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Capítulo 8


AÑO 135 D.C

|• D E S E M B A R C O D E L R E Y•|
F O R T A L E Z A R O J A
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En los días posteriores, la presencia de Viserra en los aposentos del rey se volvió más frecuente. Lo visitaba con naturalidad, sin la rigidez de aquel primer encuentro. A veces almorzaban juntos, otras compartían la cena en la intimidad de su habitación, lejos de los ojos inquisitivos de la corte. La princesa parecía haber encontrado su lugar a su lado, y Jacaerys no lo rechazaba.

En las noches, cuando el fuego en la chimenea ardía con un brillo tenue, ella leía para él, su voz suave deslizándose por el aire con una musicalidad que le resultaba extrañamente reconfortante. Otras veces, se sentaba junto a la ventana con su arpa y dejaba que sus dedos recorrieran las cuerdas con gracia, arrancando melodías que llenaban la habitación con una paz que Jacaerys no sabía que necesitaba.

Fue en una de esas noches, cuando el ambiente se encontraba inmerso en aquella armonía delicada, que se descubrió a sí mismo observándola con más detenimiento del que debería. Sus ojos vagaron sin rumbo fijo hasta que se detuvieron en las piernas de su tía, descubiertas bajo el vestido al sentarse de lado sobre el cojín donde tocaba. La luz de las velas dibujaba sutiles sombras sobre su piel, y Jacaerys parpadeó, sintiendo el calor subir a su rostro al darse cuenta de lo que hacía.

Se reprendió mentalmente, apartando la mirada con rapidez. Era su tía. ¿En qué estaba pensando?

Pero, incluso al obligarse a fijar la vista en la chimenea, el eco de la imagen seguía presente en su mente, al igual que la melodía que ella seguía tocando, inconsciente de su lucha interna.

Jacaerys parpadeó varias veces, intentando disipar los pensamientos que lo habían absorbido. Sus dedos se entrelazaron sobre la mesa mientras exhalaba suavemente, buscando recuperar la compostura.

—Dioses... —murmuró sin darse cuenta.

—¿Majestad? ¿Se encuentra bien? —La voz firme pero cargada de preocupación de su abuela, Rhaenys, lo sacó bruscamente de su ensimismamiento.

La mirada de los miembros del consejo estaba fija en él, algunos con expectación, otros con una pizca de inquietud. Fue entonces cuando cayó en cuenta de dónde estaba. La gran mesa de la sala del consejo, los rostros de los lores, el aire denso de aquellas interminables reuniones... No estaba en sus aposentos, no estaba escuchando la voz de Viserra ni el dulce sonido de su arpa.

Se aclaró la garganta y asintió con calma, obligándose a adoptar su expresión habitual.

—Sí —respondió con voz firme—. Solo me distraje. Pueden continuar.

Lord Tyland Lannister, quien hasta el momento había permanecido en silencio, inclinó levemente la cabeza antes de hablar.

—Le decíamos, majestad, que los Baratheon llegarán al mediodía al castillo.

Jacaerys asintió, fingiendo haber seguido la conversación.

—Bien, que sean recibidos como corresponde.

Mientras los lores continuaban discutiendo los detalles de la visita, el joven rey entrecerró los ojos y reprimió un suspiro. No debía distraerse con pensamientos que no tenían cabida allí. No con ella. Pero por más que lo intentara, el eco de su perfume y la imagen de su cabello cayendo sobre su hombro mientras tocaba el arpa se aferraban con obstinación a su mente.

...

Viserra permanecía erguida en la gran recepción del castillo, donde se recibiría a los invitados. A su lado, su madre, la reina viuda Alicent, mantenía una expresión serena e imperturbable, como siempre. Junto a ellas, su cuñada, lady Floris Baratheon, sostenía con delicadeza la pequeña mano de su hija. Pero a pesar de su postura recta y elegante, Viserra podía notar la tensión en su rostro.

El sonido de ruedas sobre el empedrado resonó en el aire cuando el carruaje de los Baratheon cruzó las puertas del castillo. La gran carroza, imponente y adornada con los colores dorado y negro de Bastión de Tormentas, se detuvo frente a la entrada principal. Los emblemas del venado coronado relucían en los estandartes que ondeaban con el viento, y los caballos resoplaban tras el largo viaje.

