita Harris estaba matando a los pacientes?
El semblante del beagle pareció apagarse.
—No —respondió con voz queda—. Jamás lo sospeché. Aunque sí tuve el presentimiento de que algo andaba mal.
—¿A qué se refiere?
—El número de decesos en el área de emergencias... había comenzado a elevarse —contestó el beagle. Y explicó que, aunque era normal que día a día dos o tres del número acostumbrado de ingresados a dicha área (de entre doce a quince) falleciesen luego de que surgiesen complicaciones al tiempo que recibían asistencia médica o que llegasen demasiado tarde como para que algún médico pueda siquiera hacer algo por ellos, el hecho de que personas de la tercera edad, aquellas que ya habían sido estabilizadas y se encontraban descansando en observación a la espera del alta, murieran tan repentinamente sin causa aparente era inusual y, cuanto mucho, sospechoso. Sobre todo si dichos pacientes morían casi siempre a la misma hora, a las ocho menos cuarto de la mañana, como había ocurrido en el último par de semanas.
Colin estaba atónito.
—¿Y es verdad que... que usted atrapó a su colega in fraganti?
—Es correcto, sí. —Soltó un suspiro. Y contó—: Ocurrió esta mañana, cuando me la encontré en la habitación de un paciente. Le pregunté qué hacía, a lo que ella me dijo que estaba chequeando el monitor de los signos vitales. Nada raro, tan solo trabajo de rutina. Pero cuando vi la jeringa que sobresalía de uno de sus bolsillos, la encaré y ella, en respuesta, se puso nerviosa. Me dijo que era su dosis de insulina, porque padecía diabetes. Luego se corrigió y dijo que había encontrado la jeringa en el suelo y que iba a desecharla en el lugar correcto. No me creí ninguna palabra, y ella se dio cuenta. Trató de irse, pero la retuve y llamé a seguridad.
—¿Qué pasó después?
—Luego de que seguridad arrestase a Lidia, me acerqué al paciente, identificado como Joshua Miles, de sesenta y dos años, y advertí que estaba a punto de entrar en paro. Encendí la alerta, y mis colegas y yo actuamos de inmediato, logrando salvarle la vida. Ahora mismo se encuentra fuera de peligro, pero sigue bajo observación. Se le practicaron una exámenes y una muestra de sangre ya fue analizada por el laboratorio del Hospital.
—¿Y qué revelaron los resultados?
—Insulina.
—¿Insulina?
—Insulina —confirmó Daniel—. Y en altas dosis, es mortal. Altera el ritmo cardíaco, lo que a su vez puede llevar a un paro. Lidia nos confirmó que lo inyectaba en los goteros.
Colin palideció.
—Toda una historia de terror.
—Lo fue.
—Y ahora, teniendo en cuenta todo lo que ha pasado, ¿qué cree que sucederá ahora?
Pausa. El viento helado los golpeó a ambos en la cara, pero a ninguno pareció molestarles.
—Honestamente, no estoy seguro —se sinceró Daniel. Pensó un poco más y añadió—: Se harán investigaciones, sí, y las familias afectadas vendrán aquí a exigir respuestas. Nos demandarán, con seguridad. Y el hospital correrá el riesgo de cerrar. Pero aún así, y en caso de que sigamos funcionando como uno de los hospitales más prestigiosos de todo el estado de Illinois, yo... —Miró al camarógrafo mostrando una expresión ceñuda—, y lo digo ante la cámara, que mientras siga aquí, me aseguraré de que ningún otro ángel de la muerte, solo en caso de que surja otro aunque lo dudo, no se salga con la suya. No permitiré que este tipo de incidentes se vuelva a repetir.
Colin asintió.
—Agradecemos que se haya tomado un poco de su tiempo para proporcionarnos toda esta información, Daniel. —dijo, preguntándose si aquel joven enfermero sería el informante anónimo que le dio el soplo al director del canal. Ahora miró hacia la cámara. Tuvo una inspiración—. Y así, damas y caballeros, ha concluido esta escalofriante historia, la historia de... <<La enfermera de la muerte>>. Yo soy Colin Bramwell, de la CNN. Muchas gracias por sintonizarnos. Buenas tardes a todos.
[DE REGRESO A LA ACTUALIDAD]
Calle Francis Gören, Bahía Aventura (CA).
Noviembre 19, 2024
07:35 PM
Addie Sparks, originaria de los barrios bajos de Boston (Massachusetts), tenía diez años cuando supo que, de adulta, se convertiría en maestra de cuarto grado de primaria. Cuarto grado, el mejor período escolar de toda su vida. Aquel en el que se había consagrado como la mejor estudiante de todo el colegio y en el que casi nadie se había atrevido a molestarle por su personalidad tímida, por su sobrepeso y su vestimenta de segunda, puesto que su maestra, la dulce señora Gutiérrez, le había apoyado y protegido siempre. Addie se hizo la promesa de que también haría lo mismo. Pasó el tiempo. Pero a mediados de Octubre de 1995, tras cumplir los dieciocho años, y justo unos días antes de que pudiese empezar con su primer ciclo de estudios en el Boston College, las autoridades y los medios de comunicación revelaron que un desconocido, que se autodenominaba <<The Saturday Night Killer>>, se había atribuido el asesinato en serie de nueve personas, todas jovencitas castañas que iban a la Universidad... y que la cuenta seguiría subiendo a no ser que le capturasen o que, al menos alguien <<acallase las voces>> que, según afirmó el individuo en una misiva enviado al Beacon Hill Times, le <<obligaban a matar>>. Y Addie, presa del miedo por ser una víctima potencial, optó por trasladarse a la costa oeste, a California, y estudiar en la mejor universidad.
Cuatro años después, obtuvo el título. Y en menos de un mes, consiguió empleo cómo docente en la Mackentire Elementary School, en Bahía Aventura. Fue muy bien recibida, tanto por los alumnos como por los otros maestros. Su primer grupo fue excepcional. Conoció a muchos otros niños excepcionales a lo largo de los años, muchos de los cuales llegaron a convertirse en renombrados doctores, ingenieros, cantantes, policías, jueces y unos cuantos congresistas. Les brindó conocimientos y sabios consejos. Y apoyo y protección. Sobre todo a aquellos pequeños que eran víctimas de bullying. Había cumplido su promesa. Y a sus cuarenta y cuatro años, todavía lo seguía haciendo.
Últimamente, estaba ayudando a una chica de once años. <<Livy Ferris>>. Una jovencita de cabellera rubia. Callada, introvertida y bonita, así como Addie de pequeña, con la diferencia de que Livy sí tenía novio: Alex Porter, otro alumno. Makendra, la más antipática pero también la más brillante del salón, la había convertido en su blanco. Primero había comenzado con una serie de habladurías sobre Livy, como que ella <<acostumbraba a dormir, todavía, con un oso de peluche>> y <<que vestía un mameluco de mono>> y que <<dormía con la luz encendida por miedo a que los monstruos, que se ocultaban debajo de la cama, salieran>>. Pero luego, las cosas habían escalado. Encerraba a Livy en su casillero en la hora de ingreso, durante los recesos y después de clases. Le hacía zancadillas en los pasillos. Le había puesto pegamento extra-fuerte en su asiento. Le había estirado las bragas en frente de Alex y de toda la clase, más de una vez. Le había obligado a comer arañas y cucarachas de los baños. Y, en clases de gimnasia, utilizaba el juego de los Quemados como el pretexto perfecto para golpear con el balón a Livy en el rostro. Según los rumores, Makendra estaba celosa de Livy.
El caso era bastante fuerte, pero no irresoluble. Addie tomó medidas para proteger a Livy. Y se centró, también, en apaciguar el agente causal de dicho problema: Los celos de Makendra. Las charlas diarias con ella, en la oficina de la psicóloga infantil, parecían haber hecho efecto, puesto que a Livy la habían visto jugar en la hora del receso y ya no habían tenido que ir a rescatarle del casillero como antes. Tampoco se ponía a temblar cada vez que Makendra pasaba junto a ella.
<<La comunicación es la mejor herramienta de todas>>
Además de ser la salvaguarda de sus alumnos, Addie Sparks también asumía, una vez al año, el papel de encargada de la comida para la Fiesta Invernal. Había ordenado los bocadillos y el ponche con el restaurante de siempre. Y este año todo hubiera salido a la perfección, así como en los años previos, si, a mitad del evento, por encima de las nueve en punto, los estudiantes y los maestros —incluida ella misma— no se hubiesen enfermado, argumentando ligeros dolores de cabeza y calentura. <<Posible intoxicación>>, especularon algunos de los maestros, sugiriendo también, que, muy probablemente, alguno de los alumnos, tal vez el rebelde de Tony Grenger, de sexto año, había adulterado el ponche a modo de venganza luego de que reprobase el año... por segunda vez. Los padres fueron notificados, los alumnos fueron enviados de regreso a sus hogares. Y las clases se cancelaron hasta nuevo aviso.
—Jill —llamó Addie, tan alto como se lo permitió su garganta algo agarrotada por las toses. No había dejado de toser durante los últimos tres minutos. Se encontraba en la cocina. Estaba sentada con una taza de té de anís en la mano derecha. Dejó escapar un fuerte acceso de tos—. ¡Jill! —repitió. Y con voz carrasposa, añadió—: Ven un momento, por favor.
Se oyeron unos pasos por encima de ella, pasos provenientes del segundo piso. Pasos ligeros pero veloces.
