Capítulo XVII: Invierno
"La música a lo largo de la historia siempre se ha considerado idílica, por varias generaciones y civilizaciones, sin embargo, en ella también se puede expresar cierto macabro propósito."
Canto I: "Estrellas perdidas"
Esa mañana en la cuidad de Connak, capital de soberanía Pravániana, una fuerte nevada azotaba cada calle, avenida transitada por carruajes, cada hogar, construcción histórica, los templos, el palacio de justicia, por toda la metrópoli, copos delicados de nieves caían desde el cielo nublado, decorando toda la zona de un color blanco, profanado por las pisadas, y la suciedad del lugar, tornando los trozos de hielo de un color marrón claro, y algunas calles estaban repletas de barro.
Ese día en especial, por toda la cuidad de veían alzadas las banderas hasta la mitad del mástil, las hojas de olivo decorando las ventanas y puertas de muchas residencias. ¿Cuál era la razón de reservar y preparar tal protocolo? La causa era bastante obvia. Esa mañana se conmemoraba el fallecimiento del príncipe heredero de la corona.
No sé trataba de un estadio como los juegos fúnebres. Ese día en específico se vertía todo un espíritu melancólico en los ciudadanos de Connak por el asesinato de Ajax III.
Todos los habitantes de la cuidad, aún conservan ese nítido dolor en el corazón, por la perdida de un joven tan virtuoso. Los Pravánianos fueron testigos de la aparente nobleza de espíritu del príncipe heredero, y aún mas dolorosa su perdida, fue añadir que dicha muerte no se trataba de causas accidentales o naturales, sino un asesinato planeado por el alto mando del continente Iøunn.
Ese día, la reina Penélope se trasladaba en el interior de un carruaje a su residencia, el palacio real en la cuidad de Connak.
Había pasado las primeras horas de la mañana visitando el antiguo cementerio de los monarcas, donde reposaba su hijo. Un sitio siniestro, que encerraba los vestigios de una herida en el alma de la reina que aún no fue cicatrizada.
Ella no entendía en que se había equivocado. Desde que solo era una niña su vida fue dedicada a convertirse en una buena esposa. Fue criada por y para servir a su futuro marido y traer a sus hijos al mundo. Ahora un dolor hueco le quemaba el alma y sentía que cada día y noche su desesperación aumentaba.
« Mi amado hijo... Asesinado a sangre fría por una nación sin misericordia. Mi esposo... Un hombre que ahora parece ser la marioneta de sus propios deseos y yo... Una mujer que con cada día pierde sus ganas de seguir respirando. ¿Estoy viva? Puedo caminar, hablar, respirar, aún asi... »
La reina Penélope posó su mirada fuera del carruaje y una sonrisa llena de tristeza se formó en su rostro pintado. Se puso a meditar en lo que un tercero podía atribuir estando en su situación. Huir, tal vez podría ser una opción. Sin embargo, la fémina no podía escapar.
"La mujer que abandonó a su esposo cuando esté la necesitaba."
Ese sería su nuevo título promulgado a gran voz por todo el reino. Sería señalada como la villana no la víctima. Cómo un pedazo de escoria maldita que se atrevió a dejar a su suerte a su marido. Esa sería la frase maldecida, grabada en su frente, la señal de ser un Indah miserable.
Penélope ya no podía sentir ese entusiasmo. La alegría y paz ante la simplezas de la vida. Parecía que cada día se le hacía más similar que el anterior. Una rutina monótona. Una reina que sonríe de forma falsa, mostrándose como una mujer fuerte. Un cónyuge que la trataba como cualquier objeto decorativo de su palacio.
Hace mucho tiempo que no sentía el placer externo. No disfrutaba de los días de pleno sol, de las flores y pájaros cantores en primavera, de alimentarse con los manjares más exquisitos, ceñirse con la ropa más fina, beber los mejores licores o incluso ser tocada por su esposo.
« Nunca lo has disfrutado ¿Verdad? »
Se preguntó así misma, una duda, un interrogante que aludía a casi toda su vida siendo la honorable esposa del rey. La mujer de su vida, quien había dado a luz a su primogénito fallecido, quien recibía sus ásperas caricias en la oscuridad.
