Capítulo XVIII: La noticia
Neydimas suspiró cansado. El movimiento de su diafragma, siendo relajado, expulsado el aire de sus pulmones, envío un ápice de calma a sus músculos y su cabeza adolorida.
Ya no se encontraba en las afueras del vasto territorio de millas de campos verdes, se hallaba en plena capital del continente.
Edén, a sus ojos, no había cambiado demasiado desde la última vez que tuvo la desdicha de pisarlo. Las calles y avenidas recubiertas de piedra caliza, las banderas de color violeta siendo ondeadas por el viento húmedo. El ajetreo de los civiles, marchando de un lado a otro en las cercanías de la plaza central para mercar, algunos miembros del escuadrón de soldados de la metrópoli uniformados, dedicados a la protección de los habitantes, se paseaban caminando de un lado a otro por el centro, con sus ojos penetrantes como vista de águila vigilando a sus alrededores.
Muchos hombres sentirían un aire de nostalgia pisando la tierra donde crecieron, sin embargo, el príncipe Aldebarán no era uno de ellos. Cada pequeño edificio que conformaban los suburbios lo hacía sentir incómodo. Cómo sí se trata de un extranjero en tierras extrañas.
Ningún habitante de la ciudad hablaba a sus espaldas, en ningún instante algún gesto de reconocimiento se deslumbró en las caras de los ciudadanos ante el semblante de un posible miembro de la realeza, pues, añadiendo el hecho de que el muchacho, miembro de la realeza, no se quitó el yelmo en todo momento, su semblante (al menos que uno de los muy ocupados transeúntes notaran el peculiar color de sus ojos) no era conocido, en sus visitas a la metrópoli no acostumbraba a ser visto por nadie que no fuera algún integrante de la elite política o militar. Para los habitantes de la ciudad era uno más del montón, un soldado con un rango alto.
Se trataba de un pesar singular, sumado a todos sus malestares, no quería que nadie de la ciudad lo notara, y aun así ... Incluso la mente de Neydimas intentaba reprimir una y otra vez la resolución que traía consigo la meditación de sus propios pensamientos, y la manifestación de muchos de ellos en su mortal cuerpo.
Él intentaba disimular su estado. ¡Oh, como trataba de hacerlo!. Más aún, esa persistente inquietud era notoria, incluso para los soldados que lo escoltaron.
El príncipe parecía lucir, bastante pálido, demacrado, a pesar de que se sentaba firme en la silla de montar, encogía sus extremidades, como si intentará protegerse de algo o de alguien. Sus ojos, a pesar de que por protocolo portaba su casco y apenas dejaba a la vista su mirada, se lo contemplaba inquieto. No es que Neydimas fuera un hombre que gozara de un estado de reposo y calma, él siempre se mantenía alerta, no obstante, ese sentido de alerta se percibía más como... Temor. No dejaba de posar su vista de un lado a otro. Incluso, guiaba a su caballo lo más lejos posible de algún peatón imprudente, a pesar de que por ley la escolta tenía derecho al tránsito libre por las calles. Eran los mismos ojos que tenía al comenzar cualquier batalla, una mirada errática, fiera, pero a su vez, temerosa y desequilibrada.
Los participantes de la escolta, atribuyendo ese estado al agotamiento físico de su superior, a las últimas semanas cargadas de estrés. Sin embargo, Evander Onassis se percató de que existía algo más. Una inquietud que nacía de lo más profundo de la psique de su amigo, observó como movía los pies de un lado a otro, muchas veces lo escucho tragar saliva, nervioso, a pesar de que giraba sus ojos de izquierda a derecha, parecía estar sometido a algún hechizo en su propia cabeza. Incluso, mientras cabalgaban al palacio, en una ocasión, un vendedor imprudente, obsesionado por orquestar una compra, se precipitó sin permiso a la caravana del príncipe, Evander apartó al hombre sin ser violento pero mostrando autoridad, y pudo notar que los ojos de su amigo, ni bien ese sujeto intento tocar su pierna para llamar su atención, por una milésima de segundos se llenaron de pánico, sus manos fueron a posarse a un lado de su cintura, tocando su canalizar de energía, con el objetivo de invocar a su espada, pero él se contuvo.
No había duda alguna. Esa ciudad despertaba un terror primitivo que el joven Aldebarán hasta ese momento no saco a luz.
El joven Onassis, cabalgo junto a su primo en todo el trayecto hasta llegar al palacio. Solo confiaba en su propio actuar como amigo y soldado, si Neydimas, por alguna razón, padecía un colapso o incluso intentaba atacar algún civil, él no creía que su amigo llegara a un grado como ese, a pesar de aquello, era consciente del comportamiento de muchos hombres nobles completamente corrompidos en mente y espíritu por las guerras. Era más factible prevenir que lamentarse toda la vida por no actuar de forma justa.
El resto de los hombres partícipes de la escolta, como el parlanchín Jab Talía, estaba siendo el centro de atención del grupo, contando chistes que rozaban la vulgaridad o la cruel ironía, no estaban del todo pendientes del estado llamativo del príncipe iøunnadiano.
La caravana pasó por la ciudad, sin prestar mucha atención a todo el ajetreo de civiles (excepto Neydimas, siempre atento a cualquier transeúnte, apenas si contestaba con simples monosílabas, algunos de los comentarios realizados por Evander, para calmar su estado de agitación).
Evander estaba más que feliz por volver a reencontrarse con su esposa, después de un largo tiempo ausente, aun así, temía bastante por la salud de su amigo.
«Mientras más rápido lleguemos al palacio, todo terminará para él» pensó para sí mismo. Eran Palabras que prometían ser una luz de esperanza para el joven Aldebarán.
El resto del transcurso del viaje se produjo sin el menor incidente. La escolta del príncipe se detuvo frente a unas murallas de seis metros de alto, se trataba de la división que separaba el resto de construcciones en la ciudad del palacio real. Fueron detenidos por unos soldados uniformados, y Neydimas les enseñó el documento firmado por el mismísimo monarca de Iøunn, confirmando su identidad como el mayor de los hijos del rey y la reina de todo el continente.
Los guardias los dejaron pasar, no sin antes manifestar un trato muy solemne, a quien, según lo establecido en un futuro, tal vez no muy lejano, sería su futuro señor y amo de la ciudad de Edén.
