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Capítulo XIX: Hipnotizador

Ninguno de los presentes podía adivinar la fuerte euforia que recorría el cuerpo de Chandra. Cada músculo de su cuerpo se contraía de manera violenta, una energía burbujeante, erosionada en lo más hondo de su espíritu, traía lentamente a la superficie un gran poder.

En aquella construcción, que funcionaba como centro de entrenamiento para las tropas de soldados, los presentes del lugar guardaron completo silencio, este era roto por la música de la flauta de Chandra y por ciertos sonidos procedentes del exterior, fuera de los confines de ese lugar, donde los transeúntes se movían de un lugar a otro por toda la ciudad. Ese sitio, sería el escenario donde el flautista estaba a punto de desatar una devastación.

Su porte erguido, demostraba seguridad de sí mismo, el ligero movimiento de sus pies siguió el armonioso sonido de la flauta, lo hacía lucir como un poeta de hazañas épicas realizadas por los héroes de antaño. Sus dedos, extremidades delicadas, similares a las de una fina dama de la corte real, se movían de una forma elegante sobre el cuerpo del instrumento musical, de una forma inevitable, sus labios, por donde dejaba salir el aire, soplaban la embocadura, parecían estar más rojos y finos.

Hace un minuto, el joven señor de sus propias islas, se puso a tocar su flauta, dejando atrás melodías que oscilaban entre intervalos de placer auditivo a todo mortal, y ciertas notas agudas que anunciaban cierta premeditación malévola.

El movimiento de su cuerpo era un elegante balanceo, similar al suave mecer de los juncos en una laguna gracias a la suave brisa de primavera.

Los copos de nieve caían de un modo calmo en todo el recinto, solo la mujer del abanico y el señor Akira estaban protegidos sobre un techo improvisado de madera sobre las gradas. Los soldados estaban dispersos alrededor de Chandra, quietos como estatuas de mármol, atentos a cualquier movimiento inapropiado del muchacho. Ese frío invernal dejaba sin ninguna protección a la indefensa niña, que yacía inconsciente en el suelo húmedo por la nieve, y muy pronto, perdería la vida de una manera inevitable.

Toda la atención de los presentes estaba fija en el joven Chandra. El mismo, ahora con sus poderes incrementados a incrementar, pudo percibir ciertas firmas de energía repletas de un placer que iba más allá de su música.

Los grandes ojos marrones de Chandra se posaron en el señor Akira. El instrumentista sonrió para sus adentros cuando observó como las mejillas de este se tornaban de un color carmesí, y sus ojos lo contemplaban de pies a cabeza.

Eso era exactamente lo que deseaba Chandra, los Indahs destinados a ser inferiores a él, tenían como único propósito admirarlo, como si se tratara de una escultura tallada por los más grandes artistas que pudieron haber existido. Su encanto musical, mezclado con un movimiento de danza exótico y sensual, llamaba mucho la atención de aquel aparente vasallo de la mujer del abanico. A continuación, el flautista dirigió su mirada a la asesina calva, y para su disgusto personal ella conservaba la misma expresión.

No cambio ni un ápice, su expresión apática, su cuerpo aparentemente inmune a cualquier sensación de frío se mantenía inmóvil, su cutis seguía luciendo cadavérico, he insano, sus labios pálidos cubiertos de pequeños trozos de piel muerta y seca, y esos ojos. . .

La energía de Chandra se llenaba de cierta ira, esos ojos no transmitían ni la más mínima pasión por su música, estaban vacíos, era como observar a los ojos a un cadáver, mirar directamente en el interior de un pozo sin fondo. Esos ojos estaban fijos en los que él realizaba, en cada movimiento que hacía, la más mínima señal de vida que pudo resaltar de esa mirada pétrea fue una notable gestualidad de análisis en el manejo de su flauta.

«No importa», se dijo así mismo Chandra, guardo en lo más hondo de su ser, ese resentimiento hacia esa mujer que lo saco de su pequeño paraíso personal.