« Es una pesadilla »
Se dijo así misma, el sonido de su voz en su cabeza hizo eco en toda su mente, llenando su corazón de un punzante dolor, un incómodo pinchazo que hacia añicos sus entrañas.
No era la primera vez que era sincera con su persona, pero quizás, era la primera vez que reflexionaba sobre lo que ocurría en su entorno.
Jamás amo a su marido, el Rey. Años atrás, fue reclutada de una escuela de prestigio dónde se educaban a las mujeres en toda clase de bellas artes desde la música, la pintura y la danza con el principal objetivo de ser la mujer ideal para el futuro soberano. La vida de Penélope siempre fue así, su futuro atado a un hilo de predestinación, dónde su único fin era ser madre y esposa.
Tal vez sólo en cuerpo podría cumplir la segunda función, aún así, cuando se transformó en madre no podía estás más orgullosa. No estaba feliz porque le dio un sucesor al Rey. No estaba orgullosa porque el reino le rendía honores a su fertilidad femenina. Gozaba de felicidad al tener en sus brazos al primer Indah que amaba con toda su alma. No era una mentira, ella lo amaba.
Su hijo fue su luz. Un muchacho que en ella despertaba una sonrisa verdadera. Todas las noches, después de que su esposo se hubiera saciado de su cuerpo, se levantaba de la cama, se vestía poco formal e iba de hurtadillas al jardín del palacio, esperando que su hijo saliera de entre los arbustos a saludarla. Al príncipe Pravániano siempre le agrado la jardinería.
Sin embargo, lo que hacía, era eso, una espera. Cada año intentaba que su cabeza aceptará de que todo era sólo una simple ilusión. Un deseo desde lo más profundo de su espíritu, por más que rezará a los dioses, por más que intentará comportarse como la reina sumisa y afable que todos esperaban de su persona, cada vez realizar aquello le resultaba más difícil.
Su corazón se estaba hundiendo en un abismo, una caída en la cual ella misma no se sentía capaz de controlar. Lo único que podía sentir era miedo, desesperación y... Odio.
Esa cólera que la corroía de pies a cabeza fue dirigido a una persona en específico, el hijo mayor de la familia real de Iøunn. Penélope no conocía su rostro, jamás pudo ver su semblante o siguiera recibir alguna clase de descripción de la identidad de su energía, sin embargo, sabía su nombre:
"Neydimas Nabis Aldebarán"
Esas eran las palabras que designaban parte de la identidad de ese príncipe que ella tanto despreciaba. Lo odiaba. No por ser el hijo de la familia líder de un continente enemigo. Lo aborrecía por continuar vivo, por ser el Indah que nunca pudo ser intercambiado por la vida de su hijo.
Pensó a gran escala, en una guerra que parecía no tener fin hasta la fecha, un conflicto bélico, que incluso, hasta los más sabios, afirmaban su prolongada duración.
« Si ellos hubieran dado la vida de ese príncipe todo terminaría. No quiero matanzas. Quiero venganza. Ese Indah de sangre real sigue libre y danzando por los prados como si nada, ¿Acaso el Rey no se da cuanta de eso? ¡Mi hijo está muerto por órdenes de esa noble estirpe y no pude vengar su muerte de forma justa! La diosa vengadora pide la sangre de ese muchacho, a cambio de la paz que mi querido sol aún no consigue »
Ella pensaba ante todo en la legitimidad de sus palabras. Ese dolor en el pecho. La perdida de un hijo, no existía en la tierra algún texto o palabras que pudieran describir esa afección. Penélope lo padeció y seguía padeciéndolo. Conocía a los culpables de tal desdicha, y su conjugue no se vengo de ellos, expandió toda su furia y deseos personales de conquista a todo un continente inocente.
Ella no quería ser la esposa de un soberano que será recordado por la historia como el orquestador de un conflicto bélico a niveles catastróficos. Más aún, no quería ser la madre de un muchacho inocente, cuya paz en el más allá, fue mermada, debido a que sus asesinos todavía no experimentaron la perdida de su hijo. No padecieron el mismo sufrimiento.