<<Esta niña —pensó, algo preocupada—. Siempre le digo que no debe correr por las pasillos>>
Los pasos prosiguieron. Se precipitaban por las escaleras. Se volvió hacia la puerta que daba a la sala justo en el momento exacto cuando esta se abrió. Una figura canina, de raza shih tzu, se materializó en el umbral. Los audífonos que colgaban de su cuello confirmaban sus sospechas de que estaba escuchando música a todo volumen, otra vez.
Iba a decirle algo al respecto. Pero luego, Addie se le quedó mirando por escasos segundos. La idea del regaño se esfumó. Y así como ya iba ocurriendo últimamente, una sonrisa se reflejó en su rostro al tiempo que sentía el golpe de la nostalgia. Todavía no podía creer que esa cachorra, que encontró hará un año y medio saliendo de la escuela rebuscando entre los basureros, y a quién cuidó y amó y que llenó el vacío en su corazón por no haber tenido jamás un hijo propio, hubiese crecido tanto. Qué rápido pasaba el tiempo.
—¿Qué sucede, jefa? —La voz también le había cambiado. Ya no era aguda, ni bajita. Ahora era suave pero firme. Había dejado de llamarle <<mamá>> hacía mucho—. ¿Todo bien?
Addie lo negó.
—Necesito que vayas a la farmacia —explicó al tiempo que buscaba en su monedero y sacaba algo de dinero— y que ahora me traigas un medicamento para la tos.
—¿Para la tos? —La shih tzu empujó un banquillo, se subió y miró a su dueña—. ¿Ahora tienes tos?
Ella asintió. Se le escapó otro acceso de tos. Cogió un pañuelo. Éste quedó manchado con flema verde.
—Primero lo del dolor de cabeza y la fiebre..., y ahora esa horrible tos y las flemas. ¿Desde cuando una intoxicación genera eso?
—Ni idea, Jill. Pero ya verás que voy a estar bien, solo ve a la farmacia y...
—¿Y si mejor llamo a un amigo, que es médico, para que venga a verte?
Su amigo. Addie nunca lo había conocido, ni siquiera en fotografía. Tan solo sabía que se llamaba Jhon, que tenía conocimientos médicos y que, últimamente, estaba ayudando a Jill, por medio de llamadas telefónicas nocturnas, con algunos cursillos de la escuela de medicina. Recién había terminado el primer ciclo.
—No creo que sea para tanto, Jill —contestó Addie.
—¿Y si tienes algo malo?
—¿Y si tu amigo está ocupado?
—Te aseguro que me contestará, y vendrá cuanto antes.
—No quiero ser inoportuna...
—Tú nunca inoportunas, jefa —dijo. Y adoptando su típica sonrisa juvenil y alegre, añadió—: Eres la mejor persona que conozco, la mejor de todo el mundo. Has hecho mucho por otros, por los pequeños y sobre todo por mí, y ahora es mi turno de cuidarte. Ahora a la cama, descansa y échate una buena siesta en lo que yo llamo a mi amigo.
—Pero yo...
—Nada de peros, jefa, jeje.
Addie se le quedó mirando de nuevo hasta que esbozó una sonrisa divertida. Un calor invadió su pecho.
—Está bien, Jill. Tú ganas. Llama a tu amigo. Pero dile que no tarde, ¿sí?
Jill se puso la pata derecha sobre la frente y adoptó una expresión seria.
—A sus órdenes, jefa.
—Y no me digas jefa, por favor —dijo Addie, casi riendo—. Me hace sentir vieja.
—De acuerdo, jef... Eh... ¡claro! —Pausa. Miró a Addie y, tras pensárselo por unos cuantos segundos, añadió con una sonrisa—: Así lo haré, mamá.
.............
En lo más profundo del lecho marino, a escasos metros al oeste de donde descansan los restos del balandro que alguna vez le sirvieron de hogar y escondite a la única y majestuosa —y ya extinta desde hacía cuatro años— Gran Babosa de color rosado claro, la vieja morsa Wally se encontraba jugando a las atrapadas con dos sirenas can que, como de costumbre, se habían dado una escapada nocturna.
La décima ronda finalizó cuando la menor de las sirenas can fue encontrada tras una roca, sobre cuya parte superior había crecido un enorme coral anaranjado. La morsa Wally emitió sus típicos rugidos que evidenciaban su alegría y, por consiguiente, optó para realizar una improvisada danza de la victoria acuática inspirada en un baile que había visto hacía dos semanas, y que fue realizado por los miembros más jóvenes de la familia Turbot en la isla del faro, durante una reunión: <<Zombie Dance>>, de Michael Jackson. Puso una cara rara. Y empezó a mover la gran cola al ritmo de la cabeza, que inclinaba de un lado a otro cada dos segundos. Las sirenas can se vacilaron de lo lindo, pues aquello les pareció gracioso. Y contagioso. No tardaron en unírsele e imitarle los pasos. Ahora eran un trío de bailarines. Un trío de bailarines bastante peculiar: una gran morsa gorda y sus dos acompañantes mitad can y mitad sirena. ¿Quién lo diría?
Wally se detuvo de pronto. Luego, levantó la cabeza y agudizó la audición. Algo había captado su atención, algo proveniente de la superficie. ¿Acaso era...? Volvió a resonar, esta vez con mayor claridad. Wally no tardó mucho en saber qué era. Se trataba del rugido de un motor, ya viejo tras algunos años de constante uso, acompañado por el constante chapoteo generado por unas hélices en movimiento. Una nueva sonrisa se materializó en su rostro, y luego de que su estómago dejase escapar un ruidoso rugido, les dijo a las sirenas-can —por medio del lenguaje de señas acuáticas— que volvería dentro de unos minutos, que tenía asuntos que atender, asuntos destinados a saciar su hambre. Ellos asintieron. Wally realizó dos pasos más de baile y apresuró a emerger a la superficie.
Al tiempo que se le hacía agua al hocico, se puso a pensar en lo que le tocaría de cena esta vez. ¿Almejas? ¿Anchoas? ¿Calamar? ¿Caracoles? Sí, podría ser. Esperaba que fueran caracoles, pero de los exquisitos, de los cocinados al vapor, provenientes de la mismísima Francia.
Su cabeza fue lo único que salió de las aguas, como siempre. Ya ahí, aguardó. Y observó. Otro rugido estomacal se escuchó. Segundos después, tuvo un presentimiento. Algo no iba bien. Y tenía que ver con ese bote. Sí, el bote. ¿Pero qué? Decidió estudiarlo con mayor detenimiento. No tenía las luces encendidas. Y se desplazaba a una velocidad increíble que... ¡Eso era! No tenía encendidas las luces. E Iba bastante rápido, como si quien lo estuviera manejando no tuviera miedo de chocar contra alguna roca sobresaliente más adelante. Qué raro. Por lo general, fue pensando Wally, el capitán Turbot, que era la viva imagen del concepto de ser <<cuidadoso y precavido>>, acostumbraba a encender las linternas del casco y a desplazarse con ritmo neutral, ni muy rápido ni muy lento, cada vez que venía a traerle la cena. Siempre. A menos que él no fuera... Estaba a ocho metros cuando Wally vio más detalles.
Dicha embarcación era de color grisácea. También advirtió que era demasiado chico como para ser el Flounder y que el solitario y encapuchado tripulante era demasiado bajo y peludo como para ser su mejor amigo y dueño, Horatio Turbot. Y fue entonces cuando entendió que, y para desgracia suya, se había equivocado; que quién venía no era Horatio, y que la cena estaba muy lejos de arribar. Qué decepción. Estaba por volver a sumergirse cuando algo nuevo atrajo su total atención. Había sido por escasos segundos, pero la brillante luz lunar había iluminado el rostro del tripulante solitario. Era blanco. De ojos azules y nariz negra. No lo reconoció. No en un principio, no hasta que vio las manchas.
.............
<<Soy un testaferro>>
La figura canina regresó a la realidad tras advertir el bulto marrón con colmillos blancos que se había materializado en su camino. Cogió la palanca del motor, hizo un par de movimientos y logró rodearlo. Retomó el trayecto.
¿Sería ese Wally? ¿Esa morsa traviesa a quién tuvo que rescatar incontables veces luego de quedar atrapado por abandonadas redes de pescar? ¿Aquella criatura traviesa pero de mirada enternecedora que siempre pedía comida a los turistas que se paseaban por el Muelle Johnson? Si era así, quedaba claro que había crecido bastante. Y envejecido, pensó la figura canina. Era todo un gigante. Un colosal. Un adulto. El paso del tiempo había hecho efecto en él. Así como con él. Bueno..., tal vez no cómo a él, pues a él no le habían crecido los colmillos, no se había dado estirón alguno y, para desgracia suya, su voz, antes suave y angelical, se había hecho ligeramente gruesa.
Meditar al respecto le hizo pensar en todo su trayecto de vida, de principio a la actualidad: sus primeros años y los aprendizajes y valores impartidos por sus padres, el anhelado viaje a Bahía Aventura, el nefasto viaje de esquí, el rescate y los meses de estancia en aquel refugio, la inesperada adopción, su ingreso al equipo Paw Patrol junto con su mejor amiga Skye, los rescates, las nuevas amistades, y el incidente que lo arrancó de Skye y de sus amigos..., y los sucesos posteriores, el encuentro con el demonio de rostro blanco y nariz marrón, el proceso prolongado que le regresó los recuerdos, la explicación del horripilante plan, su negativa ante colaborar con la aniquilación de la ciudad a la que alguna vez juró proteger y servir, la amenaza de muerte contra su persona, y la posterior amenaza contra sus seres queridos si se negaba a colaborar y/o si se atrevía a dar aviso a alguien.