— Nos veremos más tarde — dijo Evander, sin desmontar de su corcel —. Estoy ansioso por reunirme con mi esposa.
Neydimas solo hizo un ligero movimiento de cabeza, un gesto que expresaba que entendía sus palabras.
— Envía mis saludos y felicidad a tu esposa — expresó el príncipe, sin voltear a ver a su amigo. Su mirada seguía posada en las escaleras de mármol.
— Eso haré primo, no lo dudes — contestó Evander —, si necesitas algo, sabes muy bien dónde encontrarme — sugirió el muchacho, su voz cargada de optimismo y entrega. Ese era el final del camino. Él no podría hacer nada por el joven Aldebarán. Incluso si llegaba a cuestionar cuál era los motivos de su visible inquietud, su primo se negaría a hablar y se distanciará aún más.
Neydimas tendría que enfrentar, lo que sea que temía, solo.
El joven Onassis azuzó a su corcel, y se marchó cabalgando a gran velocidad, saliendo de los confines del palacio real.
Neydimas permaneció estático por un par de minutos. Las personas que entraban y salían del palacio, bajando y subiendo las anchas escaleras de mármol, muchas veces le dedican miradas curiosas al muchacho, más aún, nadie allí, pudo notar que se trataba del mayor de los hijos del Rey.
El joven príncipe frotó una de sus manos enguantadas a su rostro y se pellizcó el puente de la nariz, sus músculos estaban rígidos, como si cada articulación hubiera padecido un acto de petrificación.
«Pronto, todo esto terminará» se dijo así mismo. Inhaló y exhaló, y finalmente pudo hacerse del autocontrol que su cuerpo perdió.
Subió las altas escaleras, sin dirigirle la palabra a algún transeúnte, ni siquiera los miraba.
Detuvo sus pasos, cuando escucho voces que provenían de uno de los pasillos, a sus espaldas. Era el sonido de las voces de dos hombres, acompañados, por el eco de sus fuertes pisadas. El corazón del príncipe se aceleró por la sorpresa, pues conocía al dueño de una de esas voces:
"¿Cuándo vendrá?"
"No lo sé joven príncipe, según me han informado, hace tres noches y tres días su hermano debía estás aquí"
"¿Entonces a qué se debe su retraso? Será que...?"
Las palabras del hombre cesaron de forma inmediata, cuando divisó al príncipe Neydimas de espaldas. Despidió al sujeto con quien estaba trabando una discusión, y aceleró sus pasos.
Corrió a tal velocidad, que parecía ser un niño pequeño llamado por sus padres, hasta que, finalmente, tuvo al príncipe Neydimas cara a cara.
— Es un placer, volver a verlo príncipe — saludó Neydimas Aldebarán, inclinando la cabeza en señal de respeto.
El rostro del príncipe Endimión se contrajo con una mueca de descontento al escuchar ese frívolo saludo, sin embargo, cuando observo de forma detallada la mirada de su hermano, toda esa inquietud se desvaneció, y su sonrisa repleta de alegría volvió a adornar sus facciones.
— ¡¿Esa es la forma en como saludas a tu pequeño hermano?! — exclamó el hermano menor del príncipe Aldebarán, su voz teñida de un sentido humorístico —. Sabes que no debes ser tan formal cuando se trata de mí.
El menor de los dos príncipes, no pudo contenerse, y de forma precipitada se abalanzó sobre su hermano para envolverlo en un fuerte abrazo.
Endimión Aldebarán suspiró lleno de satisfacción, y unas pequeñas lágrimas se formaron en la comisura de sus ojos, mientras se aferraba a su hermano con todas sus fuerzas. Sintiendo su calor, reconfortarle. La muestra de su amor fraternal.
Él era real. No una ilusión. Se trataba de su amado hermano mayor. El hombre que siempre velo por él, y expresó, a través de acciones, que lo amaba con todo el corazón.
Hubiera deseado permanecer así por más tiempo, abrazando a su hermano, nadando en un mar de recuerdos nostálgicos de su niñez, cuando era solo un infante que le aterraba las criaturas de la noche y se iba a la habitación de su hermano menor para que esté lo protegiera de las pesadillas. Sin embargo, algo lo sacó de su ensoñación.
Hasta hace momento, percibió una desconcertada acción.
Neydimas no correspondió a su abrazo. Es más, él se había quedado completamente rígido entre los brazos de su hermano menor, incluso, se podía escuchar la respiración errática del mayor, y allí, fue donde su memoria tuvo el efecto de un balde de agua fría.
Endimión recordó la peculiar naturaleza del príncipe Neydimas. Él siempre despreció el contacto físico. Incluso con quiénes eran sus amigos o parientes más cercanos. Un abrazo o incluso un roce inofensivo lo alteraba de forma visible.
El muchacho cortó de forma presurosa el abrazo. El menor de los príncipes Aldebarán, sintió un pinchazo de culpa al ver cómo su hermano evitaba cualquier contacto visual, y abría y cerraba las manos. Se lo veía nervioso.
— ¡Por los dioses! — exclamó Endimión con cierto humor, tratando de aliviar la incómoda tensión, dándole una pequeña y suave palmadita en el hombro a su hermano—. ¡Sí que te ves terrible!
— Es el viaje — murmuró Neydimas, con un tono de voz amable, relajando sus facciones y su postura ante la presencia de su hermano.
— Me alegra mucho verte. ¡Vaya! No has cambiado nada. ¡Tengo tantas cosas que contarte! ¡Y ahora que estás aquí no podría recibir más felicidad! Te envié cartas ...
— Las recibí y las leí — respondió el "guerrero amatista" de forma cortante, pero sin carecer de amabilidad.
— Eso lo sé. Pero no es lo mismo, ¡Por los dioses!— exclamó el príncipe Endimión, mientras suprimía sus ansias de abrazarlo—. ¡Paso tanto tiempo, mi querido hermano! Ahora que estás junto a mí podemos...
Neydimas lo interrumpió haciendo un gesto con la mano para indicar que dejara de proseguir con sus palabras.
— Estoy encantado, también, con su presencia. Sin embargo, el deber llama, ahora debo recurrir a un aseo personal, y presentarme ante su majestad, el rey.
El rostro de Endimión se llenó de decepción, sus facciones que denotaban a un joven amable y repleto de energía, con sus ojos marrones repletos de un brillo eufórico emotivo se colmaron de tristeza, apretó los labios intentando suprimir alguna queja. El tono de voz del mayor de los príncipes Aldebarán era ...
