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Capítulo 5


AÑO 135 D.C

|• D E S E M B A R C O  D E L  R E Y•|
F O R T A L E Z A  R O J A
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Viserra caminaba por los oscuros pasillos de la Fortaleza Roja, sintiendo cómo los nervios la sofocaban con cada paso que la acercaba a los aposentos del rey. No dejaba de preguntarse cuál era el verdadero propósito de su abuelo al obligarla a hacer esto. Las palabras de Otto resonaban en su mente, y la amenaza implícita la hacía temblar.

No tenía problema en pasar tiempo a solas con su sobrino, siempre había sido cercana a él y todos en la corte sabían cuánto amaba a sus sobrinos. Pero consideraba inapropiado que fuera a esas horas de la noche y, peor aún, en sus aposentos privados. Algo en aquella situación no le daba buena espina.

Se preguntaba qué le diría cuando lo tuviera enfrente. Las palabras se le atropellaban en la mente, buscando la manera adecuada de romper el hielo sin que su visita pareciera extraña o forzada. ¿Le preguntaría cómo se sentía? ¿Intentaría hablarle de Helaena, de los rumores que circulaban por la corte? O tal vez simplemente dejaría que él llevara la conversación.

El corazón le latía con fuerza, y sentía cómo sus pasos resonaban demasiado fuertes en los silenciosos pasillos. La incertidumbre era un peso que se sumaba a los nervios que la sofocaban. Todo esto le resultaba incómodo, pero sabía que no tenía opción. Cuando finalmente llegara frente al rey, tendría que improvisar, aunque su mente estuviera llena de dudas.

Finalmente llegó a las grandes puertas de los aposentos del rey, custodiadas por dos guardias que permanecían firmes, inmóviles como estatuas. Viserra clavó la mirada en la madera maciza frente a ella, dudando por un instante. Su mente daba vueltas mientras su respiración se aceleraba. Cerró los ojos, tomó una profunda bocanada de aire y reunió el valor para hablar.

—Infórmenle a su majestad sobre mi visita —dijo, tratando de sonar segura, aunque un ligero temblor en su voz delató sus nervios.

Uno de los guardias asintió sin expresión y desapareció tras las puertas. Los segundos se le hicieron eternos, su corazón retumbando con fuerza en su pecho. Finalmente, el hombre regresó, abriendo una de las puertas y dejando un claro espacio para que la princesa pasara.

—Su majestad la espera, mi princesa.

Viserra asintió y dio un paso al frente, cruzando el umbral con una mezcla de temor y determinación. La puerta se cerró lentamente tras ella, dejándola sola en los aposentos del rey.

La habitación era enorme, mucho más grande que cualquiera de las que había visto en el palacio. Los altos techos estaban adornados con intrincadas molduras doradas, y los tapices en las paredes narraban historias de gloria Targaryen. Una chimenea crepitaba suavemente en un rincón, proyectando una luz cálida sobre los muebles finamente tallados. Viserra dejó que su mirada recorriera el lugar, deteniéndose en los estantes cargados de libros, el lecho amplio cubierto por terciopelo negro y rojo, y los candelabros que iluminaban el espacio con una luz tenue y elegante.

—Viserra.

La voz del rey la sacó de su ensimismamiento. La princesa giró la cabeza rápidamente hacia él y lo vio sentado detrás de un escritorio de madera oscura. Jacaerys, vestido con una túnica sencilla pero digna de un rey, se levantó al verla, avanzando con calma hacia ella.

Por puro instinto, Viserra bajó la cabeza y realizó una reverencia ante él, con las manos entrelazadas y la mirada fija en el suelo. No se atrevió a enderezarse ni a mirarlo a los ojos.

—Majestad —murmuró, su voz suave, casi un susurro.

—¿Sucedió algo? —preguntó Jacaerys, con el ceño ligeramente fruncido, preocupado al notar la postura retraída de su tía.

—N-no, majestad —respondió Viserra, tropezando con las palabras.

El rey inclinó la cabeza, observándola con detenimiento. Había algo en su nerviosismo que lo desconcertaba, y el temblor casi imperceptible de sus manos no pasó desapercibido.

—Entonces, ¿a qué debo el honor de tu visita a estas horas? —dijo con un tono más amable, intentando aliviar la tensión evidente en la joven princesa.

—Solo... —empezó a decir Viserra, pero sus palabras quedaron suspendidas cuando sintió la mano del rey bajo su barbilla, obligándola a alzar el rostro.

—Levanta la mirada —ordenó Jacaerys, su voz firme pero no carente de calidez.

Los ojos violeta de la princesa se encontraron con los de su sobrino, y su corazón pareció detenerse por un instante. Había algo en su expresión que irradiaba autoridad y al mismo tiempo cercanía, como si intentara leer cada pensamiento que ella intentaba ocultar.

—Ahora dime —insistió el rey, manteniendo su tono firme, aunque sus ojos mostraban curiosidad.

La princesa suspiró, su pecho se elevó con el peso de sus pensamientos. Luego, incapaz de sostener su mirada, la desvió hacia la cálida luz que emitía la chimenea cercana.

—Solo quería verlo... y saber que está bien —respondió con un tono suave, aunque su voz apenas logró ocultar la vacilación que sentía.

Jacaerys arqueó una ceja, cruzando los brazos mientras la observaba en silencio, esperando que continuara o que revelara algo más. Pero Viserra permaneció callada, concentrada en las llamas como si estas pudieran darle alguna respuesta.

