𝐂𝐚𝐩𝐢𝐭𝐮𝐥𝐨 𝟑
AÑO 135 D.C
|• D E S E M B A R C O D E L R E Y•|
F O R T A L E Z A R O J A
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Viserra Targaryen
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Todos hacen lo que quieren, juegan como
quieren, se casan y duermen con quienes quieren.
Pero yo... yo siempre he seguido al pie de la letra las normas. Me he comportado como se espera de mí, a la altura de mi posición. Siempre cumpliendo con las expectativas de mi madre, siempre con los ojos de mi abuelo puestos sobre mí. Haciendo todo lo correcto, todo lo que se me exige, sin rechistar.
Y ahora, ahora que deseo algo con todo mi corazón, me lo niegan. Me dicen que "es peligroso", que no entienden mi elección. ¿Peligroso? Es solo una excusa. ¿De verdad creen que voy a creer esas palabras vacías? No soy una niña. Sé lo que quiero.
¿Por qué, entonces, se empeñan tanto en negarme la felicidad? ¿Qué les molesta tanto? He hecho todo lo que me han pedido, pero la única vez que pido algo, la única vez que mi propio corazón habla más alto que mis deberes, me lo arrebatan como si no tuviera derecho a ello.
¿Qué más debo hacer para que me vean? ¿Qué más debo sacrificar?
No es justo. No es junto.
Solo lo quiero a él.
La primera vez que vi a Qyle Martell tenía quince años. Era el torneo que mi hermana, la difunta reina Rhaenyra, organizó para celebrar la boda de Jacaerys y Helaena. Un día que debería haber sido como cualquier otro en la larga lista de eventos reales, pero que marcó el inicio de algo que cambiaría mi vida para siempre.
Él apareció montado sobre un imponente caballo negro, destacándose entre los caballeros que desfilaban ante la multitud. Llevaba una capa de seda de un rojo claro que ondeaba con cada movimiento, y una camisa acorazada, decorada con discos de cobre que relucían bajo la luz del sol. Su casco, coronado con un sol de cobre que simbolizaba su casa, brillaba intensamente. En su brazo llevaba un escudo redondo de acero, típico del estilo dorniense, adornado con el emblema de la Casa Martell: una lanza atravesando un sol. Pero lo más imponente era la lanza que empuñaba, de ocho pies de largo, con una punta de acero afilada que parecía capaz de atravesar cualquier cosa.
Recuerdo el momento en que su enfrentamiento con Lord Borros Baratheon comenzó. El aire estaba cargado de expectación, pero duró poco. Con una destreza casi irreal, Qyle clavó su lanza en la pierna de Lord Borros y lo tumbó del caballo con una facilidad que dejó a la multitud en silencio por un instante. El rugido de la gente fue ensordecedor, pero yo no escuchaba nada, porque mis ojos estaban fijos en él, incapaz de apartar la mirada.
Después de su victoria, mientras el polvo aún flotaba en el aire, Qyle se acercó palco donde la familia real se encontraba observando. Quitó su yelmo y fue entonces cuando lo vi verdaderamente. Su rostro era tan guapo como nunca antes había visto, con facciones fuertes y marcadas, su piel bronceada por el sol dorniense y esos ojos negros que parecían absorber toda la luz, profundos y oscuros como la noche. Su cabello, igualmente negro, estaba atado en una coleta baja que caía por su espalda, dándole una apariencia salvajemente sexy. En ese momento, me sentí atrapada en su mirada, como si el mundo alrededor de nosotros desapareciera.
—Para mí sería un honor que la princesa Viserra Targaryen me concediera su favor —dijo, y su voz resonó clara y firme, pero había algo en ella, una suavidad oculta en esas palabras, que hizo que mi corazón latiera con más fuerza.
Su mirada estaba fija en mí, y en ese instante, el tiempo pareció detenerse. Sentí mis manos temblar, un leve calor subiendo por mi pecho hasta alcanzar mis mejillas. Sin dudarlo, me levanté de mi asiento. Mi vestido carmesí, hecho a medida para la ocasión, tenía un diseño de dragones bordados en hilo negro y plata, ajustado en la cintura y cayendo en cascadas de seda hasta el suelo. Alisé el vestido con las manos, más por nerviosismo que por necesidad, mientras mi cabello plata estaba trenzado en una corona alrededor de mi cabeza. Sobre la trenza descansaba una delicada diadema de plata, adornada con piedras rojas y negras, que reflejaban los colores de mi casa.