Luego, pensó en sus acciones recientes, en lo que liberó en la Mackentire Elementary School y en el restaurante Porter, y en las vidas que, sin lugar a duda, había cambiado y aniquilado. <<Aniquilado>>. El pensamiento se quedó en su mente por varios segundos, hasta que sintió un fuerte dolor de cabeza y otro en el corazón. Sabía que aquello, tarde o temprano, le valdría un castigo divino. Sí, sería castigado. Por las fuerzas divinas, fuerzas misteriosas y omnipotentes. Y todo por cumplir órdenes, por cumplir el trabajo que le fue asignado por otros, o más bien por otra, por July Harris.
<<Un testaferro —dijo para sí al tiempo que afloraban las primeras lágrimas—. Eso es lo que soy; un testaferro. Y un esclavo condenado>>
.............
July Harris volvió a internarse a la oscuridad del 𝐒𝐔𝐑𝐕𝐄𝐈𝐋𝐋𝐀𝐍𝐂𝐄 𝐑𝐎𝐎𝐌 y se recostó contra el respaldo de cuero de su asiento con ruedas. Su trono personal. Quiso descansar la vista antes de volver a la vigilancia. Cerró los ojos. Y para pasar el rato y evitar ser presa del sueño, optó por revivir cierta vivencia. Puso la mente en blanco y, al poco tiempo, se materializaron imágenes vivas, a todo color y totalmente explícitas, que le hicieron sonreír y soltar unos cuantos gemidos bajos. Tuvo que morderse la lengua para no hacerse escuchar. Sabía que no había nadie fuera. Pero aún así, no quería correr riesgos.
La noche de ayer se la había pasado de lo mejor con su prisionero. Tal como lo llevaba haciendo desde hacía cuatro años, desde aquel 26 de Noviembre, cuando lo encontró a orillas de la costa, al norte de la isla, inconsciente, malherido y totalmente indefenso.
Recordó la primera vez que lo hizo suyo; la mirada furiosa, la negativa en participar, y los puñetazos en el rostro que le hicieron callar y limitarse, únicamente, a seguirle el juego..., las caricias, las mordidas juguetonas que iban de arriba a abajo, los movimientos provocativos, los fuertes gemidos y la exquisita penetración. Ayer había hecho lo mismo. Bueno, casi, pues cuando ya iba a finalizar el acto, justo antes de aullar con ganas, July le confesó al prisionero lo que ya se había puesto en marcha. <<El Plan B>>. Él se mostró absorto, y hasta cierto punto curioso. Preguntó de qué se trataba. Y ella, movida por la necesidad de reconocimiento, se lo dijo. Con todo lujo de detalles. Habló sobre el arma invisible, que para ese momento ya había sido liberada durante un baile escolar. Que aquello era tan solo el comienzo de la destrucción silenciosa y que, cuando llegara el momento adecuado, que sería el día Jueves 21, irían a Bahía Aventura a dar <<golpes directos>>, y que él, además, tendría también un papel sumamente importante con cierto proyecto aparte; la pequeña revancha contra cierto can.
<<Pequeña revancha>>. July sonrió al imaginar con lo que tenía preparado para aquel día. Siempre hablaba de la paciencia, es la verdad. Pero, muy en el fondo, esperaba porque ya fuera Jueves. Pues porque además de vengarse finalmente de la ciudad a la culpaba de la muerte de su amiga (Carmen Sayer), también sería el día en el que se encargaría de lastimar y de destruir a su contrincante número uno. Su objetivo personal. Su enemigo acérrimo. El uniformado. El de apellido alemán. El que le había desafiado hacía mucho tiempo.
Abrió los ojos. Se sentó. Cogió el teclado y presionó un botón. Todas las pantallas, de la paredes que tenía delante y detrás, volvieron a cobrar vida. Ojeó las imágenes que tenía delante. Distintos puntos de Bahía Aventura: Porter's, la Mackentire Elementary School, el Hospital General Marshall Memoriam, el cementerio Shadow Grey, el estadio Jon Karlsen, el despacho Johnson & Johnson, la alcaldía, la decimocuarta estación de Policía (PRESINTO 14), la iglesia de Santa María, el muelle Johnson, los jardines botánicos, la Escuela de Arte y Canto de Nikki Maxwell, etc. ¿Dónde podía estar ahora?, pensó al tiempo que juntaba sus patas y se las colocaba por debajo del mentón. Meditó un poco. Y tras sopesar sus opciones, hizo lo siguiente. Movilizó la silla con ruedas a un metro a la derecha. Cogió el ratón e hizo click en un rectangular espacio en blanco, situado en medio de la pantalla 24, la más cercana, y escribió dos palabras: <<CHASE SCHÜLZE>>. Oprimió la tecla <<ENTER>>. Apareció otro espacio en blanco, mucho más grande. Escribió en él otros datos. Y volvió a presionar la misma tecla.
Jamás se iba a cansar de ese programa de búsqueda. Una de sus muchas creaciones. Creaciones avanzadas, creaciones complejas, creaciones irrepetibles, creaciones letales. Mismas que fueron utilizadas, a diestra y siniestra, por el ejército estadounidense en incontables misiones en el extranjero, claro está, cuando aún trabajaba para ellos como diseñadora de armas. Un pasado remoto del que ya ni se acordaba, ni añoraba. Pero esta creación, en particular, es algo que había reservado únicamente para uso personal. <<El Ojo de Dios>>, tal como lo había bautizado, era un programa de computadora que, además de permitirle poder hackear las cuatrocientas cámaras de Bahía Aventura (así cómo de cualquier otra metrópoli si así lo quería), también era capaz de localizar a cualquiera en cualquier región del mundo. Tan solo había que escribir el nombre del objetivo en la barra de búsqueda, otros datos y ¡Ualá!
La pantalla centelleó con brevedad y ahora mostraba una transmisión en vivo de las afueras del Cuartel Cachorro. Era de noche. Pero estaba muy bien iluminado gracias a los postes de luz que bordeaban los laterales de la gran infraestructura. Un vehículo patrullero llegó y aparcó frente al edificio. El conductor descendió.
.............
Las puertas automáticas se abrieron con un chirrido y Chase Schülze ingresó al Cuartel Cachorro. Un intenso olor a galletas recién salidas del horno estaba presente en el ambiente. La sala estaba vacía, desértica. Pero de la cocina se oían voces. Todas masculinas. Estarían celebrando algo, de seguro. Y él tenía una idea de qué podía tratarse.
El primero en recibirle fue Ryder, que en aquel momento había salido de la cocina con el teléfono en mano. Su cabello castaño en punta, verificó Chase en aquel momento, se mantenía intacto todavía. Lo que significaba que Katie no había logrado su cometido de convencer a Ryder de cortarse la cabellera. Se recordó que debía cobrarle los diez dólares de la apuesta. Luego, advirtió que otras cosas sí habían cambiado. La vestimenta. La chaqueta de colores rojo, azul y blanco fue sustituida por una cazadora grisácea y los vaqueros azules, por unos negros. Las zapatillas Nike eran ahora un par de botas Dr. Martens.
—Miren a quién tenemos aquí —dijo Ryder, sonriendo. Se guardó el móvil en el bolsillo—. El hijo pródigo ha vuelto.
—Por brevedad —añadió Chase, esbozando una sonrisa también—. No me quedaré mucho tiempo.
Se miraron por brevedad. Ryder se acuclilló y extendió los brazos.
—¿Me dejarás aquí colgado?
Chase no se lo pensó dos veces. Corrió hacia él y le abrazó con fuerza.
—Te extrañé mucho, Chase.
—Lo mismo digo, jefe, señor.
El abrazo terminó. Ryder todavía sonreía.
—Chase, ya te dije que no me llamas así.
—¿Jefe o señor?
—Ambos, de hecho.
Un par de carcajadas.
—Perdona, creo que es la vieja costumbre. Tú solías ser mi jefe.
—Y jamás me tuteabas a pesar que te aclaré que éramos amigos.
<<Más que eso. Eras mi padre sustituto>> —dijo Chase para sí.
—¡Oigan! —llamó Ryder, girando la cabeza hacia la cocina—. ¡Vengan, rápido! Tenemos visita.
Patas de sillas chirriaron contra el suelo adoquinado y un par de pasos rápidos se oían al compás. Salieron en orden. Rocky, Zuma y Rubble. No estaba Skye, ni él. Cada uno puso una expresión de sorpresa y alegría y, uno a uno, le regaló un fuerte abrazo y una felicitación individual por su compromiso con Skye.
—Qué rápido vuelan las noticias, ¿eh?
—¿Rápido? —le dijo Zuma a Chase, dejando a la vista su típica sonrisa tan llena de vida que, hasta el momento, nadie había sido capaz de igualar—. Amigo, ¡es probable que hasta los extraterrestres sepan lo de tu compromiso! Así que no te vayas a sorprender si eres raptado a mitad de la noche o algo así.
Unas cuantas risotadas. Hubo un intercambio de palabras. Se pusieron al día. Quince minutos después, Chase se disculpó. Y agregó que tenía que encontrar a Skye, que tenía que hablar con ella.
—Está arriba —le dijo Rocky de inmediato.
—Gracias —dijo Chase al mestizo. Y se encaminó al ascensor.
.............
No tardó mucho en llegar a la planta alta. Ojeó los alrededores. De izquierda a derecha. Unas cuantas cosas habían sido movidas de aquí a allá. La gran pantalla estaba muerta. Y sobre el teclado, cuya actualización novedosa era más que evidente, se encontraba un collar con correa roja sin dueño.
