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Año 845, Distrito Shiganshina
Un cielo pintado de colores grises, un lienzo de furia contenido, con truenos que retumbaban como el rugido de un gigante despertando, alertando al mundo de la tormenta inminente, no eran más que un preludio del dolor que se avecinaba, una señal premonitoria del sufrimiento que estaba destinado a caer sobre aquellos corazones que aún latían con inocencia. Era como si el mismo cielo llorara la tragedia que estaba por suceder, un presagio de la oscuridad que pronto consumiría la luz. Pero, como si fuese un reflejo del mismísimo Sol, desafiando la oscuridad que se cernía sobre el mundo, una niña de trece años, con ojos brillantes y radiantes como dos luceros, llenos de una inocencia que parecía inmune a la tristeza que la rodeaba, y un cabello azulado como el cielo en el crepúsculo, corría con una felicidad que parecía desbordar de su ser. Su risa resonaba como el canto de un pájaro en la mañana, una melodía que contrastaba con el lúgubre concierto de la naturaleza, una melodía efímera que le duraría menos de lo que el Sol tarda en aparecer en el horizonte. Esa alegría, tan pura e intensa, era un destello de esperanza en medio de la desesperación, una llama que pronto se extinguiría bajo el peso de la realidad.
"─ Te encontré ─ La voz infantil de Keira resonó en el aire, dulce y melodiosa, como si la tristeza no tuviera lugar en su mundo. Una versión más pequeña de Keira, un eco de su energía y vitalidad, saltó sobre su hermano menor, Jayce, abrazándolo con una fuerza que solo el cariño infantil podía ofrecer.
El pequeño Jayce refunfuñó por la inesperada atención de su hermana, un simulacro de irritación que no podía ocultar la ternura que sentía por ella. Jayce, con sus diez años y su mirada aún infantil, era el polo opuesto de su hermana, un corazón que luchaba por mantener la seriedad y el estoicismo que su padre les había inculcado, pero que se derretía ante la presencia arrolladora de Keira. Ella era su faro, su guía, su refugio en un mundo que a menudo se sentía hostil y confuso. La inocencia de sus ojos contrastaba con la incipiente madurez que comenzaba a asomarse en los ojos de su hermana, una mirada que ya había presenciado sombras y tragedias, pero que aún conservaba la capacidad de iluminar la oscuridad.
La de grandes ojos, cuyos orbes centelleaban con la alegría de una niña que aún no había sido consumida por las sombras del mundo, sostuvo fuertemente la pequeña mano de su hermano, la suya era un cálido refugio, una promesa de protección y cariño. Sin dejar de reír, ese sonido que llenaba el aire con una melodía inocente y pura, jaló de él con una energía contagiosa, y ambos corrieron por las calles empedradas de su pueblo. Sus carcajadas se convirtieron en una armonía melodiosa, una melodía que bailaba en el aire, una breve pausa en el caos que se cernía sobre ellos como una bestia hambrienta. Eran momentos de felicidad efímera, instantes de gracia robados al destino, antes de que la sangre manchara sus manos y las cicatrices marcaran su pasado con una historia de dolor y pérdida. Esa felicidad, tan pura y genuina, era un tesoro que pronto se convertiría en un recuerdo doloroso, una añoranza de un tiempo perdido. Era un sabor agridulce, una mezcla de alegría y melancolía que teñiría sus vidas para siempre.
Keira guió a su hermano menor con una emoción desbordante, esa energía inagotable que parecía emanar de su interior como un volcán de alegría, hasta la puerta de su casa, un humilde refugio que aún conservaba el calor de un hogar. Allí, los esperaba su madre, una mujer de níveos brazos y una mirada llena de amor y preocupación, que los recibió con un abrazo cariñoso y cálido, ese abrazo que ofrecía consuelo y seguridad, como si pudiera protegerlos de todas las tormentas que se desataban a su alrededor. La madre, una figura de fortaleza y ternura, dejó por último un beso en la frente de su hija, ese beso que sellaba el amor que la unía a ella, que la protegía del miedo y la oscuridad. Keira, con sus ojos llenos de toda la calidez que se encontraba en el mundo, esos orbes brillantes que parecían capturar la luz del Sol, reía con frenesí, contagiando a todos a su alrededor con su alegría desbordante. El primero en entrar en la casa fue el más pequeño de la familia, Jayce, que, con su voz infantil y su entusiasmo contagioso, le contaba a su madre la pequeña aventura de juegos que habían tenido, como si cada detalle fuera una joya que merecía ser compartida.