Los guardias se apresuraron a abrir la portezuela del carruaje, y uno de los sirvientes colocó un pequeño banco para facilitar la bajada de los pasajeros. Lord Borros fue el primero en descender, su gran figura proyectando una sombra sobre el suelo de piedra. Tras él, con la gracia propia de una dama de alta cuna, lady Elenda Caron emergió del interior, su porte distinguido y sus ropas finamente bordadas reflejando su posición.

El heraldo, con voz firme y solemne, anunció mientras cada miembro de la familia Baratheon hacía su aparición:

—Lord Borros de la Casa Baratheon, Señor de Bastión de Tormentas, Señor Supremo de las Tierras de la Tormenta. Su señora esposa, Elenda Caron, señora de Bastión de Tormentas.

Lady Cassandra Baratheon descendió a continuación, con la cabeza en alto y la mirada orgullosa, su vestido ondeando con el movimiento. Tras ella, la nodriza bajó con sumo cuidado, sosteniendo en sus brazos al hijo menor y heredero de Lord Borros, un niño de pocos años con cabellos oscuros y ojos grandes que observaban el nuevo entorno con curiosidad.

Viserra sintió la tensión en la mano de Floris antes de que esta soltara un suspiro entrecortado. Comprendía su nerviosismo: después de tanto tiempo, estaba a punto de reencontrarse con su familia de sangre.

Sin pensarlo, la princesa giró levemente el rostro y le susurró con suavidad:

—Tranquila, todo estará bien.

Floris asintió, aunque su agarre en las faldas de su vestido revelaba su inquietud.

Cuando los Baratheon terminaron de descender y avanzaron por la recepción, la reina viuda Alicent se adelantó con la compostura inquebrantable que siempre la caracterizaba, lista para recibirlos.

—Sed bienvenidos a Desembarco del Rey, Lord Borros —su tono era mesurado, sereno, cada palabra cuidadosamente pronunciada—. Confío en que vuestro viaje haya sido cómodo y que no os haya resultado demasiado agotador.

Lord Borros resopló, pasándose una mano por la barba con poca preocupación por las formalidades.

—Largo y jodidamente caluroso, mi señora. Pensé que no llegaríamos nunca.

Lady Elenda le lanzó una mirada de advertencia, pero él apenas le prestó atención. En su lugar, alzó la vista hacia la Fortaleza Roja y soltó un bufido.

—Bah, el maldito sol pega más fuerte en estas tierras que en Bastión.

Viserra notó cómo la mandíbula de su madre se tensaba sutilmente ante la falta de decoro del señor de la Tormenta, pero Alicent mantuvo la compostura, como siempre lo hacía.

—Confío en que hallaréis descanso y buena hospitalidad bajo nuestro techo —respondió sin alterarse—. Un séquito os espera para atender cualquier necesidad que vos y vuestra familia tengáis.

—Eso espero —gruñó Borros, echando un vistazo a su alrededor—. Y que haya buen vino. Un viaje como este deja la garganta seca.

Alicent no mostró señal alguna de desagrado ante su tosquedad, limitándose a esbozar una leve sonrisa cortés.

—Os aseguramos que no os faltará nada.

Floris avanzó con paso contenido, sosteniendo la manita de su hija con firmeza, aunque su pecho subía y bajaba con una respiración más acelerada de lo habitual. La joven lucía un vestido rojo y negro, con bordados de dragones en hilos dorados y joyas preciosas que acentuaban su porte.

Lord Borros la observó con atención, notando cómo el tiempo había cambiado a su hija. La última vez que la había visto, aún era prácticamente una niña. Ahora, en cambio, se presentaba ante él como una dama hecha y derecha, con la distinción que su posición le otorgaba.

—Mi señor padre, mi señora madre —los saludó con una sonrisa amable, haciendo una leve reverencia—. Sean bienvenidos.

Borros dejó escapar un resoplido antes de avanzar hacia ella con pasos pesados.

—Vaya —murmuró, recorriéndola de arriba abajo con la mirada—. Hasta vistes los colores Targaryen junto con su emblema.

Su tono tenía un deje de burla, pero también de observación.

Floris mantuvo la sonrisa, aunque sus dedos apretaron con suavidad la mano de su hija.

—Son los colores de mi esposo y de mi familia, mi lord —respondió con respeto—. Así como los de mi hija.

Elenda, que se mantenía a su lado, esbozó una sonrisa más medida.

—Te sientan bien, hija mía.