« Los únicos culpables son el rey y la reina de Iøunn. Quiero ver qué sus heridas del alma sangren. Quiero... ¡Que su hijo mayor deje de existir! ¡Quiero que muera! ¡Quiero que muera! ¡Quiero que muera! ¡Quiero que muera! ¡Quiero que muera! »
Una y otra vez repetía las misma frase. Dichas palabras sonaban como una liberación. Era como si al fin ese dolor aprisionando en su alma tuviera diminutos orificios que aliviaban la presión de su amargura.
—Mi señora. ¿Se siente bien? — preguntó, de forma afable una voz femenina.
La reina volvió en si. Por unos minutos se había olvidado que estaba encerrada en un carruaje, protegida del helado frío de invierno. Con la compañía de una de sus damas asistentes.
Se sorprendió al observar como de manera inconsciente su ira de manifestó en su cuerpo, había estado apretando fuertemente con sus manos el asiento acolchado del carruaje, y sus brazos temblaban como juncos movidos por el viento.
Ella solo hizo un ligero gesto siendo asertiva. Dio una fuerte exhalación, y Desvío la mirada de la joven doncella que la acompañaba, posó su vista en el cristal ligeramente empañado que era su única vista al mundo exterior, fuera del carruaje lujoso, la nieve seguía cayendo de forma paulatina, se oían el sonido de los cascos contra las rocas dispersas en la calle transitada, y el ajetreo de algunos civiles.
Sin embargo, un suceso despertó su interés. Estaba ocurriendo en plena cuidad. Una carreta llevaba consiguió una jaula de prisioneros. Normalmente no sería un suceso extraño ver a criminales ser trasladados a algún recinto o incluso a la plaza para una pública sentencia, aún así, dichas circunstancia eran peculiares.
No trasladaban a cualquier criminal, pues uno de los miembros de su escolta era una mujer vestida de rojo con la cabeza totalmente rapada. Dicha mujer se trasladaba sobre su caballo negro dejando a su paso una sensación de inquietud. La reina Penélope conocía de quién se trataba, al menos de forma parcial. Esa fémina no tenía nombre, sólo un alias: "la mujer del abanico" y era una de las más fieles vasallas de Lilit.
Intentó divisar el semblante del prisionero, pero la nieve, las mantas que cubrían parte de su rostro y las vallas de metal de la celda no permitían que sus ojos lo escudriñara. Debía tratarse de alguien muy peligroso. ¿Cuál sería entonces la razón de que una de las más fieles y fuertes aliadas de Lilit lo escoltara? ¿Su esposo sabía de esto? ¿Acaso de trataba de algún valioso prisionero de guerra?
Observó su reflejo en el cristal. Según los estándares de un Indah promedio seguía siendo una mujer joven, aún así, su imagen parecía lucir degradada, ojeras muy notorias que varias capas de maquillaje trataban de ocultar, la piel pálida he insana, ojos casi inexpresivos, labios resecos. Todo en su semblante era un completo desastre, sin aparente remedio.
Se acurrucó en su asiento recubierto de pieles. Fue acogida por la calidez en el interior de la carroza y por sus finas vestimentas abrigadas repletas de pequeñas joyas. Desvío su mirada del cristal empañado por el frio, y posó sus ojos cansados hacia arriba, fijos en el techo del carruaje.
Su mente divagó por unos instantes. Pensó más que nada en sus firmes deseos de venganza. En las convicciones que serían ignoradas por su esposo. En como su inocente hijo aún no lograba conseguir el descanso eterno. La vida de un príncipe por la de otro. Eso a sus ojos sería justo.
Recordó la imagen de esa siniestra mujer. La había visto de lejos en varias ocasiones, una vez se presentó sin decirle su nombre, y con sólo verla un escalofrío le recorrió la espina dorsal. La mujer del abanico, parecía un espectro entre la multitud de Connak, y lo más particular, era que nunca salía de la cuidad por órdenes de Lilit. Lilit, ese era el nombre de una de las principales consejeras de la corte.
¿Por qué estaba escoltando a un criminal? ¿Cuál era la importancia de ese individuo bajo la custodia de la sirvienta de Lilit? ¿Sus habilidades eran en efecto peligrosas? ¿Sería acaso un Iøunnadiano? Si se trataba de un Indah de origen extranjero... ¿Sabría algo los integrantes de la realeza de Iøunn?