«Esta es solo la primera etapa, cuando llegue las siguientes, esa mujer se humillará ante mi presencia, sentirá el más grande éxtasis antes de su muerte. Esa mascará de indiferencia caerá muy pronto.»

El Indah volvió a ejercer cierta gestualidad con su lenguaje corporal, acciones que resaltaban su muy agraciada belleza física. El armonioso sonido de su flauta acompañaba la imagen repleta de alguna clase de perfeccionismo que resaltaba del flautista.

La música comenzó a volverse más agresiva, el sonido de la flauta comenzaba a alcanzar notas mayores altas y, junto a esa nueva modificación, los soldados Pravánianos se tensaron, el mismo Chandra presintió esa nueva intranquilidad en el ambiente.

Ese nuevo y original tono despertó una energía intensa en las extremidades del muchacho, se movió de un lado a otro, mecía su cabeza, seguía una coreografía de danza bastante improvisada pero no por esto menos elegante y bella en su interpretación.

En el mismo instante que comenzó a mover sus dedos finos de una manera frenética, aumentaba el constante sonido embravecido de su melodía, el mismo Chandra atisbo la estupefacción de algunos de los presentes, al observar como la niña humana se levantaba del suelo.

El hecho de que recuperara la conciencia no era el principal motivo de la inquietud de muchos. La niña se paró de una forma bastante grotesca y antinatural, como si sus brazos y piernas fueran el objeto de manejo de un titiritero. Sus extremidades crujían, y los dedos de sus manos no dejaban de contraerse de manera frenética, sin embargo, cuando se pudo observar con detalle el semblante sucio y maltratado de la infanta, se llegó a una conclusión terrorífica: seguía dormida.

Mantenía sus ojos abiertos, las cuevas de sus ojos se salían de sus órbitas, su mirada estaba vacía, similar a la de un cuerpo sin vida. Su cuerpo estaba rígido, cubierto de moretones y laceraciones, aun sangrantes. Su piel estaba pálida y sin color bajo los efectos de la nieve. De su diminuta boca escapaba su lengua húmeda y enrojecida, se creaba una imagen repulsiva, como si fuera el resultado de una compulsión nerviosa.

No parecía poseer alguna clase de discernimiento de ninguna índole ante su situación, es más, si no fuera por el movimiento constante de su diafragma, muchos hubieran sospechado de que se trataba de una niña muerta, resucitada bajo la energía cósmica de ese poderoso Indah.

La música seguía presente, con esa nueva sonata, una mezcla entre la premeditación a un horrible fin, y una clase de admiración por la belleza placentera al oído. El cuerpo de la infanta humana se desplazó a pasos bruscos, carentes de equilibrio y agilidad.

El mismo Chandra sonrió para sus adentros, repleto de orgullo al observar el lenguaje corporal inquieto de muchos de los soldados presentes y la mirada mezcla, asombro e intranquilidad que le lanzaba el señor Akira desde las gradas.

La niña caminó a cuestas con torpes y raros movimientos similares a los de un títere manejado con cuerdas invisibles hasta posicionarse frente a unos de los soldados Pravánianos.

Este no se movió de su posición, sin embargo, el flautista detecto las señales claras de temor que le provocaba la niña. Ella no le dirigió ni una mínima palabra, por el contrario, su semblante conservaba el mismo tinte de completa frialdad, he, inexpresividad. Guiada por el sonido de la flauta de Chandra, extendió lentamente su mano pálida y helada hacia el soldado, no se trataba de un gesto de súplica, o un índice de emotividad expresado, más bien era uno mecánico, como si fuera una clase de artificio que solicitaba algún objeto para completar una construcción.

Tal parece que el hombre uniformado, después de quedarse rígido como una estatua de mármol, pudo lograr comprender las intenciones de la infanta. Saco de uno de los bolsillos que pendían de su cinturón una daga bien pulida y se la extendió con una gestualidad precavida a la muchacha desde el lado del filo, sin embargo, ella tomó el arma por la empuñadura, y los labios de Chandra mientras soplaba se contrajeron un poco, por la intensión brusca de tratar de sonreír, al observar como el soldado aparto su mano del toque de la niña humana, como si su piel hubiera sido quemada.

