Quemadura de hielo
❄
—Los quiero aquí antes de las siete, ¿entendido? —preguntó Iduna, apuntándole al par de enamorados con complicidad.
—Claro que sí, antes de las siete —contestó Hans, jalando juguetonamente a la rubia para que avanzara.
—¡Nos vemos después, mamá! —gritó Elsa, ya a una distancia considerable de su casa.
Los dos jovencitos iban de la mano, caminando en el sendero de siempre para ir al lago congelado, el bosque estaba cubierto de blanco y los árboles estaban secos por el invierno.
Abrigados con telas marrones y enfundados en botas de piel, llegaron al cuerpo de agua en hielo.
—Ven, vamos a patinar —dijo el pelirrojo, sacándose la capa y sentándose en una roca grande para ponerse sus patines.
—¿Seguro? Pero aún no ha pasado tres días desde que empezó a nevar –recordó Elsa, que se acercó a la orilla del lago– aún puedo ver el fondo —comentó, dejando en claro que era una mala idea.
—No pasará nada, no te mortifiques —ya con sus patines puestos, tomó a la rubia de la cintura y la sentó en sus piernas, dedicándose a quitarle los zapatos.
—Si madre nos encuentra desobedeciendo sus reglas, te patearé el trasero —advirtió la ojiazul, vigilando que ese travieso no escabullera sus manos por debajo de su vestido.
—Tú puedes patearme el trasero las veces que quieras —y le guiñó un ojo, coqueto.
Elsa se rió con sarcasmo, empujando la cara del joven para que saliera de su espacio personal.
Los dos se deslizaron lentamente hasta poder llegar a la superficie deseada. En cuanto la comodidad les dio luz verde los dos se paseaban a sus anchas.
—¿Te enseño unos trucos que inventé? Quedarás impresionada ante mi talento —alardeó el ojiverde, patinando en círculos alrededor de su novia.
—No, gracias. Seguramente terminarás estrellando tu cara en algún árbol —contestó ella, con las manos atrás de la espalda.
Hans bufó algo molesto.
—¿Por quién me tomas? ¿Un tonto? —le preguntó con una mirada de pocos amigos.
—Nop –respondió–. Sino por alguien que se deja llevar por su ego y que terminará en tragedia si yo lo permito, lo siento —y lo miró con pena falsa.
—No me tientes —gruñó.
La rubia se rió de su comportamiento, y lo tomó de la muñeca.
—Ya relájate tomatito, sólo pasemos bien el rato —y lo atrajo hacia su cuerpo.
—No me digas tomatito, no me gusta ese apodo —le dijo, cruzándose de brazos.
—Ya sé, hagamos una apuesta –en cuanto escuchó esa palabra, el joven fue todo oídos. Elsa sabía lo egocéntrico que era su novio, y lo rápido que caía ante tentaciones así–. Una carrera, de aquí hasta el árbol de la abuela sauce, si tú ganas, dejo de decirte así y tal vez... –se desabrochó un botón de su vestido mientras le guiñaba un ojo, coqueta. El pelirrojo tragó duro–. Pero si yo gano, invitas la cena y tu apodo se quedará así hasta el final de los tiempos. ¿Hecho? —estiró la mano, lista para cerrar el trato.
—¿Estás segura de mi premio? No quiero quedarme sin nada después —le miró dudoso.
Ya se la había aplicado un par de veces, y le dolió como el infierno.
—Completamente —y alzó el brazo como juramento.
—Entonces sí, hecho —se acercó a ella, los dos estrecharon sus manos.
Se regresaron a la orilla, Elsa se tejió una trenza y Hans se sacó la cadena que su madre le había dado (no tenía intenciones de extraviarlo).
—¿Empezamos? —preguntó el pelirrojo, ya con su confianza al mil.
—En sus marcas... –los dos flexionaron las rodillas–. Listos... –las separaron un poco–. ¡Fuera! —no tardaron mucho para estar lejos de tierra.