—Viserra... —murmuró Jacaerys, su voz cálida pero inquisitiva.

La princesa volvió a mirarlo rápidamente, pero su inquietud era evidente.

—Yo lamento mucho venir a esta hora, majestad —dijo con suavidad, bajando la cabeza ligeramente.

El rey dio un paso más hacia ella, estudiándola con detenimiento.

—No tienes por qué disculparte, tía. Sabes que siempre eres bienvenida, sin importar la hora. Pero... —hizo una pausa, inclinando ligeramente la cabeza—, ¿por qué estás realmente aquí?

Viserra apretó los labios, sintiendo cómo las palabras se atoraban en su garganta. Sus dedos inquietos jugaban con los pliegues de su vestido mientras sus ojos, nerviosos, recorrían la habitación antes de posarse fugazmente en el rostro del rey.

—Yo... —su voz salió en un susurro vacilante—. Me sentía culpable.

Jacaerys frunció levemente el ceño, inclinando la cabeza con una mezcla de curiosidad y desconcierto. Dio un paso hacia ella, cerrando la distancia con movimientos seguros, su semblante detonando empatía.

—¿Culpable? —preguntó, su tono firme pero templado, como si intentara disipar sus temores—. ¿Por qué habrías de sentirte así?

Viserra desvió la mirada hacia la chimenea, las llamas reflejándose en sus ojos mientras intentaba reunir el valor para responder. Un suspiro tembloroso escapó de sus labios antes de volver a hablar, su voz cargada de arrepentimiento.

—Por no haber venido antes... —murmuró—. Me he centrado tanto en Helaena y su dolor que olvidé pensar en el suyo, majestad.

Jacaerys guardó silencio ante su confesión, sus ojos fijos en ella mientras sus facciones mostraban una mezcla de sorpresa y aprecio. Dio un paso más hacia la princesa, acercándose lo suficiente como para que la luz del fuego envolviera ambos rostros, creando un halo cálido que suavizaba la seriedad en su semblante.

—No tienes que preocuparte por mí, Viserra —respondió finalmente, su voz baja pero impregnada de una sinceridad serena—. Lo que sucede con Helaena... es suficiente para preocuparnos a todos. Y sé cuánto la amas.

La princesa desvió la mirada hacia las llamas, sintiendo cómo el peso de sus palabras apretaba su pecho. Sus manos, ligeramente temblorosas, se escondieron entre los pliegues de su vestido mientras trataba de hallar el valor para hablar.

—Pero usted también está sufriendo, majestad... —dijo al fin, su tono apenas un susurro—. Lo veo en sus ojos, en cómo la tristeza lo sigue incluso cuando intenta ocultarla.

El rey inclinó la cabeza ligeramente, sorprendido por la percepción de su tía. Suspiró profundamente y llevó una mano a su frente, como si intentara contener los pensamientos que ella había desatado.

—Es cierto —admitió con un dejo de amargura—. Helaena lleva el peso de su dolor, y yo el mío. Pero no quiero que te preocupes por mí. Este no es un fardo que debas cargar.

Viserra levantó tímidamente la mirada, sus ojos encontrándose con los de él, llenos de culpa y determinación.

—No puedo evitarlo... —murmuró—. La corona, la corte, los rumores... Todo eso lo atormenta, y yo no he estado aquí para usted como debería.

Jacaerys la miró en silencio por un momento, como si sus palabras resonaran más profundamente de lo que ella imaginaba. Dio un paso más hacia ella, acercándose lo suficiente para colocar una mano en su hombro.

—No me has fallado, Viserra. Estás aquí ahora, y eso es lo único que importa.

La mano del rey se deslizó lentamente desde su hombro hasta detenerse justo sobre su pecho, donde sus dedos rozaron el delicado collar que adornaba su cuello. El toque ligero de sus dedos, casi accidental, envió un escalofrío a través del cuerpo de la princesa, acelerando el ritmo de su corazón mientras el rubor se extendía por sus mejillas.

Es inapropiadola voz de su madre se escuchó en su mente.

Jacaerys tomó entre sus dedos el medallón del collar, examinándolo como si fuera una obra de arte.

—Veo que finalmente lo usaste —murmuró, su voz cargada de una mezcla de satisfacción y algo más difícil de descifrar. Sus ojos, violetas oscuros pero cálidos, buscaron los de ella—. Te queda bien... más de lo que imaginaba.

Viserra tragó saliva con dificultad, sintiendo el calor que emanaba de la cercanía del rey.

—Es hermoso, majestad... —susurró, su voz apenas un hilo de sonido mientras sus manos seguían tensas contra los pliegues de su vestido—. Y me recuerda a usted.

La mirada de Jacaerys permaneció fija en la suya por un instante más, como si sus palabras hubieran despertado algo en él. Luego, con la misma suavidad con la que había tomado el collar, retiró su mano y dio un paso atrás, dejando a la princesa con una sensación de alivio.

...

Viserra se acercó al escritorio de Jacaerys, curiosa por lo que su sobrino estaba haciendo. El rey estaba concentrado, manipulando con cuidado pequeños diamantes azules sobre una base de plata.

—Viserra, ven, quiero mostrarte algo —dijo Jacaerys, levantando la vista y sonriendo suavemente.

La princesa se acercó, observando el trabajo con detenimiento. El collar estaba tomando forma, y los diamantes brillaban tenuemente bajo la luz de las velas.