Floris sostuvo la mano de su hija con firmeza antes de girarse ligeramente hacia ella, con la misma gracia que había aprendido desde su llegada a la corte.

—Permítanme presentarles a mi hija —dijo con una sonrisa serena—. La princesa Shiera Targaryen.

La niña, con su cabello rubio plateado cayendo en suaves ondas y sus ojos violetas observando con curiosidad, se mantuvo cerca de su madre, sosteniendo el borde de su vestido con su pequeña mano.

Elenda Caron observó a su nieta con una sonrisa afable.

—Es una niña preciosa —comentó, con un matiz de ternura en la voz—. Sus rasgos no dejan duda de su linaje.

Borros, en cambio, miró a la pequeña con un gesto severo.

—Rubia y con ojos violetas... Como un maldito dragón.

Su tono no pasó desapercibido.

Floris mantuvo la compostura, aunque su mano sobre el hombro de su hija se tornó más protectora.

—Así es, mi señor padre —respondió sin titubear—. Shiera es una princesa Targaryen, al igual que su padre.

Cassandra, que hasta ese momento había permanecido en silencio, la miró con una expresión indescifrable.

—Es más Baratheon que tú, eso está claro —comentó con una ligera sonrisa—. Tiene carácter, lo noto en su mirada.

La niña parpadeó, sin entender del todo la conversación, y se aferró un poco más a su madre.

Alicent, quien hasta ese momento había observado con atención, habló con el tono de una reina, imponente y medida.

—Las hijas son el reflejo de sus madres, lady Cassandra. Así como la princesa Shiera es la viva imagen de su padre, es también la niña de su madre.

Su tono no admitía réplica.

Hubo un instante de silencio antes de que Borros soltara un bufido.

—Bah, supongo que sí.

Elenda, con la sabiduría que daba la edad, sonrió con cortesía.

—No cabe duda de que esta visita será interesante.

Lord Borros notó entonces a la princesa Viserra y sus ojos se iluminaron con un brillo codicioso.

—Tú sí que eres bella—soltó con una sonrisa ancha y descarada, tomando la mano de la princesa sin pedir permiso y llevándosela a los labios para depositar un beso húmedo y pesado en su piel.

Viserra se tensó de inmediato, su sonrisa vaciló, pero antes de que pudiera reaccionar, su madre se movió como un rayo.

Alicent se posicionó frente al hombre con la gracia de una reina, apartándolo con un sutil pero firme movimiento de su mano enguantada.

—Lord Borros —dijo con voz imperturbable, aunque sus ojos reflejaban una advertencia—, vuestra cortesía es... entusiasta, pero os recuerdo que la princesa Viserra es una dama de la casa real.

Su tono, aunque suave, estaba cargado de autoridad.

Borros se apartó de la joven con una risa ronca, alzando las palmas como si no hubiese cometido falta alguna.

—Solo saludo a la princesa como se merece —replicó con un encogimiento de hombros—. No hay falta en admirar la belleza cuando se presenta ante uno.

Alicent sostuvo su mirada con frialdad.

—La admiración no necesita de atrevimientos.

El silencio se hizo pesado por un instante.

Elenda, en un intento de aliviar la tensión, tomó suavemente del brazo a su esposo.

—Mi señor, la jornada ha sido larga.
Quizás sería prudente refrescarnos antes de la audiencia con su majestad.

Borros bufó, pero no replicó.

Viserra, aún con el hormigueo incómodo en la mano donde él la había tocado, inspiró hondo y mantuvo la compostura.

—Os haré escoltar a vuestros aposentos. Seguro agradecereis un momento de descanso antes del banquete.

Y sin más, con un gesto de su mano, indicó a los sirvientes que los guiaran, poniendo fin al encuentro.

Alicent suspiró con discreción, pero su expresión se endureció.

—Que los dioses me den paciencia —susurró apenas, lo suficiente para que solo Viserra la oyera.

Luego, con la dignidad de una reina, alzó el mentón y avanzó, dejando claro que no toleraría más insolencias.

...

La noche había caído, y el gran salón de la Fortaleza Roja resplandecía con la cálida luz de candelabros y antorchas. El aroma de carnes asadas, panes recién horneados y especias llenaba el aire, mientras el murmullo de conversaciones y risas se mezclaba con la melodía de los músicos. En honor a la llegada de los Baratheon, el rey Jacaerys había ordenado un espléndido banquete, asegurando que la mesa estuviera colmada con los mejores manjares que Desembarco del Rey podía ofrecer.