Desvió la vista hacia la derecha, hacia el balcón, pues de ahí provenía la voz de ángel. La voz risueña. La voz de Skye. Caminó a paso lento. Con una sonrisa impresa en la cara. Como si estuviese hipnotizado. Le oía sin prestar atención a lo que decía. Se la imaginaba, ahí bajo la luz del foco del balcón, desde donde, y con toda seguridad, estaría contemplando la majestuosa noche estrellada. A ella siempre le habían gustado las estrellas, y las constelaciones, era capaz de localizar hasta la más insignificante constelación sin la ayuda de algún telescopio. La última vez que hablaron sobre estrellas y constelaciones, fue el primer viernes en la noche del presente mes, cuando le había llevado a un paseo por el sendero Punta Hermosa.
Seis pasos después, la vio. Efectivamente, y tal como se la había imaginado, estaba ahí, bajo la luz del foco del balcón. Su pelaje brillaba con intensidad. Al igual que sus ojos color magenta. Estaba de cara a él. Pero... no le miraba directamente a él. Sino al otro, al que le daba el lomo a Chase. Otro macho.
Su sonrisa se desvaneció y su expresión mostraba su típica seriedad.
—¡... y yo le dije que no tenía que acabar así! —le dijo Skye al otro, alegre. Y se rieron con ganas. Reían sobre algo, tal vez un chiste o una anécdota que él desconocía. Carraspeó. Ella guardó silencio, apartó la vista de con quien conversaba y la clavó en Chase—. ¡Amor! —saludó, carialegre—. Jeje, tan puntual como siempre, ¿eh? Y silencioso, pues ni siquiera te escuché entrar.
La tercera presencia se volvió tras escuchar esto. Ahora el rayo de luz le iluminó el rostro también.
—Oh, ¡hola, Chase! —dijo el iluminado, con entusiasmo, sonriendo de oreja a oreja—. Hacía mucho que no nos vemos, ¿eh?
.............
Logan Asaro ya llevaba diez meses de sus dieciocho años de vida trabajando como camarero para Joshua Porter. Desde el primer día, le había caído bien al cuarentón y al nieto heredero, Alex, y a la novia de éste último, Livy Ferris. También causaba una gran impresión en los clientes; recurrentes y ocasionales, locales y ajenos a la ciudad que se habían pasado por ahí luego de haber leído la recomendación impresa, con grandes letras rojas, en la guía turística. Pero sobre todo, le caía bien a las mujeres, las solteras, por supuesto, especialmente aquellas que le doblaban la edad. Cada vez que se le acercaba a una y le preguntaba por su decisión, ella le miraba y le preguntaba, con tono juguetón y coqueto, si él no estaba en el menú. Las risillas resonaban. Los besos al aire no faltaban. Y él, siempre, tras rechazar los piropos con amabilidad, les regalaba una sonrisa blanca y volvía a preguntarles por su elección para almorzar. Hoy, en la noche, no fue la excepción.
Se encontraba de pie, en el umbral de la entrada que daba al local y que, ahora, estaba desierto. Casi todos se habían ido luego de que Chase Schülze y Skye Wilkinson se habían ido, independientemente. Desde ahí miraba a la clientela que aún se encontraba en las mesas de fuera. Catorce clientes. Cinco mesas ocupadas. La más cercana a él, la ocupaba una familia de seis miembros. La segunda, un trío de amigos treintañeros. La tercera, tres hermanas ancianas que le soltaron la frase <<¡Hola, lindo!>> y le guiñaron el ojo al unísono. La cuarta, un gordinflón con traje elegante. Y en la última, una pareja.
Al ser una ciudad chica, todo mundo se conocía. Los había reconocido a todos. Menos a la pareja del fondo. Extraños, pensó. Y recordó que, cuando habían pedido sus respectivas órdenes, habían empleado un acento proveniente de Sudamérica. Decidió estudiarlos. Por curiosidad, claro. Y con discreción, obviamente. No quería ser sorprendido y quedar como un fisgón. Eran jóvenes. De entre veinticinco y treinta años. Tenían piel trigueña, eran bajitos y poseían cabellera azabache. Vestían monos de trabajo de color anaranjado. Conversaban y se reían.
—Logan.
El camarero se volvió hacia la derecha.
—Señor Porter, dígame. ¿Todo bien?
—Me siento un poco mal.
Se alarmó.
—Oh, ¿el corazón?
Sí, el corazón. Le habían diagnosticado la enfermedad hacía tan solo unos trece días. El médico le indicó que, como estaba en la etapa inicial, iba a presentar unas ligeras molestias en el pecho. Le indicó que debía evitar situaciones estresantes y para el dolor, le recetó <<ASPIRINA>>.
—Debe ser —dijo al tiempo que se llevaba una mano al pecho. Cerró los ojos—. Pero no te preocupes, se me pasará. Tan solo... iré por mi medicamento.
—Yo puedo traérselo.
Él negó con la cabeza.
—Gracias, pero no.
—No tengo problema en hacerlo.
Joshua Porter le miró a los ojos, y le dedicó una sonrisa.
—Eso es lo que me agrada de ti, hijo; eres servicial. Una buena persona. Así como mi nieto. Y no te preocupes. Puedo ir por las pastillas. Ya regreso. Pero...
Pausa.
—¿Pero?
—Si sigo así, me temo que tendremos que cerrar temprano.
—Entendido. Vaya con cuidado. Yo me quedaré aquí a vigilar.
—Te lo agradezco, Logan. ¿Me das permiso, por favor?
Logan se hizo a un lado y Joshua Porter ingresó al local tras musitar un <<gracias>>. Logan le siguió con la mirada. Caminaba a paso lento. Todavía con la mano en el pecho. Abrió una de las puertas del fondo.
<<Pobre hombre>>, pensó. Y meditó. De tantas personas, ¿por qué las enfermedades tenían que golpear a los buenos, a los humildes, a los honestos, a los trabajadores, a los que te tienden la mano cuando más lo necesitas? ¿Por qué no se llevaban a los malos, a los soberbios, a los frescos y carentes de pudor, a los vagos y delincuentes, a los que no paraban de hacer el mal sin mostrar alguna pizca de remordimiento? Y lo más importante de todo, ¿qué acaso nunca se iba a crear algo que acabase con las patologías en general? Muy en el fondo, esperaba que así fuera. Lo anhelaba. Sería un día memorable, en caso de lograrse tal avance, y Logan esperaba vivir lo suficiente para ver llegar ese día. Al tiempo que volvía la vista hacia la clientela de fuera, pero un poco antes de regalarle una de sus típicas sonrisas blancas al trío de ancianas que le miraban con picardía, sintió una ligera incomodidad en el pecho. Seguida por una segunda y una tercera. Qué raro. Era la primera vez. ¿Serían los nervios? ¿Se lo habría causado las miradas? No, qué va. ¿Acaso... sería el estrés y el peso del tiempo lo que le estaba haciendo susceptible? Negó con la cabeza. Imposible. No podía ser. Él nunca se estresaba. Además, y a diferencia de su jefe, era demasiado joven como para comenzar a padecer algún mal cardíaco.
.............
Addie Sparks ingresó a la habitación. No había ventanas, pero ahí había iluminación gracias a un pequeño pero potente foco que irradiaba luz blanca. Había pocos muebles, entre ellos un guardarropa de seis cajones, un escritorio, un ordenador del siglo pasado, una pequeña lámpara, una mesa de noche y una cama individual. La cama era de madera antigua, pero, y hasta el momento, duradera: cedro puro. Y sobre la cama, se apreciaba una larga fila de siete instantáneas enmarcadas. Recuerdos tangibles. E inmortalizados a todo color. Una línea temporal que mostraba los acontecimientos más memorables de la vida de Addie Sparks: El ingreso a la primaria, en la que salía ella y su madre frente a la entrada del colegio. La otorgación del título de <<mejor estudiante del cuarto grado>>, acompañada por el director, el subdirector y la maestra Gutiérrez. La fiesta de promoción de la secundaria, rodeada por sus dos únicas amigas; Bethany y Rosario. La graduación de la Universidad. Su primer día de trabajo en la Mackentire Elementary School. Su cumpleaños número treinta, celebrado, en aquel entonces, en su salón de clases, junto a sus alumnos y ex-alumnos. Y por último, un fuerte abrazo que compartía con una jovencita y bien cuidada shih tzu que, un año después, tomaría la decisión de estudiar medicina.
Se recostó por debajo de la línea de los recuerdos, del lado izquierdo. Y se abrigó con un edredón de lana. Quiso recostarse boca arriba, pero cada vez que lo hacía, sentía una fuerte opresión en el pecho. ¿Por qué? Quedaba claro que la sintomatología que presentaba no podía ser por una intoxicación. Así que, entonces, ¿qué era lo que le ocurría? ¿Qué había contraído realmente? ¿Sería algo serio, algo malo? ¿Debería mejor ir a un hospital en lugar de esperar el arribo del amigo de Jill? Apartó el pensamiento que le aterró por escasos segundos y pensó, ahora, y de forma inevitable, en sus compañeros de trabajo, en sus alumnos y en Livy. ¿Estarían así como ella? ¿O ella sería la única?
—J-Jill.
La shih tzu se acercó.
—Dime.
—Yo...
Un acceso de tos.
—Tranquila —le dijo la shih tzu al tiempo que abría uno de los cajones de la mesita de noche y sacaba un paquete de pañuelos. Sacó uno y se lo pasó a Addie—. Trata de descansar. Yo, por mientras, llamaré a mi amigo.
Addie asintió.