Todos los presentes estuvieron expectantes de lo que seguiría a continuación. La infanta humana movía la daga de un lado a otro, como si jugara con ella, pero realmente se trataba de Chandra, el mismo mientras movía los hilos de su títere se divertía, contemplaba la agitación interna de esas mentes, mentes carentes de paciencia y morbosidad, que esperaban la carnicería auto lacerante.

El ambiente cambio, la nieve caía desde el nublado cielo agitado por un viento, sin embargo, esta brisa era diferente, conservaba su frialdad impecable, pero había algo más, algo peligroso, una sensación de premeditación, parecía que el aliento de la misma muerte se mezclaba con el cierzo seco helado.

El flautista detuvo sus pies y extremidades en movimiento, y prosiguió a ejecutar otra sinfonía totalmente diferente, nueva para todos los oyentes.

La música se volvió pesada y lúgubre, similar al acompañamiento de las baladas en los ritos funerarios de los Pravánianos. Chandra observo satisfecho como el rostro del señor Akira quedo patidifuso, su firma de energía se convirtió en una masa de preocupación latente por su supervivencia, es más, los diez soldados presentes sentían lo mismo, con pasos lentos se distanciaron del joven usuario de energía Bía, sin embargo, la mujer del abanico preservaba sus mismas expresiones indiferentes, sus ojos pétreos lo miraban con un brillo carente de temor, de esta manera parecía intentar comunicarle al muchacho que prosiguiera con su función.

Por otro lado, este no se encontraba satisfecho en ninguno de los sentidos. Tuvo que dar todo de sí para no hacer estallar de forma violenta todo su arte musical de forma poco precavida, esa mujer calva estaba hería su orgullo.

«Falta poco, falta poco» se dijo así mismo, esas palabras tranquilizaban su conciencia, relajaban parte de su energía chispeante.

Ese deseo inestable de venganza sacio las ansias de sangre del flautista de forma temporal. Chandra movió los dedos de sus manos por el cuerpo de la flauta con más aprisa, pero sin dejar atrás atisbos de elegancia, el expreso que era un artista, si se tenía en cuenta la gestualidad estética de sus movimientos, acompañados por su música hipnotizante nadie podría negarlo.

Nuevamente, su música adopto una oscuridad tenebrosa que se cernía sobre todos los corazones de los presentes.

La infanta detuvo el incesante bamboleo de la daga. Movió el arma con mucha lentitud a su brazo derecho, y sin el más mínimo acto de reparo en ello produjo un corte transversal. La sangre manchó sus ropajes, la herida fue profunda. Todos observaron la ropa de la niña humana hecha jirones intentaba ocultar de forma inútil un corte a carne viva, supurante de un cálido líquido carmesí.

La sangre recorría un camino desde su brazo, sus manos hasta sus dedos, donde caían en gotas al suelo, manchando de carmín la tierra cubierta de nieve color marrón, efecto de ser mezclada con el barro. Sin embargo, nada de esto parecía importante a la niña, conservaba esos ojos carentes de conciencia, y esa forma tan macabra de mantener sus extremidades en posiciones grotescas.

El sonido de la flauta seguía sin parar, los modismos de su ejecutor mostraban algo siniestro, algo peligroso comenzaba a extenderse en la armonía de ese bello sonido.

A continuación, la pequeña humana dirigió la daga a su cuello y de forma lenta presiono el filo del metal en su garganta. Todos los presentes pusieron total atención a este hecho, incluso el mismo Chandra se regocijó para sí mismo al observar como la mirada de la mujer calva se dirigía al instrumento mortal que terminaría con la vida de la pequeña humana.

Todos repletos de una emoción que les carcomía el espíritu, esperaron impacientes el siguiente paso, la niña presionó el filo de la daga, hasta que un pequeño hilo de sangre se extendió por su cuello, ese era su fin, solo una orden, una orden ejecutada por el dominador del inconsciente y consiente de la humana, un cambio sutil en la armonía haría que la infanta de un brutal movimiento, se cortara la garganta.