— Entiendo. Sin duda no has cambiado.
— Ambos podemos hablar después de reunirme con el Rey— dijo el "guerrero amatista" con un tono de voz suave que intentaba contrarrestar con su expresión apática —. Además, me gustaría reunirme con Evander y su esposa, conocer a tu pequeña hija. Hace ya tres años me enteré de que sería tío, y ni siquiera conozco a la niña.
Esas palabras parecieron devolver la felicidad en el lenguaje corporal del menor de los hermanos.
— ¡Estoy seguro de que la amarás tanto como yo! ¡Es una chiquilla tan preciosa! Heredó la sagacidad y vivacidad de su tío.
De forma inmediata, Endimión Aldebarán se arrepintió de haber dicho esas últimas palabras. Esa frase tuvo un efecto de repelús en las facciones de Neydimas, las facciones de su rostro, antes serias, pero tranquilas, se tornaron temerosas, he intranquilas, con las cejas fruncidas, y los labios entre abiertos dejando a la vista sus grandes dientes delanteros.
—Nos vemos, después— dijo Neydimas secamente, sin mirar a su hermano, retomando sus pasos, alejándose de la presencia de su hermano menor.
Endimión se quedó parado en medio del amplio pasillo, mirando a la distancia la espalda de su hermano, mientras el sonido de sus botas en eco se alejaban más y más. El trazo de sus pensamientos fue de manera abrupta interrumpidos por la presencia de una voz femenina que él conocía como la palma de su mano.
—Querido. Ese es... Acaso es...
— Mi hermano— le respondió Endimión, a quien era su esposa, una mujer de muy baja estatura, mirada risueña y figura ancha.
—¡¿Pero qué haces aquí?! — exclamó la mujer alborotada—. ¡Ve tras él! No, mejor, vamos juntos. ¿Por qué no estás con él?
— Ya hablamos. Debe reunirse con nuestro padre de manera urgente. Él sigue siendo tan distante como siempre.
La amable mujer entrelazó los dedos de su mano con los de su esposo y le dio un apretón reconfortante.
—No digas eso— dijo ella —. Él deber es ante todo. Está muy ocupado ahora, pero cuando tenga tiempo, él pasará todo su tiempo libre a tu lado. Estoy segura de que ama a su hermano.
Endimión asintió con la cabeza a su esposa, le sonrió con complicidad y dijo lo siguiente con cierto aire de nostalgia:
— Jamás he dudado de su amor. Temo por él. Es como si año tras año se alejara cada vez más. Me duele que sea tan distante conmigo.
— Mm, creo que es solo parte de su carácter— comentó la esposa de Endimión, mientras se le venía a la mente ese porte distante y de frialdad emocional de Neydimas —. Estoy segura de que se pasará todas las tardes jugando con nuestra pequeña. Ella ahora está con su institutriz, después de su lección le daré la noticia. Su pequeño corazón rebosará de felicidad al conocer a su tío.
Esas palabras parecieron emitir el efecto deseado por la esposa del menor de los príncipes, Aldebarán, pues una sentimental sonrisa iluminó su rostro.
— Sí. Ella siempre desea conocerlo. Haremos que su deseo se cumpla.
***
El príncipe Aldebarán se masajeo la sien, ese molesto dolor se intensifico desde que puso sus pies en esa ciudad, parecía no disminuir, y él sabía que no lo haría, no cuando se encontrara allí, ahora, se hallaba en las casas de baño, un sitio especial para el aseo de los habitantes del palacio, tuvo suerte, el sitio estaba totalmente deshabitado, en esas horas era poco probable encontrar a un indah por esa estancia de lujo. Se despojo de todas sus prendas y se metió a una de las piscinas enterradas, llenas de agua, repleta de pétalos de flores para aromatizar los cuerpos en el proceso de limpieza.
Después de lavar su cabello cubierto de tierra y sudor, cruzo sus brazos y los apoyo al borde de la piscina posando su mentón sobre uno de sus brazos. Poso sus ojos apagados en el piso pulido y bufo.
Su mente divagó en un océano de pensamientos erráticos y melancólicos.
Es la primera vez que veo a mi hermano, han pasado de tantos años...
El muchacho mantuvo su cabeza gacha, su mirada perdida, en un rostro intranquilo y triste.
«Ni siquiera pude saludarlo apropiadamente», pensó Neydimas de forma lastimera.
Su hermano no tenía la culpa, su cándida mente, a base del desconocimiento eran más que entendibles. Desde hace años, el joven Aldebarán sentía incomodidad ante el contacto físico. La idea de otro cuerpo tocándolo enviaba una señal de alerta, incluso una vez, su primo, Evander Onassis, intento abrazarlo una vez, después de que este recibió el consentimiento de su amada para contraer matrimonio, y, como era de esperarse, de puro reflejo, Aldebarán lo esquivo con repudio.
Un ardor de culpa y remordimiento oprimió su pecho.
Se sentía mal.
Era como estar pudriéndose por dentro. Una infección compuesta por la insostenible rabia, el temor y el remordimiento. Quería dejar de sentir culpa. Oh como deseaba ser libre al fin. Sin embargo, dado que se encontraba en una cuidad que odiaba, todas esas emociones se intensificaban.
El príncipe se paso las manos por el rostro, intentando disipar ese niebla de pensamientos repletos de angustia, desplazo los mechones de cabello castaño ligeramente ondulado hacia atrás y noto cuan larga estaba su melena. Era extraño. Comúnmente, el no permitiría que su cabello llegara mas allá de sus hombros, siempre lo cortaba antes de que se volviera largo, exuberante, y como consecuencia mas difícil de tratar.
Salió de la piscina que funcionaba como una tina personal, cubrió su desnudez, enrollando una tela de algodón blanca, ocultando su cuerpo desde la cintura a sus rodillas, rebusco entre algunos de sus pequeños bolsillos de cuero fijos en su cinturón, y logro dar con uno de sus cuchillos de caza.
No lo dudo ni un segundo he inicio cortando su melena sin ningún cuidado. Su mano izquierda sujetaba los mechones de pelo, y la derecha cortaba rabiosa de un tajo sus ondas de cabello castaño, descuidando incluso su distintivo mechón azul purpura.
