Capítulo II: La batalla es la peninsula de Tafith
Año 1902 después de la gran guerra. Reino de Iøunn, península de tafith.
Era mediodía en la helada península de tafith. Allí se libraba una batalla, donde los copos delicados de nieve decoraban la sangre carmesí de los guerreros muertos y heridos.
El frío invernal abrazador le heló los huesos al joven príncipe, Neydimas Nabis Aldebarán; pero, no le importó, las circunstancias de un clima extremo eran vencidas por la implacable fiereza que se filtraba en su torrente sanguíneo, cada galope de su caballo y cada estocada que repartía a sus enemigos en el campo de batalla aislaba de forma momentánea su sensibilidad.
Para el todo se movía en una melodía sincronizada y él, en medio de esa carnicería, era parte del instrumento de su propia magia fulgurante. Tenía que aprovechar esos momentos, dónde él mismo, se vinculaba con el poder de su energía interna.
Su espada en mano destellaba, con un color violeta oscuro brillante. El príncipe estaba bañado en sudor, sus ojos echaban chispas, sus labios echaban espuma, su uniforme estaba cubierto de sangre y de fango. Aldebarán era rápido; con una energía descomunal que no parecía agotarse. Aldebarán era diestro con su espada; con una precisión fría. Aldebarán era violento en la batalla; una violencia que se confundía con valor.
Era irónico que, en una situación en la que podía morir en cualquier minuto, él se sintiera más vivo que nunca, su misma magia característica, a la que se denominaba Aretę, burbujeaba cómo el magma a punto de ascender del cráter de un volcán; agudizando sus sentidos, determinado cada movimiento, con una gracia magistral digna de un guerrero de leyendas.
Los soldados con armaduras brillantes se movían a través del campo cubierto de nieve; algunos a pie y otros montando corceles, recibiendo de frente el ataque del enemigo y lluvias de flechas.
Aldebarán todavía no había ordenado el ataque de la arquería, quería vencer el primer blanco de unidad. Mientras se enfocaba en matar a sus enemigos a filo de espada, no se dio cuenta de que una lanza viajaba a toda velocidad por el campo de batalla y esta penetró en la cabeza de su corcel.
El pobre animal ni siquiera soltó un relinchó; murió de forma instantánea y su cuerpo, junto a su jinete, en plena carrera, cayó de bruces sobre la tierra seca cubierta de nieve.
El príncipe Iøunnadiano quedó con las piernas atoradas debajo del cuerpo muerto de su caballo, solo su torso quedaba libre del peso robusto del cabello y el estribo le había doblado ligeramente el pie derecho.
Apretó los dientes intentando sacar su pierna, por culpa de la inesperada caída, su canalizador de energía se había resbalado de sus manos, terminando a un metro de distancia de su portador.
Algunos soldados enemigos, aprovechando esa desventaja, se precipitaban con espadas y hachas de un metal especial en mano, para acabar con la vida del joven príncipe; pero, no lograban acercarse a él, pues su amigo y primo, líder de su escuadrón de soldados de protección personal, lanzaba flechas con un haz de luz color naranja penetrando el cráneo de los Pravánianos.
El príncipe jaló con todas sus fuerzas su pierna atorada; sus intentos parecían ser inútiles, no podía sacar su pie del estribo.
—¡Ney! —le gritó su amigo arquero en forma de advertencia. Su voz, en medio de la batalla, se escuchaba como un eco distante.
Los ojos de Neydimas se ensombrecieron por el miedo; una enorme criatura de más de siete metros de altura se precipitaba a todo correr, con un hacha gigante en mano para darle muerte.
Evander Onassis (ese era el nombre del primo del príncipe Iøunnadiano) intentó frenarlo lanzando cinco flechas, dos de ellas; rebotaron en su deforme y descomunal cabeza protegida por un yelmo, las otras dos; se clavaron en la piel de cuero de animal sin herirlo.
—¡Maldición! — exclamó el príncipe, con los nervios a flor de piel.
Aplicó sus fuerzas en darle un empujón hacia atrás a la espalda del caballo, se sintió más seguro cuando su pierna quedo libre, pudo desenrollar el estribo y las riendas enredadas. En el preciso instante en el que vio la sombra de un hacha enorme cayendo sobre su cabeza, salto sobre el cuerpo de su corcel, aterrizó seguro en el otro extremo, sujetando su escudo y manteniéndolo firme en su blanco derecho.
