𝐂𝐚𝐩𝐢𝐭𝐮𝐥𝐨 𝟒
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AÑO 135 D.C
|• D E S E M B A R C O D E L R E Y•|
F O R T A L E Z A R O J A
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Lo que menos esperaba el rey era que la noticia sobre la infertilidad de la reina consorte llegara a Antigua, a los oídos de Ser Otto Hightower, el abuelo materno de la reina y antiguo Mano del Rey. Exiliado del consejo privado hacía ya siete años, tras el ascenso de la reina Rhaenyra I Targaryen al Trono de Hierro.
Cuando la noticia llegó a sus oídos, Ser Otto la recibió con una frialdad que apenas ocultaba la amargura que ardía en su pecho. A solas en su torre en Antigua, leyó la carta que revelaba lo que tanto había temido: la reina, su propia nieta, no podía dar hijos. El único puente entre su linaje y el Trono de Hierro estaba roto.
Otto sabía bien que su gloria dependían de la descendencia de la reina consorte, y esta infertilidad representaba un obstáculo casi insalvable. Para cualquier otro hombre, aquel golpe habría sido suficiente para rendirse. Pero Otto Hightower no era cualquier hombre. Desde su destitución, había aguardado pacientemente, observando cada movimiento en la corte y en el reino, esperando su momento para volver a influir en los destinos de Poniente.
Otto se levantó lentamente, su mirada clavada en las velas titilantes que iluminaban su estudio. Aún quedaba una última ficha por jugar.
Ser Otto Hightower abandonó la imponente Torre Hightower con una expresión que no revelaba ni alegría ni angustia, pero su mente trabajaba como un reloj de engranajes perfectos. Sabía que el tiempo era su enemigo.
Montó uno de los caballos del establo, un corcel café , y cabalgó hacia la Ciudadela.
Allí, en la fría sala de reuniones, sostuvo una conversación larga con el Septón Supremo, la cabeza visible de la Fe de los Siete.
Satisfecho con los resultados de esa conversación, Otto regresó al castillo de su familia. En sus aposentos, sentado a la luz de una vela, tomó un pergamino y una pluma. Aparentemente, la carta que redactaba hablaba de añoranza, de un abuelo que deseaba ver a sus nietos, de un padre que extrañaba a su hija. Pero Otto Hightower nunca hacía nada sin un propósito oculto.
La carta partió con destino a Desembarco del Rey, anunciando su inminente llegada a la Fortaleza Roja.
—Abuelo —la voz de Daeron rompió el silencio en los aposentos de Otto Hightower. El anciano levantó la mirada con calma, observando a su nieto de pie en el umbral de la puerta. Daeron, alto y joven, con la cabellera platinada y los ojos violetas de los Targaryen, era la viva imagen de su linaje.
—¿Qué sucede, Daeron? —preguntó Otto sin detener su labor, continuando con la tarea de empacar pergaminos y prendas en un cofre grande de madera.
—Quería saber si irás a Desembarco del Rey —dijo el muchacho, dando unos pasos más dentro de la habitación.
—Sí —respondió Otto, sin levantar la vista—, haré una visita.
Daeron asintió, pero no parecía satisfecho con esa respuesta.
—Yo también quiero ir —anunció, su voz firme.
Otto se detuvo en seco, su mirada volviendo lentamente hacia su nieto. Por un momento, la habitación quedó en silencio, el anciano midiendo las palabras del joven. Sabía lo que vendría a continuación, ya lo había visto en sus ojos.
—Tú te quedarás aquí —dijo Otto con una frialdad que no admitía réplica.
—No, quiero ver a mi madre, a mis hermanas —replicó Daeron, su tono firme, pero con un dejo de nostalgia que Otto no dejó pasar—. Quiero volver a mi hogar.
Otto cerró el cofre con fuerza, el eco del golpe resonando en la sala.
—Desembarco del Rey no es tu hogar, Daeron. Antigua lo es —su voz era cortante, dejando claro que no habría espacio para discusiones—. Tienes un deber aquí. No puedes abandonarlo por un capricho sentimental.
Daeron dio un paso más cerca, sus ojos violetas fijos en su abuelo.
—He cumplido con mi deber en Antigua, abuelo. Llevo años aquí, pero ahora quiero estar con mi familia. No veo la razón para quedarme cuando ellos están en Desembarco Del Rey —su tono era firme, pero Otto pudo notar la frustración creciente.
—No es cuestión de lo que quieras o no quieras, Daeron —respondió Otto, clavando su mirada en la del joven—. Tienes responsabilidades aquí. Tú eres el dragón que protege a Antigua.
Daeron frunció el ceño, su semblante endureciéndose ante la negativa de su abuelo.
—Mi lugar está con los míos —insistió, pero Otto no le dio oportunidad de continuar.
—Tu lugar está donde te lo digo —interrumpió Otto, su voz cargada de autoridad—. Antigua te necesita. Aquí tienes un papel que cumplir, y no te enviaré a Desembarco solo porque te sientas nostálgico.
Daeron, ahora visiblemente molesto, apretó los puños, pero Otto no cedió ni un centímetro. No tenía intención de permitir que su nieto abandonara Antigua por razones tan triviales como el deseo de ver a su familia.
—Esto no es una petición, Daeron. Te quedarás aquí, y punto —sentenció Otto, su voz firme como el acero.
Daeron, aunque frustrado, entendió que no lograría convencer a su abuelo. Sin otra opción, asintió con la mandíbula apretada y dio media vuelta, saliendo de los aposentos de Otto sin decir una palabra más.