Se trataba de una explosión de enojo, el muchacho rara vez lograba expresar alguna emoción viva en su cuerpo. Su semblante, antes marcado por una apatía intraslucida, ahora estaba manchado por la cólera, sus ojos seguían distantes y apagados, pero sus facciones se contorsionaron de pura rabia y despecho, apretando los dientes, arrugando sus cejas, deseando gritar.
Era como si un demonio ancestral se apoderará de su cuerpo. Todo en el era caótico. Su sangre recorría su cuerpo a una velocidad anormal, el violento latido de su corazón acompañado de su respiración desigual. Su energía cósmica, ese flujo constante en su aura, estaba bullendo como una olla a presión, con deseos de ser finalmente liberada.
La psique del príncipe fue torturada con una oleada de recuerdos tormentosos, que casi lo hicieron gritar. Todos ellos siendo manifestados como pequeños fragmentos de un rompecabezas de dolor.
La cantidad de asesinatos que cometió y seguiría cometiendo hasta que la guerra llegara a su fin.
Las heridas que recibió su maestra en combate con la mujer del abanico, lo que garantizo que su tutora partiera del mundo de los vivos mas temprano de lo esperado.
Sangre. En su cabeza se repetía una y otra vez las pavorosas imágenes de la nieve manchada por sangre fresca, prueba de una tragedia que su cobarde versión del pasado no pudo prevenir.
Manos...
En su mente se formaban las imágenes de manos sin dueños eran... manos femeninas, una de ellas se acercó por detrás del muchacho y acaricio su espalda con propósitos libidinoso.
De forma inmediata, al sentir ese contacto, una ola de repulsión sacudió el cuerpo del joven Aldebarán de pies a cabeza, y repleto de pánico salió de su trance de ira, apuntando con el cuchillo en su mano a un enemigo inexistente.
Sus ojos abiertos he inyectados de pura rabia destructiva escanearon la habitación que lo rodeaba, cual borracho, se tambaleaba al caminar, examinando con su encolerizada mirada cada rincón de la casa de baños. Su respiración era desigual, parecida al de una bestia salvaje con ansias de devorar a su presa, los labios le temblaban al dejar escapar el aire por su boca, y un sudor frio le recorría el cuerpo.
El muchacho se pasó la mano por su cabello, intentando que algunos de los mechones de su flequillo no entorpecieran su vista, al tocar de forma violenta su melena dejo escapar un gemido de dolor al sentir un ardor en su mano. Esa aflicción física de alguna u otra manera lo hizo volver en sí.
Con la respiración ajetreada observo la mano que no portaba el cuchillo, el asco que le producía ver esos dedos deformes eh incompletos ahora se le sumaba la incompetencia por una herida auto infringida. Un corte profundo, repleto de sangre adornaba la palma de su mano izquierda. En su frenético estado de corte, de seguro termino tajando su cerne, y de eso era prueba el cuchillo en su mano, adornado de un fresco liquido carmesí que caía en pequeñas gotas al suelo.
Al volver en sí, el muchacho no pudo más que sentirse un cobarde. Apretó su mano herida intentando formar un puño, sintió el dolor y la sangre chorrear por su herida, y se sintió bien, una forma de poder aliviar el asco que le producía ser tan débil. Su cuerpo, una estructura que durante años se esforzó por controlar, se volvía delicado como el cristal con simples recuerdos. ¿simples recuerdos?¿acaso eran pesadillas?¿recuerdos?¿qué tan verídica podría ser su propia mente?
«T-trato de apartarlos» susurró para sí mismo, su voz no sonaba similar al de un desfallecido hombre que vio los más grandes males del mundo. Su cuerpo, ya no le parecía fuerte, se sentía como una pesada masas de grasa, carne y músculos, su piel (más pálida de lo normal) ardía en molestia a una inmedible repugnancia. ¿Por quién sentía asco?¿le asqueaba su propia piel?
Los párpados de Neydimas se cerraron con fuerza, intentaba por todos los medios no gritar, al menos de esa forma se sentiría vivo, intentaría sacar de las penurias el monstruoso miedo que lo roía hasta lo más profundo de sus huesos.
No puedo, pensó para sí mismo, llevándose las manos a la cara y dejando rastros de su propia sangre en sus delgadas mejillas. Algo en el dolía, dolía de forma inexplicable, su energía cósmica estaba apagada, parecía ser una pequeña luciérnaga titilante en una noche lúgubre, y sentía una dolencia tortuosa en su cien.
«Intento que se esfumen.» masculló para sí mismo, esta vez con más decisión en su voz, sin embargo, ese timbre de miedo seguía presente.
«No puedo». susurró para sí mismo, sus párpados se mantenían cerrados con fuerza, las manos le temblaban, presa de una paranoia, al sentirse ahogado en ese palacio.
«No quiero estar aquí.»
El suave tarareo de una voz femenina lo distrajo de su hilo de pensamientos. Neydimas abrió los ojos, asustado por ser descubierto. De forma inmediata, volvió en sí mismo, con una rapidez frenética, como si fuera un niño que intenta arreglar el desastre que hizo en su hogar antes de que sus padres lo descubrieran, se lavó su rostro cubierto por su propia sangre y se colocó los guantes para ocultar sus manos.
Intentó colocarse algunos de sus ropajes lo más rápido posible, sin embargo, supo que no tendría el tiempo suficiente para cubrir toda su desnudez sin ser examinado por su posible visita femenina. De esta forma, opto por solo colocarse velozmente todas las prendas que cubrían la parte inferior de su cuerpo.
En la casa de baño se hizo presente a la dueña de ese melodioso sonido, se trataba de una joven mujer. El príncipe Neydimas la reconoció, su nombre era Erífile, una de las muchas damas de compañía de la reina de Iøunn, era un muchacha de cabellos rubios, cual hilos dorados, finamente trenzados, poseía un mechón de cabello naranja a un costado símbolo de su distintiva de energía cósmica, obtenida desde el momento en que nació, su piel era blanca como el marfil, era dueña de unos grandes ojos negros, el rostro ovalado, una nariz que a pesar de no gozar de una excepcional belleza al tener el tabique ligeramente aplanado no traía un desequilibrio a la hermosura de su semblante, y para añadir, llevaba puesto un vestido blanco bien ceñido a su voluptuoso cuerpo, con un escote que no dejaba mucho a la imaginación.