El hacha no lo había dañado, pero partió por la mitad el cuerpo de su caballo, y la sangre y vísceras de los intestinos, se esparcían por la nieve.
Neydimas descubrió que de cerca la criatura parecía más grotesca de lo que era. La piel de la criatura era blanca como la nieve, tenía una boca con dientes amarillos llenos de putrefacción que le sonreían con malicia, piernas cortas y gruesas como la corteza de un árbol, y brazos enormes y callosos como la piel de una pitón.
La gigantesca bestia que estaba muy lejos de ser un humano y muy remoto en ser un Indah, se abalanzó con un hacha sobre el muchacho, pero él fue rápido, logró esquivar a tiempo el filo del arma, que se perforó la tierra helada dejando una fisura profunda.
El gigante se volvió hacia el príncipe con sus ojos rojos salvajes, parecía bien convencido de darle muerte, pero él "Guerrero amatista" nunca había sido fácil de asesinar.
Neydimas portaba su canalizador, antes de que el gigante planeara romperle el cráneo, semejante a como se quiebra un coco maduro, el arma descomunal de la criatura fue interceptada por la hoja plasmática de la espada violeta; el príncipe canalizó su propia "Energía cósmica" de un brillante color purpura característico, moldeándolo en una milésima de segundos, transformando su energía Indah en una espada.
Aldebarán se tambaleó ligeramente hacia atrás, el gigante le había brindado una estocada con todas las fuerzas de su cuerpo descomunal, y él se había esforzado al máximo por retenerlo, pero esa bestia poseía una fortaleza y fuerza que iba más allá de todas las suposiciones a las que el Indah más fuerte se podía someter.
Sin embargo, aquellos que servían bajo las órdenes del príncipe Neydimas Nabis Aldebarán, sabrían que él preferiría terminar en el infierno que rendirse.
La vestía humanoide descomunal volvió a intentar darle un hachazo en sentido vertical, pero el príncipe cayó al suelo, rodó por la nieve y se puso de pie con rapidez.
Las demás huestes enemigas, los Pravánianos, estaban ocupados tratando de vencer a los IØunnadianos. Creían que con esa criatura en sus tropas vencería sin problema a su líder enemigo. Pero algunos arqueros, ubicados en las llanuras del lado sur, lanzaban sus flechas apuntando al hombre.
Las flechas se alzaron en el cielo como una lluvia mortal. El príncipe se aferró al escudo que pendía de su espalda, se armó con este sobre su cabeza, protegiéndose de cuatro fechas, las flechas rebotaron sobre el material resistente y bien forjado de su escudo.
La lluvia de flechas cesó.
Neydimas apretó los dientes, encolerizado, e intentó contraatacar a su adversario utilizando toda su fuerza, trató de herir alguna de sus robustas piernas, pero la bestia interceptaba su espada violeta de plasma con su hacha forjada de un material indestructible, como todo el arsenal de los Indah.
Viendo que el ataque directo no funcionaba, Neydimas recurrió al plan B, comenzó a correr en zigzag de un lado a otro esquivando el hacha gigante; la idea era confundirlo, dejarlo exhausto, desconcertarlo por el progresivo desviar y, de forma imprevista, atacar su retaguardia.
—¡Ven aquí, pequeña cucaracha! —gritó la bestia, lanzando espuma por la boca llena de cólera.
El filo del arma que portaba la criatura, varias veces se clavaba en el suelo y, con cada hachazo, se desprendía polvo y tierra húmeda cubierta de nieve.
Una y otra vez el hacha voló de izquierda a derecha, arriba y abajo; pero, Neydimas, lo esquivaba con su espada de plasma en mano y el escudo tras su espalda.
En uno de los ataques de la bestia, que llevó al príncipe a ceder terreno, logró recoger la lanza que estaba clavada en el cráneo de su corcel. Con dos armas en mano, el príncipe Iøunnadiano era un enemigo adiestrado, solo estaba el inconveniente de saber cómo usar la situación a su ventaja.
—¡Aldebarán!
Neydimas volteó en dirección a la voz, provenía de su lado derecho, él sabía de quien se trataba, Evander Onassis, su primo, él lo llamaba a todo pulmón, mientras sujetaba su escudo en mano y le daba unos golpes con su espada señalando el objeto.