Con manos temblorosas, tomé la corona de flores rojas que había hecho con esmero para esta ocasión. Las flores eran pequeñas, pero cada una había sido escogida con cuidado, un símbolo de los favores que las damas otorgaban a los caballeros en las justas. Me acerqué a él, mis ojos apenas levantándose para encontrar los suyos, y coloqué la corona en la lanza que sostenía con firmeza.
—Que el Guerrero le conceda la victoria, mi príncipe —dije suavemente, mi voz apenas un susurro.
Él me sonrió, y nunca había visto una sonrisa igual. Era una de triunfo, una sonrisa que hacía que mis mejillas se incendiaran en un rojo tan intenso que debí parecer casi tan roja como mi vestido. No podía apartar la mirada de sus labios, y sentí mi corazón martillear en el pecho.
—Gracias, mi princesa —dijo, inclinando ligeramente la cabeza, con una reverencia que parecía más íntima de lo que el protocolo exigía.
Luego, sin más, se marchó. Pero mientras se alejaba, sabía que algo dentro de mí había cambiado. Ya no era solo la princesa Viserra, la hija obediente de la reina Alicent. Era una joven que había sentido el primer latido del deseo, una emoción que no se podría apagar fácilmente, y que sabía que, a partir de ese momento, nada volvería a ser igual.
Giré mi cuerpo para regresar a mi asiento, los aplausos resonaban a mi alrededor y Floris me lanzaba una mirada cómplice, sonriendo con picardía. El público parecía complacido, pero mientras avanzaba, sentí el peso frío de la mirada de mi madre clavada en mí.
Me senté junto a Floris, manteniendo la vista al frente, ignorando la cruda mirada de mi madre. Ella no tardó en inclinarse hacia mí, su tono lleno de reproche.
—¿No estaba reservado para Daeron tu favor? —susurró con desaprobación—. ¿Por qué tuviste que dárselo a ese joven?
Una sonrisa sarcástica se deslizó por mis labios, sin molestarme en mirarla directamente. La respuesta ya la tenía lista.
—Porque Daeron perderá, madre —dije, con una leve burla en la voz—. Ese joven lo hará pedazos con facilidad, y yo no pienso asociar mi favor con un perdedor. Quiero ser coronada reina del amor y la belleza, no la princesa de las causas perdidas.
Mi madre me pellizcó el brazo con fuerza, su sonrisa impasible mientras la gente aplaudía. El dolor fue inmediato y punzante, dolió como la mierda, pero me quedé inmóvil, sin atreverme a devolverle la mirada.
Y así fue. El príncipe Qyle venció a cada uno de sus oponentes con una destreza que dejó a todos boquiabiertos. Cada golpe de su lanza era preciso, cada movimiento calculado. Cuando finalmente ganó las justas, se acercó a mí con una sonrisa victoriosa. Frente a toda la corte, colocó la corona de flores sobre mi cabeza, inclinándose respetuosamente mientras me nombraba "Reina del Amor y la Belleza". Mi corazón latía con fuerza mientras sentía el peso de las miradas sobre mí, especialmente la de mi madre, cuyo descontento podía percibir, incluso en medio de los aplausos y vítores que nos rodeaban.
El banquete en la sala del trono, celebrado tras las justas, rivalizaba con los más grandiosos festines que se han visto en la historia de los Siete Reinos. Los estandartes de la Casa Targaryen, en rojo y negro, colgaban por todas partes, las telas ondeando bajo el movimiento del aire cálido que emanaba de los candelabros de dragones encendidos. Las antorchas y velas bañaban la sala en un resplandor dorado, proyectando sombras danzantes sobre los rostros de los invitados.
Había música en el aire, laúdes y flautas que llenaban el espacio con una armonía perfecta. Los nobles de todas las casas más importantes estaban presentes, sus ropas tan llamativas como las bandejas llenas de manjares que los sirvientes llevaban de un lado a otro. Había montones de cordero asado, codornices rellenas con especias traídas de Essos, frutas frescas de Dorne, y pasteles de miel que se deshacían al morderlos. El vino corría como agua, llenando las copas sin cesar, y las risas resonaban entre las conversaciones animadas. Todo era un despliegue de poder y lujo.
En el centro del salón, la mesa principal destacaba por encima de todas las demás. Ahí estaban sentados los recién casados, Jacaerys y Helaena, con sus sonrisas relucientes bajo la luz, rodeados por la familia real.