Esa última pregunta se insertó en la mente de Penélope, como un alfiler. Ese anhelo por la venganza se expandió por todo su ser, y el filo de la curiosidad sembró su intranquilidad.
« Si acaso ese sujeto cautivo sabe algo que me pueda ser útil. Si conoce aunque sea la ubicación del hijo mayor de los Aldebarán...»
La esperanza se abalanzo con potente e inesperada fuerza en el corazón de la monarca.
« No puedo evitarlo. Mi corazón comienza a latir con fuerza... Siento que... »
Penélope tragó saliva, y posó su mano derecha sobre su pecho. Su corazón latía formidablemente. El aire frío que entraba por sus pulmones ya dejó de sentirse como una pesadez rutinaria. En lo profundo de su alma la esperanza nació.
« Aún me queda una razón para luchar, me queda una pequeña oportunidad. Se que no debería hacerme ilusiones, más aún, la luz está allí, en mi corazón. Su Merced, el Rey, no puede entenderlo, no obstante mi decisión está hecha. No tengo nada que perder con intentarlo. »
Penélope en todo el trayecto de retorno al palacio, seguía observando el techo abstraída en sus pensamientos. Lo único que percibía sus oídos era el sonido de los cascos de los corceles, y ciertos comentarios de la doncella que la acompañaba, que incluían quejas adjudicadas al clima, aún así, todo a su alrededor le era indiferente.
« Si mis conjeturas no llevan a nada, no importa. No me rendirte. La justicia por la muerte de mi hijo, será impartida como se debe. El precio es muy obvio, la vida de un príncipe por la de otro príncipe. Si todo hubiese sido así desde el comienzo, está guerra nunca tendría existencia. »
« No voy a doblegarme. No voy a doblegarme. Hasta que el mayor de los Aldebarán está muerto, mi hijo no descansará en paz. Yo no podre vivir en paz. » reflexionó la reina de Právana. Por primera vez, en un largo tiempo, una profunda determinación dio génesis a sus objetivos.
***
Chandra lanzo una pequeña roca contra las firmes vallas de un metal especial, que conformaban la jaula donde lo mantenían prisionero.
Los cascos del caballo que tiraba de la carreta dónde lo encerraron hacían un sonido constante, internándolo por la cuidad. El ajetreo de las personas que caminaban por la vereda, el relinchar del equino, el viento del sur, que traía consigo un frío intenso, alteraba sus nervios, siendo privado de la amarga calma, que se esforzó por conservar.
Sus ojos se posaron en la mujer calva que lo escoltaba montando un corcel negro. El semblante de la fémina lucía como un rostro tallado en piedra, sin embargo, existía una notable diferencia, la cara de "la mujer del abanico" no parecía tener vida, sus labios color carmín, su pálida piel, ojos vacíos, sus dedos largos y finos, la carecía de gestos en sus facciones afiladas, agregando la peculiar firma de energía propia de un Indah casi aislada, hacían de la intrigante asesina un cadáver, que quizás, por gracias divina, o algún hechizo de nigromancia, podía mantener sus movimientos motores y su hablar.
Chandra, se pasó la lengua por los labios resecos, ignoraba todo a su alrededor y posaba su mirada llena de odio en la mujer que lo saco a la fuerza de su lugar de origen.
Por días enteros estuvo navegando en un barco mercantil en condiciones, que según el, no eran dignas de un miembro de la nobleza, se negaron a brindarle alguna clase de información sobre la administración de la isla y su hermana.
Esos acontecimientos, desataron su fría cólera, sumado al hecho de que lo despojaron de su canalizador de energía y lo alejaron de su arte.
« Luce como un cadáver, pero mi música hará que luzca como un mortal simple de carne y hueso»
Meditó Chandra para si mismo, con una mirada repleta de malicia. El tiempo que pasó a solas consigo mismo, fue suficiente, su mente y espíritu artístico trazaron formas melodiosas en los rincones más inhóspitos de su mente, según el, fue visitado por una musa divina que lo intuyo a componer una porción de sinfonía teatral, ahora más que nunca estaba enamorado de su arte.
