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˗ˏˋ苦痛 ↬ 𝟢𝟥﹕𝖪𝗎𝗇𝗈𝗂𝖼𝗁𝗂.

𝐇ayami se levantaba a las cinco de la mañana todos los días para dirigirse a su trabajo. La vida de una kunoichi médica no era fácil, en especial en la comodidad de los horarios. Si no se organizaba bien, podía acabar atendiendo ocho pacientes al mismo tiempo y regresar a su casa a las tres de la mañana. El oficio era matador; y la paga, poca.

Ni siquiera pudo guardarle un luto digno a su hermano Kawarama, pues tuvo que correr a atender al resto de heridos en batalla. Tenía tres años de experiencia y, aun así, no se terminaba de acostumbrar. La horrible sensación de no poder salvar a alguien la carcomía, le hacía temblar sus manos. Era desgarrador oír los gritos desesperados de los familiares, los cuales la culpaban por no haber hecho un buen trabajo...

Entró a la carpa médica sin ganas de trabajar; el cansancio la hacía caminar con los ojos entrecerrados. Parecía muerta en vida, como si hubiera salido recién de la tumba. Se colocó su bata médica y acomodó sus utensilios. Los pacientes eran pocos y con heridas leves: sería un día tranquilo. Hayami echó un largo bostezo y forzó una sonrisa.

—No pienses que estamos en vacaciones, debes estar preparada para cualquier emergencia —advirtió Yū, su maestra.

—Lo lamento —murmuró avergonzada.

Yū era una senil señora, una de las más viejas del clan. Tenía muchísimos años de experiencia en el ámbito de la medicina, mínimo unos setenta y cuatro. Era la más solicitada del campamento, a pesar de su pensamiento antiguo. Le gustaba el método tradicional: sin anestesia, sin palabras halagadoras.

—Deja de disculparte, es molesto. —Tomó un hilo y una aguja—. Como se nota que la calidad de las kunoichis ha disminuido en estos años... ¡En mi época, eran temerarias, sanguinarias! Ahora, piden perdón hasta por respirar.

Hayami soltó una disimulada risa. Yū repetía su misma plática cada que tenía oportunidad. «En mi época...», era la frase con la que empezaba a contar todas sus anécdotas de cuando era más joven. Aunque, en medio de estas, se quedaba dormida y se levantaba solo para volver a darle su sermón en forma de discurso.

—¿Qué traes puesto en el cabello? —preguntó.

—Nada, ¿por qué?

—Exacto. —Señaló su propio cabello, el cual tenía muchas canas—. Debes tenerlo amarrado.

—¿Cabello...?

—Te dije que debemos estar preparadas para todo. —Abrió uno de los cajones de su armario y sacó dos lazos—. Voltéate.

—Lo siento.

Yū insistía tanto en el código de vestimenta que se volvió algo molesto. Todas las kunoichis médicas que atendían en el lugar sabían la regla de oro: cabello amarrado y bata puesta. Era lo primero que aprendían las novatas, incluso antes que desinfectar las heridas.

—Cuando eras primeriza, venías todos los días con tu cabello amarrado en dos trenzas. —Tomó un mechón de su cabello blanco entre sus huesudas manos—. No me digas que te gustó un chico y ahora quieres hacerte la rebelde...

—N-no, solo me olvidé peinarme hoy. —Sus orejas estaban rojas.

—No mientas: ya te interesaste por un chico. ¿Lo conozco? Si es así, voy a ir a su casa a arrancarle las orejas por hacer a mi aprendiz una rebelde barata. ¡Mínimo que se esfuerce en crear un jutsu que traiga a la vida a los muertos!

—Me gusta alguien, pero no es por él que vengo así. —Agachó la cabeza—. En serio, es un buen niño.

—De que sea bueno, no lo sabes —comentó entre dientes—. Esa es la razón por la que nunca tuve hijos: de pequeños son tiernos; de preadolescentes, un grano en el trasero.

Su maestra también recalcaba eso demasiadas veces. No dudaba en mostrar su disgusto por los infantes, sin importan de quiénes fueran. Hayami recordó la vez que la senil mujer tuvo problemas con una familia importante del clan Senju: se negó a curar a su hijo, porque este la llamó «pasa arrugada». No pudo contener su risa y estalló en carcajadas.

—Si no te gustan los niños, ¿por qué me tienes de aprendiz, siendo una niña de once años?