Yo llevaba un vestido dorado ceñido a mi cuerpo, de mangas largas, con una cadena de plata y una piedra verde en la cintura. Mi cabello blanco, trenzado en una corona, caía por mi espalda con naturalidad, y sobre mi cabeza, la diadema de dragón que me identificaba como princesa de los siete reinos.
A lo lejos, el príncipe Qyle Martell se movía entre los invitados. Vestía con la elegancia típica de Dorne, pero lo que más me fascinaba era la forma en que sus ojos oscuros recorrían la sala, deteniéndose de vez en cuando para buscarme entre la multitud. Sentía su mirada como una corriente, y cuando nuestros ojos se cruzaron, el pulso se me aceleró.
La reina Rhaenyra l, se levantó de su asiento con la elegancia que la caracterizaba y levantó su copa, llamando la atención de todos los presentes. Al instante, el bullicio de la sala se desvaneció, y un silencio reverente se apoderó del lugar.
—Es un honor y un placer tenerlos a todos aquí esta noche —comenzó, su voz resonando con claridad—. Hoy no solo celebramos la unión de dos personas, sino también el fortalecimiento de los lazos que unen a nuestra familia y nuestro reino. Mi hijo, el príncipe Jacaerys Velaryon, mi primogénito y heredero, ha encontrado en mi hermana, la princesa Helaena Targaryen, no solo una esposa, sino una compañera digna, una futura reina consorte que guiará al reino con sabiduría y gracia.
Hizo una pausa breve, sus ojos recorriendo el salón, observando a los nobles reunidos, cada uno representando a las casas más poderosas de Poniente. Su voz, aunque suave, estaba impregnada de una fuerza que obligaba a todos a escuchar con atención.
—La unión entre Jacaerys y Helaena es un símbolo de la estabilidad de nuestro reino, de la continuidad de nuestra sangre y de nuestra promesa de mantener la paz en los Siete Reinos. No solo como reina, sino como madre y hermana, deseo con todo mi corazón que esta unión traiga felicidad, prosperidad y fortaleza a nuestra familia, y a todo el reino.
Rhaenyra levantó un poco más su copa, sus ojos brillando con determinación.
—A aquellos que han venido de lejos para estar con nosotros en este día, les agradezco su lealtad y su apoyo. Que este matrimonio sea un faro de esperanza para los días que vendrán, y que juntos enfrentemos cualquier tormenta que se avecine con la misma unidad que hoy nos reúne.
Miró a su hijo y a Helaena, ambos sentados junto a ella, y sonrió.
—Jacaerys y Helaena, que su amor sea fuerte, su alianza inquebrantable y su legado eterno. Hoy es el inicio de algo grandioso, no solo para ustedes, sino para todo el reino.
Con ese cierre, levantó su copa aún más alto y proclamó:
—Por Jacaerys y Helaena. ¡Por el futuro de nuestra casa, y de nuestro reino!
La sala estalló en aplausos y vítores, las copas se alzaron, y el sonido de los brindis resonó por toda la sala. La mirada de Rhaenyra se cruzó brevemente con la mía, y por un momento, sentí la fuerza de su posición, la de una reina que entendía perfectamente el delicado juego del poder.
Después del discurso de Rhaenyra, Jacaerys y Helaena se levantaron para iniciar el baile. Todos guardaron silencio, atentos a la pareja. La música comenzó con un ritmo marcado y familiar, una melodía que recordaba a Valyria, a los dragones que corrían por la sangre de los Targaryen.
Jacaerys tomó la mano de Helaena y ambos comenzaron a moverse, dibujando figuras que solo los suyos conocían bien. Sus pasos eran precisos, rápidos, como los movimientos de dragones volando en el cielo. Sus cuerpos giraban, se acercaban y alejaban, en una danza que evocaba la fuerza de sus antepasados.
La sala estaba atenta, todos seguían el ritmo con sus miradas, sin desviar los ojos de la pareja. El aire parecía vibrar con la música, mientras Jacaerys y Helaena giraban, marcando los movimientos de aquella danza única.
Los asistentes comenzaron a aplaudir, pero el sonido no distrajo a la pareja. Con un último movimiento, Jacaerys llevó a Helaena hacia él, y la música terminó. La sala del trono estalló en aplausos y vítores, celebrando el fin de aquella primera danza que había dado inicio a la celebración.
Después de la primera danza de los recién casados, los lores y damas se levantaron de sus asientos y comenzaron a unirse al baile, llenando el salón con movimiento y risas. Las copas de vino seguían fluyendo, y el ambiente se sentía más relajado.