Ese amor que oprimía su corazón, se convertía en una masa de viscoso odio y cólera. Rencor y resentimiento hacia las personas que lo trasladaron a una cuidad que le era indiferente, y un profundo odio por tratarlo como un simple prisionero o un peón para ser usado.
Más que nunca, Chandra estaba seguro de algo, obtendría a cualquier costo su venganza. Cuando más rápido realizará la tarea, sería libre de esa putrefacción de irá, que amenazaba con quitarle parte de su cordura.
El carruaje que cargaba su jaula, se dirigió, junto con su escolta, fuera del centro de la cuidad. En las cercanías del río, se alzaba una inmensa construcción. Por lo que Chandra dedujo, al comenzar a internarse en ella, es que se trataba de una edificación al aire libre que servía como instalaciones para el entrenamiento de soldados, para su sorpresa, no se encontraban miembros del cuerpo militar entrenado en la arena, y las gradas construidas en base a madera estaban vacías.
Además de estar presentes diez soldados, ceñidos del uniforme clásico de los Pravánianos, un individuo que a ojos de Chandra lucía bastante peculiar estaba intentando por todos los medios separar a la fuerza a una madre humana de su hija.
La mujer lanzaba sollozos y súplicas a gran voz, mientras la niña lloraba y gritaba llena de miedo mientras se sujetaba con todas sus fuerzas de la cintura de su madre.
Más de causarle alguna clase de impresión esa escena, que a ojos empáticos resultaría desgarradora, para el usuario de energía Bíah solo representaba el reflejo de su cotidianidad. El mismo, se sintió más integrado por la peculiar forma de vestir de ese Indah.
El sujeto portaba un singular sombrero, uno que sólo había visto usar a ciertos grupos de nómades humanos, se trataba de un... Sombrero de copa, esté, estaba adornado con una cinta de seda de color dorado, la parte superior de su cuerpo estaba cubierta por un abrigo de piel elegante, esa primera impresión de distinción, contrastaba con los pantalones de tela de algodón gastados por el uso, las botas de cuero rústicas y un bolso que tenía sobre su espalda. En cuando a su semblante, no había mucho que destacar, era un hombre con el rostro ovalado y ceniciento, el cabello castaño que le caía hasta los hombros, el tabique de la nariz aplanado y los ojos castaños, repletos de cierta complacencia por el dolor ajeno.
El Indah portador de esa peculiar vestimenta, no dejaba de propinarle golpe tras golpe a la desdichada madre de esa pequeña indefensa, y aún así, a pesar de todos los ataques físicos de ese hombre esa fémina humana seguía con la convicción de seguir protegiendo a su hija. De no permitir que ese individuo se la arrebatará.
Uno de los soldados tuvo que interferir, y finalmente, después de tanto forcejeo, lograron esperar a la madre de su hija.
La mujer del abanico, desmontó de su corcel negro, sin voltear a mirar a ninguno de los presentes en la estancia, se disponía a abrir el cerrojo de la jaula, que mantenía prisionero a Chandra, sin embargo, la madre humana, se logró zafar de las fuertes manos de los guardias que la sujetaban, y se precipito hacia su hija, cubriéndola, en sus brazos protectores, y para estupefacción de muchos, se dirigió a la mujer del abanico pidiendo misericordia y piedad:
—¡Por favor, señora!, ¡Hagan lo que quieran conmigo!, ¡Torturen mi cuerpo, mi mente y mi espíritu de la peor manera!. Pero, ¡Por favor!, ¡No la matan!, ¡No la lastimen!, ¡No la maten! ¡No la maten! —rogó la mujer con desesperación, y en un acto por implorar misericordia se postro ante los pies de la mujer del abanico.
La calva fémina la observo sin expresión alguna en sus facciones, sus ojos estaban vacíos, y sus labios entreabiertos permitían el paso del aire, que en contacto con el frío del exterior, dejaba pequeñas volutas de vapor.
— ¡Se lo suplico, mi señora! ¡Usted cómo mujer tenga compasión de su semejante! ¡No la maten! ¡Tome mi vida! ¡Ella es solo una inocente! ¡Mi hija es una niña inocente!