Sin embargo; una gestualidad inesperada en el actuar de la niña despertó el desconcierto en muchos de los presentes. Sus ojos, antes inexpresivos ante su mortal situación, empezaban a tener cierta expresividad, comenzaron a parpadear de forma repentina y le templaban los labios en frenesís, al igual que los brazos, la mano que portaba la daga empezaba a templar, a ser apartada lentamente de su cuello sangrante.

¿Cuál era la razón de este inexplicable suceso?, quien tenía todas esas respuestas era el mismísimo Chandra. En esos momentos la música se volvió estridente, repetitiva y carente de armonía, algo comenzaba a emanar a la superficie, una energía oscura y maquiavélica anhelada por el joven flautista. Una que provocaba que sus emociones cocinadas a fuego lento emergieran, similares a la violencia de la erupción de un volcán, y así fue.

Chandra se llenó de una alegría maliciosa, al observar como el semblante del señor Akira se descompuso en una mezcla de inquietud, he, incredulidad, en los ojos inexpresivos de la mujer del abanico se presentó el atisbo de un malestar, y toda la energía de los soldados que los rodeaban estaba repleta de turbación (a pesar de que el flautista no podía mirar sus rostros cubiertos por los yelmos dedujo la gran inquietud de sus espíritus.)

Los presentes observaron atribulados como el filo de la daga, portada por la niña humana, apuntaba como un gesto defensivo a los soldados Pravánianos a su alrededor.

Para estupor de muchos parecía ser que cierto atisbo de conciencia se hizo presente en el rostro de la infanta, pues sus ojos inexpresivos se colmaron de miedo, sus facciones calcinas se descompusieron de horror, y su cuerpo, siendo víctima de las intenciones de Chandra empezó a temblar. La infanta recuperó cierto grado de discernimiento, sin embargo, aún seguía bajo el poder hechizante del flautista.

— ¡Qué demonios significa esto! — exclamó el señor Akira, desde las gradas, su semblante descompuesto por la intranquilidad.

Este observo a la mujer calva, aguardaba alguna respuesta o siquiera una reacción, pero ella mantenía su postura firme, y ese aire desinteresado, como si lo que estaba pasando, más allá de causarle alguna clase de curiosidad, no le importara nada en absoluto.

— Señor Chandra —gritó Akira, entre dientes, mientras mantenía contenida su falta de paciencia—, deje sus sucios juegos, y termine esto de una vez por todas.

Esas últimas palabras fueron una orden inmediata para el joven flautista, de forma súbita y sorpresiva, los soldados Pravánianos con sus espadas en mano se abalanzaron, como bestias hambrientas, hacia la indefensa niña.

Lo que ocurrió a continuación, solo podría ser descrito como una de las más brutales carnicerías. Un alarido cargado de horror se alzó por todo el recinto, uno que fue ahogado por el sonido del metal de las espadas penetrando la carne de la niña.

Nadie podría poner en palabras como el éxtasis por la violencia penetro el cuerpo de Chandra, ante este monstruoso acontecimiento. Bajo su hechizo estaban los soldados, quienes, ahogados por un impulso violento contagiado por su marionetista, cortaba y laceraba el cuerpo de la infanta, mientras de los labios de esta escapaban gemidos y gorgoteos por la sangre que salía de su boca, pues el mismo Chandra, en el momento que ato los hilos para controlar a los soldados, también desato los hilos que controlaban la psique de la pequeña humana.

Era un espectáculo espantoso, en ese escenario de pura inhumanidad, el corazón del flautista se llenaba de una morbosidad complaciente. Casi se sentía libre, igual que en su pequeña isla, atraía jóvenes mujeres ingenuas, sedientas de amor para después despedazarlas. Era el mimo sentimiento, la misma sensación de placer que recorría su sangre y daba rienda suelta a toda su inestable energía cósmica proveniente de su propio ser.