Jill se dio la vuelta. Dejó escapar un ladrido y soltó el nombre. Su placa se encendió. Brillaba y brillaba al tiempo que se oía un bip metálico continuo que se negaba a morir. Nadie contestó. Cortó la llamada. Volvió a retomarla. Nada. Repitió el proceso dos veces más. Nada, nada. Soltó un suspiro de frustración. ¿Por qué John no contestaba?
—Me duele...
Jill se giró, alarmada.
—¿Qué has di...?
Otro acceso de tos. Mucho más fuerte que el primero. Jill le dio otro pañuelo. Este quedó manchado de flemas y... ¿sangre? ¿Había visto bien? Entornó los ojos y estudió las flemas. Eran verduzcas. Y, en efecto, estaban mezcladas con sangre.
—Me duele la garganta —repitió Addie.
Otro acceso de tos. Más flemas, más volumen de sangre. Tal vez mucha más que la primera vez. Una gemido de dolor, una frase corta y carrasposa carente de sentido, y ojos llorosos que imploraban ayuda. Jill, presa del pánico, volvió a llamar a Jhon.
.............
La placa del collar rojo, que descansaba sobre el panel de control, brillaba sin cesar. Más no emitía ruido. Estaba en <<modo silencioso>>. Su dueño, Jhonny Sinclair, o simplemente John, un corgie de ocho años, de rostro simétrico, limpio y de corte perfecto, del que destacaban unos ojos azules, una nariz mediana y una sonrisa cálida, que actualmente ocupaba el puesto de cachorro paramédico/bombero, jamás encendía dicho modo. Pero hoy había hecho una excepción; Skye, su compañera de trabajo y mejor amiga, quería conversar con él. Le contó lo de su reciente compromiso con Chase, y él le felicitó. Luego compartieron anécdotas, como siempre.
Ahora miraba a Chase, sonriendo, esperando a que éste le devolviera el saludo. Pero tan solo recibió una mirada fría, glacial. Como siempre. Jamás le había caído bien desde que se instaló en el Mirador
El hocico se movió con lentitud:
—Buenas noches..., novato.
<<Novato>>. La palabra hizo eco dentro de su cabeza por largo rato. <<Novato>>. Siempre le había llamado así. Nunca por su nombre, ni apellido. Nunca.
—¿Novato? —preguntó, extrañado—. P-Pero... ¡si ya llevo en el equipo por casi cuatro años!
—Puede ser —prosiguió Chase al tiempo que avanzaba a paso lento—. Aún así, siempre serás un novato para mí. —Ahora clavó la vista en su prometida—. Skye, ¿podemos hablar?
Sus ojos magenta brillaron.
—Claro —respondió, sonriente.
—¿A solas?
Su sonrisa se desvaneció un poco.
—¿A solas? ¿Todo bien?
—Si, todo está bien. Es que...
Ya no continuó. Ni fue necesario. Skye sabía por qué quería ir fuera. Jhonny también.
<<Es por mí. Siempre es por mí>>
—Eh... claro —respondió por fin. Se volvió hacia el corgie—. Nos vemos, Jhon... a... a... ¡achú!
Le miró divertido, y le regaló una sonrisa blanca.
—Hasta luego, Skye. Y salud.
—Gracias.
—Y adiós, Chase.
—Sí, claro. Hasta luego —dijo Chase apáticamente al tiempo que fruncía aún más el entrecejo. Entonces, ya no se dijo nada más.
Jhonny se limitó a ver a la feliz pareja adentrarse en el ascensor. Las puertas se cerraron tan rápido como entraron. Pero Jhonny tuvo tiempo suficiente para ver cómo Skye le susurraba algo a Chase. Aunque no fue capaz de escucharle, ya tenía una idea de qué podría tratarse: <<Amor, no seas tan duro con él. Deberías darle una oportunidad y hacerte su amigo>>. También se imaginaba la respuesta de él: <<Jamás>>.
A pesar de ello, no estaba resentido con él. ¿Cómo podría? Es más, aquel confrontamiento, así como los previos que habían tenido lugar durante los últimos años, solo alimentó su voluntad y le dio fuerzas para seguir intentando ganarse su confianza y crear un lazo amistoso con el pastor alemán. Así como ya había hecho con el resto de sus compañeros y la mayoría de los ciudadanos de Bahía Aventura. Siempre buscaba caerle bien a todo mundo. Un hábito adquirido desde chico, cuando vivía en un barrio pobre de Phoenix, Arizona. Viejas memorias se materializaron en su mente casi de inmediato, y le sacaron una sonrisa. Pensó en la vida que dejó atrás. Y a quienes formaban parte de ella: Sus padres, cuyas muertes a causa de una infección parasitaria le impulsaron a estudiar medicina en la Universidad de Harvard; y su hermana menor, que había sido su motor y había disipado las nubes negras y cumplido un rol de luminaria en los días oscuros, atiborrados de altos y bajos. Pensó en el día de la graduación y en los cuatro meses posteriores; tiempo en el que laboró en un hospital general, donde se construyó una reputación intachable. Y en los otros dos meses, que se volvió bombero voluntario. Luego pensó cuando le notificó a su hermanita lo de la vacante en Bahía Aventura, y en su primera expresión. Su hermana se había puesto triste, naturalmente. Y él halló la forma de animarle. Prometió llamarle y escribirle a diario. Que jamás iba a dejar de ver por ella, y que algún día volvería, y que lo haría acompañado de una buena can que también le iba a querer así como él.
Regresó a la realidad. Se volvió hacia atrás, hacia el balcón. Desde ahí, contempló la ciudad que tenía a sus patas, bañada por la noche estrellada. Otra de sus costumbres, solo que ésta la había desarrollado ahí.
<<Es un hermosa ciudad —dijo para sí, como siempre—. Tengo mucha suerte de estar aquí>>
Un escalofrío causado por una ventisca le hizo llevar sus patas a su cuello y a su nuca. Cayó en la cuenta que dicha área estaba al descubierto.
—Será mejor que me ponga mi collar —musitó.
Se adentró a la gran sala de control. Cogió su collar. Se la colocó. Luego tocó el primero de los tres botones situados en el borde izquierdo de la placa. Y desactivó el modo silencioso. Se oyeron unos bip-bip, y una voz robótica le comunicó que tenía más de veinte llamadas perdidas. ¿Veinte? ¿Quién le habría llamado? Estaba a punto de soltar ladrido y marcar al número que había tratado de contactarle, cuando recibió una nueva llamada. La atendió.
—¿Diga?
Una voz femenina.
—Ah, ¡Jill! ¡Hola! Oye, si es por lo de las llamadas perdidas, te explico que.... Aguarda. Aguarda un segundo. ¿Qué dices?
La voz, que se oía desesperada y consternada, le dijo lo que estaba pasando, con todo lujo de detalles. Ahora suplicaba por ayuda.
—Un segundo, Jill —le dijo con serenidad, en un intento de calmarla—. Primero tienes que guardar la calma, ¿sí? Solo cálmate. Cálmate.
—¡¿Cómo quieres que me calme?! —atronó la voz a través de la placa—. ¡Te acabo de decir que mi jefa no se encuentra nada bien! Le duele bastante el pecho. Y no para de expectorar sangre.
El corgie, algo avergonzado, carraspeó.
—Bueno, yo...
—Por favor, Jhon —suplicó la fémina—. Sólo ven aquí y ayúdame.
Se recompuso. Recuperó su ánimo. Habló con neutralidad y profesionalismo.
—No te preocupes, Jill, iré para allá en seguida. ¡No hay trabajo difícil para un Paw...!
—¡Deja esa chorrada teatral y apresúrate en venir, ya!
Pausa corta. Y la llamada finalizó.
El corgie se encaminó hacia uno de los casilleros del fondo. Abrió el suyo y sacó toda su indumentaria: su uniforme de paramédico y su mochila. Luego corrió hacia la rampa, se dejó caer y, tras recorrer las tres espirales, llegó a aterrizar directamente en el asiento de su caseta que, poco a poco, se transformó en una ambulancia de gran tamaño. Hacía mucho que Ryder y Rocky habían modificado los vehículos de todos y los habían hecho más espaciosos.
Estaba listo. El motor encendido. Cogió el timón y pisó el acelerador. Fue ahí cuando no lo vio venir. El vehículo se desplazó a la izquierda, y el choque de metal contra metal causó un estruendo bajo.
—¡Rayos! —expresó Jhonny al tiempo que daba un rápido vistazo al lateral de la caseta de Zuma. Rezó porque el labrador no advirtiera la destacable abolladura. Y tomó nota mental de solicitar a su regreso una nueva revisión del vehículo.
Volvió a encender el motor. Retrocedió, dio un giro hacia la derecha y, en un cerrar de ojos, descendió por la ruta asfaltada, recorrió el puente colgante y se dirigió hacia el área norte de la ciudad, hacia la calle Francis Gören.
.............
Chase y Skye se hallaban sentados bajo un gran manzano que, dentro de poco, cumpliría siete años de antigüedad. Skye miraba atentamente el cielo estrellado e iba soltando los nombres de las constelaciones que iba encontrando, mientras que Chase, en cambio, tan solo se limitaba a escucharle. Le agradaba su voz suave. Pero cuando se hicieron audibles las sirenas de emergencia, la conversación cesó. El ambiente tranquilo murió. Y un ceño fruncido apareció en el rostro del oficial al tiempo que su mirada se perdía en la lejanía.
Skye lo notó.
—Oye, Chase...
Nada.
—¿Chase?
Silencio.
—¿Chase? Chase... ¡CHAAAASSSSEEEE!