La madre de la niña rompió en llanto, y sus lamentos eran acompañados por los de su hija. La pequeña niña sollozaba a gran voz, su cuerpo delgado por la falta de alimento y el trabajo forzado temblaba, como un junco movido por el viento, su cara cubierta de tierra y barro estaba manchada por lágrimas siendo derramadas, dejando a luz algunos golpes visibles que le propinaron los soldados.
Por unos cortos minutos, todos los Indahs presentes no dejaron escapar ningún comentario, y no se movieron de sus posiciones, esperaban que la mujer obrara a su manera, que ella fuera la mano que decidiera el destino de esas dos humanas. Ella debía realizar la elección entre la madre y su hija, ¿Acaso tendría misericordia de alguna de ellas?
—¿Terminó? — preguntó la mujer del abanico, después de un profundo silencio en el habla de alguno de los presentes, aunque su voz carecía de empatía se pudo distinguir un tono cansado, como si estuviera aburrida.
La madre de la pequeña niña tembló de pies a cabeza, un escalofrío le recorrió la columna vertebral al oír por primera vez la voz inhumana de esa mujer.
Levantó su semblante del suelo, y poso su inquieta y asustada mirada en la "mujer del abanico", esperaba hallar aunque sea un pequeño rastro de piedad, y su corazón se quedó completamente congelado al descubrir que esa fría mirada no guardaba nada, era como tratar de escudriñar los ojos de un cadáver.
—Q-Que — balbuceó la fémina humana.
—Tomare eso como un "Si".
Lo que pasó después, dejo a todos los presentes (con excepción del joven Chandra) patidifusos. En un abrir y cerrar de ojos, la mujer Indah, se hizo con su mortal arma en mano, su poderoso abanico de cuchillas se abrió, como si se tratara de la cola de un pavo real, sólo que en este lamentable caso, la impresión de maravilla ante tal majestuosos colores del ave fueron remplazados por horror.
La fémina realizó un elegante giro de muñeca, dirigió su abanico a la mujer humana y la asesinó de forma instantánea. Las cuchillas penetraron en lo más profundo de sus sus entrañas, y al ser retiradas salpicó el suelo cubierto de nieve con sangre fresca.
La pequeña niña humana se quedó quieta, inamovible, al ver tan monstruoso acontecimiento. En el instante en que su asesina agitó su abanico varias veces, intentando quitar parte del líquido carmesí de las cuchillas, y algunas gotas de sangre cayeron en el rostro de la infante, ella pudo reaccionar.
—¡¡Maldita asesina!! — exclamó la infante, llena de cólera, su cuerpo temblaba, no obstante, no se trataba del intenso clima helado. Todo su cuerpo parecía haber sido poseído por un demonio vengativo, sus pequeños ojos repletos de lágrimas destellaban irá, su mirada seguía conservando el velo del horror traumático, aún así, era opacado por su cólera.
La mujer del abanico la miro de pies a cabeza, a pesar de que sus ojos seguían conservando ese gesto de antipatía, sólo Chandra fue testigo de un ligero brillo de inquietud que nació en los ojos de la asesina. ¿Cuál sería el motivo? Él no lo sabía. La niña era solo un mero estorbo que cualquiera de los presentes, pasando por el más débil de los soldados hasta el más fuerte de ellos, podría someter con facilidad a esa pequeña humana.
« Esto se pone cada vez más interesante » pensó Chandra para si mismo, mientras analizaba como ese brillo de tribulación en los ojos de la susodicha, se había esfumado rápidamente.
La pequeña infante, a pesar del helado frío que congelaba sus pequeñas y frágiles extremidades, su figura delgada, consecuencia de su escasa alimentación, se abalanzó como una bestia salvaje a la mujer con la clara intensión de atacarla de algún modo.
La pobre niña no pudo siquiera intentar brindarle alguna clase de golpe, pues, el sujeto vestido de forma extravagante interfirió y le propinó una patada en el estómago a la niña. Ese golpe fue tan poderoso que la hizo caer de espaldas al suelo de forma fugaz.