Su corazón bombéate, como un tambor, los párpados cerrados, sus finas manos ejecutoras de una armonía perversa y desordenada, un sudor que recorría sus bellas facciones y unos ojos velados por la lujuria del éxtasis lo hacían lucir como un gran amante que acababa de tener uno de los encuentros más sexuales con su amada, sin embargo, Chandra se regodeaba en el placer ajeno, su vil manía lo llevaba a despedazar la carne de esa niña en pequeños trozos, cada pequeño jadeo, cada salpicadura de sangre, producto de las mutilaciones, era una sensación tan erótica en la cabeza del flautista.

Envuelto en un aura emánenme de poder, Chandra no solo gozaba la flagelación de los miembros de la niña en pleno uso de conciencia. Se volvía cada vez más consciente de la mente y la energía interna de quienes lo rodeaban.

Él disfrutaba al máximo tener en sus manos esas mentes que él consideraba débiles, muy pronto obtendría el premio mayor, y el mismo era consciente de que si bien aún no tenía el control absoluto de todos los presentes, su música sirvió como un principio hipnótico.

Todos los soldados sepultaban sus armas punzantes en la carne de una inocente. En el mismo instante en el cual la pequeña humana dio su último suspiro, su último atisbo de conciencia, su grito final, repleto de dolor, suplicaba que se detuvieran, fue el momento en el cual toda la energía corroída de Chandra salió a flote con violencia, como si se tratara de un volcán en erupción.

Esa era su oportunidad. Hasta ese momento, tal como lo ideo Chandra, la monstruosidad de tal carnicería hecha en manada, mezclada con su música tétrica, había logrado mantener al señor Akira y a la mujer del abanico en una especie de trance ante tal espectáculo atroz.

Por la gestualidad en el semblante del hombre portador de un sombrero de copa, este estaba patidifuso. Sus grandes ojos observaban con miedo y espanto tal escena, y sus dedos temblorosos se movían continuamente junto a su cinturón, parecía intentar meter sus manos en sus bolsillos, para apoderarse de alguna de sus pequeñas cuchillas, más sus extremidades no cumplían a sus órdenes.

En cambio, el semblante de la mujer calva de un solo brazo, si bien tenía ciertos rasgos de impresión, y no movía ni un solo músculo, en ella no se vio la expresión que el flautista deseaba hallar. Sin embargo; llego a la conclusión que no debía temer, si la mujer no estuviera bajo los encantos de su música, tal vez interrumpiría su morbosa puesta en escena, o hubiera sonado alguna clase de alarma para instar a múltiples soldados a apresarlo.

La mente del señor Akira era plástica, de muy poco entendimiento. Un sitio perfecto para atar sus hilos de control mental y, así lo hizo, se deslizó en su psique como una serpiente y finalmente obtuvo el completo control de su cuerpo, antes de que el Indah de sombrero de copa dejara escapar siquiera un alarido de dolor, ante la violencia de tal acto.

La fiera sensación de sentirse el completo amo y señor de todos esos Indahs despertó la primitiva ansia de obtenerlo todo, de esta manera, Chandra se precipitó cuál bestia salvaje a obtener la mente cuya existencia le provocaba el más intenso sentimiento de ira y odio.

Toda esa cólera estallo en su música, dirigida hacia la mujer del abanico. Intento hilar un tejido de control mental, intentó penetrar lo más hondo de su conciencia, comenzó por sus recuerdos íntimos, después, empezó a adentrarse en su psique. Cuál fue su sorpresa cuando al sumergir su música en la mente de esa mujer hallo una barrera imposible de derribar.

 La consternación ante este hecho sacudió a Chandra de pies a cabeza y, este suceso, se vio reflejado de forma involuntaria en su música. Alguna de las notas de su flauta salió con poca armonía sostenida.

Este pequeño error fue suficiente para despertar las acciones de la calva mujer. En su semblante pálido, he indiferente, se reflejó cierta satisfacción maquiavélica, dirigida al portador de la flauta.