Los lores y damas de la corte ocupaban sus lugares en largas mesas, brindando y conversando con animación. En la mesa principal, el rey presidía el banquete con la solemnidad propia de su cargo, aunque su atención no siempre estaba en las conversaciones que lo rodeaban.

Lady Cassandra Baratheon, sentada no muy lejos, mantenía la espalda recta, con la elegancia propia de una dama de alto nacimiento. De vez en cuando, de manera sutil, buscaba la mirada del rey, inclinando ligeramente la cabeza o esbozando una sonrisa mesurada, esperando atraer su atención. Sin embargo, Jacaerys apenas parecía notarlo.

Su mirada se dirigía, sin darse cuenta, hacia otro punto de la mesa. Allí, la princesa Viserra compartía una conversación animada con su cuñada, lady Floris, y su hermano, Aemond y su sobrino, Joffrey. La conversación entre ellos parecía amena, y la risa de Viserra resonaba suave pero clara, musical como el tintineo de una campanilla de plata.

Jacaerys la observó sin proponérselo. Su cabello rubio plateado, cayendo en ondas sobre su espalda, capturaba la luz de las antorchas con un resplandor casi irreal. Sus ojos violetas brillaban con genuina alegría mientras intercambiaba palabras con su familia, completamente ajena a las miradas que atraía.

Aemond, con su presencia imponente y su único ojo violeta centelleando con intensidad, parecía relajado en compañía de su esposa y su hermana. Joffrey, siempre vivaz y con su característica actitud desenfadada, gesticulaba con entusiasmo al hablar, arrancando una nueva risa de Viserra y Floris.

El rey parpadeó y desvió la vista, retomando la compostura. No obstante, incluso mientras conversaba con lord Borros y el resto de los lores, la imagen de su tía riendo seguía presente en su mente.

La música se tornó más animada, y la energía en el gran salón aumentó con cada nota. Las damas y los lores se levantaron de sus asientos, movidos por el ritmo, deslizándose con gracia hacia la pista de baile.

Jacaerys no apartó la vista cuando Viserra, con una sonrisa radiante, tomó el brazo de Joffrey y lo arrastró con ella entre la multitud. Su risa, suave pero vibrante, le llegó con claridad, incluso por encima del bullicio.

Observó, con una extraña sensación en el pecho, cómo su joven hermano la guiaba con facilidad en la danza, sus movimientos perfectamente sincronizados. Joffrey tenía un aire confiado, descarado incluso, mientras sus manos se posaban con naturalidad en la cintura de la princesa.

Y entonces lo hizo.

Con la misma facilidad con la que se manejaba en cualquier situación, Joffrey la alzó en el aire. La falda de Viserra se elevó brevemente, su risa cristalina llenó el salón, y por un instante pareció flotar en el aire, ligera, perfecta.

Jacaerys sintió la mandíbula tensarse.
Cuando Joffrey la bajó, sus cuerpos quedaron peligrosamente cerca. Sus alientos debieron mezclarse, sus pechos casi tocándose. Viserra le sonreía, aún divertida, y Joffrey la miraba con una intensidad innegable, como si fuera lo único que importaba en ese momento.

El rey sintió algo retorcerse en su interior, algo parecido a la rabia... o tal vez algo peor.

Su agarre sobre la copa se endureció. No tenía razones para sentirse así. No tenía derecho a sentirse así. Pero, aun así, lo sentía.

Y no era el único que lo notaba.
Lady Cassandra Baratheon, sentada cerca, había seguido su mirada.

Lo había visto fijarse en Viserra, observar cada uno de sus movimientos, cada uno de los gestos que compartía con Joffrey.

La rabia se encendió en sus ojos como fuego vivo.

Él ni siquiera la miraba. Ni una sola vez.

La furia subió por su garganta como veneno. Cassandra era hija de Lord Borros Baratheon, una dama de una de las casas más poderosas del reino. Podía ofrecerle linaje, lealtad, hijos. Pero no. Él solo tenía ojos para su tía.

Apretó los puños sobre su regazo.

Viserra reía con Joffrey en la pista de baile, y el rey la devoraba con la mirada.

Cassandra sentía que estaba a punto de romperse un diente de la fuerza con la que apretaba la mandíbula.

Cassandra vio cómo su hermana, Floris, se levantaba junto a su marido y se unían a la pista de baile. Observó cómo se movían con gracia, con la naturalidad de quienes compartían una confianza forjada con los años.