Aprovechando el momento, miré a mi madre. Estaba absorta en una conversación con Rhaenyra y Daemon, probablemente hablando de algo relacionado con la corte o los asuntos del reino. Era la oportunidad perfecta. Me levanté de mi lugar, alisando con cuidado mi vestido ceñido, y me dirigí hacia la pista de baile antes de que pudiera notar mi ausencia.
En cuanto llegué, fui rodeada por varios hombres, todos con sonrisas ansiosas, pidiendo el honor de bailar conmigo. Las miradas se cruzaban entre ellos, como si competir por mi atención fuera parte del mismo baile.
Finalmente, acepté la mano de Garmund Hightower, el joven y apuesto primo de mi madre. Su sonrisa era encantadora, y sus modales, impecables. Sin pensarlo más, tomé su mano y nos unimos a los demás en el centro del salón, moviéndonos al ritmo de la música.
Después de unos momentos bailando con Garmund, llegó el momento de intercambiar pareja, una tradición común en estas celebraciones. Sin perder el ritmo, me encontré de la mano de Medrick Manderly, un hombre de presencia robusta, con una sonrisa cálida y ojos curiosos.
Su mano se posó con suavidad en mi cintura mientras comenzábamos a bailar. Aunque su estilo era diferente al de Garmund, no dejaba de ser encantador, y me hizo reír con algunos comentarios sobre lo grandiosa que era la celebración.
Después de bailar con Medrick Manderly, la música continuó y las parejas volvieron a cambiar. Me encontré con Lord Cregan Stark, cuyo semblante serio y pero amable. Aunque intercambiamos pocas palabras, su presencia era imponente. Luego, bailé con Benjicot Blackwood, un joven noble lleno de energía y encanto, que me hizo reír con su entusiasmo y comentarios juguetones. A lo largo de la noche, varios nobles se acercaron, deseando compartir unos momentos conmigo en la pista de baile.
Bailé con mi sobrino Jacaerys, el recién casado y heredero al trono. Siempre habíamos sido cercanos, y su buen humor aligeraba el ambiente. En un momento, me tomó de la cintura y me alzó en el aire, haciéndome reír mientras girábamos. Jacaerys, como siempre, sabía cómo hacerme sentir feliz en medio de todo.
—Eres igual de ligera que un dragón en el aire, querida tia —me dijo sonriendo, mientras seguíamos disfrutando del baile.
El cambio de pareja llegó de nuevo, y vi cómo Jace fue directo a los brazos de su esposa, Helaena. Mientras la multitud se movía a mi alrededor, sentí algo diferente. Un aroma exquisito me rodeó, uno que nunca había percibido antes. Cerré los ojos un instante, dejándome envolver por esa fragancia desconocida, casi embriagante.
Cuando los abrí, ahí estaba. Mi mundo se paralizó en ese preciso momento. Frente a mí, con su porte imponente y su mirada penetrante, estaba el príncipe Qyle. Todo lo que me rodeaba se desvaneció, y mis ojos violetas quedaron atrapados en los suyos, tan oscuros como la noche más profunda.
Qyle tomó mis manos con una delicadeza que contrastaba con su figura. Sentí el calor de su piel contra la mía, y un escalofrío recorrió mi cuerpo al oír su voz grave y áspera susurrar:
—¿Me permitiría bailar con usted, princesa.
Su voz resonó en mis oídos, dejando una sensación que no podía describir del todo. mis piernas se sentían casi débiles. No pude responder de inmediato, apenas podía respirar, pero asentí suavemente, sin romper ese hechizo que parecía habernos envuelto.
Qyle me condujo al centro de la pista. Sentía las miradas sobre nosotros, pero no me importaba. Todo lo que importaba en ese momento era él, con su porte firme y esa seguridad que irradiaba.
La música comenzó y nos movimos juntos, sus manos guiando las mías con precisión. La danza era suave, sentía cómo cada movimiento acercaba más nuestros cuerpos, aunque sin tocarse del todo. Girábamos en un ritmo casi calculado, con su mirada fija en la mía. Por momentos, se inclinaba apenas, lo suficiente para que nuestras caras quedaran a unos centímetros.
—Baila exquisitamente bien, princesa —murmuró, su voz baja y casi áspera.
—He tenido buenos maestros —respondí, intentando parecer tranquila, aunque mi corazón palpitaba fuerte en mi pecho.
A medida que la música avanzaba, los pasos se volvieron más fluidos, y con cada giro, sentía su mano firmemente en mi cintura. Qyle mantenía una cercanía que era sutil, pero que llenaba el espacio entre nosotros de algo indescriptible.
