Capítulo XX: La boda
La princesa Aladed se encontraba de rodillas al suelo, sobre un almohadón. Estaba vestida con una simple túnica azul marino. Sus extremidades estaban totalmente rígidas, cuál estatua de mármol, sus ojos parecían estar perdidos en algún punto lejano, pues ese brillo que poseía su mirada se había esfumado, remplazado por frialdad y melancolía.
Una de las damas de compañía, una mujer de semblante astuto y porte noble, se dedicaba ávidamente a peinar las oscuras hebras del cabello de la princesa extranjera, colocar pequeñas flores blancas fragantes en su pelo, y trenzar su mechón de color azul.
En esos momentos la muchacha se cuestionaba así misma si se encontraba en alguna clase de limbo, todo le parecía tan ajeno a su presencia, desde el continuo hablar de algunas de las doncellas que salían y entraban de la habitación, hasta el aroma de muchas flores desconocidas a su sentido del olfato, sin embargo, el constante latido violento de su corazón delataba su estado viviente.
Un sudor frío recorría las palmas de las manos de la princesa Aladed. Era uno pegajoso he involuntario, uno que ella deseaba con todo su corazón que se detuviera, pero... ¿Cuál sería la posibilidad de acabar con aquella manifestación involuntaria de su cuerpo, cuando lo único que la embargaba era el miedo?
Ella se encontraba en una de las múltiples estancias del palacio, hogar de los miembros más importantes de la familia Aldebarán. Una habitación amplia y extensa, compuesta por un balcón que daba al jardín trasero, con muebles de roble, el piso alfombrado de un intenso color rojo, el busto de figuras históricas celebres decoraba gran parte de alguna de las mesitas, el techo era sostenido por dos firmes pilares, en cuya superficie se tallaron la imagen de rosas repletas de espinas, las paredes finamente tapizadas, y largas cortinas blancas, siendo agitadas por el viento.
La joven princesa no se encontraba sola, pues varias muchachas nobles entraban y salían de la estancia, algunas de ellas trayendo ejemplares de tela, maquillaje, perfumes, incienso, joyas y pequeñas coronas de laurel. Muchas de ellas cuchicheaban a espaldas de Aladed, y ella sabía muy bien que su persona era el principal tema de discusión.
Tales reacciones, producidas por su presencia, a nobles damas cuya identidad ella desconocía por completo provocaba que un temor supurante en su interior, en oleadas constantes de incertidumbre, en esos momentos, el abrazo y las cálidas palabras de una amiga le hacían falta, por desgracia para ella, desde el momento en que piso el palacio de la familia real, se le negó la entrada a Divya, su más leal amiga, el menor de los príncipes, un hombre que resulto agradable a simple vista con un acento Iøunnadiano muy marcado, la recibió a ella, a su padre y a su comitiva; sin embargo, al detectar la falta de flujo de energía cósmica en el cuerpo de la joven mestiza se le prohibió la entrada. Desde luego, Aladed insistió con las palabras más amables y suplicantes que se le permitiera ingresar a la joven, incluso la misma Divya, en un ataque de cólera por separarla de su señora, empezó a lanzar maldiciones he insultos de todo tipo. Él aseguró con pesar que las leyes sagradas de su ciudad no permitían el paso a humanos o mezclas entre humanos he indahs, ante esta indignante y a su vez sorpresiva sentencia, Aladed se vio obligada a dejar a su amiga al cuidado y protección de las criadas encargadas de las labores de cocina y limpieza, cuya sede se encontraba fuera de las paredes y muros de los preciosos aposentos habitados por los nobles.
Antes de separarse, Divya le susurró palabras que pretendían dar consuelo y bienestar a la joven, la abrazo con fuerza, besó su frente y le aseguro que estaría al pendiente de recibir noticias suyas de boca de las empleadas del palacio.