— Quédate... —dijo el hombre con vestimenta extravagante, mientras levantaba a la niña del suelo tirando de sus cabellos, ella se retorcía de dolor, gimiendo entre lágrimas de pura rabia, odio, desdicha y perdida — quieta, ¡Asquerosa humana!
Se oyó un fuerte golpe, el hombre de especie Indah, le propinó una fuerte cachetada a la niña que la dejo completamente inconsciente, tirada en el suelo cubierto de barro y nieve.
—Bien, pude controlar a ambas perras. ¿Qué es lo que sigue? — exclamó emocionado, él sujeto con ropajes extravagantes, dirigiéndose a "la mujer del abanico".
Todos los soldados que presenciaron tal escena permanecieron inmóviles, no era la violencia explícita que se desarrollo ante ellos lo que desencadenó un sentimiento de inquietud en sus corazones, pues las innumerables batallas sellaron parte del morboso efecto, sino, como está se desarrollo. Esa mujer del abanico, al igual que el joven que permanecía encerrado en esa jaula metálica, contemplaron tan cruel acto sin un ápice de humanidad.
La calva fémina, portadora de esa abanico mortal, sin dirigirle la palabra a ninguno de los presentes, caminó con paso solemne y altivez hacia la carroza, que tiraba de la jaula donde yacía Chandra. Se escuchó un fuerte sonido metálico, y para sorpresa del mismo señor y amo de su propia isla, la mujer abrió la jaula, dejando en libertad al Indah prisionero.
El apuesto muchacho, usuario de la energía Bíah, salió de su celda sin prisa, le dedicó una mirada repleta de arrogancia a esa mujer que despreciaba, por sacarlo de su cotizada vida.
Chandra camino junto a la mujer del abanico, hasta estar frente a ese peculiar individuo.
—Señor Chandra, le presento al señor Akira — dijo la mujer del abanico haciendo las presentaciones, señalando con su mano al hombre, que hace unos momentos había dormido de un solo golpe a una pequeña humana.
El susodicho se sacó el sombrero de copa, he hizo una ligera reverencia genuina llena de admiración.
— Es un gusto conocerlo señor Chandra, sin duda las descripciones que me han dado sobre usted no le hacen justicia. Sin miedo a una reprimenda, le puedo afirmar que es el indah más hermoso que estos ojos han podido observar.
El joven Chandra, poso sus manos en su cintura y sólo pudo sonreír de forma irónica ante ese aparente halago.
—En efecto. Parece que tengo el honor de conocer a uno de los perros personales de esta dulce dama — se expresó Chandra, con su juicio repleto de ironía y narcisismo.
Las palabras del muy agraciado muchacho cobraron efecto en Akira, la sonrisa que se formó en los labios del hombre como efecto al presenciar tal belleza masculina se esfumó. Akira quedó completamente desencantado.
— Señor Chandra — habló la fémina del abanico letal, quitando la capucha de su cabeza, dejando a la vista su cabeza calva —. Usted está aquí por un propósito, no lo traje a perder el tiempo.
— ¿Ah sí? — cuestionó el muchacho, alzando una de sus cejas —. Entonces, por favor, ilumine mis dudas. Espero que su falta de cortesía al traerme a este... —, Chandra examinó con repulsión el patio de entrenamiento —, lugar, tenga una buena razón.
— Akira — dijo la mujer del abanico, extendiendo su única mano hacia él.
El susodicho suspiro frustrado, hurgó en el bolso que traía a cuestas, y saco a relucir un objeto alargado cubierto por un pedazo de cuero.
La mujer arrebato el objeto de sus manos de forma indiferente, y se lo confirió a Chandra.
Este, lo despojo de la cubierta de cuerpo, dejando a luz una fría flauta hecha de metal.
—¿De que se trata esto? — preguntó el muchacho, fingiendo total inocencia, aunque, su corazón estaba martilleando de emoción.
— Sabe muy bien de que se trata — expuso la fémina calva —. Su teatralidad a llegado a su culminación. No debe fingir más. Sabemos que hace, como lo hace, y cuál es su propósito. Ahora, para demostrar su poder— señalo con su dedo índice huesudo a la pequeña infante que yacía inconsciente, tirada sobre el suelo lodoso —, debe lograr despertar a esa niña humana de su estado de inconsciencia, proceder a controlar por completo su cuerpo, y hacer que ella misma termine con su vida.
