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Prólogo


Año 1900 después de la gran guerra. Reino de Pravána, cuidad de Connak.

El reino de Pravána, era una de las más extensas tierras, habitada por los Indah que por milenios se habían dedicado a poblar diferentes continentes, colonizar tierras pobladas por los humanos y edificar cuidades y nuevos reinos.
La ciudad capital del reino de Pravána, denominada Connak, esa tarde veraniega deslumbrará en esplendor, las calles repletas de gente pueblerina danzando sin parar, acompañada de música, alimento y regocijo.

Ese día de fiesta se conmemoraba los 1900 años de victoria, en la cual los Indah salieron vencedores en su conflicto contra los humanos, donde los tres reinos aliados habían salido victoriosos y las rutas de trasportación cuántica habían sido destruidas y, ahora, ese pasado en el cual la especie humanoide mágica, Indah, entraba en conflicto continuo con la raza humana formaba parte de viejas leyendas.

El palacio real ubicado en el centro de la ciudad no era la excepción, desde el comienzo del día la sala principal se había llenado de comida, invitados de todo el continente, música armónica y humor traído de alguna que otra representación de obra teatral.

En esa ocasión, la realeza y la nobleza se había amontonado en la sala del trono, donde todos admiraban una de las muy populares danzas realizadas por varias de las damas personales del rey, que eran educadas en las artes, tal como su rol de femenina de buena posición en la corte lo dictaba.

Como era de esperarse, la esposa real no veía la actuación con buenos ojos, la mayoría del público expectante era masculino, la llenaba de una incomodidad tajante, el estar rodeada de hombres que parecían estar babeando por las mujeres como si se estuviera exhibiendo en una venta de bienes al mejor ganado.

Las danzarinas iban y venían a través del centro del salón; pisando con mucha delicadeza el piso de madera con sus zapatos de cuero, sus escotes pronunciados, mostrándolos en un notorio intento de llamar la atención y sus vestidos llenos de lentejuelas brillaban con la luz del sol de la tarde filtrándose por las tres gigantescas ventanas.

Al final del acto el público estalló en aplausos y ovación, muchos de los hombres del público se desilusionaron al saber que únicamente podrían apreciar la belleza de las mujeres a la distancia, pues le pertenecían al monarca.
La reina, que recibía el nombre de Penélope, no era la única descontenta por la exhibición de las bailarinas exóticas, también lo estaba el gran invitado de su alteza, el joven Aitor Iberretxe, residente del reino de Iøunn, el cual había arribado esas tierras en calidad de enviado personal del monarca, Diácono Aldebarán, para hacer acto de presencia en el tratado de libre comercio marítimo que habían pactado ambas naciones.

—Espléndido, realmente espléndido, ¿No lo creé, señor Iberretxe? —dijo el rey, aplaudiendo el acto de las bailarinas mientras estas se inclinaban ante su rey.

—Sin duda, es magnífico, mi señor —dijo el iøunnadiano, tratando de no hacer notar su incomodidad.

—¡Una obra maestra! —exclamó el rey con júbilo—. Estoy seguro de que ninguna mujer iguala la belleza de estos ejemplares, por excepción de las Iøunnadianas claro, estoy seguro de que sus mujeres también son encantadoras.

—Es usted muy amable, majestad —dijo Aitor, haciendo una ligera inclinación de cabeza en señal de respeto. Si bien las costumbres de los habitantes del reino Pravána le parecían algo vulgares, él estaba orgulloso de ser un representante de su reino elegido entre los nobles integrantes del consejo del rey Aldebarán.

—Esto es, definitivamente, el nuevo horizonte a la multiplicación de la economía en bienes —dijo el príncipe Ajax III, que en toda la reunión no había dicho ni una sola palabra, sin duda, heredo la templanza característica de su madre—. Es un gran regalo expandir nuevas relaciones pacifistas que llevaran a nuestros reinos a la prosperidad.
La reina se mostró satisfecha con su hijo, y sonrió ante esas palabras.