—¿Qué está haciendo, majestad? —preguntó Viserra, inclinándose un poco para ver mejor.

Jacaerys levantó una de las piezas con delicadeza y la mostró a su tía.

—Es un obsequio para Helaena —explicó, con tono tranquilo—. Un collar con diamantes azules, como Dreamfyre, su dragón. Quería darle algo especial, algo que tuviera significado.

Viserra observó la pieza, apreciando la destreza con la que Jacaerys estaba trabajando. Los diamantes azules reflejaban la luz suavemente, evocando el brillo del dragón de su esposa.

—Es hermoso —comentó ella, admirando el collar—. Seguro le gustará mucho.

Jacaerys asintió, satisfecho con su trabajo, pero también con una leve preocupación en sus ojos.

—Eso espero. A ella le gustan las joyas que le hago, quizás esta pueda levantarle el ánimo.

Viserra sonrió ligeramente.

—A veces los obsequios son más elocuentes que las palabras —respondió, mirando el collar una vez más—. Estoy segura de que ella lo apreciará.

Jacaerys sonrió agradecido y volvió a centrarse en su trabajo, con la sensación de que había hecho un buen gesto, aunque la carga de sus responsabilidades seguía siendo pesada.

Viserra y Jacaerys pasaron el tiempo conversando y riendo, disfrutando de una tranquila velada juntos. Mientras saboreaban algunas frutas frescas y bebían vino, la charla se desvió hacia anécdotas pasadas, bromas sobre la corte y las pequeñas peculiaridades del día a día. El ambiente era relajado, sin presiones, como si el tiempo se hubiera detenido por un momento para permitirles disfrutar de la compañía del otro.

Las horas pasaron y Viserra se dio cuenta de que era de madrugada, entonces se levantó del mueble en el que estaba sentada y dijo:

—Majestad, es tarde y creo que ya llegó la hora de irme.

Jacaerys, que hasta ese momento había estado disfrutando del momento, asintió con una ligera sonrisa.

—Tienes razón, Viserra —respondió, levantándose de su asiento—. No quiero que te quedes demasiado tarde.

Viserra comenzó a caminar hacia la puerta, pero antes de salir, se detuvo y se giró hacia él.

—Gracias por la velada, majestad. Fue agradable hablar con usted.

Jacaerys la miró, su sonrisa suavizándose.

—El placer fue mío, princesa. Espero que podamos hacerlo nuevamente pronto.

Con una última mirada, Viserra hizo una pequeña reverencia antes de abandonar la habitación, dejando al rey sumido en sus pensamientos.

Viserra salió de la habitación del rey y caminó por los pasillos vacíos hacia la suya. Al pasar frente a la puerta de la habitación de Helaena, se detuvo. Miró el marco de madera con un nudo en la garganta, recordando los días en que su hermana aún encontraba alegría en las pequeñas cosas. Extrañaba las tardes bordando juntas, hablando de cosas triviales mientras Floris reía con ellas.

Suspiró y siguió caminando. Más adelante, una puerta al final del pasillo llamó su atención. Estaba cubierta de polvo, con el pomo ligeramente oxidado, como si nadie hubiera entrado allí en años. Agarró una antorcha encendida de la pared y empujó la puerta. El chirrido de las bisagras resonó en el silencio.

El interior era un desastre. La habitación era amplia, pero el tiempo no había sido amable con ella. Todo estaba cubierto por una capa espesa de polvo. Las sábanas que cubrían los muebles estaban amarillentas y manchadas, y las telarañas colgaban de los rincones, atrapando pequeños restos de insectos muertos. La suciedad impregnaba el aire, seca y pesada, haciéndola toser ligeramente mientras avanzaba.

Las ventanas, grandes pero opacas por la mugre, apenas dejaban pasar algo de luz. La chimenea estaba llena de polvo acumulado y pequeños restos de madera vieja, totalmente abandonada. Viserra caminó con cuidado, sus pasos levantando pequeñas nubes de polvo. El suelo, de piedra desgastada, crujía bajo su peso, dejando claro que nadie había pasado por allí en mucho tiempo.

En un rincón, una puerta más pequeña llamó su atención. La abrió con esfuerzo y encontró un baño igual de descuidado. Una tina grande, de piedra, estaba llena de polvo y moho que se extendía por los bordes. Las paredes estaban ennegrecidas por la humedad, y el aire en ese lugar era aún más pesado, con un olor acre a encierro.

De vuelta en la habitación principal, levantó una de las sábanas con cuidado. Debajo había una mesa robusta, de madera tallada, pero los detalles estaban desgastados y apenas se distinguían. Sobre ella descansaban objetos olvidados: un candelabro cubierto de óxido, papeles que se deshacían al tocarlos y un libro con las hojas hinchadas por la humedad. Todo parecía un recordatorio de que el tiempo no perdona nada, ni a las cosas ni a las personas.

El aire se hacía opresivo, y Viserra sintió una leve incomodidad al estar rodeada de tanto abandono. Colocó la sábana de nuevo, dejó la antorcha en su soporte en el pasillo y cerró la puerta con firmeza. Siguió su camino hacia su propia habitación, sintiendo cómo la suciedad del lugar parecía haberse pegado a su piel. No volvió a mirar atrás.

Cuando Viserra llegó a su habitación, su rostro mostraba signos de cansancio. Ordenó a su criada que le preparara un baño caliente sin entrar en detalles sobre lo que había ocurrido esa noche. La joven sirvienta, no acostumbrada a las rutinas nocturnas de la princesa, notó de inmediato algo inusual.