Otto lo observó marcharse, su rostro impasible, convencido de que había tomado la decisión correcta.
Los rumores sobre la infertilidad de la reina Helaena se empezaron a propagar por la Fortaleza Roja, cada vez más maliciosos y crueles. Las damas de la corte, que encontraban entretenimiento en la desgracia ajena, no perdían la oportunidad de cuestionar su valor como esposa y reina. En pequeños círculos, mientras bordaban o bebían vino en los jardines, las lenguas venenosas deslizaban sus comentarios, cada uno más hiriente que el anterior.
La mayor parte de las críticas se centraba en el papel de Helaena como consorte. Las damas más ancianas, aquellas que llevaban años en la corte, fueron las primeras en soltar las palabras que más dañaban: insinuaban que la reina había sido maldecida por los dioses, que su vientre estéril era una señal clara de que no era digna de portar el título.
"Una reina sin hijos es una reina sin propósito",
Repetían entre susurros, palabras que viajaban por los pasillos hasta los oídos de los sirvientes, de las cortesanas y, finalmente, de la propia reina.
El veneno de esos rumores no tardó en afectarla. Cada vez que Helaena escuchaba una nueva malicia, su corazón se encogía un poco más. La llamaban "inútil", decían que el rey había cometido un error al casarse con ella, que debería buscar una esposa más joven, una que pudiera darle los herederos que tanto necesitaba el reino. Las damas especulaban sin tapujos, imaginando futuros en los que Helaena era dejada de lado, su matrimonio anulado, y reemplazada por una mujer fértil que asegurara la continuidad del linaje del rey.
Estas crueles palabras llegaron a los oídos de la reina con la fuerza de un golpe. Rechazada por sus propias capacidades naturales, sentía como su valor personal y su rol como consorte se desmoronaban lentamente. Cada día se recluía más en sus aposentos, evitando los ojos curiosos y las miradas de reprobación que parecían seguirla por todo el castillo. Las lágrimas eran sus compañeras constantes, sus ojos hinchados y rojos delataban el sufrimiento que llevaba dentro.
Sin embargo, el rey Jacaerys no fue ajeno a su dolor. Al notar el deterioro emocional de Helaena, abandonó las tareas del consejo y la búsqueda de soluciones en la corte para estar con ella. Sabía que las habladurías sobre la infertilidad de su esposa estaban extendiéndose como una plaga, y entendía cómo estas afectaban profundamente a Helaena. Al encontrarla, sumida en su tristeza, se acercó a ella con ternura. La reina, envuelta en su manto de sufrimiento, se encontraba sentada junto a la ventana, su mirada perdida más allá de los muros de la fortaleza roja.
El rey, con un gesto silencioso, se sentó a su lado, envolviéndola en un abrazo cálido y protector. Su sola presencia parecía ofrecerle un refugio frente a las tormentas que rugían fuera de su mente. Sin necesidad de palabras, Helaena encontró en su esposo la única fuente de consuelo en medio de la marea de desesperación que la consumía.
—Lamento mucho no poder darte un heredero, sé que te he decepcionado y lo lamento mucho, Jacaerys. He dado todo de mí para cumplirte, pero te he fallado. Los cortesanos tienen razón en lo que dicen, los dioses me maldijeron con un vientre seco —dijo Helaena, su voz quebrada por la tristeza mientras miraba a su esposo con ojos enrojecidos— también dicen que otra esposa será la solución.
—Mi reina... —murmuró Jacaerys, acercándose a ella, intentando calmar el dolor que emanaba de sus palabras.
—De verdad lo siento —repitió Helaena, casi en un susurro.
—No debes preocuparte por eso, no tomaré ninguna otra maldita esposa, ni anularé nuestro matrimonio —respondió Jacaerys con firmeza, rodeándola con sus brazos—. Tú eres mi amor, la única mujer que amo y amaré por el resto de mis días.
—¿Y tus herederos? —preguntó ella, con la voz apenas audible, llena de angustia.
—Me sobran —contestó él sin titubear—. Tengo a mis hermanos: Joffrey, Aegon, Viserys, Visenya; y a mis sobrinos, los hijos de Luke. Podría nombrar a cualquiera de ellos como mi sucesor y problema resuelto.
—Pero tú quieres ser padre, siempre me lo dices —insistió Helaena, con el pesar marcándole el rostro.
—A la mierda con eso —replicó Jacaerys con una intensidad que no dejaba lugar a dudas—. Yo lo único que quiero es a ti a mi lado, siempre.
La reina sonrió al escuchar las palabras de su esposo, una sonrisa que disipó momentáneamente la tristeza de sus ojos. Sin dudarlo, se acercó a él y unió sus labios en un profundo beso, un gesto que transmitía tanto agradecimiento como pasión. Los labios de Helaena eran dulces y suaves, con un sabor inconfundible que despertaba en Jacaerys un deseo irresistible, como si en ese instante no existiera nada más en el mundo que aquel contacto.
Con una mano, Jacaerys tomó el rostro de su esposa, acariciando su piel con la yema de los dedos, mientras que con la otra la rodeó por la cintura, atrayéndola hacia él con firmeza. La levantó con facilidad, sentándola en su regazo para sentirla aún más cerca, intensificando la conexión de sus cuerpos y el disfrute de sus labios entrelazados. La pasión se manifestaba en cada beso, en cada suspiro compartido, y en la forma en que sus corazones latían al unísono, olvidando por un momento el peso de sus preocupaciones y el juicio implacable del mundo exterior.
