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Me despierto y extiendo la mano, buscando el calor familiar de George a mi lado, pero solo encuentro el vacío. El suave eco del silencio me golpea mientras mis dedos acarician las sábanas frías. No está.
Los recuerdos de la noche anterior revolotean en mi mente, difusos pero vívidos al mismo tiempo. El roce de sus manos sobre mi cintura, el beso en mis nudillos en lugar de mis labios, esa necesidad visceral de estar cerca de él, de sentir su abrazo, se amplifica ahora que no está aquí.
Miro a mi alrededor, buscando algún rastro de su presencia. La casa está envuelta en un silencio que parece demasiado ruidoso. Finalmente, mis ojos se posan en la pequeña nota en la mesita de luz, junto a una pastilla. La letra de George es ordenada, casi pulcra, como él.
"Me fui a entrenar. Desayuna algo y luego toma la pastilla :)"
Sonrío al leerlo. No puedo evitarlo. Me inclino hacia la nota y la acaricio con los dedos. Pero la sonrisa se desvanece cuando tomo mi celular y veo las llamadas perdidas. Pierre, Charles, Charlotte... incluso Lorenzo, quien me invita a almorzar. Y Max, por supuesto, Max, quien llega hoy a Mónaco. Un nudo incómodo se forma en mi estómago. El caos de mi vida sigue girando a mi alrededor, aunque aquí, en la tranquilidad del departamento de George, había encontrado un momento de paz.
Decido que ya he estado demasiado tiempo aquí. Me levanto lentamente, sintiéndome como una intrusa en este espacio que por un momento había sentido como refugio. Me visto con lo primero que encuentro y me preparo para volver a la casa de los Leclerc. Me siento como una niña que ha hecho algo mal, que está a punto de ser regañada, pero al mismo tiempo, sé que los chicos no me harán sentir mal. O al menos, no lo intentarán.
Mientras camino por las calles de Mónaco, mi teléfono vibra de nuevo. Esta vez es mi padre. Su nombre en la pantalla me hace detenerme en seco. Respiro hondo antes de contestar.
—Daisy, ¿ya estás en Mónaco? —su voz es la misma de siempre, cortante, directa, sin espacio para el afecto o la preocupación.
Cierro los ojos por un segundo, tratando de no dejar que esa familiar frialdad me afecte. No debería afectarme, ya no.
—Sí, papá, estoy bien. Gracias por preguntar —mi respuesta sale más irónica de lo que esperaba, pero no me detengo—. Llegué hace una semana —añado, intentando mantener la conversación lo más breve posible. Del otro lado, no dice nada. Pero puedo escuchar su respiración, como si estuviera dudando sobre qué decir.
Hay un silencio incómodo antes de que vuelva a hablar.
—Sí... ¿Estás... —se interrumpe, y siento que el aire se congela por un segundo. Hay algo en su tono, algo que rara vez escucho en él— Nada, olvídalo. Nos vemos el fin de semana.
La llamada se corta antes de que pueda responder. Me quedo parada, mirando el teléfono en mi mano, sintiendo un vacío que no sé cómo llenar. Por un momento, creí que iba a preguntarme si estaba bien, que tal vez, por una fracción de segundo, se preocupaba por mí. Pero luego recuerdo quién es mi padre. El hombre que siempre ha estado más preocupado por su imagen, por su carrera, por todo lo que no incluye a sus hijos.
Ese pequeño atisbo de esperanza que se encendió en mí se disipa como el humo. Me siento estúpida por siquiera haberlo pensado. Mi padre no es alguien que se preocupa por los demás. Y mucho menos por mí.
Sigo caminando, intentando sacudir esa sensación de vacío que dejó su llamada. Pero no puedo evitar preguntarme, ¿qué sería de mi vida si alguna vez hubiera sentido verdadero cariño, verdadero apoyo de su parte? Quizá no estaría tan rota. Quizá no buscaría en los brazos de George o en las palabras de mis amigos algo que mi padre nunca me dio.
george's pov
A eso de las 12 llego a mi casa. Toto me había invitado a entrenar con él esa mañana y no podía rechazar esa invitación, a pesar de que quedarme en la cama con Day haya sido tentador. Cuando cruzo el umbral de mi departamento y la esperanza de que Day siga allí se disipa.En cambio, dejó una nota detrás de la que yo le había dejado.
"gracias por cuidarme :)"
Sonrío y en ese instante recuerdo que se supone que estoy enfadado con ella.Odio que tenga ese poder sobre mi, hacer que la perdone al instante, solo por el hecho de existir.Mientras preparo ni almuerzo, tocan la puerta de mi departamento con insistencia y yo, con hartazgo, abro.El mayor de los Leclerc está con las manos en los bolsillos de su pantalón.
-¿Puedo pasar?Hago que entre y nos sentamos en los sillones que tiene mi sala. No decimos nada por un buen tiempo, solo nos miramos.Juro que podría cortar con tijeras la tensión que hay en el aire.
Cuando Lorenzo cruza el umbral de mi departamento, me inunda una mezcla de resentimiento y curiosidad. No es solo que esté aquí, invadiendo mi espacio; es lo que representa. Lo odio, o al menos quiero odiarlo, pero hay algo en él que me impide hacerlo por completo. Quizá es el hecho de que, en muchas maneras, me veo reflejado en él.
Nos sentamos en los sillones y el silencio entre nosotros es tan denso que casi se puede tocar. Ninguno de los dos sabe por dónde empezar, y el aire parece cargado de una tensión que no se va a disipar fácilmente.
