ꪶꪊ𝕫 dꫀꪶ ꪖ𝕥ꪖ𝕣dꫀᥴꫀ𝕣
Los pastizales le llegaban hasta las rodillas, pero no le resultaba incómodo. De hecho, eran más suaves de lo que alguna vez se imaginó.
Su vestido era largo, le llevaban a los talones, por lo que nada entraba y nada salía.
Esa mañana, al asomarse a la ventana de su habitación (que estaba en una de las torres más altas) vio lo dorado que estaba el paisaje, era otoño, todo lucía hermoso. Y decidió que ese día se lo tomaría para descansar de sus labores como princesa. Visualizó un árbol con su tronco de una forma muy peculiar, era como si hubiera crecido en forma de un nido.
—Mejor para mí —murmuró ella, ya estando mucho más cerca que hace un rato.
Creó un poco de nieve dentro del tronco, sacó una manta del bolso en donde guardó todo lo que creía que podría usar, la destendió y finalmente se sentó ahí.
—Qué cómodo —jadeó, recargándose por completo en la madera.
El aire le revolvía el cabello con gracia, al punto en que a veces los mechones iban a parar dentro de su boca mientras leía el libro que trajo consigo.
Y un par de ojos esmeraldas veían la escena divertido. Prefirió ir a fastidiarla que quedarse un minuto más con el cerebrito de su hermano, que no hacía nada mas que parlotear sobre las abejas y lo importantes que eran para la humanidad.
Se acercó con sigilo, cuidando cada paso que daba, quería darle un pequeño susto a la rubia. Una pequeña venganza por haberle congelado su mano cuando quiso tomarla de la cintura.
—Deja de tocarme —le había dicho ella, con un tono molesto.
—Oh, vamos. Bailemos al menos esta pieza —le insistió él.
—No quiero. Por favor, retírate.
Hans Westergård no se rendía tan fácilmente. Y eso le jugó en su contra.
Cuando quiso pasar su mano por su espalda y colocarla en su pequeña cintura, sintió un frío violento atravesar sus dedos.
—Imbécil —gruñó ella, y caminó hacia su habitación, dejando a todos los invitados desconcertados.
Era su cumpleaños, ¿por qué la celebrada abandonaba la fiesta?
—Ni siquiera lo piense, joven Westergård —advirtió Elsa, encontrando apacible su lectura.
—¿Qué cosa no debería pensar, princesa? —respondió, sabiendo que su plan no se ejecutaría al menos ese día.
—En asustarme. Sus viles trucos no funcionarán de nuevo —tomó con sus delicados dedos el extremo de la hoja, y le dio vuelta.
—Jamás le jugaría una broma, majestad —dijo, fingiendo estar ofendido.
—Ajá —y le dirigió una mirada cargada de escepticismo.
No le creía en lo absoluto.
—¿Qué libro lees, alteza? —canturreó él, asomando su cara a un lado de ella, muy cerca de sus mejillas.
La rubia rodeó los ojos, y con su mano puesta sobre el rostro del ojiverde lo lanzó lejos de ella.
—Un libro, de una nueva escritora danesa —respondió.
—Interesante, ¿y de qué trata? —como si hubiera sido invitado (y no era así), se echó a un lado de ella, extendiendo su brazo tras la espalda de la joven amargada.
—Buáj, aléjate de mí. Apestas a caballo —y lo empujó hacia el suelo.
—¡Auch! —gruñó el pelirrojo, quien cayó de trasero.
—No te lo diré, tendrás que leerlo por tu cuenta —dijo, viéndolo con cierta burla.
—¿Por qué siempre me tratas mal? —se levantó, sacudió sus pantalones (incluyendo a sus pompas) y se cruzó de brazos, notoriamente molesto.
—¿Por qué siempre vuelves a mí, si dices que te trato tan mal? —quitó la mirada de su libro, y se la dirigió al muchacho. Que al instante se ruborizó.
¿Por qué siempre volvía a ella? Era una buena pregunta, que claramente no se había planteado hasta ese momento.
¿Estaba enamorado, quizás?
—Eso pensé —bufó la rubia.
Estaba avergonzado, con los cachetes rojos y la dignidad en el suelo.
Elsa sonrió de lado, ya lo sabía. Desde el día en que lo vio arreglarse el cabello, y olfatear su aliento antes de que ella "llegara" sospechaba que tenía su corazón.
Pero quería saber qué tan fuerte era su "amor", y si no era sólo un simple capricho de verano.
—Ven, siéntate —le dijo. Se hizo a un lado, y le hizo espacio para que pudiera acomodarse.
El jovencito lo miró con sospecha. Buscando indicios de qué se traía entre manos.
—Rápido, antes de que cambie de opinión –canturreó, y en menos de un segundo ya lo tenía ahí–. ¿Quieres leerme en voz alta?
—¡Claro! ¿Te he mencionado que soy el mejor leyendo novelas? —rápidamente recuperó su picardía, guiñándole un ojo coqueto.
—¿Tú? ¿El mejor? No lo creo —le retó.
Toda la tarde la pasaron juntos, bromeando, peleando, leyendo, coqueteando. A la luz del atardecer.
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