Su madre, con mejillas tan rosadas como las flores dibujadas por su hijo menor que adornaban las paredes de la pequeña casa, esa casa que era testigo de los momentos más felices y los más dolorosos de su vida, peinó con delicadeza el cabello azulado de Keira, acariciando cada hebra con el mismo amor y ternura con los que la había criado. Keira escuchaba las anécdotas que contaba Jayce, su corazón se hinchaba de amor por su hermano menor y su madre, y su pecho se contraía por las carcajadas que dejaba escapar, esa risa que era una melodía para sus oídos y un bálsamo para su alma.
Sus ojos se desviaron de su hermano, atraídos por algo que no encajaba en la rutina de su hogar, y se enfocaron en una caja que en la mañana no recordaba haber observado, una presencia que parecía cargar consigo un aire de misterio y melancolía. Su madre, notó en lo que centró su atención, comprendiendo la curiosidad de su hija y dejando un dulce beso en su frente, ese gesto que siempre la reconfortaba, sacó de la caja una pulsera tejida con la medida de la mano de su hija, adornada con pequeños amuletos y cristales que reflejaban la luz, y un colgante con un dije metálico en forma de J para Jayce, un regalo que simbolizaba el amor que su familia se profesaba.
"─ Mis niños, este día es melancólico para nosotros ─ la voz de su madre tembló al pronunciar estas palabras, el dolor que aún sentía por la pérdida de su esposo se reflejaba en su tono y sus ojos cristalizados, "─ pero quiero que recuerden a su padre como el hombre fuerte y cariñoso que siempre fue. Él guardaba esto para vuestro cumpleaños.
La voz de su madre, a pesar de su fragilidad, era un faro en la oscuridad, un recordatorio del amor que siempre la protegería. Los brillantes ojos de sus hijos se cristalizaron al pensar en su padre, la figura que siempre admiraron, el hombre que les había enseñado el valor de la valentía y el amor. La ausencia de su padre era un vacío que ninguna palabra podría llenar, pero en sus corazones aún vivía su legado.
"─ Quiero ser como él, quiero unirme a la Tropa de Exploración para protegerte a ti y a mi hermana como papá hizo ─ la cálida voz de Jayce rompió el silencio, una promesa hecha con el fervor de un niño que amaba a su familia con todo su corazón. Abrazó a su madre, ese abrazo que contenía todo su amor y su determinación, y dejó escapar quejidos mirándola a su pequeño hijo que era la viva imagen de su esposo, un reflejo del hombre que se había ido para siempre.
La niña de cálida mirada, esos ojos que contenían la luz del Sol y la fuerza de un volcán, sostuvo la mano de su madre fuertemente, como si quisiera transmitirle toda su fuerza y su cariño, sintiendo el pesar de la ausencia de su padre, ese dolor que aún la consumía por dentro, compartiendo el miedo que su madre sentía de perder a su amado hijo, ese temor que se aferraba a su corazón como una garra invisible. La muerte era impredecible y cruel, una sombra que siempre acechaba en la oscuridad, la felicidad se podía transformar en poco tiempo en tan solo un recuerdo reemplazado por el dolor, un fantasma que siempre recordaba lo frágil que era la vida. Ella quería proteger a su madre y a su hermano, sus dos tesoros más preciados, sentía que se rompería si los perdiera, su vida quedaría reducida a pedazos y solo quedaría de ella un cuerpo vacío sin alma, solo la imagen de una niña rota, una sombra de lo que alguna vez fue.
Keira limpió con sus manos las lágrimas que se deslizaron por las mejillas de su madre, ese gesto que mostraba todo su amor y preocupación, sintiéndose impotente, sabiendo que no podría reprimir más el dolor que aumentaba en su pecho, ese dolor que se acumulaba en su corazón como un peso insoportable. La mujer de ojos azulados llenos de preocupación, esos ojos que siempre habían sido un reflejo de la calma y el amor, les sonrió a sus hijos, intentando aligerar el ambiente, esa sonrisa que era un refugio para sus corazones heridos.
─ Prométanme que siempre cuidarán el uno del otro. Mis niños son lo más preciado que tengo ─ sus palabras resonaron en el aire, una súplica cargada de amor y temor, una promesa que los uniría por siempre. Era una despedida como si fuera consciente de lo que pasaría y la mala jugada que el cruel destino tenía en sus manos.