Este último no lo dudo más, aún tenía bajo su poder hipnótico al señor Akira, a los soldados. Era su oportunidad. El momento correcto para reducir en pedazos a esa mujer. Si él no era capaz de obtener su mente y practicar diversas atrocidades con su cuerpo, entonces, al menos, podría darse el lujo de matarla bajo la mano de sus propios aliados.

A continuación, el flautista tensó los hilos invisibles en la mente del usuario del sombrero de copa. Este, a una velocidad sobre humana, de un pequeño bolsillo de cuero que pendía de su cinturón, saco cuatro cuchillas y las lanzo sin inmutarse a la mujer, sin embargo, la fémina calva pudo desviar con rapidez las armas y utilizo su abanico abierto para protegerse de las dagas.

Chandra calculó con precisión que algo como eso pasaría, prosiguió a influenciar al señor Akira, este retorno a lanzar cuchilladas, al mismo tiempo, dos de los soldados Pravánianos desenvaino su espada, uno de ellos intento apuñalar a la mujer del abanico, lanzó una poderosa estocada que le traspasara su espalda, el otro se dispuso a atacarla del lado que le faltaba el brazo. Nada de eso funciono. La mujer movió su abanico abierto a una velocidad sobrehumana. Al mismo tiempo que pudo desviar las dagas, con un solo giro de su muñeca en sentido vertical, decapitó a los soldados que planeaba atacarla por ambos sitios.

Al ver las cabezas cercenadas rodando por el suelo, el flautista empezó a entrar en un estado de puro de delirio. No era posible que no pudiera acabarla, el soldado se movió muy rápido, y la mujer del abanico sin siquiera verlo tras su retaguardia pudo liquidarlo.

Parecía tener ojos tras su espalda, cada ángulo de ataque, ya sea de izquierda a derecha, de frente, a sus espaldas, todos estaban cubiertos. ¡NO! Se trataba de una completa imposibilidad física, cada Indah posee una debilidad por muy pequeña que pareciera y, si sacaba provecho de ello, Chandra se marcharía de ese sitio para siempre, a su isla, el rey no lo había convocado, así que no debía temer a una muy grande represaría, si quien lo obligo a abandonar su hogar fue esa mujer calva, entonces ella debería morir de inmediato.

Alcanzo una nueva cúspide de poder, no le sería difícil de controlar al capitán de un navío, ni a los soldados que custodiaban el puerto.

El flautista comenzó a retroceder rumbo a la salida del campo de entrenamiento, su prisa por largarse de allí se fusionaba con el más fuerte odio, temor y confusión. Sus encantos funcionaron en ese despampanante hombre de sombrero de copa, pero no en la fémina dueña de toda su rabia.

La mortal asesina pareció darse cuenta de su intensión. Después de rebanarles la cabeza a tres soldados deseosos de penetrar su carne con sus espadas y, de mover de forma elegante su abanico, mancho de sangre la tierra húmeda con nieve, se dirigió hacia Chandra para frenar su intento de huida.

El señor Akira, bajo el control de Chandra, detuvo el paso de la asesina. Nuevamente, atacó a la mujer calva, intento propinarle apuñaladas, pero ella pudo esquivarlas o interceptaba el filo del cuchillo con su abanico y, con un rápido movimiento, logro noquearlo, golpeando fuertemente su cráneo con el abanico cerrado, sin las mortales cuchillas al descubierto.

A continuación, emprendió su andar, intentando alcanzar a Chandra, este corría a toda prisa hasta la salida de la construcción, con su flauta en mano, con el sonido hipnotizante de su música, penetrando en el oído del resto de soldados que aún quedaban, estos trataron de asesinar o lacerar a la mujer, sin embargo, todos ellos perecieron bajo el filo de las cuchillas que se abrían cuál cola de pavo real.

El último soldado que fue asesinado encontró su muerte bajo el filo de su propia arma, pues, cuando intento brindarle una fuerte apuñalada al abdomen de la mujer, ella no solo la esquivo, con una elegancia de bailarina, sino que corto de un tajo la mano del soldado, este cayó al suelo exclamando potentes alaridos, la fémina se apoderó de la daga que aún seguía en posesión de la mano cercenada y, sin la menor vacilación, la inserto en el cráneo del hombre.