Las palabras de su amiga, repletas de expresiones de un cálido bienestar sobre su persona agradaron a la princesa, tal era las firmezas de tales palabras que después de su ausencia a puertas del palacio se sintió menos temerosa y tímida para hablar con el príncipe Endimión; sin embargo, tal valor se esfumó con la misma rapidez con la que arribó a su corazón al enterarse de que, debido a la condición noble de la joven y a las reglamentaciones que impedían la participación activa de humanos y mestizos no podría visitar a su amiga, eso no era todo, ante los Iøunnadianos se celebraría una unión cuya razón de existir dependía de la unión de dos culturas, en ese caso, la boda y la fiesta serian un ritual puramente basado en las tradiciones iøunnadianas, mientras que la noche de bodas y las características de autoridad plena del marido sobre su esposa serian propio de las tradiciones de Rhiannon.
Antes tales declaraciones dichas por su anfitrión y corroboradas por su padre, quien había estipulado con el rey de Iøunn tales rituales, Aladed no pudo más que quedar perpleja, sin embargo; no levantó la mínima protesta, se dedicó a comportarse de una manera gentil y reservada, con ese aire de sumisión directa tan característico de las mujeres en Rhiannon.
El velo que portaba Aladed mantenía oculto por completo las facciones de su rostro, solo un pequeño corte horizontal en la tela del manto permitía que sus ojos fueran expuestos a la vista de su entorno, ella esperaba que tal circunstancia en los ropajes propios de su cultura no ofendiera a los Iøunnadianos. Ella observaba como las mujeres de Iøunn portaban vestidos bien ceñidos al cuerpo que no se esforzaban por ocultar las piernas de las mujeres y túnicas que dejaban al descubierto sus brazos bien definidos. Aladed no era ignorante en cuanto a la cultura de los países extranjeros, de pequeña fue educada para conocerlas, a pesar de aquello temía que la gestualidad en su comportamiento reservado y su vestimenta, que la cubría de la cabeza a los pies, fuese un gesto ofensivo para los habitantes de Iøunn, los Edénitas, y se viera en la incómoda necesidad de vestirse a la usanza de las mujeres propias de esa nación.
Sin embargo; para el alivio de la princesa, cuando fue presentada en la corte, ― Aladed se sintió aliviada eh inquieta, al ser informada que, por ley, no vería a su prometido antes de la boda― tanto el Rey como la reina no realizaron ninguna clase de comentario despectivo a sus costumbres, ante los ojos de la joven Aladed, ambos monarcas reflejaban majestuosidad y autoridad, el porte del rey era austero con un aura de superioridad que intimidaba a la muchacha, a pesar de aquello logro mantener la compostura de sus miembros rígidos por el temor, ella se expresó ante sus futuros familiares con completa amabilidad y obediencia, ganando así la bendición para la boda.
Esa etapa de su estadía en ese nuevo mundo estaba completa, tratar con el rey de Iøunn era similar a tratar con su padre; podía lograrlo bajo un marco donde se repetía así misma, palabras de aliento, en cuánto a la reina, ella no habló demasiado, pero su mirada fría y penetrante hacía temblar las delgadas extremidades de Aladed.
A pesar de la aparente personalidad cálida de quien sería su futuro cuñado, no podía garantizar que el hermano mayor portara tan buen temple, la princesa no podía dejar de cuestionarse en un ciclo eterno las características de su futuro esposo, tenía ciertos indicios sobre su edad, sobre el tipo de energía que lo caracterizaba― conocer que portaba la energía Arete la inquieto― sin embargo; era ajena a sus cualidades morales, su carácter y personalidad, incluso se le fue negado ver un retrato de él.
Tal situación, acompañada de la falta de su amiga y los rápidos preparativos para la boda, generó en Aladed un estado catatónico desesperación.
A lo largo del día apenas hablaba, tenía que reunir toda su energía para formular oraciones coherentes y, cuando las palabras salían de su boca lo hacían en un tono apático, como si estuviera murmurando en el interior de una caverna.
A finales de presentación ante los monarcas, y de un pequeño paseo por el jardín organizado por una de las damas de compañía de la soberana de Iøunn, la princesa Aladed comenzó a ser preparada para la boda, que acontecería antes de atardecer.
―Trate de relajarse, mi señora― dijo la dama que peinaba la larga cabellera de la princesa ―. Si está nerviosa, la experiencia no será agradable.