—¡Voy a ganarte, princesa! —gritó el ojiverde.
—¡No lo permitiré! —respondió la ojiazul de igual manera.
El árbol estaba en la orilla lateral del lago, no necesitaban pasar por en medio pero se deslizaba más fácilmente.
En una de esas, Elsa vio una grieta que se quedaba atrás, se extrañó tanto que no puso atención y se tropezó con sus propios pies.
Sus rodillas chocaron contra el hielo, al igual que su pecho y los brazos. Con suerte, pudo detener el impacto.
Algo tronó bajo ella, y empezó a sudar frío. Hasta le dio miedo seguir respirando.
—¡Ya voy a llegar! —echó un vistazo hacia atrás, visualizando a la joven tirada en medio del trayecto.
Frenó en seco, se giró con rapidez y volvió por donde se vino.
—¿Elsa, estás bien? —quiso acercarse más, pero la rubia lo detuvo.
—¡No te acerques! —le gritó, apoyando sus manos en el hielo.
—¡No hagas eso! ¡Vas a quemarte! —amenazó con avanzar, pero de nuevo, ella se lo impidió.
—¡Quédate ahí!
—Te prometo que no pasará nada, es más, olvidemos el trato, eso ya no importa, sólo déjame ayudarte.
—No puedes —las lágrimas caían por sus mejillas rojas por los nervios.
—¿Por qu...? —el sonido más aterrador que pudo haberse imaginado retumbó bajo sus pies.
—Te dije que no era tiempo —sollozó, hipando del miedo.
—V-voy a traer ayuda, no hagas ningún movimiento por favor —miró a todas partes, buscando a alguien cerca que pudiera auxiliarlos. Pero nada se miraba a su alrededor, estaban completamente solos.
—No creo que dure mucho así —se le escapó una risa nerviosa.
Hans debía actuar ya.
Poco a poco fue flexionando las piernas, hasta que sus rodillas tocaron el "suelo", se quitó los patines y los deslizó con suavidad lejos de ellos, sus pies ahora dependían completamente de la delgada tela que los cubría, hiciera lo que hiciera tenía que hacerlo rápido si no quería terminar con una quemadura por hielo.
Extendió su mano, queriendo tomar la de la rubia.
—Relájate, ¿sí? Que vamos a salir de ésta —le susurró, no quería desconcentrarla.
—Pase lo que pase, no vayas detrás de mí, por favor —le dijo, cerrando con fuerza los ojos. No deseaba ver lo que se acercaba.
—Te juro que cuando acabe todo esto, nos estaremos riendo de esta experiencia y servirá como lección a nuestros niños, ya verás.
Sus manos por fin se tocaron, y poco a poco Hans fue jalándola hacia él, procurando no golpear el hielo con ninguna de sus extremidades.
Volvió a crujir, sin pensárselo dos veces usó sus pies y la empujó lo más fuerte que pudo, haciéndola llegar ya a unos pocos metros de la orilla.
—¡Hans! —gritó, cuando vio que parte de la superficie en donde ella se encontraba segundos antes cayó al agua, y no muy lejos de el muchacho.
—¡Ahí quédate! —le contestó.
Empezó a gatear hasta ella, logrando por fin respirar.
Cuando los dos tocaron la tierra, la rubia no dudó en echársele encima y llorar desconsoladamente en su cuello.
—¡Mierda, jamás tuve tanto miedo como ahora! ¡Muchísimas gracias por salvarme! —balbuceó, otra vez con lágrimas en la cara.
—¿Bromeas? Elsa, yo daría la vida por ti —sentenció, y la abrazó con fuerza.
El fuerte olor metálico le avisó a la ojiazul el estado de su pareja.
—Te quemaste —susurró, acariciando su cabello.
—Descuida, mi abuela hará alguna de sus pociones mágicas para mis manos, con lo bruja que se comporta conmigo.
De estar llorando y rezando por sus vidas pasaron a reírse con locura. Esperando que así pudieran aprender de la lección.
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