Ambos hermanos se miraron con preocupación, temían que su madre recayera en depresión, esa sombra oscura que la había consumido tras la muerte de su padre y que había convertido a la pequeña Keira en el pilar que su madre y su hermano menor necesitaban para mantenerse a flote. Los niños le prometieron a su madre lo que tanto había deseado, sellando su promesa con un cálido abrazo, sintiendo todo el dolor que sentía su madre, ese dolor que se había convertido en parte de su vida. Keira, a pesar de todo el amor que sentía por su familia, no dejaba atrás aquel presentimiento en el pecho, esa sensación de que algo malo estaba por suceder, justificándose a sí misma que era por el hecho de todo el dolor que había estado guardando en silencio en su corazón.
Aún sintiendo el dolor punzante emanar de sus cuerpos, como si cada célula se quejara por el esfuerzo, ambos niños salieron de la casa, buscando un respiro, un pequeño oasis en medio de la tempestad que sacudía sus corazones. La brisa fría que les azotó el rostro al salir de su hogar, no fue capaz de disipar el peso que cargaban, la tristeza que se había instalado en sus almas como una sombra perpetua. En el camino, mientras intentaban encontrar un refugio para su dolor, los grandes orbes de Keira, esos ojos que aún conservaban un atisbo de esperanza en medio de la oscuridad, se encontraron con unos ojos verdes, un profundo océano de esmeraldas que parecían contener todo un universo en su interior. Era una mirada tan resplandeciente, tan intensa, que dañó sus ojos como si el mismo Sol hubiera decidido fijarse en ella. Un universo de emociones y misterios se proyectó en ese contacto visual fugaz, una conexión que trascendió el momento, una promesa silenciosa de un destino que aún no conocía. Keira no era consciente de lo que estaba por suceder, de cómo ese encuentro casual cambiaría el curso de su vida.
Keira, siempre impulsada por su noble corazón, ayudó a una anciana a llegar hasta su casa, guiándola con paciencia y delicadeza, ofreciéndole un apoyo que la anciana necesitaba para continuar su camino. Su hermano, Jayce, la esperaba recostado en un muro a la distancia, observando con una mezcla de admiración y preocupación cómo su hermana siempre estaba dispuesta a ofrecer su ayuda a aquellos que lo necesitaban. La señora, con su rostro arrugado por el tiempo, le agradeció con una sonrisa cálida, una expresión que transmitía gratitud y ternura, ese agradecimiento que se quedaba grabado en el corazón de Keira como un tesoro invaluable.
Un temblor se hizo escuchar, como si la tierra se abriera en canal, como si un gigante despertara de su letargo. El mundo pareció agrietarse, y la tierra, antes firme, se convirtió en un escenario de caos y confusión. Los gritos desgarradores no tardaron en escucharse, desgarrando el silencio que antes reinaba en las calles, llenando el aire de angustia y desesperación. Keira miró confundida a su alrededor, buscando una explicación, una respuesta a lo que estaba sucediendo. Observó cómo las personas corrían con temor, sus rostros desfigurados por el miedo.
Su hermano menor corrió hacia ella, buscando refugio en su presencia, escondiéndose tras su espalda como si ella pudiera protegerlo de todo mal, como si su amor fuera una armadura impenetrable. Jayce, con sus ojos llenos de terror, no entendía lo que estaba sucediendo, no era consciente del mal que atormentaba al mundo, no conocía la destrucción que estaban por presenciar. Su mundo infantil se estaba desmoronando, y su inocencia estaba a punto de ser mancillada por la brutalidad de la realidad. Sin tener conocimiento sobre lo que ocurría, sin entender la magnitud de la tragedia que se avecinaba, Keira agarró la mano de su hermano con firmeza, transmitiéndole seguridad y protección a través de su contacto, y corrieron con todas sus fuerzas hasta la casa, buscando el refugio que siempre habían encontrado en el calor de su hogar.
Escuchando los gritos desesperados de su madre, que pronunciaba sus nombres con una angustia que les heló la sangre, la mujer de níveos brazos los abrazó con temor.Revisó que se encontraran bien, palpándolos con delicadeza y preocupación, asegurándose de que sus cuerpos estuvieran intactos. Su mirada, antes llena de ternura, ahora reflejaba un terror profundo, ese miedo que sentía por sus hijos y por su propio destino.
─ Mamá, ¿Qué pasa? ─ la voz de Keira fue temblorosa, cargada de un fuerte miedo que martillaba su pecho, su corazón latía con una fuerza que casi se salía de su caja torácica. Su inocencia estaba a punto de ser arrancada de ella, la seguridad de su mundo estaba a punto de ser destruida. Su madre besó su frente, ese gesto que siempre le transmitía calma y seguridad, y que ahora parecía ser el último consuelo que podía ofrecerles.
