𝑃𝑟𝑒𝑓𝑎𝑐𝑖𝑜
Tom Houghton
El frío del amanecer se siente igual en cualquier parte del mundo. Da lo mismo si es el aire húmedo de Amazonas, el viento helado de Groenlandia o el calor sofocante de la India a estas horas. Todos los lugares comparten la misma quietud antes del cerramiento de sangre. Y nosotros llevamos tres meses asegurándonos de que la sangre corra.
Astrid está de pie, a unos metros de mí, con el filo de su cuchillo goteando sobre la tierra sucia. La hoja refleja el resplandor del fuego que consume el almacén a nuestras espaldas, es un infierno artificial alimentado por los cuerpos de aquellos que alguna vez juraron lealtad. No hay nada en su expresión que sugiera que esta satisfecha. Ni siquiera se detiene a mirar las llamas devorar lo que queda de los traidores. Solo alza la vista, inhalando el aire cargado de ceniza y carne quemada, antes de sacudir la hoja, dejando caer las ultimas gotas de sangre.
Aun no es suficiente y dudo que alguna vez lo sea.
Han pasado dieciocho meses desde la muerte de Alessandro. Dieciocho meses de que la vida fue arrancada de ella, y de mí también. Porque él no era solo su amor, también era mi hijo. Tal vez no de sangre, pero sí de todo lo demás. Lo vi crecer, lo entrené y le enseñé todo lo que sé. Y ahora, cuando debería estar al frente, guiando a los suyos, está pudriéndose bajo tierra por culpa de los malnacidos que osaron traicionarlo.
Astrid y yo, entendemos el significado de la lealtad. Puede ser que ella no haya empezado con el pie derecho, pero hizo todo para enderezarse y demostrar ser leal a Alessandro.
La entiendo mejor que nadie, es un pacto inquebrantable, algo que se honra con sangre o se apaga con ella. Y esta guerra es la factura.
El hombre a sus pies se ahoga en su propia sangre, sus gritos sofocados por la ausencia de su lengua. Sus extremidades estas desperdigadas alrededor de su cuerpo, desmembradas con la precisión que maneja Astrid en sus manos; pero su agonía no es lo que me impresiona. He visto cosas peores. Lo que me deja en silencio, lo que sigue sacudiendo algo dentro de mí después de todos estos meses, es la mujer que tengo delante.
La Astrid de antes «La risueña.» Murió ese día en el circuito mientras la dopaban, pude ver que dejó que su corazón se apagara en silencio. Y en su lugar, nació algo peor.
Ahora es pura astucia. Pura sangre fría.
La Emperatriz no eso su apodo. Se ha convertido en el titulo de una criatura imparable, sin nada que perder y todo por arrasar. Quien aun crea que hay humanidad en ella, que queda algo de esa mujer que una vez fui testigo de su risa, claramente no ha visto lo que he visto.
Levanta la mirada y se fija en el siguiente hombre de la fila. Sus ojos, antes verdes y vibrantes, ahora son dos esmeraldas muertas, vacías de cualquier emoción que no sea la certeza de su venganza. Con un simple gesto de su mano, me indica.
Es mi turno.
Me acerco sin prisa, sintiendo el peso del arma en mi mano. El hombre empieza a temblar, pero no suplica. Ya sabe que no tiene escapatoria, todo terminó para él. Se ve en su mirada, en la manera que respira y se entrecorta mientras el cañón de mi arma se presiona contra su frente.
—La Emperatriz te envía sus saludos.
Suelto el disparo. Su cuerpo se desploma sin resistencia, uniéndose a los demás.
A mí alrededor, los antonegras leales cumplen su parte. Se encargan de asegurarse de que no quede rastro, de que el almacén y todo desaparezca en cenizas. No es la primera vez que lo hacen y menos la última.
Nos alejamos del fuego, las luces de las llamas proyectan nuestras sombras alargadas sobre el suelo de tierra. Cuando nos alejamos lo suficiente, le pregunto lo mismo que le he preguntado después de cada masacre en estos meses.
—¿Estás satisfecha?
Ella niega con la cabeza, fastidiada de lo mismo.
—La guerra no termina hasta que la sangre deja de correr —no me mira—. Y todavía falta que se derrame más.
No vacila ni duda. Y yo no tengo motivos para contradecirla.
Porque tiene toda la razón.
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