Como era de esperarse, el joven príncipe desvió toda su atención de la muchacha, evitando todo contacto visual, paseando por la casa de baños, ignorando por completo su presencia con el fin de que ella realizara la misma acción. No quería hablar con nadie. Sobre todo con una mujer, y menos en una situación tan comprometedora. A pesar de aquello, el dejo escapar un bufido cuando la jovencita se acercó a él con el semblante rebosante de felicidad.
— Joven príncipe— habló ella, su voz repleta de una coquetería imposible de disimular—. No esperaba encontrarlo por aquí.
El muchacho se cruzó de brazos, un gesto de auto protección que intentaba calmar su ansias de salir corriendo de ese lugar, no presto atención a sus palabras, sin levantar la vista, en su lugar, posaba sus profundos ojos azul purpura al piso, recubierto por azulejos de diseños geométricos.
— Después de no tener noticias suyas por largo tiempo. ¿¡Es de esta forma tan poco descortés en como usted me trata!?— indagó la muchacha, llevando uno de sus mechones de cabello rubio tras su oreja. El tono de su voz estaba cargado de indignación, más aun, conservaba ese hilo gesticular de aparente "seducción" que provoco que el corazón del príncipe se oprimiera de aversión.
— Me temo señorita, que no estoy en esta ciudad para saludar a todos mis "conocidos", solo vine por asuntos personales con la alta jerarquía. Me disculpara si no le he tratado de forma apropiada, como le corresponde a toda noble dama. Pero, como usted vera... — los ojos de Neydimas recorrieron toda la casa de baño, un gesto que daba a entender la situación poco ortodoxa en la que se encontraban—. Este no es lugar, ni el momento apropiado. Mucho menos para tener una conversación.
La voz del muchacho escapo de sus labios lentamente, el aplico en su timbre grave el máximo filtro de seguridad en sus palabras, sin carecer de la cortesía que por años fue instruido a preservar. Esperaba que sus habla expresara lo suficiente. Deseaba estar solo. No quería la compañía de ningún Indah, menos la de una mujer, y mucho menos en un sitio donde ambos podrías salir perjudicados debido a especulaciones falsas, sobre todo, repudiaba la compañía de Erífile , por desgracia, esa muchacha vivía en el palacio, y por mucho tiempo el noto que ella parecía tener un tipo de interés bastante alejado al de un acercamiento amistoso o de compañerismo.
Esperaba que sus palabras fueran un ultimátum. Que ella tuviera el suficiente decoro y precaución para no acercarse más. No obstante, (y para desgracia de Neydimas) la muchacha de rubios cabellos, solo sonrió, sus estéticos labios reflejaban una sonrisa, que lejos de provocar alguna clase de interés en el joven príncipe, hacían que se sintiera aun mas indispuesto.
— Como siempre, usted se comporta como todo un caballero, ideal para ser el próximo regente de todo este continente.
Neydimas se pellizcó el puente de la nariz, y finalmente poso su fría mirada en Erífile. Ella pareció interpretarlo como un gesto favorable, y continuo desplegando toda su martirizante flirteo.
— No estoy cuestionando para nada los motivos de su llegada a Edén. No es muy común que pise esta ciudad, supuse que su llegada se trataba de asuntos extraoficiales— Erífile hizo una pausa, con su mirada repleta de una peligrosa curiosidad se acercó al joven príncipe, este no retrocedió, lucho contra todos sus instintos, quienes le ordenaban que saltara hacia atrás, fuera del alcance de esa importuna mujer, tal como lo hacía en una pelea.
— A pesar de que sé que su majestad, el rey, lo necesita. Dudo mucho que apenas se quede solo un día. Tal vez, en ese tiempo, en el cual usted este solo en este palacio, tal vez... —los grandes ojos de la muchacha brillaron de una forma seductora, aparto las trenzas a un lado dejando al descubierto su cuello y parte de su hombro desnudo, he inclino la cabeza ligeramente—. Tal vez... le haga falta la compañía de una mujer por las noches.
Esa oración final provoco que dentro del joven Aldebarán ardiera una cólera insostenible, cerro sus párpados con fuerza por un par de segundos y los volvió a abrir , y apretó aún más sus brazos sobre su pecho, esas palabras calaron en lo más profundo de su ser, tuvo que hacer uso de todo el autocontrol obtenido durante años de entrenamiento para no dejar escapar maldiciones y blasfemias, sin embargo, el remata para una frase que él consideraba insostenible llego cuando la mujer de cabellos dorados se atrevió a mirarlo de una forma tan aborrecida a los ojos del príncipe.
Ella estaba examinando su torso desnudo, no se trataba de una mirada metódica, como la que realiza algún artesano a sus figuras de cerámica admirando su trabajo. Esos femeninos ojos estaban repletos de un anhelo primitivo, un deseo de posesión ante el cuerpo del muchacho de ojos azul purpura.
Cada vez que esos ojos se posaban en su cuerpo, examinando con obscenidad como parte del agua que se había mantenido en las puntas de su cabello, mal cortado, caían a sus hombros, y realizaban un camino de zigzagueó por todo su pecho, hasta culminar en la toalla que cubría su completa desnudez. Esa mirada, no podía más que provocar un aberrante asco en el príncipe, mezclado con un sentimiento de vulnerabilidad.
A pesar de que el seguía conservando su actitud apática y desinteresada no pudo evitar tragar en seco, intentando contener esa horrible sensación de asco que provocaba que la bilis de su estómago intentara ascender.
La mujer de cabellos dorados interpreto la reacción del príncipe como una acción favorable en su propuesta pero mantenía su actitud distante y sin acercamientos propios de los modales de un descendiente de la realeza.
Teniendo esas suposiciones como un incentivo se permitió expresar con más fuerza todos sus deseos, extendió sus brazos y se abalanzó sobre el muchacho de ojos azul purpura. El, (como era de esperarse gracias a su entrenamiento) esquivo el contacto de Erífile con aversión antes de que incluso ella tuviera la oportunidad de realizar un mínimo rose.
Neydimas observo como los grandes ojos de la mujer se llenaban de incredulidad, y el mismo se maldijo así mismo por haber quitado parte de ese sudario de seguridad he indiferencia que tanto se esforzó por preservar.