Las semanas pasaron y la situación en la Fortaleza Roja se enrarecía más con cada día que la reina Helaena permanecía encerrada en sus aposentos. El creciente silencio alrededor de la consorte, no permitía visitas de su madre ni de su hermana, se convirtió en un eco funesto que recorría los pasillos del castillo. Los murmullos venenosos se convirtieron en un clamor, y los cuchicheos sobre la infertilidad de Helaena se tornaron cada vez más osados, sugiriendo que su aislamiento era un signo de debilidad mental o incluso de desesperación.
En las cámaras del consejo, la atmósfera era tan tensa como sofocante. Los lores exigían una solución , la presión para resolver la cuestión sucesoria era casi tangible. Sin herederos legítimos nacidos del vientre de la reina, los consejeros se volvieron implacables en sus demandas. El rey Jacaerys, con el semblante endurecido por la fatiga, mantuvo su decisión de nombrar a su hermano Joffrey como su sucesor, una decisión que fue recibida con una mezcla de incredulidad y desdén.
—Mi rey, esto es una locura —intervino Ser Alfred Broome con una voz que denotaba una mezcla de desesperación y reproche—. El príncipe Joffrey es un joven sin respeto por las normas ni por las costumbres. Sus... apetitos son bien conocidos en la corte. ¿Cómo puede un hombre así portar la corona? La idea es inaceptable.
Los ojos de Jacaerys se entrecerraron, y su tono fue cortante.
—¿Acaso el príncipe no es un Targaryen? ¿Acaso su sangre no es la misma que la mía? —replicó, su voz resonando con una furia contenida.
—Sangre que podría contaminarse, mi señor —contestó imperturbable, alzando la barbilla—. La gente no respeta a un hombre que no puede controlarse. Los rumores sobre sus escapadas con damas de dudosa reputación, su insolencia, su falta de decoro... ¡Es un riesgo que no podemos permitirnos! Sería mucho más conveniente y adecuado para el reino que la sucesión recayera en un hijo engendrado por usted mismo, en lugar de confiar en un joven cuya conducta es tan...cuestionable.
Un murmullo de asentimiento se extendió entre algunos de los consejeros. Jacaerys sintió un oleaje de indignación subiéndole por el pecho, pero antes de que pudiera replicar, Alfred prosiguió, su tono frío y calculador.
—Si su majestad pudiera encontrar una nueva reina, una mujer joven y fértil que pueda darles hijos, podríamos resolver esta cuestión sin el escándalo de poner a un príncipe tan... impetuoso en la línea directa al trono.
Las palabras resonaron como una bofetada en el aire pesado de la sala. La sugerencia de deshacerse de Helaena era un insulto no solo a la reina, sino también a Jacaerys. Sus ojos brillaron con una furia que solo pudo ser contenida por su propio autocontrol, mientras su mandíbula se tensaba con cada palabra de Ser Alfred.
—Si alguno de ustedes piensa que abandonaré a mi esposa por algún asunto de conveniencia, se equivocan amargamente —sentenció Jacaerys, con una voz tan afilada como el acero—. Joffrey será mi heredero, y no habrá más discusiones al respecto.
La sala quedó en un silencio gélido, solo roto por la respiración contenida de los consejeros que, aunque silenciados por la ira del rey, mantenían sus reservas.
Lord Tyland fue el primero en hablar, inclinándose levemente mientras su tono era firme pero cargado de respeto.
—No es necesario que anule su matrimonio con la reina, majestad —dijo, mirando a Jacaerys con un atisbo de cautela—. Me refiero a una segunda esposa que le dé los herederos necesarios, mi señor. Después de todo, no sería el primer rey en tener dos reinas. El reino necesita una sucesión asegurada, y eso solo lo puede otorgar un hijo engendrado por usted.
El silencio que siguió a sus palabras fue roto por otro consejero, quien no tardó en apoyar la idea.
—Majestad, el futuro de la dinastía pende de un hilo —insistió uno de los presentes, su tono apremiante—. Un hermano o un sobrino no ofrece la misma estabilidad que un hijo legítimo. Es una cuestión de asegurar el linaje y la paz del reino.
—No podemos permitir que los rumores sobre la reina debiliten su posición —agregó otro, con un toque de urgencia en la voz—. Los cuchicheos no cesan, y una solución rápida y definitiva es lo que el reino necesita para acallar esas voces. Una nueva esposa, de una casa fuerte, podría ser la respuesta.
A su alrededor, otros consejeros asintieron con vehemencia, intentando ejercer la presión que creían necesaria para torcer la voluntad del rey. Los argumentos se acumulaban, uno tras otro, haciendo eco en la sala con una insistencia que rayaba en lo desesperado.
—Es el deber de un rey garantizar la continuidad de su linaje —dijo otro, sin miramientos—. Sus súbditos esperan que les de un heredero nacido de su propia sangre. Piense en el futuro, mi señor.
Mientras la mayoría de los hombres buscaban convencerlo, la reina viuda Alicent y la princesa Rhaenys se mantuvieron en un silencio absoluto, sin siquiera un gesto que sugiriera apoyo o rechazo.
—Hay muchas damas de alta alcurnia que podrían ser su segunda reina, majestad —insistió otro consejero, su voz sonaba como la de un mercader que ofrece sus mejores mercancías—. Lord Borros tiene una hija soltera, Lady Cassandra Baratheon; una joven de fuerte carácter y sangre noble, sería una buena opción para el puesto. Y también están las hijas de Lord Jason Lannister, Tyshara y Cerelle Lannister, ambas doncellas hermosas y en edad casadera. Cualquiera de ellas sería capaz de asegurar la continuidad de su línea y fortalecer alianzas.