Y entonces, la determinación se apoderó de ella.

Si su hermana podía compartir un momento con su esposo, ella haría lo mismo con el rey.

Con pasos controlados, midiendo cada movimiento, se levantó de su asiento y se dirigió hacia Jacaerys. Sus manos estaban frías, pero su voz sonó suave y medida cuando habló:

—Majestad —lo llamó con delicadeza—, ¿me permitiría bailar con usted?

El rey la miró, dudando por un momento. No quería hacerlo. Lo supo en cuanto sus ojos se posaron en ella. Pero también supo que rechazarla en medio de un banquete en honor a los Baratheon sería una descortesía imperdonable.

Con un suspiro interno, se obligó a sonreír con cortesía y asintió.

—Sería un honor, lady Cassandra.

Se puso de pie con elegancia, ofreciéndole el brazo, y ella lo tomó con suavidad, sintiendo una satisfacción ardiente en su interior.

Lo había logrado.

Había conseguido que la mirara.

Había conseguido que la eligiera.

Pero cuando lo guió hacia la pista, Cassandra notó cómo su mirada lo traicionaba.

No la estaba viendo a ella.

No pensaba en ella.

Los ojos de Jacaerys se desviaron, buscándola.

A ella.

A la maldita princesa Viserra.

La encontró fácilmente entre los bailarines, con su estúpido cabello plateado brillando bajo la luz de las velas, con su vestido realzando cada curva de su cuerpo.

Y con Joffrey Velaryon sosteniéndola entre sus brazos.

Cassandra sintió un golpe en el pecho cuando vio lo que él veía.

Vio cómo Joffrey sujetaba a la princesa por la cintura.

Vio la forma en que el rey apretó la mandíbula.

Vio el maldito destello de celos en su mirada.

Y la rabia la consumió por dentro.

Cassandra Baratheon mantuvo la compostura mientras el rey tomaba su mano con firmeza y la guiaba a la pista de baile. Sus corazones latían al mismo ritmo que la música, aunque ella sospechaba que el suyo lo hacía con más intensidad.

Se obligó a respirar con calma, a sonreír con suavidad, a inclinar el rostro de manera que la luz de las velas resaltara sus mejores rasgos. Su vestido, de una tela fina y perfectamente ajustada a su figura, se movía con gracia a cada giro, y su perfume, cuidadosamente elegido, flotaba en el aire con cada paso que daba.

Cassandra sabía que era hermosa. Sabía cómo moverse, cómo inclinar la cabeza con delicadeza, cómo dejar que su cabello cayera sobre su hombro en el ángulo exacto para llamar la atención. Y ahora, estaba segura de que Jacaerys lo notaría.

Sus manos estaban unidas, y aunque la presión del rey no era ni demasiado fuerte ni demasiado suave, su tacto le quemaba la piel. Sus ojos violetas oscuros, intensos y profundos, la observaban con cortesía, pero ella deseaba algo más. Quería que la mirara con verdadero interés, con deseo, con la necesidad de tenerla cerca.

Cassandra apenas tuvo tiempo de abrir la boca para hablar cuando la música marcó el cambio de pareja. Su oportunidad de captar la atención del rey se desvaneció en un parpadeo.

Jacaerys, sin dudarlo ni un instante, soltó su mano y dio un paso atrás con cortesía.

—Fue un placer bailar con usted, milady —dijo con educación, pero sin verdadero interés en sus palabras.

Antes de que ella pudiera responder, el rey ya se había girado, avanzando con determinación en busca de una nueva compañera. Cassandra sintió un nudo de frustración en la garganta al verlo alejarse sin vacilar, sin mirarla una vez más, como si el tiempo que había pasado entre sus brazos hubiera sido completamente irrelevante.

La humillación ardió en su pecho, pero ella forzó una sonrisa y dejó que otro caballero la tomara de la mano. No permitiría que nadie notara lo que sentía.

...

Jacaerys recorrió con la mirada la pista de baile, ignorando a las parejas que giraban con gracia y a los lores que reían con copas en mano. No le interesaban sus rostros, sus risas ni sus conversaciones insulsas. Solo buscaba a una persona.

Y entonces la vio.

Viserra estaba a punto de bailar con un joven cuya expresión lo hizo apretar la mandíbula. La miraba con un embeleso casi patético, con una sonrisa boba y fascinada que le resultó insoportablemente ridícula.