Ahora, la mirada del joven príncipe iøunnadiano estaba repleta de asco, había apartado los brazos de su pecho y ahora los mantenía extendidos, entumecidos por el temor de recibir un toque no deseado, su respiración se aceleró de forma visible, ya no existía ninguna forma de poder disimular las erráticas inhalaciones y exhalaciones.
El príncipe se preparó para lo que vendría, tal vez otro intento de acercarse a el, un reclamo lleno de despecho o incluso un comentario que cuestionara su virilidad. Sin embargo, para sorpresa del "guerrero amatista" la mujer agacho ligeramente la cabeza, y retrocedió dos pasos, su lenguaje corporal, la forma en la que mantuvo la mirada fija en el suelo, como movía las manos de un lado a otro... todo en ella indicaba que estaba visiblemente apenada por la situación.
Sus labios temblaron y abrió y cerro un poco la boca, como si intentara expresar algo que se había mantenido atorado en su garganta.
—Yo...— murmuró, entrelazo las manos detrás de su espalda, he irguió su postura, como si intentara ocultar esa imagen de mujer apenada que el muchacho presencio—. Joven príncipe, yo...
El joven Aldebarán observó que Erífile tomo valor para mirarlo nuevamente; y el mismo fue golpeado por una ola de desconcierto cuando vio como el semblante de la mujer se contrajo de temor, sus bellas facciones se arrugaron en una mueca de espanto.
— ¡Por los dioses!, ¿Qué le ha pasado?— exclamó retrocediendo varios pasos del príncipe, mientras su dedo índice, tembloroso, señalaba el pecho desnudo de este.
Neydimas examinó su cuerpo con ojos analíticos, y para su sorpresa, su torso y brazo izquierdo estaban manchados con sangre. El guante que cubría su mano herida no fue suficiente para frenar el sangrado, la herida seguía abierta, la tela del guante estaba teñida de rojo y pequeñas gotas caían al suelo.
Se volvió a maldecir así mismo, aparto la mirada de la mujer de rubios cabellos, y se puso de espaldas a ella, mientras que sentía como sus mejillas se calentaban bajo el efecto de la humillación que eso le provocaba.
Esa degradación en la cual él era protagonista, debía concluir. El, rápidamente, recogió sus prendas de vestir, y a una velocidad vertiginosa, tambaleándose como un borracho, con la palma de su mano ardiendo como si se la hubieran bañado en ácido, salió de la casa de baños.
Hizo oídos sordos a la voz desesperada de Erífile llamándolo por su nombre tras de el, y omitió esa ardor de repulsión que lo asqueaba de pies a cabeza al solo recordar como esa mujer de dorados cabellos lo miraba de pies a cabeza junto con su infructuoso intento de tocarlo.
***
Los sonoros pasos del joven Aldebarán eran firmes, fuertes, decididos, sus piernas bien equilibradas y su postura erguida mostrando notable seguridad. El sonido de cada pisada estruendosa retumbaba por todas las paredes y pilares del palacio. Los soldados que acompañaban al muchacho, siendo su escolta personal al momento de ser recibidos por el Rey, debían estirar las piernas para poder contra restar ese aire de poderoso guerrero que denotaba fortaleza y seguridad.
Su semblante había recobrado el color, sus mejillas rebozaban de un saludable color rojizo, y sus labios, antes partidos y resecos, se tornaron de un color carmín. Su cabello, antes una maraña de hebras similares a un arbusto salvaje, estaba húmedo y cuidadosamente peinado.
Sus ojos, antes, la mirada de un hombre alterado, ahora eran pozos profundos de una poderosa indiferencia, ceñidos con un sudario de apatía y convicción. Sus ropajes, antes, harapos que denotaban de un pobre indigente maltratado por las guerras y el hambre, en esos momentos, el muchacho estaba ceñido por capas y capas de los ropajes reales, una capa violeta que pendía de sus hombros, un par de botas negras de cuero hechas a la medida y su canalizador de energía que pendía de su cinturón.
Detuvo sus pasos ante dos grandes puertas de madera de roble con detalles dorados, y los soldados que lo acompañaban la abrieron de par en par.
El príncipe iøunnadiano fue recibido por la mirada expectante del rey Diácono Aldebarán, sentado en una de las sillas en torno a una mesa redonda donde se realizaban las reuniones del consejo.
— Bienvenido, príncipe Aldebarán — dijo el Rey, de forma muy solemne, hizo un gesto con las manos para que el príncipe se acercara a él, y despidió a la guardia real. Dejando a Neydimas y al rey completamente a solas, en esa habitación finamente decorada con tapizado de color rojo, pequeñas esculturas y bustos de nobles héroes de antaño.
— Es un placer reunirme con usted, nuevamente, alteza— expresó el príncipe, realizando una reverencia.
—El placer es mío, joven príncipe. He tenido algunas noticias suyas por parte de su hermano y miembros del consejo. Espero que todo este marchando tal como lo a previsto en las líneas enemigas, que usted en los últimos años dirigió.
— Por ahora — comentó el joven príncipe con el tono de voz apática, pero sin carecer de modales en su hablar—, todo está marchando tal como lo previno el honorable consejo de guerra, mi señor.
— Es bueno oírlo. Si desea sentarse...
— Prefiero estar parado. Espero que a mí señor no le moleste.
En el semblante calmado del Rey se formó una sonrisa. Los gestos, la forma de hablar de su hijo, incluso la forma en la que en esos momentos estaba parado hablando... Si el no lo conociera lo suficiente podría dar por hecho de que carecía de cualquier emoción compleja o vital.
— Bueno. Se que no lo expresa, sin embargo, sé muy bien sobre su intranquilidad, y no lo culpo. Estoy seguro de que tenía mucho que hacer cerca de las fronteras con .... Tanto trabajo... debió ser difícil para usted.
—No fue difícil. Mi única labor es servir a mi Nación y a mi rey, y si deseaba mi presencia, estoy más que dispuesto a que su petición sea realizada.
— En efecto. Qué esto se lleve a cabo lo más rápido posible, no solo será un beneficio para mí, o para usted, esto... esto moverá la partida que estábamos realizando contra ...
— Disculpe mi indiscreción, alteza— interrumpió el príncipe—. Desconozco por completo a que se refiere. Le estaría muy agradecido si mi señor explica los motivos de solicitar mi presencia con tanta urgencia.