—Todas ellas provienen de casas de gran influencia, mi señor. Una unión con cualquiera de esas familias no solo aseguraría herederos, sino que también serviría para consolidar el apoyo político en estas tierras turbulentas.
—El pueblo no entiende de amor, ni de lealtad personal —añadió otro—, solo busca seguridad. Y un heredero, un hijo nacido de usted les dará esa seguridad.
—No nos olvidemos de la princesa Viserra Targaryen, ella es... —Sir Alfred comenzó a sugerir, su tono cargado de una intrépida audacia que hizo que algunos consejeros giraran sus cabezas hacia él con sorpresa. Sin embargo, sus palabras fueron abruptamente cortadas.
—De ninguna manera —gruñó la reina viuda, su voz firme resonando por primera vez en la sala del consejo. Alicent, con el rostro tenso y la mirada encendida, se adelantó ligeramente en su asiento, como una leona protegiendo a su cría—. No permitiré que mi hija sea objeto de estos absurdos planes.
El silencio cayó de golpe en la sala, y algunos consejeros intercambiaron miradas incómodas. La dureza en la voz de Alicent no dejaba lugar a dudas: el nombre de Viserra no sería discutido en esa sala, al menos no sin provocar su ira.
—Majestad, la princesa...
—He dicho que no, Sir Alfred —interrumpió Alicent, su voz cortante y cargada de un desprecio absoluto—. Si vuelve a pronunciar el nombre de mi hija en esta sala, haré que le arranquen la lengua y lo manden a la Muralla, para que aprenda a contener su insolencia en el frío más allá del Muro.
Las palabras de la reina viuda cayeron como un látigo sobre la sala, un golpe que dejó a todos sin aliento. La severidad en su tono era la de una madre dispuesta a defender lo que le quedaba de honor con uñas y dientes. No había lugar para la duda: cualquiera que sugiriera a Viserra como una solución política se enfrentaría a consecuencias nefastas. El silencio que siguió fue denso y opresivo, y los rostros de los consejeros palidecieron ante la gravedad de la amenaza.
—Creo que hemos terminado por hoy —anunció la mano del rey, su voz firme y cortante, poniendo fin a la discusión.
El rey asintió y se levantó de su asiento, un movimiento que fue imitado de inmediato por los presentes, quienes se pusieron de pie en un gesto automático de obediencia. Sin pronunciar palabra, Jacaerys salió de la sala, su expresión endurecida, dejando atrás el peso de las intrigas y los consejos no solicitados.
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Alicent entró en sus aposentos, cerrando la puerta con un golpe seco que resonó en la estancia. Caminó rápidamente hacia el escritorio, tomó la jarra de agua y vertió el líquido en una copa, bebiéndolo de un solo trago como si quisiera ahogar su furia en el acto.
Cuando se giró, encontró tres pares de ojos observándola con expectación: Viserra y Floris estaban sentadas en unos cojines dispuestos en el suelo, mientras que la pequeña Shiera, con su muñeca en brazos, la miraba con la inocencia que solo un niño podía mostrar.
___ ¿Sucede algo, madre? —preguntó Viserra, su voz cargada de cautela.
Alicent exhaló profundamente antes de responder, intentando calmar la ira que todavía vibraba en sus palabras.
____ Nada, solo que el consejo y la corte últimamente son más insoportables de lo habitual —respondió Alicent, con un tono en el que la irritación se filtraba a pesar de sus esfuerzos por sonar tranquila. Caminó hacia la ventana, mirando hacia los jardines como si el aire fresco pudiera disipar la frustración que la oprimía
La princesa asintió.
____ Hoy intentamos visitar a Helaena para hacerle compañía y quizás mejorar su humor, pero ella nos rechazó. Está pasando por un momento muy difícil —dijo Viserra con preocupación, jugando con el borde de su vestido.
Alicent giró sobre sus talones, su expresión endurecida mientras dirigía su mirada a su hija.
____ Tu hermana debería dejarse de tonterías y retomar sus deberes —replicó con severidad—. No puede permitirse el lujo de sumergirse en su pena mientras el reino la necesita. No estaré aquí siempre para hacerme cargo de lo que a ella le corresponde como reina consorte.
Sus palabras eran duras, pero estaban cargadas de un trasfondo de desesperación.
____ Sabes bien por lo que está pasando, la corte la está atacando, juzgándola. No es su culpa no poder tener... bebés —replicó Viserra, con la voz cargada de compasión.
____ Eso no importa —respondió Alicent sin titubear—. Ella no debe mostrarse débil, es la reina.
____ Ella no es como tú —dijo la princesa, levantándose para defender el nombre de su hermana—. Tú reinaste junto a mi padre por más de veinte años, Helaena lleva siendo reina apenas unas lunas.
Alicent se quedó en silencio por un momento, su mirada se endureció ante las palabras de su hija. El peso de la verdad en lo que Viserra decía hizo que apretara los labios antes de responder con frialdad.
____ No es cuestión de cuántos años lleve siendo reina —replicó con firmeza—. El tiempo no debería ser una excusa. La corona exige fuerza, siempre, y Helaena no puede permitirse el lujo de mostrarse débil. Si se deja aplastar por las habladurías, entonces no estará cumpliendo con su deber.
____ Pero madre... —insistió Viserra, dando un paso adelante—, tú misma sabes lo que es ser juzgada y atacada, vivir bajo el peso de las expectativas imposibles. No es justo exigirle tanto cuando está luchando con algo tan doloroso.
Alicent levantó la barbilla, su voz se tornó más dura.