El muchacho se lanzó a la carrera en dirección a Evander con la bestia a espaldas suyas, persiguiéndolo.
El sonido de pisadas gigantes, una flecha que le rozó el pie, no detuvo su marcha apresurada y, en el preciso momento que tenía el escudo de Evander Onassis de frente; los pies del príncipe saltaron sobre el escudo, el impulso que recibió de la fuerza de los brazos del joven arquero, sumado a la energía de la carrera, logró que Aldebarán lograra dar un soltó invertido de altura que lo elevó seis metros del suelo, al mismo tiempo, logró ubicarse a una distancia prudente del gigante y, en medio del salto que lo mantuvo de cabeza, lanzó la jabalina, esta se insertó de forma instantánea en el ojo izquierdo del monstruo, lo dejó tuerto de forma instantánea.
Neydimas aterrizó sobre la tierra cubierta de nieve, dirigió toda su atención a la criatura herida. Sus aullidos se alzaban, feroces y agudos. El príncipe, esgrimiendo su espada, abatió a la bestia con toda su energía. Clavo el filo de su espada en la rodilla del gigante, cuando este estaba abrumado por el dolor de la ceguera. La bestia gritó de dolor, dejó caer su hacha. Estaba vulnerable ante el príncipe. El Indah procedió a atacar las piernas y los brazos, los sectores donde la armadura no cubría del todo, lanzando potentes cortes verticales y horizontales. La criatura aullaba y, en medio de su ceguera parcial y continuos
El guerrero continuó desgarrando con su espada, golpeando con su escudo, pateando incluso al gigante hasta que finalmente cedió y, lanzando un aullido, se desplomó, sobre la nieve, la tierra se sacudió en el proceso.
Neydimas Aldebarán, hizo girar el mango de su espada de un lado a otro, no le dirigió la mirada a la bestia y, dando un grito de fiereza, hundió la hoja de violeta fulgurante en el corazón de la gigante criatura. La bestia se retorció dando ligeros espasmos, la sangre azulada salió a borbotones, la barbilla, y parte del cuello del príncipe quedaron manchados.
Neydimas se inclinó sobre el grotesco rostro de su enemigo: estaba muerto. Lanzando un gruñido bajo, retiro la espalda que, en la fiereza de su ataque, había enterrado hasta la empuñadura.
Miró en torno suyo. A la tempestad de la batalla. Sus soldados tenían la batalla casi ganada.
Neydimas recogió su escudo y lo colocó a espaldas suyas.
—¡Iøunnadianos! ¡Al frente! —ordenó, con todas las fuerzas que su voz era capaz de expresar, apuntando con su espada de energía al ejército enemigo.
Una legión de jóvenes soldados se le unió y, armados de arcos, flechas y espadas, se lanzaron en una carrera hacia la victoria definitiva.
Golpes, acuchilladas, lanzas, flechas impactando contra los escudos, el sonido de metal contra metal, el olor a sangre y sudor se mezclaban uno con uno, para conformar el alma bélica del escenario. El ejercito Pravániano, en medio de la batalla; se desbanda. Todo estalla, rueda, cae, empuja y se precipita. El ejercito Iøunnadiano, en medio de la batalla; gana terreno. Acuchillan, hieren, matan y exterminan.
Cuando la batalla concluyó, en medio del delirio de la violencia desatada, se logró deslumbrar las consecuencias.
Los Pravánianos mataron a 800 Iøunnadiano, los Iøunnadiano masacraron a 1000. A pesar de la pérdida, nada quitaba el radiante ánimo natural de la protección a la nación, la sensación de sentirse más vivo que nunca.
Muchos de los Pravánianos huían despavoridos a todo galope, los que no pudieron escapar recibieron una muerte violenta.
El príncipe Aldebarán ordenó que dejaran huir a los cobardes perdedores, quería que toda la tierra se enterara de que los Iøunnadiano no se doblegarían ante ninguna fuerza extranjera opresora y, para desgracia de los Pravánianos, no podría escapar muy lejos, un escuadrón de soldados liderados por el capitán Atila.
La batalla había sido ganada y, en medio de un campo nevado repleto de cadáveres, en una península donde reinaba el frío y la esterilidad de la tierra, una bandera púrpura con un águila dorada ondeaba al ritmo del viento del sur.
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