—¿Dónde estaba, princesa? Es tarde para andar por los pasillos del palacio a estas horas —preguntó con preocupación mientras ayudaba a Viserra a desvestirse para el baño.

—Estaba con el rey —respondió Viserra sin darle mayor importancia, mientras dejaba caer las capas de tela que llevaba puestas.

La respuesta hizo que la criada se tensara visiblemente. Un leve temblor recorrió sus manos, aunque intentó disimularlo mientras seguía ayudando a su señora.

—¿E-en sus aposentos? —preguntó con cautela, tratando de sonar casual.

—Sí —contestó Viserra, con un tono despreocupado, mientras se acercaba a la tina que ya comenzaba a llenarse de vapor.

La criada sintió cómo el aire se volvía más denso. Aunque no dijo nada más, sus pensamientos comenzaron a arremolinarse. Era sabido que los Targaryen mantenían costumbres distintas al resto de las familias nobles, y la sola idea de que la princesa pudiera haberse entregado al rey le provocaba una mezcla de miedo y escándalo.

Mientras vertía agua caliente en la tina, sus ojos, casi por instinto, comenzaron a buscar señales en el cuerpo de Viserra. En el cuello de la princesa notó una ligera marca rojiza, como si algo hubiera rozado su piel con fuerza. Cerca del escote, un pequeño rasguño captó su atención, casi imperceptible pero suficiente para avivar sus sospechas.

La criada tragó saliva, sintiendo que su pecho se apretaba. No se atrevió a preguntar más, pero su mente ya había tejido una historia en la que aquella joven a la que servía había cruzado una línea peligrosa con el hombre más poderoso de los Siete Reinos. La tensión se hizo palpable en la habitación mientras Viserra, ajena a las suposiciones de la muchacha, se sumergía en el agua caliente, dejando escapar un suspiro de alivio.

...

A la mañana siguiente, mientras los primeros rayos de sol entraban tímidamente por las ventanas de la habitación, Viserra recibió una visita inesperada. Un suave golpe en la puerta anunció la llegada de su abuelo, Otto Hightower. La criada abrió la puerta, y el anciano entró con paso medido, su semblante imperturbable como siempre.

—Buena mañana, nieta —saludó con voz serena, aunque sus ojos parecían escrutar cada rincón de la habitación, como si buscara algo fuera de lugar.

—Buena mañana —respondió Viserra, su tono educado pero con un ligero rastro de tensión que no pasó desapercibido para su abuelo.

Otto observó a la joven mientras se acomodaba en un sillón cercano. Su mirada, calculadora como siempre, pareció estudiar cada detalle de su postura, su expresión y hasta su respiración. Viserra permaneció de pie, con las manos entrelazadas frente a ella, esperando las palabras que sabía estaban por venir.

—Retírate —ordenó Otto Hightower con un tono firme, sin siquiera mirar a la joven criada que permanecía en la habitación, observándolos con ojos curiosos.

La muchacha, sorprendida por la brusquedad del anciano, hizo una ligera reverencia antes de apresurarse a salir, cerrando la puerta tras de sí. Ahora, en la privacidad de la estancia, Otto dirigió toda su atención a su nieta, quien mantuvo la vista baja, sintiendo cómo el aire parecía volverse más pesado con su sola presencia.

El silencio que siguió fue breve, pero suficiente para que Viserra sintiera el peso de lo que Otto podría estar por decirle.

—Dime, nieta —dijo Otto mientras se acercaba más, su mirada escrutadora y severa—, ¿cómo fue tu noche con el rey?

Viserra, aún de pie, mantuvo la calma, aunque sentía un ligero nudo en el estómago ante la presión de su abuelo.

—Hablamos —respondió, con un tono sereno, tratando de evitar cualquier malentendido—. Le brindé consuelo, como me dijiste. Comimos, bebimos vino... y luego, en la madrugada, regresé a mi habitación.

Otto se quedó en silencio por un instante, su mirada fija en ella, como si intentara descifrar cada palabra que había dicho. Finalmente, soltó un leve suspiro, pero la tensión en su rostro no desapareció.

—¿Eso fue todo? —preguntó, su tono más bajo, pero cargado de expectativa—. ¿Solo hablaron?

Viserra levantó la barbilla, intentando mantener una postura firme.

—Sí, abuelo. Solo hablamos.

El anciano apretó ligeramente los labios, su semblante mostrando una mezcla de desagrado y decepción. Dio un paso atrás, cruzando las manos detrás de su espalda mientras su mente trabajaba rápidamente.

—Espero que no hayas desperdiciado la oportunidad, Viserra —dijo al fin, con una dureza que hizo que la princesa se tensara—. La cercanía con el rey no es algo que deba tomarse a la ligera.

Viserra sintió un escalofrío ante la insinuación de sus palabras, pero no dijo nada, dejando que él continuara.

—Jacaerys necesita más que palabras, más que consuelo pasajero —prosiguió Otto, su voz baja, pero firme—. Si deseas asegurar tu posición y la de nuestra familia, debes ganarte su completa confianza, su afecto... y algo más.

La princesa lo miró con incredulidad, pero Otto no parecía dispuesto a ceder.

—Haz lo que sea necesario, Viserra —finalizó, con un tono definitivo—. Esta fue solo una primera oportunidad. No la desperdicies de nuevo.