Un calor extraño le subió por la nuca. Sin pensarlo dos veces, avanzó con paso firme y, sin dignarse a pedir permiso, tomó la mano de su tía, apartándola del joven con un gesto tan natural y autoritario que no dejó espacio para la protesta.

—¿Me concedería esta pieza, princesa? —preguntó, aunque en su tono no había rastro de verdadera petición, solo una certeza incuestionable.

Viserra lo miró con cierta sorpresa, pero en lugar de dudar, inclinó la cabeza con esa despreocupación suya que parecía innata.

—Claro que sí, majestad.

Los músicos comenzaron a tocar el volta, una danza enérgica de giros ágiles y saltos rápidos. Jacaerys la guió con facilidad, y apenas comenzaron, la princesa soltó una carcajada vibrante, llena de vida, tan despreocupada que lo desarmó por completo.

La observó fascinado mientras giraba, su risa tan clara como el cristal, sus ojos violetas brillando con una felicidad tan genuina que casi parecía irreal. Sus labios se curvaban con una dicha sin esfuerzo, sin rastro de preocupaciones. ¿Cómo demonios podía alguien ser siempre tan feliz? ¿Nunca se cansaba de reír?

Jacaerys no apartó la vista de ella ni por un instante. La música marcaba el ritmo, pero él solo seguía el compás de sus movimientos, embelesado en la ligereza con la que se entregaba al baile. Cuando la alzó en el aire, sintió la suavidad de su cuerpo en sus manos, la levedad con la que encajaba en su agarre. Y cuando descendió, rozándolo apenas, su risa le golpeó directo en el pecho.

Su perfume lo envolvió, la dulzura de las rosas aferrándose a su piel, instalándose en su memoria. Le gustaba cómo olía. Más de lo que admitiría.

La sujetó con firmeza por la cintura y sintió el calor de su cuerpo a través de la tela. Viserra rió otra vez, como si el contacto le divirtiera en lugar de perturbarla. Su despreocupación lo sacudió, lo irritó y lo hechizó al mismo tiempo.

El baile los acercaba con cada giro, con cada roce sutil, con cada carcajada que se le clavaba en los sentidos como un veneno dulce. Jacaerys sintió algo cálido y denso instalándose en su interior, algo que no supo cómo ignorar.

Cuando ella giró una última vez y quedó de frente a él, su aliento chocado levemente con el suyo. Su mirada se encontró con la suya, aún brillante de alegría.

Jacaerys apenas pensó antes de inclinarse ligeramente hacia ella, su voz reducida a un susurro.

—¿Vendrás a mis aposentos esta noche, cuando termine el banquete?

Viserra parpadeó, su sonrisa titubeando por un instante.

—Si es lo que su majestad desea.

El rey la sostuvo un poco más cerca, con un agarre que rozaba lo posesivo.

—Me gustaría mucho —dijo, su voz más baja—. Quisiera que tocaras el arpa para mí. Tu música me ayuda a dormir.

La princesa lo miró un instante, y luego, como si aquella conversación jamás hubiera existido, volvió a reír. Alegre. Feliz. Despreocupada.

Jacaerys sintió que algo dentro de él ardía. Y no pudo evitar preguntarse cuántas veces más querría volver a escuchar esa risa tan cerca de su oído.

Jacaerys sintió un molesto tirón en su interior cuando otro hombre tomó la mano de Viserra y la jaló para bailar. La vio irse con una sonrisa despreocupada, su risa ligera y vibrante como un eco que aún resonaba en su oído.

Apretó la mandíbula.

Una dama intentó hacer lo mismo con él, con la esperanza de arrastrarlo de nuevo a la pista, pero su expresión severa bastó para que ella retrocediera con una risa incómoda. Sin decir palabra, Jacaerys se giró y se encaminó a la mesa real.

El peso de una mirada lo hizo girar levemente el rostro. Su abuela lo observaba con su mirada profunda, escrutándolo con el conocimiento implacable de quien lo había visto crecer.

Jacaerys la ignoró.

Se dejó caer en su asiento, tomó una copa de vino y la apuró de un solo trago, sintiendo el ardor del licor quemarle la garganta.

Y entonces la vio.

Viserra reía. Otra vez.

El sonido de su carcajada flotaba por encima del murmullo del banquete, cristalina y contagiosa, pero esta vez lo irritó. Reía por lo que le susurraba al oído un muchacho simplón de la corte, uno que la miraba con embeleso y que se inclinaba demasiado cerca de ella.