—¿Ah, qué? —dijo él desconcertadamente. Se volvió hacia su amada, hacia su expresión de desconcierto y enojo—. Oh, lo siento mucho, Skye. No fue mi intención ignorarte. Es solo que... Bueno, no es nada en realidad.
Skye le sostuvo la mirada por brevedad.
—Amor, no me mientas —solicitó ella, adoptando un tono suave y mostrando ahora una sonrisa fugaz—. Está claro que estás molesto.
—¿Yo? —dijo el can, fingiendo incredulidad—. Para nada. ¿De donde sacas eso?
—¿De verdad quieres que te conteste?
Silencio breve.
—No —respondió. Y soltó un suspiro largo.
Skye le tocó el hombro derecho.
—¿Se trata de Jhonny, verdad?
Asintió despacio.
—¿Y quieres hablar sob...?
No terminó, ni fue necesario, pues Chase ya meneaba la cabeza hacia ambos lados.
—No puedes seguir así.
—¿Qué quieres decir?
—Molesto, amargado.
—Ah.
—Nada de <<Ah>>. Y seamos claros de una vez; no te agrada Jhonny —sentenció Skye—. Jamás lo quisiste, y sigues sin quererlo. Y solo porque piensas que reemplazó a Marshall. ¿O me equivoco?
Él se le quedó mirando, inexpresivo.
—Sí, tienes razón. ¡Pero yo...!
—Baja tu tono.
Bajó el tono.
—Perdón. No quise gritar. Es solo que... con tal solo escuchar el nombre de ese... ese... ese intruso, de ese novato, no puedo evitar ponerme así. Molesto y amargado. Como tú has dicho. Sé que no es excusa, pero al verlo, me invade la rabia.
—Pero no tienes por qué estar así...
—Para ti es fácil decirlo. Tú proceso de duelo fue rápido. Pero el mío, no. Y el hecho de que otro ocupe el puesto que era de... de... —Pausa—. Simplemente, solo... solo... solo no puedo. No puedo aceptarlo. —Y bajó la cabeza.
Skye le miraba atentamente.
—Amor —habló otra vez, con tono suave pero firme—, sé que no debería decirlo, pues sé que ya lo has escuchado muchísimas veces en las terapias. Pero al ver como estás, lo haré: ya es tiempo de aceptar la partida de Marshall. Completamente. Y con aceptar no digo olvidar. Marshall era nuestro amigo, y nuestro hermano de corazón. Y solo porque otro vino a tomar su puesto, no significa que Marshall pase a convertirse en un fantasma del pasado y ya. ¡Ah! Y para que conste, mi proceso tampoco fue fácil. ¿O qué? ¿Acaso piensas que eras el único que lloraba en las noches por lo de su muerte?
La cabeza de Chase se levantó.
—¿Tú también?
Ella asintió. Sus ojos magenta estaban algo vidriosos. Se pasó una pata por encima.
—Y cuando Ryder nos dijo que otro vendría... —prosiguió Skye—, no mentiré, sí sentí una punzada en el pecho. Y me mostré reacia a la idea, en silencio. Pero luego comprendí que tan solo era mi yo interior que trataba de proteger el recuerdo de Marshall.
—¿Y cómo fue que...?
—Simple. Lloré a mares, hasta al cansancio, hasta sentirme vacía. Luego fui a la playa, medité y hablé con el océano durante horas hasta que, finalmente, comprendí que, en la vida, van a suceder cosas nuevas, imprevistas e inevitables, para bien o para mal. Y el hecho de que otro viniera a tomar el puesto de Marshall, no significaba que tendría que olvidarme de Marshall. Sino todo lo contrario, llevarlo conmigo en espíritu (pues él está ahí con nosotros, cuidándonos desde el cielo), y esparcir su legado compartiendo sus aventuras con otros. Y hoy en día, lo sigo haciendo. Antes de que llegaras, le contaba a Jhonny de la vez que Marshall y yo nos vimos obligados a superar nuestros miedos para ayudar a Alex para con su visita al dentista.
Chase asintió.
—Ahora lo entiendo —comentó en voz baja. Luego miró a Skye—. ¿Me perdonas?
—¿Por?
—Por decir que tu duelo no era como el mío.
Skye le miró por segundos antes de sonreír y regalarle un fuerte abrazo.
—Por supuesto que te perdono, tonto.
Él correspondió el abrazo.
—Te prometo que trataré de aceptar los cambios que las vida nos ofrece.
—Y que nos ha ofrecido —añadió Skye.
—¡Claro!
—Perfecto. —Aún sonriente, se separó del abrazo—. Y con respecto a Jhonny...
<<Ay, no>>
—... deberías dejar de llamarlo novato. Y aceptarlo como un miembro más. Y darle una oportunidad. Te caerá bien. créeme.
—Pero...
—Nada de peros, ya lo prometiste.
—Pero...
—Hazlo por mí ¿si? —dijo Skye, mientras ponía su cara de cachorra tierna. Sus ojos magenta brillaban con intensidad.
—Este yo..., yo...
—Por favor —siguió Skye con la manipulación.
—Ah, rayos —resopló Chase, vencido—. Está bien. ¡Está bien! Lo pensaré.
La cockapoo lanzó una risilla por su pequeña victoria.
—No lo pienses. Hazlo —ordenó Skye—. Por cada minuto que pasa, estás dejando la oportunidad de obtener una nueva amistad. —Breve pausa. Paseó la mirada hacia arriba—. Quién lo diría, ¿eh?
—¿Qué cosa?
Ella señaló por encima de sus cabezas.
—Este árbol cumplió siete años.
Él levantó la vista también.
—Sí, tienes razón. Siete años.
—Siete años desde... desde...
Dejó escapar un estornudo.
—Salud, Skye.
—Graci...
Dos estornudos más. El segundo resonó con mayor fuerza.
—Parece que me enfermé de algo —dijo, moqueando. Se pasó una pata por la nariz—. Desde que salí del restaurante, me he sentido un poco mal.
—Debe ser el frío —aventuró Chase—. En la televisión dijeron que, hoy y mañana, las temperaturas iban a descender mucho.
Skye asintió. Aquella idea parecía tener sentido.
—Pero como iba diciendo, tú tienes que...
Nuevo estornudo, seguido por tres más.
—Maldita peste —dijo Skye con voz ronca.
—Dirás resfriado.
—Cómo sea, el hecho es que ahora estoy moqueando. Y siento escalofríos. Será mejor que entremos al Cuart...
Cortó. Otro estornudo. Hubo un ligero balbuceo y una breve pausa.
—¿Skye?
—Chase, yo...
Sintió un ligero mareo.
—¿Te sientes bien?
Ella lo negó con la cabeza.
—Creo que algo que comí me cayó mal.
Se puso una pata sobre la frente.
—Y creo que tengo fiebre.
Ahora fue Chase quien le tocó.
—Más que eso, ¡estás ardiendo en temperatura!
—Chase, yo...
Más balbuceo. Más pausas. Más mareos. La cabeza ladeaba de un lado a otro.
—No me siento bien.
—Iré por Ryder, él sabrá que hacer.
Entonces oyó la toz, que le frenó. Y la sangre, que salió como un proyectil de esa diminuto hocico y que le había ensuciado el uniforme y la placa, obligó a Chase a ponerse absorto.
—¿Estás...?
—Chase, no... no puedo.... no poder.... poder... mover.... mo-mover...
Y entonces, guardó silencio. Sus ojos rosados se pusieron en blanco total y, acto seguido, cayó sobre la hierba. Chase, ahora apanicado, se acercó y le agitó un poco. Habló desesperado:
—¿Skye? Skye, háblame, por favor. ¿Skye? ¡Skye!
No hubo respuesta. Ni movimiento. Tan solo una respiración que, por cada segundo, parecía hacerse más apresurada. Otra cosa. De la nariz pequeña de su amada, comenzó a salir un fino hilo de sangre que, por cada segundo que pasaba, adquiría mayor volumen. Suficiente. No podía ir por Ryder. Tenía que actuar ya.
Con rapidez y cuidado, colocó el menudo cuerpo de su novia sobre el lomo y, acto seguido, emprendió carrera hacia su vehículo patrullero. Veinte segundos después, se encontraban dentro del mismo. Chase encendió el motor, abandonó el Mirador y apresuró en dirigirse hacia el Hospital General Marshall Memoriam.
.............
Habían pasado diez minutos desde que Joshua Porter tomó su ASPIRINA. Estaba sentado delante de la barra. Aún con una mano sobre el pecho. El dolor no se había apaciguado, sino todo lo contrario. Estaba bien presente, y se había vuelto mucho más intenso durante los últimos tres minutos. También había comenzado a toser y a sentir molestias en la garganta, y a sentir calentura.
Logan, que estaba a su lado, le dedicó una mirada de preocupación.
—Despacharé a todos y lo llevaré a un hospital. No se ve nada bien, señor.
No dijo nada. Tan solo asintió.
—También llamaré a su nieto.
—Salió hace rato —habló por fin Joshua Porter, con voz algo carrasposa—. Y no llevó el móvil. Pero sé donde está. Fue a ver a Livy. T-Tengo el número de su casa, está apuntado en mi agenda.
—De acuerdo —dijo Logan—. Primero haré esto. Y luego llamo a Alex. Deme dos minutos. —Joshua Porter asintió.