Este no tardo en caer muerto, con una gran herida en la cabeza que supuraba sangre y restos de materia encefálica y, a pesar de tal escena monstruosa, la mujer del abanico no pareció inmutarse, al contrario, no dudo en utilizar la daga cubierta de sangre fresca contra el prófugo.

La calva mujer lanzó la daga hacia Chandra, esta se dirigió como un proyectil, si bien el arma no se insertó en su cráneo, esta le rozo el hombro, en un gesto de advertencia, ordenando que se detuviera, pues la mujer no parecía interesada en matarlo, al menos en esos momentos.

El joven flautista detuvo sus pasos en seco, la música cesó, él se giró lentamente hasta quedar frente a la calva mujer.

Ella se acercó a Chandra, a paso lento, no portaba su mortal abanico en señal de coerción, a pesar de aquello, su mirada pétrea y su gestualidad indiferente, marcada en cada uno de sus rasgos, incomodaba de forma visible al joven Indah.

Ella detuvo su paso, conecto con la mirada del joven Chandra, la de ella cubierta por un velo apático y la de él por una furia contenida, finalmente, en medio de un estadio de entrenamiento transformado en carnicería, la mujer del abanico dijo lo siguiente:

—Excelente demostración, señor Chandra—, los labios de la mujer se crisparon en una sonrisa, el Indah no sabía si tales palabras eran literales, existía un tono tan poco expresivo en esa frase.

El flautista aumentó el agarre sobre su instrumento, una mezcla de rabia y temor se arremolinaba en su interior, si esa calva mujer pensaba matarlo no le rogaría piedad, de eso estaba seguro.

—Nuestra organización ha obtenido un maravilloso ejemplar —dijo la fémina asesina.

Chandra estaba confundido, su cuerpo quedo completamente paralizado ante semejantes palabras de elogio, no solo lo felicitaba, sino que aseguraba su ingreso a alguna clase dé. . . ¿Organización?

«No, esto no puede estar pasando, deberías estar muerta, ahora mismo tu cuerpo y espíritu debería ser solo míos.» Razonó Chandra, tales reflexiones enmascaradas en una gestualidad egocéntrica en sus delicadas facciones.

—Le será reservado un compañero de equipo dentro de poco—, la mujer se despojó de su muy llamativo broche y se lo entrego al flautista, este se apoderó del objeto sin dirigirle la palabra, con un movimiento mecanizado en sus extremidades.

La mirada inquisitiva de Chandra se dirigía al curioso broche y a la mujer del abanico, no sabía que hacer a continuación, de lo único que estaba seguro es que escapar no era opción.

—Le deseo un buen día, señor Chandra— expresó la fémina calva, se podía notar un toque de cinismo en su voz, el nombrado tuvo que contener sus enormes ansias de abalanzarse sobre ella y estrangularla.

—El señor Akira. — la mujer observó como su compañero, recostado sobre suelo cubierto de nieve y lodo, de forma paulatina volvía a recuperar la conciencia —. Se encargará personalmente de escoltarlo a su alojamiento.

El flautista no se movió, le dedico una mirada repleta de ira contenida a la mujer.

«Deberías estar muerta» se dijo así mismo para sus adentros, el significado de tales conjeturas le resolvía el estómago.

La mujer portadora de tal mortal abanico, inclinó la cabeza, ligeramente, un gesto de despedida y sin decir una palabra o expresar mayores emociones, caminó hacia la salida del campo de entrenamiento, con paso firme, decidido y veloz.

La única compañía que tenía Chandra en ese lugar era al señor Akira que acababa de despertar y su mente dañada repleta de una ira bestial a la mujer que le había arrebatado la libertad y había humillado sus habilidades.

«Debería estar muerta, debería estar muerta»

El Indah no concedió la idea de que pudiera existir algún ser viviente inmune a sus encantos. Su cuerpo temblaba, no por el intenso frío de la nevada, sino por la idea de sentirse un esclavo, una vil marioneta lista para ser sometida.

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