"─ Mis niños, debemos irnos, no hay tiempo para preguntas ─ Tomó a sus dos hijos por sus manos, agarrándolos con una fuerza que sorprendió a ambos, y los arrastró consigo, guiándolos a través de un laberinto de caos y destrucción. No había tiempo para explicaciones, no había tiempo para calmar sus miedos, solo había tiempo para huir, para escapar de la pesadilla que se había desatado en su mundo.
Su madre corría llevando consigo a sus hijos, esquivando a las personas que huían despavoridas, a esas almas aterrorizadas que buscaban una salida a la vorágine del caos. Los ojos de Jayce estaban cargados de confusión, no entendía lo que estaba sucediendo, no comprendía el porqué de tanto miedo y dolor. Pero fue ahí, en medio de la desesperación, cuando Keira los vio y comprendió el miedo de su madre.
Su padre le había dicho, en las noches, antes de que el sueño lo consumiera, que los titanes eran seres de naturaleza cruel, que mantenían un juego sádico con los humanos, donde su único objetivo era acabar con la humanidad. En ese momento, al verlos con sus propios ojos, Keira no podía estar más de acuerdo con su padre, lo único que percibía al observar cómo un titán devoraba la pierna de un hombre era crueldad, era la manifestación de un mal que parecía no tener límites. Aquellos monstruos eran la encarnación del horror, la prueba irrefutable de que la humanidad no era más que un simple juego para ellos.
Su madre llena de preocupación, al igual que su hija, observó cómo cada vez había más titanes, sus corazones se contraían con cada criatura que aparecía en el horizonte, temiendo por sus hijos, por sus vidas, apuró el paso, un esfuerzo que le costaba cada vez más por el dolor que sentía en sus huesos. La debilidad de su cuerpo no era un impedimento, la necesidad de proteger a sus hijos la impulsaba a seguir adelante. Cargó a su hijo menor en sus brazos, abrazándolo con fuerza y agarró mucho más fuerte la mano de su hija, no podía perderlos, ellos eran su vida, la razón de su existencia.
Los gritos eran tan desgarradores que el pequeño Jayce escondía su cabeza en el cuello de su madre, buscando refugio en su olor, repitiendo que solo era una pesadilla, una ilusión de un mundo que no podía ser real. Y su hermana mayor no podía desear más que eso, que solo fuera un mal sueño, que todo volviera a la calma y la tranquilidad de antes, pero había aprendido que el destino era doloroso, que el mundo era injusto y cruel, y que en un pestañeo solo quedaba el caos.
Las casas a su alrededor eran derrumbadas por titanes, sus gigantescas manos destruían las edificaciones como si fueran castillos de arena. Su madre intentaba esquivarlos, evitando a esos monstruos que amenazaban sus vidas, pero no podía escapar de la destrucción que se desataba a su alrededor. El cuerpo fallecido de una niña de la edad de Jayce cayó frente a ellos, sus pequeños ojos se abrieron con horror, y no pudo evitar gritar al ver que solo quedaba de la niña su cabeza y torso, un titán hambriento se comía sus piernas sin remordimiento alguno, sin siquiera sentir compasión o empatía por su víctima. La imagen de ese cuerpo mutilado se grabó en su mente como un recuerdo imborrable, una mancha oscura que teñiría su vida para siempre.
Como si el mismo universo estuviese en su contra, como si el destino se empeñara en hacerles daño, el vestido blanco de Keira se enredó con un hierro perteneciente a una casa derrumbada, una trampa cruel que amenazaba con detenerla y arrastrarla a la oscuridad. Su madre, con desesperación, rompió el vestido, pero no pudo evitar el fuerte raspón que apareció en el muslo de su hija.
El miedo carcomía sus cuerpos, sus corazones latían con una fuerza descomunal, como si quisieran ser escupidos fuera de sus cajas torácicas, y sentían cómo a cada segundo sus huesos pedían ferozmente un descanso, una pausa en la vorágine del terror. Jayce no dejaba de llorar en silencio, reprimiendo sus sollozos, sin poder observar el caos que reinaba en el mundo, pero los gritos eran más que suficiente para atormentarlo por toda una vida, para marcar su alma con la tinta del horror.