Un escalofrío le recorrió la espalda a la joven de Rhiannon ante tales palabras. No era una niña ingenua para no poder discernir la cruda verdad que se ocultaba en aquel comentario, uno que la sacó de ese estupor autoinfringido por ella misma.
― ¿Cómo...? ¿Cómo es él? ― preguntó, con voz temblorosa.
Aladed estaba nerviosa. No había tenido la intensión de hablar con ninguna de las damas a su alrededor, aun así, la mujer que se dedicaba a peinar su cabello parecía ser agradable, quizás ella podría brin-darle la información que deseaba.
La mujer, de brillantes ojos marrones, pareció sorprendida de escuchar por primera vez hablar a la princesa.
―No sabría decirle con toda certeza mi señora―, expresó la mujer en un tono maternal, mientras colocaba pequeñas flores fragantes en el cabello de la joven ―. Es de conociendo público que el mayor de los príncipes es un guerrero bastante arisco, no ha visitado el palacio en años, incluso la mayoría de nosotros no conocemos su apariencia, más haya de pinturas viejas de hace diez años.
―Entiendo. ― Aladed movió los dedos en forma nerviosa, su cuerpo dejo de estar rígido a ser azotado por ligeros temblores ―. Pero... ¿Qué dicen sobre él? ¿No puedo saber nada?
― Al contrario. ― la mujer sonrió ―, a pesar de que respeto mucho las tradiciones de mi pueblo, y la de su bella patria, no veo el problema el tener curiosidad por su futuro marido.
Aladed tragó saliva, le revolvía el estómago esa palabra final. La dama, con un muy distinguido acento, prosiguió hablando, esta vez en un tono más bajo y más íntimo, cuidando que las demás jóvenes no la oyesen.
―Si usted me lo permite... ― murmuró la mujer para que las demás doncellas no pudieran escucharla ―. Esto no es un rumor, es una confirmación verídica de un acontecimiento que no ha salido de las puertas del palacio, al final creo que usted debería saberlo, ya es práctica-mente una Aldebarán oficial. El príncipe Neydimas fue el aprendiz de Berenice Atlas.
― ¿Berenice Atlas? ― pronunció Aladed de forma curiosa, su voz apenas era un susurro audible.
― Si el nombre le suena familiar es porque el nombre del padre, de esa mujer, está en todos los registros históricos de nuestra tierra, es un héroe nacional, no se podría afirmar lo mismo de su hija.
La fémina al pronunciar las últimas palabras lo hizo bajo una ira reprimida, una situación que, como era de esperarse, solo aumento la intriga de la joven princesa extranjera.
― ¿Por qué dice eso?
― Berenice Atlas― la mujer pronunció el nombre con repulsión ―. Tal vez ella tenga una reputación buena fuera del palacio, pero el personal con mayor edad en este sitio, incluido yo, sabemos las perversidades que realizó esa mujer.
Aladed quedó en completo silencio ante tales palabras, una masa de pensamientos tormentosos azoto su mente. Si Berenice Atlas era una mujer malévola ¿Cómo un muchacho de noble cuna y rango pudo ser su discípulo? Si lo pensaba mejor la respuesta llegaba a ser bastante obvia: poder, sin embargo, se negaba a creer que una nación, cuyo máximo valor era el honor y la justicia, albergara a guerreros poderosos que fueran todo lo contrario a lo que su gente predicaba.
― Berenice Atlas en las luchas civiles fue nombrada líder de las flores de loto, ― dijo la mujer, mientras perfumaba el mechón azulado del cabello de Aladed ―. Las flores de loto eran un escuadrón de elite al exclusivo servicio de la monarquía, ella misma asesinó a seis de las principales capitanas de división años después de terminar la guerra.
La princesa permaneció en completo silencio, su rostro estaba marca-do por la incredulidad ante semejante revelación.
― No entiendo cuál fue la razón tras esto―, susurró la mujer en tono lastimero―, solo sé que los monarcas y miembros del consejo ordena-ron que nadie supiera de eso, ocultaron tal barbaridad he hicieron pasar tales muertes como un hecho accidental.