Sin esperar respuesta, el anciano giró sobre sus talones y salió de la habitación, dejando a Viserra con una mezcla de incomodidad y confusión ante las expectativas de su abuelo.

Pronto salió de sus aposentos para dirigirse a los de su madre, buscando la paz que siempre encontraba en su compañía. Sin embargo, en el camino, se encontró con Joffrey, quien al verla sonrió ampliamente, con ese aire despreocupado que lo caracterizaba.

—Por fin te veo —dijo con naturalidad mientras se inclinaba para besar su mejilla con familiaridad.

—Joffrey —respondió ella, esbozando una leve sonrisa.

El joven la observó con detenimiento, como si intentara leer más allá de su expresión.

—Anoche fui a tus aposentos, pero no estabas —comentó, ladeando la cabeza con un toque de curiosidad—. ¿Se podría saber a dónde fuiste, tía?

Viserra sintió cómo sus músculos se tensaban ante la pregunta. Joffrey no era alguien fácil de engañar; conocía demasiado bien sus maneras.

—Y-yo... no me sentía bien y salí a caminar —respondió, intentando que su voz sonara casual, aunque su mirada se desvió hacia el suelo.

Joffrey asintió lentamente, pero sus ojos, perspicaces y casi burlones, dejaron claro que no le creía ni una sola palabra.

—Vamos a volar —dijo finalmente, cambiando de tema con una sonrisa más amplia—. Hace tiempo que no lo hacemos juntos.

—Yo tengo que ir con mi madre ahora.

—La reina Alicent debe estar demasiado ocupada preparando todo para recibir a los Baratheon; no tiene tiempo para ti ahora —respondió Joffrey, encogiéndose de hombros.

—¿Los Baratheon? ¿Cuál es su asunto aquí?

—No lo sé y no me importa —dijo con desdén, aunque luego añadió con una media sonrisa—. Aunque creo que lord Borros busca que su hija se case con el rey.

Viserra frunció el ceño, deteniéndose en seco ante esas palabras.

—¿Cómo es eso? —preguntó, su tono cargado de incredulidad—. El rey está casado, la reina aún vive. No deberían estar buscando un reemplazo.

Joffrey la miró con una mezcla de diversión y cinismo.

—Oh, querida tía, sabes tan bien como yo que, para algunos en la corte, la falta de un heredero es más importante que cualquier juramento de matrimonio.

La expresión de Viserra se ensombreció, sus labios formando una fina línea. No le gustaba lo que esas palabras implicaban, ni la ligereza con la que Joffrey las mencionaba.

—Pero tú eres el heredero... —replicó Viserra, mirándolo fijamente con el ceño fruncido.

Joffrey soltó una risa seca, encogiéndose de hombros.

—Los miembros del consejo no me quieren como heredero al Trono de Hierro porque dicen que soy muy promiscuo —respondió con un tono de falsa indiferencia—. A excepción de mi abuela, claro. Ella me defiende como si fuera su cruzada personal.

Viserra lo observó en silencio por un momento, analizando sus palabras. Aunque Joffrey intentaba aparentar despreocupación, la sombra de un resentimiento oculto asomaba en su mirada.

—No deberías bromear sobre algo así, Joffrey. Lo que piensen en el consejo puede cambiar muchas cosas —dijo finalmente, con un toque de seriedad en su voz.

Joffrey arqueó una ceja y se cruzó de brazos, inclinándose ligeramente hacia ella.

—¿Y qué quieres que haga, tía? ¿Que me convierta en un santo para complacer a esos viejos hijos de puta? —soltó con una sonrisa socarrona—. No importa lo que haga; siempre encontrarán una excusa para preferir a otro.

Viserra negó con la cabeza, preocupada.

—Eres el heredero legítimo. Eso no debería estar en discusión.

—Ah, pero lo está, querida tía —respondió Joffrey con sarcasmo, dando un paso hacia adelante para mirarla directamente—. Y si tú no lo has escuchado todavía, es porque estás demasiado ocupada bordando... o escabulléndote en los aposentos del rey a altas horas de la noche.

Viserra sintió un frío recorrerle la espalda.

—¿Qué...? —balbuceó, su voz apenas audible.

—No te hagas la desentendida, te vi anoche —continuó Joffrey, cruzando los brazos mientras la miraba con una mezcla de curiosidad y burla—. Entraste a su habitación, y no saliste hasta casi el amanecer.

—Solo fui a hablar con él, Joffrey —dijo Viserra con firmeza, aunque su voz traicionaba cierta inseguridad.

—¿Hablar? —rió el joven, inclinándose hacia ella—. ¿Así le llamas ahora? Porque, querida tía, no sé cómo lo vayan a entender los demás si alguien más te hubiera visto.

Viserra apretó los puños, su rostro tornándose pálido.

—No pasó nada inapropiado —insistió, alzando la barbilla con orgullo—. Solo hablé con el rey, y eso no es asunto tuyo.

—Oh, claro, no pasó "nada inapropiado" —replicó Joffrey con sarcasmo—. Pero si los rumores empiezan a correr, querida tía, ¿qué pensará la gente cuando se enteren de que la princesa, la hija de la buena y correcta reina viuda, se cuela en la cama del rey como una puta?

La indignación en el rostro de Viserra era evidente, y sus mejillas se encendieron de rabia.

—¡Te dije que no fue así! —exclamó con furia, su voz temblando.

Joffrey se encogió de hombros con desdén, observándola con una sonrisa cínica.