____ La justicia nunca ha tenido lugar en la corte, hija. Si ella no se levanta ahora y demuestra su fortaleza, la devorarán. La reina es la fortaleza del rey, y si Helaena se derrumba, el reino también lo hará. He pasado toda mi vida protegiendo a esta familia, no pienso permitir que nuestra posición se debilite por su falta de carácter.
Las palabras resonaban en el aire, cargadas de la amarga sabiduría que solo una vida en la política y la intriga podía impartir. Alicent había aprendido a fuerza de golpes y sacrificios que la debilidad no tenía lugar en la vida de una reina.
La viuda suspiró antes de hablar, modulando su tono con una calma más controlada.
—Ahora, dejemos atrás estos temas que no te conciernen. Floris —llamó a su nuera— lleva a Shiera con su institutriz. Luego, regresa; iremos a recibir a mi padre—su mirada se volvió hacia Viserra, firme e implacable—. Y tú también.
Floris asintió sin cuestionar, se levantó y tomó la mano de Shiera, quien la siguió sin más. Mientras ambas salían, Viserra lanzó una mirada de desdén hacia su madre antes de abandonar los aposentos, su disgusto evidente en la forma en que apretaba los labios y salía apresurada.
Mientras caminaban por los pasillos de la Fortaleza Roja, Viserra apenas podía contener su malestar. A cada paso, su rostro reflejaba el desagrado que le provocaba la llegada de Otto Hightower. Se inclinó ligeramente hacia su cuñada, Floris, y murmuró en un tono que solo ella pudiera oír:
—No me gusta la presencia de Otto aquí.
Floris la miró con suavidad, como siempre, intentando apaciguar sus emociones.
—Él es tu abuelo, tu familia.
—No lo es —replicó Viserra con dureza—. La verdadera familia siempre busca el bien de sus seres queridos y los protege. Él solo busca poder, y usa a quien sea para conseguirlo.
Floris suspiró, intentando calmar el ánimo de Viserra mientras continuaban avanzando por los corredores de la Fortaleza Roja.
—Han pasado años, quizás ya cambió —dijo con una pequeña sonrisa de esperanza, aunque sus palabras parecían más una plegaria que una afirmación.
Viserra negó con la cabeza, su expresión llena de determinación y un toque de amargura.
—No lo creo —replicó—. Sabrán los dioses qué planes trae consigo esta vez.
—Aemond tampoco le agrada Ser Otto —dijo Floris, bajando la voz.
—Por supuesto que no —replicó Viserra con un destello de rabia en sus ojos—, ese hombre intentó desatar una guerra entre nuestra familia. Para él, la lealtad no tiene peso; solo ve el poder, y nada lo detendría para alcanzarlo.
—Quizás solo los extraña —murmuró Floris, intentando aliviar la tensión en el rostro de su cuñada.
—A Otto solo le importa él mismo y su propia gloria —contestó Viserra, su voz afilada—. No tiene amor por nadie, solo lealtad a su ambición.
La dama asintió con los labios apretados, sus palabras quedándose en su garganta.
Poco después, la pequeña princesa fue entregada a su institutriz, mientras Viserra y Floris avanzaban hacia las puertas del palacio, donde la reina viuda las esperaba con Ser Criston y otros guardias y sirvientes formando una línea solemne a su espalda. Las dos jóvenes se colocaron a cada lado de Alicent, que apenas les dedicó una mirada breve antes de enfocar su atención en los portones de la Fortaleza Roja, que se abrieron lentamente, anunciando la llegada de Otto Hightower.
Los engranajes de la puerta rechinaron mientras el abuelo de Viserra entraba con paso firme y expresión impenetrable. El silencio se apoderó del lugar, pesado como una promesa tácita, mientras Otto avanzaba al encuentro de su hija y sus nietas bajo las miradas vigilantes de quienes les rodeaban.
—Majestad —saludó el hombre, bajando la cabeza en una reverencia profunda hacia la viuda del difunto rey Viserys—. Han pasado años.
Alicent, con las manos ocultas bajo las mangas, pellizcaba sus dedos en un gesto nervioso, aunque su rostro permanecía imperturbable. Aquel impulso de romper el protocolo y fundirse en un abrazo con su padre la invadió por un instante, pero contuvo el impulso; no podía permitirse tal debilidad frente a las miradas de la corte.
—Así es, ser Otto —respondió, su tono formal y frío, digno de una reina—. Nos honra con su presencia en la Fortaleza Roja. La corte y mi familia reciben a su señoría con la mayor estima.
—Me alegra escuchar eso —respondió el anciano, desviando su mirada hacia las jóvenes presentes—. Princesa Viserra, Lady Floris.
—Sea bienvenido a la Casa del Dragón, ser Hightower —dijo Viserra con voz templada, esforzándose por ocultar el desdén que hervía en su interior.
—Igualmente, mi lord —añadió Floris, inclinando levemente la cabeza en un saludo respetuoso.
—¿La reina? —preguntó el anciano, lanzando una mirada inquisitiva a su alrededor.
—Su majestad lamenta profundamente no estar en condiciones de recibirle personalmente, Ser Hightower —dijo Viserra, su tono perfectamente cortés, aunque apenas podía ocultar la fría distancia en sus palabras—. Confío en que entenderá la situación y no se sentirá menospreciado.
Alicent intervino entonces, cortando el aire con su voz medida y tranquila.
—El viaje ha sido largo y agotador, supongo, ser. Será mejor que entremos —sugirió, su mirada fija en él mientras le indicaba el camino hacia el interior.