El monarca volvió a sonreír. Sin duda, esa fachada de muchacho indiscreto y rebelde todavía seguía presente en su primogénito.
— Después de tantos años no no ha cambiado, sigue siendo muy impaciente. Lo explicaré de la forma más breve. Usted tomara como esposa a la princesa del continente Rhiannon.
Un silencio sepulcral se hizo presente en la habitación, roto únicamente por el ajetreo de soldados, nobles y civiles a las afueras del palacio. El rey esperaba alguna clase de repentino enojo, una réplica cargadas de blasfemias, incluso una expresión que denotaba sorpresa. Sin embargo, para su sorpresa, observo como el semblante del muchacho seguía preservando la misma expresión apática, los labios sellados sin emitir el más mínimo sonido, su mirada atenta pero seria, y la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, señal de estar atento al comunicado del monarca. ¿Acaso no escucho bien sus palabras?
—¿No tiene nada que decir?— preguntó Diácono, una mezcla de sorprendido he indignado por la actitud tan indiferente del muchacho.
—¿Qué objeto tendría hablar?— indagó el príncipe con total serenidad—, sé que lo que está exponiendo usted es lo imposible, o por el contrario, debo pensar que se trata de una simple broma.
Las facciones de Diácono Aldebarán se endurecieron en un arranque de furia.
—¿Crees que lo que pasa haya fuera es una simple broma? — le cuestionó, señalando con su dedo acusador al príncipe—. ¡Deberías madurar más! ¡Esto no es un juego! ¡Si Pravána invade el continente Rhiannon será nuestro fin! Ambos continentes debemos estar unidos hacía un enemigo en común.
Ni bien esas palabras fueron escupidas por el monarca, el semblante del joven Aldebarán palideció de una forma visible, y ojeras que hasta ese momentos estaban ocultas fueron reveladas ante el rey.
— Eso quiere decir que yo...
— Así es— respondió Diácono Aldebarán de una forma cortante y seca.
El monarca fue testigo de cómo esa marcara de indiferencia en el rostro de su hijo mayor de desmoronaba. Por un par de segundos él se mantuvo en silencio, con los ojos abiertos desmesuradamente, su mirada perdida, los dedos de sus manos enguantadas temblando, al igual que su labio inferior, en el mismo momento, cuando un ápice de concentración brillo en sus ojos, pudo emitir las siguientes palabras con la voz afónica:
— Es imposible.
El rey realizó un gesto de negación con la cabeza. Sin embargo, esto no fue suficiente para el mayor de los hijos de Diácono Aldebarán, y prosiguió replicando, esta vez, con la voz más cargada de energía y expresión critica:
—He firmado un documento, en él se establece claramente mi incapacidad de contraer matrimonio, no me puedo casar con una civil o una mujer noble de ninguna índole.
— Ese documento fue anulado por mí y por el consejo.
Los ojos violeta del príncipe de llenaron de algo que hasta ese momento el rey no había premeditado: temor.
—Existen otras formas de tener tratos con los Rhiannianos— indagó el muchacho, con la voz cargada de nervios.
—¿Y crees que algunas de esas formas tendrían la misma efectividad que un matrimonio? Ellos no son idiotas. No confiaría en ningún Iøunnadiano. No después de que nuestros ancestros rompieran el tratado con Rhiannon he invadieran sus islas. Además, ya es muy tarde para eso, la respuesta del Rey de Rhiannon fue afirmativa, me aseguró que la princesa Aladed está más que dispuesta a ser la esposa del mayor de los príncipes Aldebarán. Ella ha dado su total consentimiento, al igual que su padre.
—Ellos son muy fieles a sus tradiciones, lo único que tendrás que hacer es cumplirlas. Cuando seas su esposo, cumple tu deber como marido por un par de semanas, y después puedes irte a dónde desees. No existe ninguna ley que te obligue a quedarte en este Palacio toda tu vida.
—¿Tradiciones? — cuestionó Neydimas, visiblemente confundido, mientras se pellizcaba el puente de la nariz.
— Así es. La ceremonia de bodas será una híbrida. Debe combinar tradiciones tanto Iøunnadianas como Rhiannianas. Es vital que el rey y la princesa no se sientan intimidados ante nuestras costumbres, ni nosotros a las de ellos.
—La princesa... — el muchacho trago saliva, se humedeció ligeramente los labios resecos con la lengua, antes de hablar, era como si le causará repulsión hacer mención de la joven princesa Aladed—. Ella... ¿Cuándo llegará?
—Dentro de unos siete días, aproximadamente. Si contamos con las bendiciones de una rápida salida de la capital de Rhiannon y unos vientos favorables. También el rey la acompañará.
Un silencio incómodo se hizo presente en la habitación. El joven Indah seguía mantenimiento su mirada perdida, su semblante cadavérico, y su postura erguida, sin embargo, ya no movía ni un sólo músculo, parecía que sus pies habían desarrollado fuertes raíces que penetraron el suelo.
— ¿No tienes nada que decir? — preguntó el monarca hastiado del carácter frío y apático de su hijo mayor.
— No servirá de nada. A pesar de que alcé mis manos al cielo, en súplicas para no contraer matrimonio, sé que todo será inútil.
— Es bueno que lo aceptes. Esto... Este matrimonio forzado o como quieras llamarlo no es nada comparado con la situación de miles de jóvenes Iøunnadianos, muchos de ellos han perdido todo, pero tú... Tú sigues aquí. Trata de aprovechar ese tiempo.
El joven Aldebarán presto atención a las palabras de Diácono y de la comisura de sus labios se formó una sonrisa, que más parecía ser una mueca cargada de disconformidad. Los ojos de Neydimas, estos parecía estar cubiertos por un sudario, no sacaban a la luz ninguna emoción perceptible. Con la voz cargada de una poderosa apatía nunca antes percibida el muchacho dijo lo siguiente:
— Si mí señor me citó con tanta urgencia para darme está noticia, creo que debería retirarme.
Él mayor de los hijos del Rey Diácono realizó una inclinación de cabeza, hizo a un lado la capa que pendía de sus hombros y caminó hacia las dos grandes puertas.
—Hijo
Neydimas detuvo súbitamente sus pasos, y se quedó quieto cuál estatua de mármol al escuchar la palabra "hijo".