—Tal vez no lo fue —dijo con tono despreocupado—. Pero aquí las apariencias son lo único que importa, tía. Y tú acabas de poner a toda la corte en bandeja de plata para que hablen de ti.

El corazón de Viserra latía con fuerza, su mente girando mientras intentaba medir las consecuencias. Sabía que, si esto llegaba a oídos de su madre o de la corte, el daño sería irreparable.

—No le dirás a nadie, ¿verdad? —preguntó, intentando sonar firme, pero su tono traicionaba su preocupación.

Joffrey la miró por un momento, dejando que el silencio se volviera insoportable antes de responder.

—Por supuesto que no —dijo al fin, su tono más tranquilo, aunque la chispa de diversión en sus ojos seguía presente—. No soy tan cruel como para ponerte en boca de todos. Pero te daré un consejo, princesa, la próxima vez, sé más cuidadosa.

Dicho esto, Joffrey dejó escapar una pequeña sonrisa y se giró, empezando a caminar hacia adelante. Tras unos pasos, se detuvo y, sin volverse del todo, señaló con un gesto despreocupado:

—Ahora ve y ponte tu ropa de vuelo. Te espero afuera.

Sin esperar respuesta, continuó su camino, dejando a Viserra más aliviada.

...

Como era costumbre, ambos lograron esquivar la vigilancia de los guardias con la facilidad que solo años de práctica podían proporcionarles. Joffrey lideraba el camino con una confianza descarada, mientras Viserra lo seguía con pasos apresurados.

Salieron del castillo y recorrieron las callejuelas hasta llegar al Pozo Dragón. Allí, los rugidos distantes de las bestias resonaban como un eco profundo y vibrante que llenaba el aire. Los cuidadores, acostumbrados a las visitas clandestinas de los jóvenes Targaryen, los recibieron con inclinaciones respetuosas pero sin sorpresa.

Como siempre, Joffrey se dirigió directamente hacia la cueva de Tyraxes, su paso firme y seguro como si nada en el mundo pudiera detenerlo. No se molestó en mirar atrás, confiando en que Viserra haría lo mismo con Silverwing. Sin embargo, uno de los cuidadores, un hombre de rostro curtido y ojos preocupados, se acercó rápidamente a la princesa antes de que pudiera avanzar.

—Princesa, venga conmigo —le dijo en un tono bajo pero apremiante, señalando hacia el interior del recinto.

Viserra frunció el ceño, intrigada por la seriedad del hombre, pero asintió y lo siguió. Mientras caminaban hacia la cueva donde descansaba Silverwing, el cuidador habló en voz baja, como si temiera ser escuchado.

—Últimamente está inquieta y muy nerviosa —advirtió—. Anoche soltó llamaradas de fuego sin razón aparente y... terminó con la vida de algunos cuidadores.

El corazón de Viserra dio un vuelco. Al entrar en la cueva, el calor y el olor a azufre eran aún más intensos de lo habitual. Allí estaba Silverwing, su silueta majestuosa iluminada por los restos de un fuego que aún brillaba débilmente en el suelo. La dragona movió su cabeza al percibir la presencia de la princesa, sus ojos brillando con una mezcla de reconocimiento y agitación.

Silverwing agitó su enorme cuerpo con frustración, haciendo tintinear las cadenas que la mantenían en su lugar. Sus ojos inteligentes estaban fijos en Viserra, brillando con una mezcla de anhelo y descontento. La dragona soltó un rugido bajo, como si estuviera pidiendo explicaciones, deseando romper las cadenas que la mantenían alejada del calor y la cercanía de su jinete.

Viserra avanzó con calma, su mirada fija en la criatura que tanto significaba para ella. La luz del fuego reflejaba en su cabello, resaltando la determinación en su rostro. Antes de dar el último paso hacia Silverwing, se giró hacia el cuidador que aún permanecía cerca, observando la escena con una mezcla de respeto y temor.

—Yo me encargo de prepararla —ordenó con firmeza, su tono cortante pero sereno—. Puedes retirarte ahora.

El hombre dudó por un instante, sus ojos yendo de la dragona a la princesa, pero finalmente asintió. Sin decir una palabra más, se inclinó ligeramente en señal de respeto y se alejó, dejándolos solos en la cueva.

Viserra avanzó hacia Silverwing, su paso seguro pero consciente. La dragona bajó la cabeza hacia ella, emitiendo un sonido grave y gutural, casi como un lamento.

Rytsas, jorrāelagon— saludó Viserra en alto valyrio, su voz suave pero llena de afecto mientras se acercaba más a Silverwing.

La dragona inclinó ligeramente su enorme cabeza, reconociendo las palabras y la presencia de su jinete. Un ronroneo bajo, profundo como el temblor de la tierra, resonó en su pecho mientras sus ojos brillaban con un matiz más calmado. Viserra extendió una mano, sin mostrar miedo, y la posó sobre las escamas plateadas del hocico de la criatura.

Daor laes —susurró con dulzura, acariciando a Silverwing, quien dejó escapar un leve suspiro, todavía inquieta, pero aliviada por la cercanía de su jinete.

Yo también te he extrañado, querida. Madre no me ha permitido venir a verte— dijo, su voz cargada de ternura mientras acariciaba las escamas plateadas de su dragón—. Últimamente está más estresada de lo habitual, con todo lo que ocurre en la familia. Ya sabes cómo es, nunca le ha gustado que vuele sin su supervisión.