Un titán saltó sobre ellos, su enorme sombra oscureció el mundo, y arrastró con su mano a la niña de orbes enormes, esa niña que aún luchaba por aferrarse a la vida, a la esperanza de un futuro mejor. Su madre dejó escapar un grito lastimero, un alarido de dolor que resonó en medio del caos, intentando recuperar a su niña, su más preciado tesoro. El titán, indiferente a su súplica, le lanzó un hierro que atravesó su pierna derecha, mientras torturaba a la pequeña niña que gritaba sin detenerse, intentando resistirse a la fuerza abrumadora de esa criatura monstruosa. La desesperación se apoderó de Keira, el dolor la invadió por completo, pero aún se aferraba con fuerza a la esperanza de que su madre y su hermano estuvieran a salvo. El titán, sin importarle el dolor que causaba, derrumbó un edificio que terminó cayendo, pero la pequeña Keira no se salvó de los cristales que se encajaron en sus manos, marcando su piel con cicatrices que serían un recordatorio de la brutalidad de ese día.
El llanto de Jayce era cada vez más ruidoso al escuchar los quejidos lastimeros que su madre no podía evitar soltar mientras trataba de salvar a su pequeña. Cada grito desgarrador resonaba en el aire, como un eco de desesperación que se mezclaba con el estruendo del caos que los rodeaba. La escena era una pesadilla hecha realidad: el titán, una monstruosa sombra que devoraba todo a su paso, había atrapado a su madre en sus garras. Jayce, con su corazón latiendo a mil por hora, sentía que cada lágrima que caía era un grito de angustia que se sumaba al lamento de su madre. La imagen de su madre luchando contra la bestia, tratando de distraerla, se grabó en su mente como un recuerdo que jamás podría borrar.
La pequeña cerró los ojos, esperando su final, pero en un giro inesperado, fue soltada por el titán. Su madre había creado una distracción, un último acto de amor y valentía que dejó a Keira paralizada. Pero no fue alivio lo que sintió; en cambio, una punzada de terror recorrió su cuerpo cuando vio cómo su madre empujaba a Jayce hacia ella, como si supiera que el tiempo se les acababa.
— ¡Váyanse, mis niños! ¡Mamá los ama! —gritó su madre, su voz resonando con una mezcla de amor y desesperación que atravesó el caos.
La mayor estaba paralizada por la escena, el horror se apoderaba de ella mientras miraba con miedo cómo su hermano trataba de soltarse de su agarre para correr hacia su madre. El titán la sostenía en sus enormes manos manchadas de sangre, y Keira sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. Cada súplica de su madre se convirtió en un grito desgarrador que vibraba en sus oídos, pero su cuerpo no respondía; el instinto de supervivencia chocaba con el deseo de proteger a la mujer que les había dado la vida. Jayce gritaba, sus ojos llenos de terror y confusión, mientras Keira, atrapada en un torbellino emocional, solo pudo cumplir con las súplicas de su madre y huir arrastrando a Jayce, quien forzaba cada músculo de su pequeño cuerpo para volver a salvarla.
Keira tapó sus ojos con fuerza, intentando bloquear la imagen de cómo el titán devoraba a su madre, pero las imágenes seguían apareciendo en su mente como sombras inquietantes. Cada paso que daban hacia la seguridad era un recordatorio del sacrificio que acababan de presenciar. No había palabras para describir el vacío que dejó aquella escena en su corazón; solo un eco ensordecedor de lo que habían perdido.
Cuando finalmente se subieron al barco, dejó caer su cuerpo sobre el suelo. La madera crujió bajo el peso de su desolación, y el frío del metal del barco le caló hasta los huesos. Su vestido blanco estaba manchado de sangre, un recordatorio constante del horror que habían dejado atrás. Jayce se aferraba a ella con todas sus fuerzas, llorando sin consuelo mientras las lágrimas empapaban la tela manchada. Los ojos de Keira estaban llenos de un trauma que el tiempo no sería capaz de curar; se sentía como si una parte de su alma hubiera quedado atrapada en aquel lugar oscuro y aterrador. Aunque las lágrimas amenazaban con brotar, se obligó a ser fuerte frente a su hermano. Sabía que él necesitaba su fortaleza más que nunca.
La noche no tardó en llegar, envolviendo el mundo en una oscuridad inquietante. Jayce se quedó dormido abrazando el cuerpo de su hermana, buscando consuelo en la calidez de su presencia. Mientras tanto, Keira miraba la luna desde la cubierta del barco. La luz plateada iluminaba sus pensamientos y recuerdos dolorosos, y finalmente, en ese silencio abrumador, se permitió llorar.
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