—Su majestad, ha olvidado algo de muy vital importancia —dijo Aitor Ibarretxe. El hombre hizo señas a uno de sus sirvientes y ellos se apresuraron a exhibir una hermosa caja de algarrobo ante los ojos de los reyes.

—¿Qué es? —preguntó el rey Ajax II.

—Un obsequio para vuestra excelencia —respondió el embajador—. Mi señor, el Rey Aldebarán, la eligió para usted.

Uno de los sirvientes extendió la caja, entregándosela al rey, la abrió muy ansioso, descubriendo que el regalo se trataba de una hermosa corona de laureles de oro puro finamente confeccionada.

—Es bellísima —alagó el rey, mirando cada detalle del símbolo monárquico de los Iøunnadianos.

—¿Puedo probarla, padre? —preguntó el príncipe, que lucía increíblemente fascinado con un objeto extranjero de tal valor.

—Por supuesto hijo mío, ¿Qué sería de un obsequio tan hermoso sin tener que usarlo?

El rey le entregó la caja que contenía la corona a su primogénito. El príncipe se sacó la diadema que adornaba su cabeza, tomó con delicadeza de ambas manos al preciado objeto y se coronó así mismo con tal preciado símbolo de gloria, honor y poderío entre los Iøunnadianos.

Los miembros de la corte aplaudieron e hicieron ligeras reverencias ante el príncipe con el estreno nuevo de corona.

El monarca ordenó que la celebración continuará; las bailarinas se hicieron presentes con sus atuendos lujosos y atrayentes bailando sin parar y otras doncellas vertían vino en la copa de los invitados.

Ajex II siempre había tenido un excéntrico gusto por las fiestas y, en esa ocasión, no se contuvo al unirse sin decoro alguno a un grupo de borrachos bebiendo licor.
El príncipe y la reina miraron semejante espectáculo con desaprobación, en sus rostros se leía la vergüenza pura de tener que lidiar con un rey que no mostraba decoro alguno, mucho menos ante la presencia del joven Iøunnadianos, Aitor Iberretxe.

En medio de semejante espectáculo, el príncipe, Ajax III, sentado en un trono junto a su madre, no paraba de rascarse el cuero cabelludo debajo de la corona. Hasta que, de forma imprevista, la corona de laureles dorados se tornó de un rojo intenso cuál rubí pulido. El desdichado príncipe dio un alarido alertando a toda la corte. Se levantó de su tronó y, dando tropezones, empezó a correr lanzando gritos por todo el salón del trono. Intentó con todas sus fuerzas sacarse el objeto de su cabeza, que, con cada segundo, sentía que se calentaba aún más.

Los guardias se apresuraron en socorrer al príncipe, intentaron tocar la corona, pero ellos se hicieron a un lado cuando sus manos fueron quemadas. El muchacho se movía de un lado a otro de la sala dando alaridos, siendo imposible de retener por sus súbditos.

—¡Ayuda!, ¡Sálvenlo! —gritaba la reina, corriendo en auxilio de su hijo, a pesar de que el vestido pomposo de varias telas no le permitía caminar.
La imagen dolorida del príncipe era pavorosa, parecía estar siendo torturado por demonios en el mismísimo tártaro. Penélope a duras penas alcanzó a su hijo y, con frenesí, procedió a despojar al muchacho de tal objeto maldito, la reina se quemó las manos en el proceso, pero sus intentos fueron en vano. El príncipe se alejó con violencia de su madre, dio un grito de dolor terriblemente agudo que hizo mover las ventanas y petrificó a los presentes, y, envuelto en muestras claras de agónico dolor, el desdichado muchacho cayó de cara al suelo; sus ropas lanzando un ligero humo.

—¡Hijo mío! —exclamó la reina asustada, corriendo hacia el cuerpo de su ser querido. Cayó al suelo, se aferró al cadáver del muchacho que estaba extremadamente caliente, miró el rostro de su hijo y lanzó un alarido de espanto cuándo se encontró la cara desfigurada del príncipe, ya no quedaba nada de ese agradable y jovial, su frente y cuello tenían restos de piel quemada desprendiéndose, tejido muerto, llagas y úlceras amarillas en su mejilla, las cejas y pestañas chamuscadas. Lo peor de todo eran sus ojos, estaban abiertos, hinchados, inyectados de sangre, con las córneas fuera de sus órbitas, y las pupilas blancas.