Aladed se retorció los dedos en forma nerviosa, persistió una pausa silenciosa en su habla, de fondo se escuchaba el constante ajetreo de conversaciones en voz alta de muchas de las doncellas en la habitación.
― Debe ser un error― murmuró, deseando que el hombre con quien compartiría el resto de su vida, no fuera el reflejo de una asesina falsamente idolatrada.
― Desgraciadamente no lo es―, dijo la mujer, la profunda tristeza en su voz confirmo la veracidad en sus palabras―. Una de las capitanas asesinadas por la mano de Berenice era mi hermana mayor.
Aladed se estremeció de pies a cabeza, un sudor frío recorrió su frente, apretó los puños y sus uñas perforaron su piel. El dolor experimentado reducía sus ansías de estallar en sollozos incontrolables. Lamentarse por ser la esposa de un hombre siervo de una mujer perversa.
― También se rumorea que esa mujer mato a sangre fría a su propio hermano―, farfulló, con los dientes apretados la fémina Iøunnadiana ―. Teniendo en cuenta lo que hizo a sus propias mujeres, no debería sorprenderme.
La princesa sintió que se le retorcía las entrañas. En sus cálidos ojos avellana se leía cada emoción que la embargaba: incredulidad, rabia, reproche y, finalmente, temor.
Todas esas confesiones punzaban en el interior de su cabeza, abrían los peores miedos ocultos sobre la naturaleza de su futuro cónyuge.
― ¿Cómo es posibles que los monarcas y sus representantes políticos lo oculten? ― cuestionó, aunque la pregunta parecía dirigirse más a ella misma que a su interlocutora ― ¿Cómo es posible que alguien pueda ser el aprendiz de una mujer tan...?
La mujer dejó su labor, y colocó su mano derecha sobre el hombro de la joven princesa, ella se estremeció ante el contacto repentino, pero no expresó ninguna negación y la mujer se dedicó a acariciar de forma dulce, casi materna, el hombro de Aladed.
― Agradezco que está muerta, esa perra murió en soledad absoluta, justo como lo merecía, en cuanto a su protegido...
Hizo una pausa y con la voz repleta de desprecio, dijo lo siguiente:
― Lamentablemente se podría decir que siguió los pasos de su maestra, es huraño, violento, apático, distante con todo su entorno, y es dueño de una personalidad desagradable. No me sorprendería que en un futuro cometa alguna atrocidad producto de su locura, atrocidad que de seguro será oculta por los altos mandos, para no dañar la imagen de la familia real. Es todo lo contrario a su hermano menor, el príncipe Endimión es un jovencito con un corazón de oro, cuyo único defecto es perdonar el carácter gélido de su hermano, en su defensa, es un muchacho ingenuo, desconoce en oscuro pasado de Berenice Atlas, su conocimiento se basa en escritos alterados, y nadie en el palacio tiene permitido hablar de eso.
Aladed dejo escapar el aire retenido en sus pulmones, no se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Sé entremedio de pies a cabezas, su mente intentaba una y otra vez tratar de negar lo que esa mujer estaba diciendo; sin embargo ¿Qué ganaría ella con mentirle?
La princesa se había enterado de que Neydimas Aldebarán era usuario de la energía Aretę ¿No estaba estipulado que los portadores de tal energía tendían a poseer un carácter salvaje? No sería nada raro pensar que su cónyuge era el tipo de individuo que estaba dispuesto a tomar lo que deseara por la fuerza. Ese último razonamiento caló en los huesos de la joven, la imagen mental de la reina ... Observándola con detalle perforo su mente, era un aire despreciativo lo que logro observar en esos ojos, ella era de Rhiannon, una nación que por años tuvo rivalidad con el continente IØunn. No podía ser descabellado pensar que su futuro esposo se crio como un bárbaro, si ella se convertía en su esposa por derecho, él no dudaría en someterla a crueles actos, nadie la podría salvar, no estaba amparada por las leyes de protección marital por carecer de nacionalidad Iøunnadiana.
Eso inundó de asco a la princesa; sintió repulsión por su boda, repulsión dirigida a su futuro marido y, sobre todo, a ella misma, por carecer del derecho y fuerza de negar ser entregada a un hombre que desconocía, y que jamás amaría.