El rey tamborileó los dedos contra la mesa, con la mirada fija en la escena, su ceño apenas fruncido.

Apretó la copa en su mano y pidió más vino.

Jacaerys giró la cabeza con lentitud, encontrándose con la mirada expectante de Lord Borros Baratheon, quien tenía una expresión entre curiosa y divertida.

—¿Sucede algo, majestad? —preguntó el señor de Bastión de Tormentas, con su tono tosco y directo.

Jacaerys tomó otro sorbo de vino antes de responder con indiferencia:

—Nada que deba preocuparlo, Lord Borros.

El Baratheon soltó una carcajada grave y golpeó la mesa con la palma abierta.

—¡Pues yo sí que tengo algo en mente! —exclamó con descaro—. Estoy que me quemo por visitar la Calle de la Seda. Me han contado que las putas de la capital son un deleite, mucho mejores que las de Bastión.

Jacaerys arqueó una ceja y llevó la copa a sus labios, sin molestarse en responder de inmediato.

—Me atrevería a decir que en Desembarco hay mujeres para todos los gustos, mi lord.

—¡Eso espero! —rió Borros—. Porque no hay nada peor que una puta sosa. A mí me gustan con fuego en la sangre, que sepan usar la boca para algo más que hablar tonterías.

El rey se limitó a mirarlo, sin expresar emoción alguna, mientras Borros continuaba sin la más mínima vergüenza:

—Dicen que hay una en particular, una morena con curvas que haría sudar hasta a un septón. ¡Por los siete! Me han hablado tanto de ella que ya se me hace agua la boca.

Jacaerys dejó la copa sobre la mesa con un leve golpe, sin apartar la vista de la pista de baile, donde Viserra aún sonreía.

—Entonces espero que la encuentre, Lord Borros.

El Baratheon rió con estruendo y alzó su copa.

—¡Eso haré, majestad! ¡Y brindaré a su salud mientras esté entre esas piernas!

Jacaerys apenas movió la cabeza en un asentimiento vago, ignorando la risa vulgar del hombre y volviendo a fijar la mirada en la única persona que, por más que intentara, no podía dejar de observar.

...

Lady Cassandra se quedó inmóvil en la penumbra del pasillo, con la mirada fija en la puerta cerrada de los aposentos reales. Su corazón latía con fuerza, y sus manos se apretaron en puños mientras la ira le subía por el pecho como fuego líquido.

—La muy zorra se está acostando con mi rey —murmuró entre dientes, sintiendo el sabor amargo de las palabras en su lengua.

Tal y como se lo pidió el rey, después del banquete Viserra se dirigía a los aposentos del rey, sin darse cuenta de que alguien la seguía de lejos, queriendo averiguar adónde iba la princesa. Lady Cassandra había notado su andar despreocupado, su cabello suelto ondeando con cada paso que daba, y cómo los guardias apostados en el pasillo real ni siquiera dudaban en abrirle el paso.

La siguió con cautela, asegurándose de no ser vista. Pero cuando la vio detenerse frente a la gran puerta tallada con el blasón Targaryen y, sin titubear, deslizarse dentro, sintió que la sangre se le helaba en las venas antes de hervir con furia.

No podía ser de otra manera. ¿Por qué, si no, una princesa joven y hermosa entraría a los aposentos del rey a esas horas de la noche?

Cassandra sintió cómo la rabia se mezclaba con la frustración. Desde su llegada a la corte, había notado la manera en que el rey miraba a su tía. Con demasiada atención, con demasiado interés. Y Viserra... ella lo alentaba con esa sonrisa suya, con esas risas despreocupadas que parecían hechizar a todos a su alrededor.

Los dientes de Cassandra rechinaron cuando una imagen se formó en su mente: el rey y la princesa juntos en la intimidad de su lecho, entre susurros y caricias, enredados bajo las mismas sábanas.

Apretó los labios con furia.

Viserra Targaryen no solo tenía la sangre del dragón... también tenía al rey en la palma de su mano.

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Nombre: Cassandra Baratheon

Casa: Baratheon.

Edad: 26 días del nombre

Títulos: Dama de Bastión de Tormentas.

Hijos: Ninguno.

Esposo: Ninguno.


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Solo le diré dos cosas:

1: Cassandra es una perra ardida.

2: ¡COMENTEN¡

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