Logan salió al exterior, y pudo sentir nuevamente el golpe de las frías ventiscas directamente en la cara. Recordó lo que habían dicho en la televisión sobre el cambio climático. Y se arrepintió de no haberse traído siquiera un gorro de lana, una bufanda o, al menos, un par de guantes. Le pareció oír a lo lejos un par de sirenas, pero no vio ningún vehículo cerca. Se acercó a las mesas, una por una, y les explicó a los comensales que, por una <<situación de emergencia>>, tenían que cerrar temprano. Cuando terminó de despachar al gordinflón que ocupaba la cuarta mesa, se encaminó hacia al fondo, hacia la pareja extranjera. Seguían charlando con la misma emoción. Y no se quitaban la vista enérgica que tenían clavadas entre sí. El hombre dijo algo y la mujer soltó una risilla. Él alzó la copa.
.............
—¡Salud! —dijo el hombre, de nombre Christo.
Ella le imitó.
—¡Salud! —dijo ella.
Se llevaron las copas a la boca y se bebieron el zumo de manzana. Tenía un sabor a dulce. Con un toque de acidez.
—Está deliciosa —comentó ella, sonriendo—. ¿De donde crees que sea?
Christo dejó la copa en la mesa. Luego cogió la botella y leyó la etiqueta.
—Producido por <<Yumi & Al>> y empaquetado en Bahía Aventura.
—¡Increíble! Esta ciudad me está gustando mucho más.
Christo le dedicó una mirada rápida pero discreta. Y pensó que, aún con ese uniforme holgado anaranjado, se veía hermosa bajo la luz de la luna. Dios, como amaba a esa mujer. Amaba todo de ella. Su cara, su sonrisa, su risa, su personalidad curiosa y extrovertida, hasta su nombre. Nicol Montenegro. Él y Nicol eran nativos de Lima, capital de Perú, y crecieron en el mismo distrito, pero jamás llegaron a conocerse cara a cara hasta que llegaron a Seattle a mediados de junio de ese mismo año, a solicitar empleo en <<LIMPIEZAS ARMSTRONG>>. Fueron contratados de inmediato. Y debido a la naturaleza del empleo, viajaban juntos de un lugar a otro.
Entablaron amistad, pero él se había enamorado. Siempre quiso revelarle sus sentimientos. Y precisamente hoy, se había dado la oportunidad.
Cuando la limpieza en Adventure Beach había culminado, y luego de que el jefe les había ofrecido una ronda de copas a todos los involucrados, Christo tomó a Nicol de la mano, y le propuso mejor ir a cenar a un restaurante. Ella aceptó. Ya en el lugar, pidieron lo mejor de la carta. Mientras aguardaban, Cristo fue un momento al tocador. No habría tardado diez minutos. Pero cuando regresó, vio que el ambiente del restaurante había cambiado. Ánimo y alegría. Hizo preguntas a un comensal que ya iba de salida, y descubrió que un cachorro, un tal Chase, le había pedido matrimonio a su pareja, Skye, que a posteriori fue establecida en una mesa, donde le pusieron una pizza gigantesca que ella solita consumió.
Al oír esto, Christo se sintió motivado. Se armó de valor y le confesó sus sentimientos a Nicol. Sentimientos que fueron correspondidos, pues ella admitió, también, que estaba enamorada de él desde el primer día que lo vio, pero que tenía miedo de confesar.
Christo y Nicol terminaron el brebaje con sabor a manzana. Se miraron con ternura. Iban a besarse cuando el camarero hizo aparición.
—Lamento ser inoportuno —empezó a decir con educación—, pero me temo que vamos a cerrar temprano por hoy. Hubo un inconveniente.
—Oh, vaya. Lo lamento mucho —dijo Nicol.
—Mas lo siento yo por arruinar su velada.
—Nah, no se preocupe —dijo Christo. Él y Nicol se levantaron al unísono—. ¿Cuánto es, mi estimado?
—Son cuarenta y cinco dólares más propina.
Christo metió una mano en su bolsillo y sacó su cartera. Nicol comenzó a estornudar.
—Salud —le dijo Christo.
—Graci... ¡Achú! ¡Achú! —Y bajó la vista.
—¿Estás bien?
No respondió. Sorbió por la nariz, con fuerza. Christo le pasó una servilleta limpia.
—Creo que pesqué un resfriado —comentó con voz ronca. Volvió a estornudar y ensució toda la servilleta. Christo le puso una mano en la frente.
—Estás ardiendo, Nicol.
—Será mejor que le lleve a casa, señor. Y cuanto antes, mejor —le aconsejó el camarero al tiempo que daba un paso hacia atrás. No quería enfermarse también.
Christo sacó los billetes.
—¿Lo recibe usted o...?
—Déjelo en la mesa, ya luego lo recogeré.
Los billetes fueron depositados en la mesa. Christo y Nicol se tomaron de la mano y se encaminaron a la salida. Sin embargo, dos pasos después, se detuvieron. Y Nicol volvió a estornudar. Tras el cuarto estornudo, un hilo de sangre comenzó a escaparse de sus fosas nasales.
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Addie Sparks se adentró con dificultad en el compartimiento espacioso del ambulancia. El corgie de prendas rojas que había ido a socorrerle, y que se había presentado como Jhonny Sinclair, o simplemente <<John>>, le pidió amablemente que se recostase en la camilla, a lo que ella obedeció. Una nueva opresión en el pecho le hizo recostarse del lado izquierdo. Fue entonces cuando, sin previo aviso, dejó escapar un fuerte acceso de tos. Una considerable cantidad de fluido rojo emergió desde lo más profundo de su garganta, ya agarrotada y lacerada por los ataques de tos previas, y llegó a parar en medio del monitor de signos vitales, que estaba apagado. Ahora, advirtió algo nuevo, algo que le hizo llevar una mano a la garganta. Le estaba costando respirar.
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Jhonny Sinclair se metió dentro. Sacó y encendió un diminuto tanque de oxigeno, y colocó la mascarilla sobre la boca y la nariz de Addie.
<<Debe tratarse de una infección de TBC no diagnosticada>>, fue lo primero que pensó. Pero luego observó algo raro. Algo infrecuente, algo insólito, algo que le hizo dudar de su diagnóstico y que por poco le hace perder la objetividad. Fue la sangre. Ésta había vuelto a hacer aparición, pero esta vez había adquirido un tono más oscuro y había comenzado a escaparse de la nariz diminuta de Addie. Luego fue de la oreja derecha. Y tampoco faltó mucho para que ambos ojos la lagrimearan. ¿Qué rayos? Por si eso fuera poco, también fue testigo de como comenzaron a materializarse extraños puntos marrones en su cutis. Tres en la mejilla derecha de Addie, dos cercanos a la comisura derecha de sus labios, y uno en la frente. Pequeños al inicio, casi minúsculos, menos de un centímetro. Pero después de cinco segundos, cada uno creció hasta alcanzar tres centímetros y medio de diámetro, incluso adquirieron un tono de color mucho más oscuro como la brea. Agitó la cabeza un par de veces. Y de inmediato volvió a analizar todos los elementos, y puso a su cerebro a trabajar. Pensó en la bacteria del ántrax, claro. A fin de cuentas, es una enfermedad infecciosa causada por la bacteria Bacillus Anthracis. Un zoonosis, que rara veces afectaba a los humanos, y su sintomatología concordaba a la perfección con la que presentaba su Addie. Sí, exacto. Eso debía ser. Entonces, lo único que la ayudaría sería una pronta administración de ciprofloxacino, un poderoso antibiótico que no tenía en su repertorio del botiquín, pero que sí estaba presente en la farmacia del Marshall Memoriam.
Tenía que ir allá cuanto antes. Tras asegurar la mascarilla, se volvió hacia las puertas. Se sorprendió al ver a la shih tzu en el umbral.
—¿Qué haces?
—Voy con ella —contestó.
Él se le quedó mirando. ¿Había oído bien?
—No voy a dejarla —dijo con tono de voz firme al tiempo que pasaba a su lado y se colocaba junto a Addie, y le cogió la mano derecha—. Iré con ella —añadió, mirando otra vez a Jhonny.
Él miró a Addie, luego a Jill, luego otra vez a Addie, y otra vez a Jill, cuya mirada decidida no cambió. Y asintió. Una voz en su interior comenzó a resonar dentro de su cabeza y le dijo que no se había equivocado, que Jill era un alma buena y que, algún día, se convertiría en una excelente doctora.
—Iremos al Marshall Memoriam —le informó, y le aconsejó que se agarrara fuerte, pues iban a emprender una carrera. Salió y cerró las puertas. Se metió a la cabina, encendió el motor al tiempo que activaba las estruendosas sirenas, y avanzó con dirección norte. Para cuando hubo llegado al final de la calle Mary Kellerman, torció a la derecha y tomó ahora la desértica calle Urías. Cogió el radio.
—Despachador... —empezó a decir a través del aparato, sin apartar la vista del camino—, esta es la unidad MC2880. Jhonny Sinclair, Paw Patrol. Me encamino al Marshall Memoriam en este momento. Traigo conmigo a una mujer que...
—¡Jhonny! —le interrumpió una voz al otro lado del radio—. Me alegra mucho oír tu voz. A que no adivinas lo que está pasando.
Él le cortó.
—Lo que quieras decirme, Rachel, me lo dices después. Ahora ando necesitado. Me dirijo al Marshall Memoriam. Y traigo conmigo a una mujer que presenta un cuadro clínico bastante... inusual.
—Define "inusual".
El corgie se lo dijo. Y le describió toda la sintomatología.
—¿Hemorragias... y manchas negras?
—Exacto —confirmó Jhonny—. Pienso que puede tratarse de una posible infección por ántrax. Así que tendrán que preparar una dosis de ciproflo...
—Lo lamento, Jhonny —le cortó Rachel—, pero no es ántrax.
—¿Cómo no? La sintomatología encuadra perfecto y...