— Sólo serán un par de días. Tendrás que cumplir el papel de pomposo esposo por un par de días. Según las tradiciones de los Rhiannianos, tú futura esposa no podrá salir del continente al menos que tú lo autorices. Sí así lo quieres, puedes dejarla en este palacio. Puedes irte a dónde desees. Incluso si ella llega a quedar en cinta...
El monarca percibió como el cuerpo de su hijo de estremecía al escuchar esa última frase.
—No es tú obligación quedarte, ella no es una mujer de Iøunn. La princesa Aladed hizo si elección, debe saber las consecuencias de ser la esposa de un príncipe.
Él solo hizo un ligero asentamiento de cabeza, y salió a toda prisa de la estancia. Lo último que logro percibir el rey del joven príncipe fueron el eco de sus frenéticas pisadas en el pasillo.
***
Neydimas entro a su habitación a grandes zancadas cerrando la puerta de un portazo. Se llevo las manos enguantadas a su cara y sus labios intentando de una forma violenta deshacerse de ese olor a fresas silvestres en su rostro, consecuencia de haber utilizado esos frutos como pigmento para disimular la apariencia cadavérica en su semblante. Se paso las manos por el rostro insano una y otra vez, a pesar de aquello, ese aroma que el encontraba repulsivo en aquellas circunstancias, no se iba. De la palma de su mano nacía un dolor tan fuerte que lo hacia perder parte de la sensibilidad de algunos de los dedos de su mano herida.
Él mismo se tiró al suelo, sintiendo el peso de una fuerza descomunal que lo aprisionaba. Su cuerpo estaba débil, las piernas le temblaban sin parar, y su respiración se estaba acelerando.
El príncipe recostó la cabeza contra la pared tapizada. Cerró los ojos, intentando imaginar que no se encontraba en esa maldita habitación, sino en un verde prado aislado de cualquier contacto con la sociedad. Fue un intento inútil.
Había conservado la compostura delante del rey, sin embargo, en aquellos momentos solo era una masa caótica y lastimera.
Ese intenso dolor en su cabeza que intento controlar desde que llegó por todos los medios posibles se había disparado. Sentía que pequeñas ajugas eran insertadas de forma minuciosa en su cabeza, para luego ser retiradas dejando el vestigio de un doloroso pinchazo acompañado de un malestar que le recorría todo el cuerpo.
Se golpeó la cabeza contra la pared una y otra vez, intentando quitarse esa apercibe dolencia. Nada parecía funcionar, el corazón le latía a toda velocidad en el pecho, como si hubiera corrido un maratón, y en su habitación vacía se oía, como un profundo eco, el ritmo acelerado de su respiración.
Abrió los párpados, posó sus ojos violeta en el techo decorado con constelaciones, intentó una y otra vez evocar un precioso recuerdo que esas estrellas podían brindarle, más aún, sus intentos no daban frutos.
Lo único que podía asimilar en esos momentos era lo patético que lucía ante si mismo.
Posó su mirada en sus manos temblorosas, intento controlar su respiración, y no pudo hacerlo.
Tenía miedo. ¿Miedo de que?
El príncipe Aldebarán trato de que su cabeza adolorida pudiera tener pensamientos coherente. ¿A qué le temía?
« Temo estar aquí » se dijo así mismo, su propia mente siendo la única acogida de sus divagaciones.
« No quiero que me vean » esa frase sonó casi como una súplica, una honesta suplica, no quería que nadie se atreviera a observarlo. No cuando se esforzaba tanto por ocultar toda esa repulsiva náusea de desesperación y temor que recorría su cuerpo.
« No quiero casarme »
Su voz retumbo en toda su cabeza aumentando un poco el dolor. Ya no se escuchaba como la fuerte voluntad de un hombre ordenando sus designios, más bien parecía ser la suplica de un infante.
« Nada de eso podrá funcionar. No quiero contraer nupcias. ¿Por qué me obligan a hacerlo? No quiero ser más infeliz. » meditó, mientras levantaba sus rodillas y apoyaba su frente en ellas.
« No quiero estar aquí » susurró, esas palabras repletas de una penuria insondable.
Su energía cósmica estaba bullendo, como una olla a presión, repleta de inestabilidad, esas emociones penetraban en lo más profundo de su psique.
Tenía miedo. Temía seguir en una ciudad que odiaba, de contraer nupcias con una mujer que apenas hace solo unas horas supo su nombre. Estaba rebosante de ira, dirigida a su padre, quien no tuvo el más mínimo respeto a la voluntad de su hijo, y hacia sí mismo, por lucir como el patético muchacho asustado de hace años atrás, y hacia esa princesa extranjera que por elección se lanzaría a los brazos de un desconocido.
« Quiero irme » se dijo así mismo. Esas palabras se escuchaba como una súplica, una súplica a cualquier entidad mística, si es que existía, de que lo sacará de allí. Y de esté lamento, le siguieron muchos más que rodaron por su psique.
« Debo irme »
«No quiero casarme »
Un deseo anhelante. No contraer nupcias con una mujer que sólo conocía de nombre. No contraer nupcias con una mujer que estaba dispuesta a estar con alguien como el, sin haberlo visto jamás.
« No quiero que nadie me miré »
Esa frase... esa última frase se sintió como una espada perforando su corazón, despedazando sus entrañas. Esa habitación, ese lugar, ese aire era asqueroso para él, una esencia que emanaba de cada rincón, una que despertaba en el horribles recuerdos.
Manos ... Sí. Eran manos. ¿Y después?
Neydimas reprimió un gemido lastimero y se encogió aún más. Protegiendo su cuerpo. Ocultando su rostro. Maldiciendo su nombre, y a quienes lo engendraron, detestando su cobardía.
Su cuerpo. Esa estructura cuyo único propósito ante sus ojos era ser un instrumento temblaba, su piel quemaba, al igual que su cabeza, sentía que cada hilo de pensamiento que intentaba formar se perdía bajo la caldera de dolor.
En su pecho nacía unas ganas insostenibles de sollozar. Le ardía la garganta, y sus ojos, con poca hidratación, deseaban sacar todas esas lágrimas contenidas. Se trataba de un anhelo desesperante, uno por el cual su cuerpo ansioso temblaba como una hoja bajo los efectos de una fuerte ventisca.
« No puedo... Llorar » se dijo así mismo, apretando los dientes, presionando sus uñas contra su piel.
No quería que nadie lo viera así. Sobre todo, él mismo no quería verse.
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