Chandra no respondió. Se dedicó a observar con detenimiento el instrumento. Sin duda no era uno común. Estaba constituido del mismo material que los clásicos canalizadores de energía, o varas de energía. Era similar a su flauta, con la única diferencia de que no era su preciado artífice musical. Eso desencadenó una rabia reprimida en el corazón del joven Indah.
— Será una pequeña demostración — explicó la mujer —. Se que esto para usted no es un reto...
— Mi estimada dama. Se equivoca conmigo en todos los sentidos. No soy ningún mequetrefe que baila para recibir los aplausos de su idiota público. Soy un artista. No un esclavo que puede obrar bajo la voluntad impuesta por otros.
Chandra se expresó de forma afable, sin apartar la decidida mirada de la mujer que lo tomo como prisionero, a pesar de aquello, no lo pudo evitar, rastros de cólera nacientes escaparan, y se hicieron presentes, como un reflejo en sus delicadas facciones.
"La mujer del abanico", por otro lado, no expresó ninguna emoción ante la negativa del usuario de energía Bíah, y no desvío su mirada cadavérica de los ojos del muchacho.
Un fuerte suspiró escapó de la boca de la mujer calva, y dijo lo siguiente:
— En ese caso... — los ojos de Chandra apenas pudieron percibirlo, en una milésima de segundos, sintió el frío contacto de la afilada hoja del abanico mortal de la fémina—. No voy a interponer sus designios — la voz de esa fiera asesina estaba teñida con un macabro rastro de calma, ambos seguía mirándose a los ojos, a pesar del creciente temor de Chandra por conservar su vida, no estaba dispuesto a ceder —. Si quiere obrar como un verdadero artista. Que así sea. Pero me temo que tendré que arrebatarle su vida en el proceso.
El muchacho tragó saliva ligeramente, sus dedos comenzaron a temblar cuando sintió que el filo del arma penetraba de forma tenue la piel de su cuello. Sólo un movimiento. Un sólo movimiento del brazo se la mujer y sería decapitado.
No tenía opción. Está entre la espada y la pared. Y eso lo frustraba aún más. Tendría que ser el títere de esa mujer cadáver, al menos que...
— Lo haré — respondió Chandra, apartando su mirada de los ojos de la fémina. Sabía lo que tenía que hacer. Conocía cierto truco de la asesina. No podía dejar que ella pudiera leer su mirada.
De forma inmediata, ante su respuesta, la mujer dejo de amenazarlo con su abanico de cuchillas. Movió su arma con sutil elegancia, cerrando su abanico y guardándolo en un estuche sujetado a su cinturón.
— Akira — ordenó la fémina, haciendo un ligero movimiento de cabeza, para que el nombrado lo siguiera, este obedeció sin chistar.
—Bien. ¡Demuestre su arte señor Chandra! — exclamó la mujer del abanico, desde las gradas, junto a Akira, su voz sonaba como un trueno por todo el recinto.
Chandra posicionó sus manos en el cuerpo de su flauta, y antes de que algún soplido escapara de sus atractivos labios, una sonrisa macabra brillo en su semblante.
En el instante, dónde la primera nota escapó de la flauta, algo se sintió diferente, ninguno de los presentes pudo premeditar cuál era la causa. En lengua humana, no existe una forma de explicar tan sensación, la atmósfera helada que los rodeaba, de forma repentina, se torno más cálida, los cielos seguían siendo del mismo color, de un gris oscuro que ocultaba los preciados rayos de sol, y aún así, muchos de los soldados presentes sintieron la calidez del astro rey en primavera.
Las primeras notas salieron de la flauta. La música se escuchaba como los antiguos cantares jubilosos, dónde se transmitía de forma oral las hazañas de muchos héroes legendarios en el pasado. Al menos esa era las primeras sensaciones que transmitían al oído, una paz hipnótica, que llegaba a cualquiera que fuera capaz de escucharla.
Todos los presentes del lugar llegaron a la misma conclusión: Chandra compuso la melodía de la muerte.
✨Fin de la Primera parte.
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