—Es un honor para mí compartir esta danza con usted —dijo él, sus dedos apenas rozando los míos antes de volver a tomar mi mano con fuerza.
—El honor es mío, príncipe —dije, mi voz apenas más que un susurro.
Nos detuvimos brevemente en el centro de la pista, y él aprovechó el momento para inclinarse hacia mí, lo justo para que su aliento rozara mi mejilla.
—Hay más que honor en este baile, princesa —murmuró, su tono mucho más bajo, casi íntimo.
Sentí el calor subirme al rostro, pero respondí con una sonrisa leve, intentando no mostrar lo nerviosa que me hacía sentir su cercanía.
—¿Y qué más podría haber, mi príncipe? —pregunté, intentando mantener la calma.
Qyle sonrió, esa sonrisa que parecía esconder tantas cosas, y continuamos moviéndonos al ritmo de la música.
—Quizás lo descubra al final del baile —dijo, sus palabras llenas de promesas.
Mi corazón dio un vuelco de miedo cuando noté la mirada de mi madre, fría y desaprobadora, clavada en mí desde la mesa familiar. Apenas tuve tiempo de procesarlo cuando sentí una mano firme agarrando mi brazo con fuerza, arrastrándome abruptamente fuera de la pista.
Me giré, sorprendida, y me encontré con el rostro furioso de mi hermano Daeron.
—¿Qué crees que estás haciendo, Viserra? —gruñó, su voz baja pero cargada de enojo mientras me llevaba con fuerza hacia la mesa familiar. No pude evitar mirar hacia atrás, y vi a Qyle, inmóvil en la pista, con una expresión de disgusto mientras Aemond le susurraba algo al oído.
—¡Déjame ir, Daeron! —exclamé, intentando liberarme de su agarre, pero él sólo apretó más.
—Eres una niña, Viserra —dijo con frialdad—. No estás en posición de jugar a las grandes. Madre ya está bastante disgustada, y tú no haces más que empeorar las cosas.
Llegamos a la mesa y me soltó bruscamente, dejándome frente a la fría mirada de mi madre, que no dejaba de observar la escena con desaprobación.
—¿Qué crees que haces? —dijo mi madre en un tono helado—. ¿No tienes idea de cómo comportarte?
Sentí cómo la vergüenza me invadía mientras Daeron se mantenía a mi lado, con una expresión de desdén que solo aumentaba mi frustración. Miré de nuevo hacia Qyle, pero él ya no estaba en la pista; la música continuaba, pero el momento había sido irremediablemente interrumpido.
Después de aquella noche en el banquete, empezamos a vernos a escondidas, como si nuestro pequeño secreto estuviera protegido por los árboles del Bosque de Dioses. Cada vez que llegaba, traía consigo flores, siempre rojas, azules y violetas, como si hubiera leído mi mente y supiera exactamente lo que me gustaba. En esos momentos me sentía especial, como si el mundo fuera solo nuestro. Bajo las ramas de los antiguos árboles, Qyle me leía poemas, su voz grave resonando suavemente entre las hojas, y me contaba historias de amor y aventuras que me hacían soñar con más.
Nuestros encuentros eran dulces, nunca más allá de las caricias en las manos o los abrazos prolongados que me hacían sentir segura, aunque una vez intentó besarme. Lo aparté con una bofetada, no por desprecio, sino porque necesitaba que entendiera que debía respetarme. A pesar de ello, su mirada nunca perdió esa intensidad que me hacía temblar.
Dos semanas después de las celebraciones, Qyle me pidió que lo viera una última vez en el Bosque de Dioses, a la hora del búho. El aire esa noche estaba impregnado de despedida. Me dijo que debía regresar a Dorne, pero prometió que se mantendría en contacto, que no permitiría que la distancia nos separara. Me dio un último regalo, un delicado collar con un sol dorado, símbolo de su tierra, y me pidió que lo llevara siempre conmigo.
Pero después de esa noche, su promesa se desvaneció como el viento. No llegaron cartas, ni nada de lo que él prometió. Los días se volvieron largos, tristes, y las noches insoportables. Lloraba hasta quedarme sin aire, las lágrimas manchaban mi almohada y las ojeras debajo de mis ojos eran el único testimonio de mi tristeza. Me sentía vacía, traicionada por el silencio y por los recuerdos que me atormentaban, aquellos momentos que, ahora, parecían solo un espejismo.
Voten y comenten, me anima mucho que lo hagan ❤️
Gracias por leer 🫶🏻🥹
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