El rey se apresuró a entrar en escena, nadie se acercaba al cuerpo del príncipe, todos parecían estar en un trance, sin creer lo que acababa de pasar.

—Está muerto —murmuró entre dientes el rey.

La reina comenzó a temblar de forma compulsiva y, hecha un mar de lágrimas, abrazó el cuerpo quemado de su hijo, besaba su frente y acariciando sus mejillas desgarradas sin restos de piel sana.

—¡No! ¡No! ¡Mi bebé preciado! ¡No! ¡Mi hijo amado! ¡Mi razón de vivir! ¡Mi hijo! —gritaba la reina entre altos sollozos, sintiendo cómo su corazón, y alma, se partia en dos con la muerte del ser que más amaba en el universo.
El monarca bajó la cabeza, cohibidos por la pérdida de su heredero y la locura frenética de tristeza de su mujer.

Ese aparente sentimiento de melancolía fue sustituido por un implacable odio ante la persona que lo había provocado.

—¡Tú! —exclamó encolerizado el rey, apuntando con su dedo acusador al desconcertado Iøunnádiano invitado del monarca.

—¡Maldito traidor! ¡Maldigo a tu tierra y su población!, ¡Maldito sea tu rey! —el rey fuera de sí cogió de sus prendas una vara de metal cilíndrico con una empuñadura dorada, y cuando apuntó con esta al joven Aitor se transformó de forma inmediata en una espada de color bígaro.
El hombre extranjero quedo taciturno, sin poder creer lo que acababa de ocurrir.

—Pero... —tartamudeo espantado—, majestad... Yo....

—¡Te haré callar miserable de una vez por todas! —gritó el rey encolerizado y totalmente fuera de sí. En un ataque de furia y locura se abalanzó a su invitado, con su espalda de hoja plasmática en mano y, en un parpadeo, la espada penetró el pecho de Aitor Ibarratxe, el rey no retiro su espada del cuerpo del hombre hasta que sintió que traspasaba el corazón de su víctima.

El desdichado Iøunnadiano escupió sangre por la boca de manera compulsiva; sus ojos dolidos se cerraron y su cuerpo sin vida, finalmente, se desplomó al suelo, junto al trono ocupado por la familia real. El líquido carmesí fluía en el piso como la corriente de un río, el hombre perdió la vida. Sin embargo, no era suficiente, solo la cabeza del propio Rey de Iøunn traería satisfacción al encolerizado corazón del monarca.

—¡A partir de este día! —exclamó el rey a toda voz —, ¡seremos quienes harán justicia por la muerte de su príncipe!

Los miembros de la milicia presentes en el salón del trono levantaron sus armas y alzaron sus alabanzas en señal de absoluta concordancia.

—¡Los Iøunnadianos mataron a un Pravániano, un hijo de la casa real de Niseides, y su vida será cobrada con la de su gente!

Ajax II alzó su espada de energía plasmática acompañado de un alarido, rindiendo tributo a la deliciosa venganza, la muerte de su primogénito no sería en vano, quemaría hasta el último cimiento de su lujosa ciudad, esclavizaría a sus mujeres y niños, y perforaría el corazón de todos los miembros de la corte con su propia espada si era preciso.

La sala estaba inundada por una horda de gritos de venganza, llantos ahogados producidos por los de la propia reina que, seguía lamentando entre lágrimas y gritos, la pérdida de su hijo amado, se le sumaban las  lamentaciones de las damas de compañía, que intentaban calmar a su señora.
Todos entendían lo que se avecinaba, una batalla interminable para conquistar el reino Iøunnadiano. El destino de naciones esteras se había inclinado a un costado, por la dicha de obtener una venganza.

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