La dragona exhaló profundamente, como si liberara toda la tensión acumulada, disfrutando del tan añorado tacto de su jinete. Sus ojos dorados se suavizaron al sentir la conexión que solo compartía con Viserra.

Hoy Joffrey me sugirió escapar del palacio para venir con nuestros dragones— confesó la princesa, esbozando una leve sonrisa mientras seguía acariciando a Silverwing—. Sin duda acepté, porque te extrañaba mucho.

La princesa dio un paso atrás, lo que provocó un gruñido grave de frustración por parte de Silverwing, como si la separación, aunque breve, fuera una herida para la dragona.

No te preocupes— dijo Viserra en un tono suave, calmando a la criatura mientras le dedicaba una mirada tranquila—. Solo me encargaré de ajustar bien la silla de montar. Hoy volaremos junto a Joffrey y Tyraxes.

Silverwing sacudió su cabeza con un bufido, pero se quedó quieta, observando cada movimiento de su jinete con una atención casi devota.

Pronto, Viserra concluyó su tarea, asegurándose de que la silla estuviera firme y cómoda para el vuelo. Con pasos decididos, volvió a colocarse frente a Silverwing, quien la observaba con sus ojos penetrantes y brillantes.

—Ya he terminado— anunció la princesa con una leve sonrisa en los labios, su tono cálido y reconfortante.

Dicho esto, la princesa se inclinó hacia adelante y depositó un beso en el hocico escamoso de Silverwing. La dragona soltó un leve gruñido, complacida por el gesto. Viserra subió con agilidad a su lomo, dejando que sus manos trabajaran con destreza para ajustar las correas de la silla, asegurándose de que todo estuviera en su lugar antes del vuelo.

—Vamos —ordenó Viserra con firmeza.

Silverwing soltó un bufido, como si comprendiera las palabras de su jinete, y comenzó a caminar con pasos pesados hacia la salida de la cueva. La luz del día se reflejaba en sus escamas plateadas, haciéndola brillar como una joya viva mientras avanzaba hacia el patio.

Allí, Joffrey ya estaba sobre Tyraxes, quien agitaba sus alas con impaciencia, listo para alzar el vuelo. Al verla llegar, el joven alzó una mano en señal de saludo, una sonrisa descarada asomando en su rostro.

—¡Ya era hora de que salieran! —gritó Joffrey desde el lomo de Tyraxes, su voz resonando por el patio mientras su dragón agitaba las alas con entusiasmo—. ¡Haremos una carrera hasta Rocadragón!

Viserra alzó la mirada, clavándola en su sobrino. Una media sonrisa apareció en su rostro mientras acariciaba suavemente el cuello de Silverwing.

—¿Estás seguro de que quieres perder, Joffrey? —respondió con tono burlón, inclinándose ligeramente hacia adelante para prepararse.

Silverwing soltó un rugido bajo, como si compartiera la confianza de su jinete, mientras Tyraxes golpeaba el suelo con sus garras, ansioso por despegar.

Sōvēs! —gritó Joffrey sin previo aviso, dando la orden a Tyraxes.

El dragón respondió de inmediato, alzándose en vuelo con un poderoso batir de alas, dejando a Viserra y Silverwing atrás en el patio.

Ābrarōñis! —exclamó Viserra con irritación, observando cómo su sobrino se adelantaba sin siquiera esperarla.

Silverwing gruñó con disgusto, claramente irritada por la injusticia de la partida repentina de Tyraxes. Sus alas batieron con fuerza, y con un poderoso impulso, se alzó en vuelo tras ellos, reflejando en cada movimiento la frustración de su jinete. Viserra, inclinada sobre el lomo de la dragona, murmuró unas palabras en alto valyrio, como si compartiera su irritación con ella, mientras ambas se lanzaban a alcanzar a los tramposos.

Joffrey reía a carcajadas sobre Tyraxes, mirando hacia atrás para asegurarse de que Viserra lo viera.

¿Es todo lo que tienes, tía? —gritó en alto valyrio, su tono cargado de burla mientras Tyraxes daba una voltereta en el aire con una facilidad casi insultante.

Cada risa que escapaba de su garganta era como un desafío lanzado directamente a la princesa, quien seguía tras él sobre Silverwing. Su diversión era evidente, alimentada por la ventaja que había tomado y la irritación que seguramente estaría creciendo en su tía. Tyraxes, sintiendo la emoción de su jinete, aumentó la velocidad, dejando tras de sí una estela de desafío.

Ambos dragones surcaron los cielos con rapidez, sus alas cortando el aire mientras se alejaban de la Fortaleza Roja. Tyraxes, con movimientos ágiles y giros repentinos, parecía disfrutar de la carrera tanto como su jinete, mientras Silverwing desplegaba toda su majestuosidad y fuerza con cada batida de sus inmensas alas. El rugido de los dragones resonaba sobre la Bahía de Aguas Negras, mezclándose con las risas y los gritos de los dos jóvenes Targaryen.

¿Ya estás cansada, tía? —gritó Joffrey desde lo alto de Tyraxes, girándose para mirar a Viserra. La burla en su voz era inconfundible—. ¡Quizá deberíamos regresar antes de que pierdas!

Viserra apretó los dientes, resistiéndose a responder de inmediato. En cambio, acarició el cuello de Silverwing, inclinándose hacia adelante para susurrarle.

Vamos, preciosa. Muéstrales de lo que eres capaz.