― No tendría motivos para mentirle― dijo la mujer con firmeza, parecía haber leído la sospecha de la falta de veracidad, por parte de Aladed, de su historia―. No le dijo esto con el objetivo de arruinar sus expectativas como futura mujer casada, después de todo, usted más que nadie no debe ser engañada por un hombre, que, con solo portar la sangre de la familia real cree tener el derecho de abusar de todos a su alrededor. Es más piadoso saber la verdad, digerirla y planear estrategias de cómo enfrentarla.
La princesa retuvo las lágrimas, para ella no quedaba esperanzas, no podría vivir, tendría que sobrevivir. Los muros de ese antiguo palacio serian su nuevo hogar, esas paredes serian testigos de su llanto, de sus suplicas rogando piedad, de los brazos robustos de su amiga intentando darle consuelo, del pasar de los años en fría soledad y de su descanso eterno.
― Usted es una jovencita educada, pero al parecer muy ingenua, veo en sus ojos mucho dolor, aunque intente ocultarlo, sé perfectamente que no desea contraer matrimonio, por eso le dijo todo esto, no debe dejarse guiar por esa fachada de príncipe comprensivo y encantador, sea precavida. Usted es una mujer inteligente, sabrá como afrontarlo.
La voz de la mujer sonaba con tintes maternos, algo que Aladed acogió en su corazón y lo recibió de forma gustosa.
― Cuando sea oficialmente una Aldebarán, sepa que me tendrá a sus servicios, puede contar conmigo para lo que necesite.
Esas palabras finales no lograron consolar a la muchacha, lo que más deseaba es que todo se tratara de una pesadilla cruel, que en esa habitación no la rodearan jóvenes desconocidas, sino la estridente voz de su maestra dando una lección de anatomía y las risas alegres de su amiga Divya.
***
De forma inesperada, para Aladed, la boda no se realizó bajo las pomposas fiestas públicas de los Iøunnadianos.
Fue una ceremonia mucho más privada de lo que ella esperaba.
"Debes entender, para el resto de los Iøunnadianos es poco común que un miembro de la realeza contraiga matrimonio con una extranjera" le mencionó su padre, unas horas antes de consagrarse como esposa "En la ceremonia solo estarán presentes los monarcas, los sacerdotes y los familiares más cercanos del príncipe. Después, habrá un pequeño banquete al anochecer, cuando este termine, tendrás que retirarte a la habitación de tu cónyuge y, como dicta nuestras costumbres, consumar el matrimonio en forma física y espiritual."
Ella no podía negar el fuerte malestar que sintió al oír esas palabras. Le causaba un profundo asco someterse ante las perversidades carnales tan malévolas, imaginar que esas manos manchadas de sangre tocaran su piel, la llenaban de pavor, incluso su situación se tornaba más laboriosa al imaginar lo que tendría que compartir: una parte de su alma, realizar un ritual de conexión profunda, uno que entrelaza la energía cósmica de un Indah.
No podía hacer nada para negarse, ella no podría hacer nada si su esposo intentaba jugar y manipular su mente y cuerpo.
«Al menos, mi nación estará a salvo» se dijo así misma Aladed, eran palabras que se esforzaban por sonar como medicina sanadora, sin embargo, eran inútiles, no lograban aplacar sus temores.
La boda tuvo lugar en el jardín trasero del palacio. La princesa caminó hacia el altar junto a su padre, con las extremidades rígidas, la cabeza gacha, movimientos mecanizados, mirada apática, y sumisión absoluta, pisando flores blancas, cuya fragancia no podía oler, escuchando el sonido de instrumentos peculiares que no podía apreciar, sin realizar algún contacto directo con quien sería su esposo, más allá de distinguir los ropajes oscuros que vestía él.
Al llegar junto al príncipe permaneció quieta, como una escultura de mármol, se dedicó a hablar de forma mecanizada, con voz débil, las respuestas de aceptación y consentimiento de tal matrimonio. A su lado, escucho por primera vez la voz de su marido, aceptándola a ella como su esposa.