—Sencillo. —Tomó aire—. Estabas tan perdida en el trabajo que me estresaba que no supieras hacer nada. Si hubiera tenido la oportunidad de despedirte, lo hubiera hecho sin dudarlo. Para tu fortuna o desgracia, el idiota de tu padre me lo impidió.

—¿Tan mala era para que quisieras botarme?

—Para ser principiante, no lo eras tanto; no tenías una buena profesora. Además, sabes esa frase... ¡Mierda, me olvidé!

Se quedó unos minutos pensando en lo que iba a decir. Era una viejita de ochenta y tres años, algo que Hayami entendía perfectamente. Su edad le impedía recordar las cosas con claridad, aunque su actitud inquieta ninguna enfermedad se lo quitaba. Ni su artritis le impedía salir a dar una caminata diaria de, al menos, una hora.

—«No me gustan los niños, solo mis nietos»... ¡la recordé! —Sonrió orgullosa—. En mi caso, serían mis aprendices.

—Creo que eran «hijos» en vez de «nietos».

—¿Me ves con cara de poder tenerlos? —Soltó una carcajada.

Yū era difícil de entender: había ocasiones en las que se enorgullecía por su edad; y en otras, odiaba que se refirieran a ella como una mujer mayor. A pesar de su personalidad cambiante, Hayami la quería. Tenía un aprecio hacia esa viejita que le daba golpes en la cabeza cuando no memorizaba las recetas, cuando pedía disculpas por todo...

—¿Cómo sigues después de eso? —preguntó mientras trataba de deshebrar la aguja que sostenía.

—¿A qué se refiere? —Ladeó la cabeza.

—Ya sabes... lo de Kawarama. —Suspiró cansadamente—. Oí que estaba grave tras recibir una puñalada en el corazón. ¿Se recuperó?

Hayami parpadeó múltiples veces, perpleja de lo que escuchó. No pensó que su maestra no estaba enterada de la situación. Agachó la cabeza, evitando verla a los ojos, esos ojos de un color carmesí intenso; era como si estos traspasaran su alma. Arrugó su labio: estaba nerviosa.

—Murió —dijo en un hilo de voz—, murió y no pude hacer nada.

—Maldita sea, Butsuma —murmuró—. Lo siento tanto, niña... tu hermano era uno de los pocos niños educados que conocí.

—Está en un mejor lugar ahora —se animó a sí misma—. Kawarama amaba jugar con las cometas; a donde fue, tendrá muchas cometas, tantas que no tendrá el suficiente tiempo de usarlas todas.

Hayami iba a atender a los más pequeños como todos los días, pero su maestra se ofreció a hacerlo por ella; sabía el dolor que le causaría mirar a los niños y reflejar el rostro de su hermano en ellos. Yū observaba a la distancia a la menor, quien tenía una expresión perdida, apagada, muy distinta a la de siempre. Las horas pasaban y el ánimo de su aprendiz no mejoraba; estaba comenzando a preocuparse.

—Si quieres hablar de él, puedes contármelo todo. —Sonrió de lado—. Cuéntame de él, de cómo era, de sus gustos...

—Tenemos trabajo que hacer —musitó triste—; mis sentimientos no importan, solo debo enfocarme en ser útil.

—¿Quién te enseñó eso?

—Padre.

La senil mujer apretó los dientes, sintiendo como la rabia la consumía. No era ningún secreto que odiaba a Butsuma, lo odiaba tanto que no podía pronunciar su nombre sin añadirle algún insulto. Quería sacarlo del poder. Quería matarlo. Sin embargo, esos eran meros pensamientos, simples deseos que no se atrevería a realizar, que podía perjudicar la vida de los que amaba si los llegaba a cumplir.

—Padre esto, padre aquello... —Hizo una mueca—. ¡¿Que no puedes pensar por ti misma?! Tienes once años, no falta mucho para que asciendas de puesto. ¿Piensas que yo te indicaré todo lo que debas hacer cuando te toque un caso médico inusual? ¡No seré eterna, tengo fecha de caducidad!

De tanto gritar, se atoró. Hayami se apresuró a atenderla lo más rápido que pudo. Yū simplemente se dejó ayudar: los años le estaban empezando a pasar factura; todos sus malos de la juventud regresaban a ella a perjudicarle su, de por sí, mala salud.