Silverwing soltó un rugido que parecía una respuesta clara, y de repente aceleró, sus alas moviéndose con una fuerza que hizo que el aire a su alrededor se agitara violentamente. La dragona comenzó a cerrar la distancia entre ellos, deslizándose como una flecha plateada que dejaba atrás a Tyraxes con una facilidad insultante.

—¡Esto no es justo! —gritó Joffrey, viendo cómo Silverwing lo adelantaba.

—¿No es justo? —respondió Viserra, su voz cargada de satisfacción—. ¡Eres tú quien empezó haciendo trampa, sobrino!

Joffrey soltó un resoplido y golpeó ligeramente el cuello de Tyraxes, instándolo a volar más rápido. El dragón obedeció, inclinándose en picada hacia el Gasnate, esquivando algunas formaciones rocosas mientras intentaba recuperar la delantera. Pero por más que lo intentaba, Silverwing seguía demostrando por qué era una de las dragones más majestuosos de la familia Targaryen.

—¡Silverwing es demasiado grande, no puede ser tan rápida! —protestó Joffrey, aunque la risa en su voz traicionaba su disfrute de la competencia.

—Grande y rápida, sobrino. Esa es la diferencia entre un dragón verdadero y... tu lagartija voladora. —Viserra dejó escapar una carcajada, disfrutando del aire que golpeaba su rostro mientras adelantaba a su sobrino con facilidad.

—¡Esa lagartija voladora podría comerse a Silverwing si quisiera! —replicó Joffrey con indignación fingida, haciendo que Tyraxes girara sobre sí mismo en un espectáculo acrobático que solo sirvió para retrasarlo más.

Ambos dragones cruzaron Marcaderiva, con Silverwing liderando cómodamente. Cuando finalmente sobrevolaron las costas de Rocadragón, el castillo ancestral de los Targaryen apareció en el horizonte, sus torres negras alzándose como guardianes en la distancia.

—¡He ganado! —gritó Viserra, alzando un brazo en señal de victoria mientras Silverwing descendía suavemente hacia el patio del castillo.

Joffrey llegó unos momentos después, su expresión mezcla de frustración y diversión.

—Solo porque me dejé. —intentó justificarse, aunque la sonrisa en su rostro lo delataba.

—Claro que sí, sobrino. —respondió Viserra con una sonrisa triunfal—. Díselo a Tyraxes, quizás él te crea.

Joffrey bajó de su dragón con un bufido, pero la risa contagiosa de su tía pronto lo hizo unirse a las carcajadas.

___ Hermano, tía— ambos príncipes escucharon una voz tras ellos.

Ambos se giraron, encontrándose con Aegon el Menor. Vestido completamente de negro, era alto, superando la altura de la princesa y casi alcanzando a Joffrey.

___ ¡Aegon! — exclamó Joffrey con una gran sonrisa, acercándose a su hermano para abrazarlo— Qué bueno es verte.

Aegon correspondió al abrazo de su hermano mayor, con una sonrisa sincera.

___ Yo también te extrañé— dijo Aegon, separándose un poco antes de acercarse a Viserra. Con una ligera inclinación, besó la mano de la princesa— Bienvenida, princesa.

Viserra sonrió con suavidad, sintiendo el toque de cortesía de su sobrino.

___ Gracias, mi bello príncipe— respondió, encantada por el gesto.

Ambos hermanos compartieron una mirada cómplice antes de que Aegon hablara de nuevo.

___ He visto cómo han llegado, ¿es Silverwing quien ha ganado, verdad? — Aegon dijo con una sonrisa divertida, sabiendo que la dragona siempre había sido más rápida.

Joffrey, algo apenado, se encogió de hombros.

___ Fue trampa, Aegon— dijo con una sonrisa burlona, pero sin perder la calma— Silverwing tiene demasiada ventaja.

Aegon rió suavemente, disfrutando de la ligera competencia entre su hermano y la princesa.

___ Siempre hay algo de truco, ¿no? — comentó Aegon con tono juguetón— Pero debo admitir que Silverwing tiene una velocidad impresionante.

Viserra asintió, complacida.

___ Silverwing es incansable cuando se trata de volar— dijo con orgullo, mirando a su dragona, que descansaba cerca.

___ Deberíamos entrar, mi padre, Viserys y Visenya deben estar esperando— dijo Aegon, mirando hacia el interior del castillo con una expresión pensativa.

Joffrey asintió, todavía sonriendo, pero su mirada se desvió hacia la figura de su tía.

___ Sí, es cierto. No queremos hacerlos esperar mucho más— agregó, dirigiéndose hacia la entrada con paso firme, como si estuviera en su propio hogar.

Viserra, con una última mirada hacia Silverwing y Tyraxes, asintió suavemente.

___ Vamos— dijo, comenzando a caminar detrás de los dos hermanos.

Aegon les hizo un gesto con la mano, indicándoles que los seguiría, antes de que todos se adentraran en la fortaleza de Rocadragón, donde su familia los aguardaba.

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Holaaaa, después de mil años regresé 😂

Originalmente este capítulo saldría el 31 de diciembre faltando 5 minutos para las 12, pero se me olvidó publicarlo 😔

En fin... feliz año nuevo a todos los que me leen 🥳🤍

Por cierto, he creado un canal de difusión en WhatsApp en donde les hablaré de la trama del fanfic y todo lo que pasará a futuro.

Este en el enlace para los que se quieran unir: https://whatsapp.com/channel/0029VasAI2jAjPXNeZOS5g1U

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