Otto inclinó la cabeza, aceptando la sugerencia con un leve asentimiento, mientras avanzaba al lado de su hija.
Viserra, por su parte, lanzó una mala mirada a la espalda de su abuelo antes de tomar la mano de su cuñada y comenzar a caminar junto a los demás, en un silencio cargado de desdén apenas contenido.
Al poco tiempo, se desvió hacia sus aposentos, donde su doncella ya la esperaba para ayudarla a prepararse para la cena.
La doncella asistió a la princesa en cada paso de su rutina de baño. Con cuidado, ayudó a Viserra a sumergirse en el agua templada y comenzó a lavar su cabello plateado con lociones de delicado aroma a rosas, tal como le gustaba. Los mechones plateados se deslizaban entre las manos de la doncella, mientras el vapor llenaba la habitación, envolviendo a la princesa en una atmósfera suave y perfumada.
Luego, la piel de Viserra fue perfumada y masajeada con esmero, aplicando cremas y aceites que dejaban una fragancia sutil sobre su cuerpo. Para la cena, eligió un vestido púrpura que realzaba su figura, ceñido en el torso y diseñado para resaltar sus pechos con elegancia. Añadió el collar y los pendientes de amatistas que el rey le había regalado en su onomástico dieciocho, cuyas gemas armonizaban con el profundo tono del vestido y brillaban sutilmente al compás de cada movimiento.
Optó por llevar su cabello suelto, dejando que las ondas plateadas cayeran con naturalidad sobre sus hombros, adornadas solo por una delicada trenza que recorría un lado de su cabeza hasta el otro, sujetada con un pequeño broche de plata.
___ Está lista, mi princesa —anunció la doncella con suavidad, dando un paso atrás para admirar el resultado final.
Viserra se observó en el espejo, satisfecha con el aspecto elegante y majestuoso que reflejaba.
Si había algo que Viserra amara tanto como a su dragón, era verse siempre hermosa. Disfrutaba cada detalle de su apariencia, desde los vestidos confeccionados con telas finas y costosas hasta las joyas únicas que adornaban su piel. Las fragancias con olor a rosas eran sus favoritas; aquel aroma parecía envolverla en una nube que destacaba su elegancia.
Pronto se dirigió al comedor real, seguida por sus damas de compañía y su escudero. Al llegar, observó a su familia ya reunida alrededor de la mesa: la imponente figura de la princesa Rhaenys, su hermano Aemond con su usual semblante severo, junto a su esposa, Lady Floris, y su madre, la reina viuda. Más allá, su abuelo Ser Otto y su sobrino Joffrey, el más joven de los presentes, parecía absorto en sus pensamientos, pero alzó la vista al verla entrar.
—Buenas noches, familia —saludó Viserra con cortesía.
Viserra notó cómo el asiento junto a su madre, que le correspondía, estaba siendo ocupado por su abuelo, Ser Otto, quien la miraba con atención. Un leve escalofrío le recorrió la espalda ante su mirada penetrante, como si estuviera desnudando sus pensamientos y emociones.
Con un suspiro de resignación, decidió no hacer un escándalo y se dirigió al otro extremo de la mesa, donde quedaban tres asientos vacíos. Se sentó allí, lejos de la mirada de su abuelo, sintiéndose más a gusto a pesar de la ausencia de su madre. Desde esa posición, podía observar a su familia mientras esperaban la llegada de los anfitriones.
No pasó mucho tiempo antes de que la presencia del rey Jacaerys fuera anunciada en el gran comedor. La atmósfera se tornó reverente, y todos se levantaron, inclinando la cabeza en señal de respeto ante su rey. Viserra hizo su reverencia con normalidad, aunque una sombra de tristeza se instaló en su corazón al notar que su hermana, Helaena, había decidido no asistir a la cena.
El rey se acomodó en su asiento junto a Viserra, quien, al ver su llegada, trató de esbozar una sonrisa cordial, aunque no podía disimular del todo la preocupación que la embargaba. La ausencia de Helaena en la cena era difícil de ignorar, y Viserra no dejaba de preguntarse cómo estaría su hermana en esos momentos.
Jacaerys notó la tensión en su expresión y le dirigió una mirada cálida antes de inclinarse ligeramente hacia ella.
—¿Cómo estás esta noche, tía? —preguntó en un tono familiar y atento, dejando de lado las formalidades al dirigirse a ella.
Viserra respiró hondo, intentando suavizar su semblante y no mostrar demasiada inquietud.
—Estoy bien, Jacaerys —respondió con calma, aunque en sus ojos brillaba esa preocupación inconfundible.
El rey Jacaerys se puso en pie, alzando su copa con aplomo y dirigiendo una mirada cortés a Ser Otto.
—Antes de comenzar la cena, quiero dar la bienvenida a Ser Otto Hightower como nuestro huésped en la Fortaleza Roja. Confío en que su estadía aquí le sea placentera y digna de esta corte.
Otto inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.
—le doy las gracias, majestad.
Con esa breve declaración, Jacaerys tomó asiento, y el salón volvió a llenarse de actividad mientras los sirvientes empezaban a distribuir los platillos y la cena daba comienzo.
Viserra bebió un sorbo de su copa, su expresión suavizándose mientras miraba al rey con una mezcla de vacilación y genuina preocupación.
—¿Cómo está Helaena? —preguntó en voz baja, tratando de ocultar la inquietud que resonaba en cada palabra—. Me preocupa... lleva semanas sin salir de sus habitaciones.
Jacaerys suspiró, dejando que su mirada cayera momentáneamente en la copa frente a él antes de volver a encontrarse con los ojos de su tía.