—Lo sé, lo sé. Pero me temo que no es eso, y tan solo has visto el comienzo.
—¿El comienzo? —repitió Jhonny, intrigado—. Habla claro, Rachel, por favor. ¿Qué es lo que sabes?
Breve momento de silencio.
—¿Rachel?
—Lo sabrás cuando llegues —se limitó a responder antes de colgar.
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Chase Schülze rodeó un Volkswagen amarillo que iba a paso de tortuga y escupía humo por montones. Y, por primera vez en su vida, maldijo los límites de velocidad para circular por determinadas calles y carreteras que siempre había respetado y hecho respetar, y no se sorprendió. A fin de cuentas, en aquel momento ya no era un miembro de la ley apegado a cumplir las reglas, ni el capitán condecorado de la única estación de policía de Bahía Aventura, sino un can como cualquier otro. Un civil tras el volante que manejaba como si estuviese involucrado en alguna carrera callejera sin importarle causar algún accidente de tránsito, pero, y antes que todo, era un macho enamorado, desconcertado y asustado, al que le consumía la angustia y la desesperación por arribar cuanto antes al lugar donde le brindarían ayuda a su amada, que se encontraba a su lado, todavía sin despertar. Y sin parar de sangrar. Continuó el trayecto. Divisó dos vehículos más adelante, que se desplazaban casi a la misma velocidad que el primero. Los rodeó sin chistar y, ahora, colocó más peso sobre el pedal del acelerador. Ojeó los alrededores. Árboles bien cuidados. A través de los del lado izquierdo, divisó algo claro, algo enorme, algo azul. Agua. Agua cristalina sobre la que se reflejaba la luna y las estrellas. El lago Lake View. Desvió la vista hacia la derecha. Y tuvo tiempo de ver un letrero que ponía: <<MARSHALL MEMORIAM>>.
Ya estaba cerca. Dedicó un vistazo rápido a la cockapoo. <<Ya falta poco, mi amor>>. Doce metros más adelante, redujo la velocidad. Giró a la derecha y ahora tomó un camino que iba en curva, con forma de media luna abierta. Como si fuera una letra <<C>> invertida.
A mitad de camino, frente al gran edificio, y a un lado de la estela de ambulancias vacías, aparcó. Tocó el claxon una docena de veces hasta que advirtió movimiento por detrás de las puertas de cristal. Dos hombres y una can, envueltas con prendas blancas, estaban por salir. Chase soltó un <<¡Vengan, rápido!>>, y se inclinó sobre Skye, cuya respiración se había vuelto algo entrecortada. De la nariz todavía salían más hilillos de sangre. Le desabrochó el cinturón de seguridad.
—¿Capitán Chase? —inquirió la can con fuerza, extrañada. Las dos figuras que tenía detrás se mostraban igual—. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Y por qué hace tanto ruido?
—¡Los reclamos para después, Rachel! —se limitó a decir Chase. Señaló a Skye—. Tienen que ayudarla —añadió—, se ha puesto mal. Perdió el conocimiento hace varios minutos. No ha dejado de sangrar y ahora parece que le está costando respirar.
Rachel se volvió hacia los que tenía detrás. Uno de ellos, el alto, regresó por una camilla. El bajo acompañó a Rachel hacia donde estaba el vehículo. Cargó con cuidado a Skye, y la acostó en la camilla que ya había llegado. El alto le colocó una mascarilla de oxígeno.
—Hay que estabilizarla —ordenó Rachel al tiempo que la camilla era trasladada hacia las puertas de cristal—. También quiero que recolecten una muestra de sangre y la envíen a laboratorio.
Ambos hombres soltaron un <<de acuerdo, jefa>> al unísono.
Chase estaba tras ellos, a mitad de camino cuando, de repente, algo le hizo pararse en seco y levantar las orejas. Muchos no lo sabían, pero lo de las orejas era un indicador de que se había puesto en alerta; una reacción que le salía tan natural debido al estricto entrenamiento que había recibido en la academia. Agudizó la audición. Y prestó atención. Diversos ruidos. No tardó en identificarlos. El rugido de un motor, ruedas gruesas chirriando sobre el asfalto y un par de sirenas. Y un claxon, que alguien presionaba con frenesí. Y que parecía resonar con mayor fuerza conforme transcurrían los nanosegundos. Se volvió hacia la derecha y, rápidamente, observó el vehículo aproximándosele. Naturalmente, dio un salto hacia atrás. El vehículo siguió con su trayecto hasta detenerse a dos metros a la izquierda de donde estaba Chase.
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Jhonny aparcó a escasos metros de la entrada de EMERGENCIAS. Se apeó y, al tiempo que se encaminaba hacia la parte trasera del vehículo, advirtió la presencia de una figura canina. Le estudió la cara y no tardó mucho en determinar que el otro le miraba con incredulidad.
—¡Chase! —llamó Jhonny—. Qué bueno que te veo, necesito que me ayudes.
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Chase, todavía incrédulo y ligeramente molesto, abrió el hocico pero antes de soltar pregunta, el corgie ya le había dado el lomo. Abrió las puertas. Y se metió dentro del compartimiento, de un salto. Chase se acercó a paso rápido. Y cuando estuvo lo suficientemente cerca, a menos de medio metro, vio dos presencias. Una cachorra de raza shih tzu y una mujer. La mujer yacía recostada sobre la camilla. No le pudo ver bien la cara como para realizar una identificación. Pero por como la shih tzu le hablaba, le quedaba claro que esas dos eran dueña y mascota. No, más que eso. Madre humana e hija canina. Quiso preguntar. Pero desistió de hacerlo. Se limitó a observar. Jhonny estaba ocupado. Estaba de cara, ante un tablero ubicado en el centro de la pared derecha, presionando una serie de botones. Eran nueve botones. Todos con números impresos. Y Jhonny los presionaba de tal forma que parecía ser un extraño patrón que él solo conocía. <<Uno. Uno. Dos. Tres. Cinco. Ocho. Uno. Tres. Dos. Uno. Tres. Cuatro>>.
Se oyó un ruido metálico.
Bajó la vista, hacia la ranura que hasta hace poco quedaba oculta por las puertas cuando estaban cerradas, y de la que, poco a poco, emergió una especie de tablero de metal de noventa centímetros. El tablero se detuvo y el extremo que daba al exterior descendió hasta tocar tierra, formando así una rampa.
<<Increíble>>.
El corgie le llamó para que le ayudase. Agitó la cabeza y se adentró al compartimiento. El corgie estableció las posiciones. Él y la shih tzu irían a la cabeza, sujetando los laterales de la camillas. Y Chase, atrás. Ellos servirían de volante, y él empujaría. Se movieron de aquí a allá. Al tiempo que iba a su posición, Chase por fin vio el rostro de la mujer. Tenía una serie de ampollas negras y de la nariz, de la oreja derecha y de los ojos, emergían unos hilos de sangre, aún así, no tuvo problemas en identificarle como Addie Sparks, una maestra. Pero ¿por qué estaba así? Luego pensó en Skye. ¿Tendría lo mismo que ella? ¿Sería algo terriblemente serio que, ahora, habían dos casos? Apartó ese pensamiento. No era el momento. Ya entre los tres, cogieron la camilla y la movilizaron, con cuidado, a través de la rampa. Para cuando hubieron tocado tierra, no hubo receso. Jhonny les dijo que había que seguir. Y que debían acelerar el paso.
Mientras avanzaban hacia el edificio, Chase ya no pudo quedarse con las dudas. Se aclaró la garganta y preguntó:
—¿Qué fue lo que le pasó?
Jhonny Sinclair, que iba delante de Chase, agitó la cabeza, sin dejar de empujar la camilla.
—Tenía una idea hace un rato. Pero ahora... no estoy seguro —respondió.
—¿Y esas hemorragias?
—No sabría decirte.
—¿Y esas ampollas negras?
—Ni idea.
—Vaya —comentó secamente el pastor alemán, arrugando el ceño—. Y pensar que eres el experto en medicina.
—Estoy desconcertado, ¿vale? —espetó Jhonny, mientras le miraba de reojo brevemente—. Creí que era un infección por ántrax. Pero acabo de recibir información que ha echado de cabeza mi diagnóstico.
—¿Y entonces? ¿qué crees que pueda ser? ¿Una nueva enfermedad?
—Es muy pronto para decir eso —contestó—. Pediré que se realicen un par de pruebas y...
—¡Dejen de parlotear y sigan empujando la camilla! —exclamó la shih tzu, encolerizada. Y el muro de silencio se levantó entre ambos machos.
Las puertas automáticas se abrieron. Pero tras cruzar el umbral, Chase, Jhonny y la shih tzu fueron testigos de una escena horripilante, llena de dolor y agonía.
—What the hell? —musitó Chase, mirando a su alrededor sin entender muy bien lo que miraba.
En todos lados, había muchachos (casi adolescentes) y unos cuantos adultos que no paraban de quejarse de terribles dolores en el pecho y dificultad para respirar. La mayoría de los que estaban sentados, que curiosamente también presentaban las mismas ampollas en el rostro, así como en el cuello y los brazos, tosían y expectoraban sangre. Y el resto, que tenían pintas terribles, se levantaban, llevando las manos hacia sus gargantas. Luego daban unos cuantos pasos, se desplomaban de golpe, se ponían boca arriba, ponían los ojos en blanco y, de un momento a otro, comenzaban a convulsionar con violencia.
—What the hell? —preguntó ahora la shih tzu—. What the hell?
—No lo sé —contestó Jhonny, desconcertado—. No lo sé.
[12.452 PALABRAS]
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