—¿Cómo has estado? —rompe el silencio, su voz tranquila como si esto fuera una conversación casual.
—¿Qué haces aquí, Lorenzo? —pregunto, evitando la cortesía, porque sé que esto no es una charla amistosa.
Lorenzo carraspea, nervioso. Es la primera vez que lo veo así, como si no estuviera completamente cómodo en su propia piel.
—Es sobre Daisy.
Daisy. Solo escuchar su nombre hace que mis emociones choquen entre sí. Estoy tratando de recordar que tengo derecho a estar enfadado con ella, pero la realidad es que odio lo rápido que mi enojo se disipa cuando pienso en ella, cuando leo la nota que dejó esta mañana. Pero, al mismo tiempo, la presencia de Lorenzo aquí me recuerda que hay un pasado del que no puedo escapar.
—No hay nada que hablar sobre ella, —digo, sirviendo dos vasos de whisky—. Si vamos a hablar de esto, al menos no lo haremos sobrios.
Lorenzo se ríe suavemente, casi como si la situación le resultara absurda. Bebe de un trago el whisky que le sirvo y luego suelta una verdad que no quiero escuchar, pero que ya conozco:
—No hay nada entre ella y yo, George. Lo hubo, sí, durante varios meses... pero ya no.El trago se me atora en la garganta por un segundo. Ya lo sabía, pero escucharlo en voz alta, de su boca, lo hace más real.
—¿Y por qué mintió? —pregunto, aunque sé que probablemente él tampoco tiene la respuesta. Mi voz suena más cansada de lo que esperaba.
Lorenzo ríe, pero no es una risa divertida. Es amarga, resignada.
—No lo sé. Ella no quería que te enojaras y yo... yo solo quería molestarte.
Ahí está, la arrogancia, la actitud de desafío que tanto me irrita. Pero al mismo tiempo, lo entiendo. En algún lugar profundo, entiendo el deseo de querer provocar a alguien cuando se siente que algo se ha perdido.
—¿Por cuánto tiempo salieron? —pregunto, esta vez más serio. No sé si quiero saber la respuesta, pero necesito oírla.
Lorenzo baja la mirada, y entonces noto el pequeño tatuaje de un sol que se asoma por su manga. Lo había visto antes, pero hoy, por alguna razón, me llama la atención. Él lo nota y baja la manga, como si quisiera ocultar esa pequeña parte de sí mismo.
—No voy a hablar de nuestra intimidad si ella no está de acuerdo, —responde, y aunque su tono es serio, hay un respeto en sus palabras que no esperaba.
Respiro hondo, intentando no perder la compostura. Odio lo mucho que nos parecemos. Ambos estamos jodidamente perdidos por Daisy, ambos estamos atrapados en esta encrucijada emocional en la que lo único que queremos es hacerla feliz, aunque eso signifique hacernos daño a nosotros mismos.
—No me gusta que Daisy se estrese si puedo evitarlo, y sé que esta situación, tú comportándote como un niño, la estresa —dice, y aunque sus palabras me irritan, hay una verdad en ellas que no puedo negar.
Lo miro y, por un momento, todo mi enojo se convierte en algo más. Él está haciendo lo que cree que es lo mejor para ella, aunque eso signifique dejarla ir.
—Nunca quise causar problemas entre ustedes, —añade Lorenzo, con una sinceridad que me sorprende—. Solo que... me olvidé de que solo éramos amigos y comencé a mirarla con otros ojos. No pude evitarlo, pero, incluso cuando no estabas ahí, de alguna manera siempre estuviste.
Y ahí está, la confesión que no sabía que necesitaba escuchar. Lorenzo y yo no somos tan diferentes. Ambos la amamos, ambos estamos dispuestos a hacer lo que sea por ella, incluso si eso significa sacrificarnos. Y aunque quiero odiarlo, no puedo. Porque sé lo que es eso, sé lo que es amar a Daisy hasta el punto de perder el control sobre lo que uno siente.
—Así que la dejé ir, —dice Lorenzo, su voz más suave, más vulnerable—. La dejé ir para que sea feliz, sabiendo que no soy yo quien la hace feliz.
Me quedo en silencio, procesando sus palabras. Hay algo profundamente triste y, al mismo tiempo, hermoso en lo que acaba de decir. El acto de dejar ir a alguien por amor, de sacrificar tu propia felicidad por la de la persona que amas. Es una de las cosas más difíciles de hacer, y, sin embargo, es el mayor acto de respeto y de amor verdadero.
—Nunca creí que diría esto, —admito, finalmente—, pero eres un buen hombre, Leclerc.Lorenzo sonríe, una sonrisa tranquila, pero luego recupera su arrogancia habitual.
—Lo sé, —responde con una risa ligera—. Debo irme. Por cierto, tu chica y yo vamos a una cafetería.
Y ahí está. La arrogancia que tanto me molesta y que, sin embargo, no puedo evitar respetar en él. Se dirige hacia la puerta, pero antes de irse, se detiene un momento.
—No le digas a Daisy que estuve aquí, va a matarme si se entera.
Lo veo salir, y mientras cierro la puerta, no puedo evitar sentir una extraña sensación de alivio. Lorenzo es, en muchos sentidos, alguien como yo, alguien que está dispuesto a hacer cualquier cosa por la persona que ama, incluso si eso significa alejarse.Y eso, de alguna manera, me da un poco de paz.
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