—Helaena está desolada —admitió, con un deje de impotencia—. La tristeza la consume porque no podrá darme hijos. Le aseguré que no me importaba, que mi amor por ella no depende de eso. Me prometió que no lloraría más, pero... —hizo una pausa, su voz quebrándose apenas— cada vez que la visito, la encuentro con los ojos enrojecidos e hinchados. No puede ocultar su dolor, aunque lo intente.
La preocupación en el rostro de Viserra se intensificó.
Viserra bajó la vista, y su voz se volvió apenas un susurro cargado de frustración y tristeza.
—He intentado ir a consolarla, he querido estar a su lado —admitió—, pero cada vez me rechaza. No me permite acercarme, ni compartir su dolor. Me parte el corazón verla así y sentirme tan... impotente. Saber que sufre y que no hay nada que yo pueda hacer para aliviarla.
El rey asintió lentamente, comprendiendo el peso de sus palabras.
—Sé cuánto la quieres —dijo, intentando reconfortarla—. Pero Helaena ha puesto sobre sí misma una carga inmensa... y aunque la ayudemos en todo lo posible, es ella quien debe encontrar la paz en su propio corazón.
Viserra desvió su mirada hacia el plato intacto frente a ella, mientras sus dedos se aferraban a la copa con una intensidad apenas contenida.
—Esas malditas víboras de la corte tienen la culpa —murmuró con resentimiento.
—Viserra... —comenzó a decir Jacaerys en tono de advertencia, intentando calmarla.
—¿Es que acaso no tienen nada mejor que hacer con sus insignificantes vidas? —prosiguió ella, sin ceder—. ¿Cómo se atreven a hablar de su reina de una forma tan denigrante? Con sus rumores envenenados, dañan no solo su nombre, sino también su espíritu.
La dureza de sus palabras quedó suspendida en el aire.
—Usted es el rey y...
—Hablaremos de esto después, tía. Ahora, concentrémonos en la cena —dijo Jacaerys suavemente, colocando una mano sobre la de Viserra en un gesto calmante.
Viserra apretó los labios, aún contrariada, pero asintió con un leve movimiento de cabeza, respetando la decisión del rey por el momento.
Otto Hightower, atento a cada detalle, no dejó escapar el gesto del rey hacia su nieta. Mientras los demás en la mesa continuaban con la cena, Otto elevó su copa, observando con discreta satisfacción el contacto entre Jacaerys y Viserra.
...
Viserra se había marchado a sus aposentos tan pronto como terminó la cena. Apenas comenzaba a soltar sus trenzas cuando un criado entró con una reverencia profunda.
—Princesa, mis disculpas —dijo el criado con cautela—, Ser Otto pide que se reúna con él.
La princesa parpadeó, visiblemente confundida, antes de responder.
—¿Sabes qué quiere? —preguntó, manteniendo la expresión serena, aunque la sorpresa se reflejaba en su mirada.
—No, mi princesa —respondió el criado con respeto, inclinando la cabeza antes de esperar cualquier otra instrucción.
Viserra observó al criado por un momento, sopesando la repentina solicitud de su abuelo. Finalmente, exhaló con calma y se recompuso, dejando de lado la incomodidad del encuentro inesperado.
—Dile a Ser Otto que iré en breve.
El criado hizo otra reverencia antes de retirarse, dejándola sola. Con un suspiro, Viserra se irguió frente al espejo y ajustó su vestido, procurando que su imagen reflejara la dignidad que se le requería. La expresión de sus ojos, sin embargo, dejaba entrever una mezcla de desagrado y determinación, mientras se preparaba para enfrentar cualquier asunto que su abuelo deseara tratar.
Viserra salió de sus aposentos y comenzó a caminar por los pasillos en dirección a los aposentos de su abuelo, intrigada por la inesperada solicitud. A medida que avanzaba, se preguntaba qué podría querer Otto a esas horas, pues no recordaba haber tenido conversaciones privadas con él antes.
Al llegar a la puerta, se detuvo un instante y respiró hondo antes de tocar, aún preguntándose la razón detrás de aquella convocatoria inesperada.
Unos ligeros toques bastaron para que una voz desde el interior respondiera con un firme "pase". La princesa entró, cerrando la puerta tras de sí, y recorrió la habitación con la mirada en busca de su abuelo. Lo encontró de pie, frente a la chimenea, con las manos cruzadas detrás de su espalda, observando las llamas danzar con intensidad.
—Abuelo —dijo, anunciando su presencia.
Otto se giró lentamente, esbozando una ligera sonrisa.
—Mi querida nieta —respondió en un tono suave, aunque sus ojos parecían observarla con interés y detenimiento.
—¿Sucedió algo? —preguntó Viserra mientras se acercaba con cautela—. Se me dijo que querías verme.
—Así es, querida —respondió Otto con calma, manteniendo su mirada fija en ella—. Necesitaba un momento contigo en privado.
—Aquí estoy —dijo Viserra, con un tono respetuoso pero directo.
Otto asintió, mirándola con una mezcla de interés y ternura.
—Dime, ¿cómo has estado?
—Bueno, muy bien —respondió ella, aunque su voz traicionaba una pizca de tristeza—. Aunque últimamente he estado triste y preocupada por Helaena.
Otto la miró, comprendiendo sus palabras.
—Tu preocupación es comprensible —dijo con suavidad—. Ella es tu hermana y esa cercanía es natural.
—Así es —respondió Viserra, asintiendo levemente.
Otto la observó con una mirada inquisitiva, inclinando la cabeza con un aire pensativo.