—¡N-no se altere! —exclamó, preocupada por la salud de su maestra—. Deje de decir a cada rato que se va a morir.

—Es una realidad y ya la acepté.

—Pero aún le quedan muchas cosas por las que vivir. ¡Podría...!

—Sinceramente, perdí todo lo valioso para mí. —Frotó su arrugada frente—. Vivía por rutina, incluso pensé en que ya había terminado mi historia.

—¿Qué le hizo cambiar de parecer?

—Tú. —La señaló con su dedo índice—. Cuando ese hombre me exigió entrenarte, lo mandé al carajo. No quería tener ninguna conexión con ese idiota, pero no tuve opción. Me agradas, niña; me recuerdas a alguien y no lo digo por tu personalidad sumisa.

Le dio fuertes palmadas en su cabello, despeinándolo. La mujer soltó otra carcajada y se paró de su asiento para continuar con su trabajo. Hayami tocó el lugar donde su maestra le había dado las palmadas y sonrió ligeramente. Yū no daba ese tipo de afectos, nunca la vio hacerlo. Sentía que, de algún modo, estaba orgullosa de ella.

—¡Hermana! —gritó un niño de cabello bicolor.

Itama no tardó en correr al lado de su hermana, quien estaba sorprendida por la inesperada visita. Él, antes de abrazarla, le colocó un recipiente en su mesa. Hayami se quedó en silencio, esperando a que este le dijera qué era.

—Padre mandó a preparar onigiris como forma de celebrar la mejora de nuestros hermanos en su entrenamiento —comentó con una gran sonrisa en el rostro—. ¡Traje estos para ti!, sé que son tus favoritos.

—Muchas gracias. —Destapó el recipiente; se quedó unos minutos pensativa—. Espera... ¿comiste, cierto?

—Uhm... —El sonido rugiente de su estómago lo delató—. Bien, bien, no comí.

—Ten. —Le entregó el recipiente—. No tengo hambre, debes alimentarte.

—¡No, tú come!, no lo has hecho desde... desde...

—¿Eso es cierto, niña? —Yū intervino—. No es posible que estés tanto tiempo sin comer. ¡Con razón estás tan delgada y débil!

—Comeré solo si Ita lo hace —Repartió tres onigiris a cada uno.

—No podría disfrutar esto sin ti, hermana —Sonrió.

Los dos niños tuvieron permiso de la mujer para poder almorzar, aunque no sería más que un breve tiempo. Hayami se dio cuenta de que los miraba de vez en cuando. Tomó con sus palillos uno de los onigiris y lo colocó en la tapa.

—Coma, usted está aquí desde muchas horas antes que yo. Seguramente no ha podido desayunar.

—¡Buen provecho! —Se lo comió de un solo bocado—. Y dime, niño, ¿cómo están tus demás hermanos?

—Son muy fuertes, incluso más que muchos adultos —habló con mucho entusiasmo—. Hashirama es el prodigio de los cuatro.

—Una pena que el más talentoso se parezca al maldito de su padre —opinó entre dientes.

—¡Además, los Uzumaki también notaron el potencial de nuestro clan! —Itama alzó los brazos emocionado—. Si todo sale bien, tendremos aliados para la guerra y esto se acabará en pocos meses.

—¿Desde cuándo a los Uzumaki les gusta meterse en problemas ajenos? —Soltó un bufido—. No, niño, no lo hacen para acabar la guerra. Quieren unir a los clanes con el fin de mejorar el linaje.

—¿Mejorar el linaje? ¿Cómo harían eso por medio de una alianza?

—Eres tan ingenuo... —Entrecerró los ojos—. Las alianzas se forman por medio de compromisos, así que habrá una boda pronto.

—¿Quién podría casarse con un Uzumaki? —preguntó confundido.

La mirada de Yū no pudo evitar clavarse en Hayami, quien se encontraba ajena a la conversación. Butsuma no sería capaz de casar a sus hijos varones, no aún. Los necesitaba para continuar la guerra, para entrenarlos y volverlos iguales a él.

—¿Cree que casarían a mi hermana? —inquirió Itama.

—Si es así, no lo permitiré. —Frunció su semblante—. ¡Que se case él, que para eso está soltero! Si la llega a ofrecer como candidata a prometida, entre tú y yo lo matamos a golpes.

—Me daría miedito...

—¡El que tenga miedo a morir que no nazca!

—1944 palabras

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