Esa voz masculina era grave, sonaba sería y muy insensible, un sonido que provoco una sensación de alarma inmediata en la joven, como si escuchara la voz de un animal a punto de atacarla.
Aladed y el príncipe firmaron un documento que estipulaba la legitimidad de su unión en términos legales. El sacerdote, un anciano hombre vestido con túnicas blancas y el rostro maquillado, termino de bendecir el enlace, dando alabanzas a los dioses y rezando en una lengua que la princesa no comprendía del todo.
Era el momento de realizar el ritual de consagración marital, propio de la cultura de los IØunnadianos.
Aladed apresó en sus finos dedos una fruta de granada, clavando fuertemente sus uñas en la corteza, la partió a la mitad, revelando las preciadas pequeñas semillas color carmín.
La princesa Aladed con dedos temblorosos tomo una de las pequeñas semillas de granada. Por unos segundos, cerro los ojos, y suspiró profundo, el aire húmedo lleno sus pulmones, percibió una emoción fuerte llenando su torrente sanguíneo, por primera vez, a lo largo de toda su ceremonia de bodas, sintió valor. Sabía lo que tenía que hacer.
Dirigió su atención a quien ahora era su esposo, este en todo el rito de unión no había movido los labios, ni gesticulado, de alguna manera no parecía notar la presencia de la princesa, mantenía su rostro oculto por algunos mechones de cabello castaño y su atención estaba dirigida a todo, menos a su esposa. A los ojos de Aladed el porte de su marido- se estremeció ante la mención de esa palabra en su cabeza―, era la de un hombre altivo, huraño, antipático y frío, tal como supuso del descendiente de una nación azotada por constantes guerras civiles.
Él no se movía. Todas sus extremidades estaban en total reposo. A pesar de que ella no lograba poder obtener una lectura clara de sus facciones, pues él parecía no desear dirigirle la mirada, la princesa Aladed por primera vez, fue consciente de la apariencia de ese hombre IØunnadiano.
Él la sobrepasaba a ella en estatura, nunca presencio estar ante un hombre tan alto, de su cinturón pendía un catalizador de energía, y él no parecía disimular ser el portador de dos cuchillos metidos en el interior de una vaina que pendía de su cinturón de cuero, todas esas características provoco que un escalofrío de temor recorriera el cuerpo de la muchacha de pies a cabeza. Se sentía intimidada.
A pesar de aquello, no estaba dispuesta a retroceder, al menos no en esos momentos, alzo la mano derecha que sostenía una pequeña semilla, tenía la esperanza de que ese hombre pudiera entender su gesto, se acercara a la princesa, él abriera la boca, de forma pasiva, para que ella pudiera alimentarlo con seis simientes de granada.
Y, para su alivio y desgracia, el príncipe pareció entender su gesto y volteo su semblante hacia ella.
En el instante en que Aladed conectó su mirada con el príncipe sintió que su corazón se había detenido, quedó en un estado de estupor generalizado, presa de un miedo que heló sus huesos.
Allí, frente a ella, se encontraba el asesino de su abuelo, el mismo individuo que casi la asesinó en su niñez.
Era el mismo rostro, tal vez el tiempo había pasado, pero esos ojos violeta inexpresivos la habían perseguido por años en sueños tormentosos y, en ese preciso momento, ese semblante se materializó justo frente a la princesa.
Se vio en la forzada tarea de respirar con dificultad, el corazón le martilleaba en el pecho, le faltaba el aire, sus ojos se abrieron desmesuradamente presa de pánico y dejo caer la semilla de granada al suelo, sus manos ahora se volvieron un manojo de extremidades temblorosas imposibles de controlar y su cuerpo era una masa de cartílagos y tejido que no dejaba de estremecerse ante esos ojos pétreos que la observaban de forma curiosa he inquieta, esto último, aumento el miedo en la joven, se sentía como una sumisa presa, arrinconada, esperando las filosas garras y dientes de un depredador.
Ese demonio homicida la mataría, la mataría de la manera más cruel. Ella tendría la certeza de que lo haría.
El asesino de su abuelo, regresó del mundo de los muertos, y planeaba cumplir su último objetivo.
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