—Y dime, ¿no estás preocupada por alguien más?
Viserra frunció el ceño, algo desconcertada.
—¿A quién te refieres?
—Al rey, por supuesto —repitió Otto, manteniendo esa leve sonrisa que le daba un aire de superioridad. Viserra sintió el peso de sus palabras, notando el tono en el que lo decía, como si insinuara algo más allá de una simple preocupación familiar. Se quedó en silencio, contemplando a su abuelo, esperando que él continuara.
Otto avanzó un paso, posando una mano en su hombro con una suavidad calculada, sus ojos se posaron en ella con un brillo que no pudo descifrar del todo.
—Jacaerys lleva una carga pesada sobre sus hombros. Un rey joven necesita apoyo, pero, sobre todo, necesita personas cercanas en las que pueda confiar. ¿No crees, Viserra? —La miraba con expectativa, como si estuviera esperando una respuesta que ya tenía prevista en su mente.
La princesa asintió lentamente, sintiendo cómo cada palabra de su abuelo resonaba en sus pensamientos. Había algo en su tono, en su elección de palabras, que le daba a entender que aquello no era una simple conversación de abuelo y nieta.
—Por supuesto, él es mi sobrino —respondió Viserra, con un tono firme pero respetuoso, como si intentara recordar a su abuelo que, pese a todo, su relación con el rey era tan familiar como cualquier otra.
Otto dejó escapar una leve sonrisa, apartando la mano de su hombro.
—No veo que estés tan preocupada por él como lo estás con tu hermana —continuó Otto, su voz suave pero penetrante—. Él lleva el peso de la corona y las decisiones del consejo sobre sus hombros, y también sufre, sabiendo que su esposa no podrá darle herederos. Él merece un poco de atención y consuelo de tu parte, ¿no lo crees, querida?
Viserra parpadeó, sorprendida por la insinuación que detectó en las palabras de su abuelo. Aunque sentía la responsabilidad hacia su familia, le resultaba extraño que Otto subrayara tanto la cercanía que debía tener con el rey.
—Jacaerys sabe que puede contar conmigo en cualquier momento, abuelo —respondió con calma, aunque sus palabras llevaban un tono de cautela.
Otto inclinó la cabeza, sonriendo ligeramente, como si no estuviera del todo convencido.
—Eso espero, querida. A veces, un rey necesita más que lealtad de su familia; necesita un verdadero apoyo... alguien que le brinde calma y compañía.
—Él...—empezó Viserra, algo dubitativa.
—¿Tienes algo que hacer ahora? —interrumpió Otto, clavando su mirada astuta en ella.
—Bueno, planeaba volar con Silverwing antes de retirarme a dormir.
—Deja eso para después —sugirió Otto, con tono autoritario, inclinándose levemente hacia su nieta, sus ojos brillando con una intención velada—. Hazle una visita al rey en sus aposentos, bríndale tu compañía y consuelo.
Viserra frunció el ceño al escuchar sus palabras. La idea de presentarse sola en las habitaciones del rey tan entrada la noche le resultaba incómoda. Era una doncella y él, su soberano; aunque fueran familia, la sugerencia sonaba extraña. Con un suspiro de inquietud, su mirada se deslizó hacia el suelo. Sabía bien que su madre jamás aprobaría algo así.
—No creo que sea apropiado ir a sus habitaciones a esta hora —respondió, su voz contenida.
Otto se inclinó hacia ella con aire persuasivo, manteniendo el semblante tranquilo, casi paternal.
—¿Por qué no? Eres su tía; no tiene nada de malo.
Viserra levantó la vista y, encontrando en su abuelo una sonrisa apenas esbozada, sintió una mezcla de duda y resignación. Era cierto que, en su linaje, los límites entre lo apropiado y lo cuestionable se difuminaban.
—Sabes bien que nosotros los Targaryen no somos una familia normal —dijo al fin, en voz baja, admitiendo el peso de esa particularidad que siempre había sido su herencia.
—Y eso es lo mejor de todo —dijo Otto, sus labios formando una sonrisa que pronto se desvaneció, dejando su rostro tan frío como el mármol. La expresión oscura del anciano hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Viserra.
De repente, Otto dio un paso adelante, acercándose tanto que ella apenas pudo retroceder. Antes de que pudiera reaccionar, sintió el peso de las manos de su abuelo apretando sus brazos con firmeza, lo suficiente para hacerla estremecer de dolor.
___Seguirás mis órdenes y te presentarás ante el rey ahora mismo —sentenció en un susurro bajo, pero afilado como una daga.
Viserra sintió su corazón acelerarse, su mente intentando procesar las palabras de Otto mientras el dolor en sus brazos aumentaba.
—Si no haces lo que te digo, Viserra, habrá consecuencias —advirtió él, dejando claro que no aceptaría objeciones.
La princesa asintió, sintiendo cómo el miedo la invadía por completo. No estaba acostumbrada al trato severo ni mucho menos a la fuerza con la que Otto la había sujetado. Cuando finalmente él la soltó, lo hizo con un leve empujón, suficiente para hacerla tambalear unos pasos hacia atrás.
—Ahora ve con él —ordenó Otto con una frialdad implacable—. Te estaré vigilando.
Viserra sintió su mirada fija sobre ella, como una sombra amenazante que no podría eludir. Con el corazón agitado, se dirigió hacia la puerta, consciente de que, aunque le dolía obedecer, no le quedaba otra opción.
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Capítulo dedicado a capitacapitulozz Gracias por tus comentarios y tus votos, me animan mucho 🫶🏼🥹
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