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ꜰᴀꜱᴇ ɪɪ

Título: Yuki-Daruma/Hombre de la nieve.

Personajes: Tsubaki/Who is Coming?/The Uninvited Eighth y OC.

Manga/Anime: Servamp.

Cantidad de palabras: 1, 894.

Shipp: Sí.

Temática escogida: La foto maldita: leyendas japonesas. 

Leyenda elegida: Yuki-Onna/Mujer de la nieve.

Género: Angst, erótico.

Advertencia: Leve presencia de contenido +18. Aparición de OC. AU en época del japón antiguo/tradicional.

Akemi nunca había visto una tormenta invernal tan crítica como la que ese año estaba condenado la pequeña aldea en las montañas en la que vivía desde el día de su nacimiento. Durante el otoño la mayoría de los ancianos habían pronosticado leves nevadas que permitirían el crecimiento de los cultivos de flores, los cuales eran el mayor sustento de aquella población, sin embargo, solamente una mujer había pronunciado con insistencia que esa temporada la tragedia inundaría el pueblo.

Por lástima la que al final tuvo razón fue ella.

La chica, quien en la primavera había cumplido la edad propicia para el casamiento, peinaba sus largos cabellos rojizos frente a las brasas de la cocina donde su madre se encontraba preparando el estofado para la cena de esa noche. Ese día la temperatura había bajado por lo menos dos grados más, razón por la que, a pesar de recién haber salido de un largo baño caliente, Akemi se encontraba envuelta entre todas las sábanas que su madre había encontrado en su casa.

—Madre, deberías dejarme a mí salir por más leña, tú estás siempre muy ocupada con tus deberes del hogar y los tejidos que debes entregar todos los días. Me haces sentir inútil.

El sonido de la madera del cucharon golpeando contra el metal de la cacerola cesó en el momento en que la mujer de cabellos castaños se detuvo de hacer de comer, mirando a su hija de reojo. La muchacha sintió un escalofrío recorrerla y a pesar de arrepentirse de haber hablado, se mantuvo firme en su petición al mirar hacia su progenitora.

—Solo estudio y de vez en cuando te ayudo con el tejido, quiero ayudarte más para que no estés tan cansada...

—Akemi.

El duro tono en la voz de la mujer le hizo dar un respingo en su lugar, sintiendo cómo sus mejillas enrojecían por su atrevimiento, pero aun así sentía la necesidad de insistir.

—Solamente te estoy diciendo que...

—Que te deje salir para que termines igual que tu hermana, ¿no es así? Muerta, mancillada y, sobre todo, congelada. — La voz de ella se quebró por el dolor de tener que decir aquello en voz alta, por lo que prefirió darle la espalda a su hija—. No pienso repetir mi error dos veces. No saldrás de aquí hasta que tu padre regrese con una respuesta de quién tomará tu mano y será con todas tus cosas para empezar con tu vida de mujer casada.

Y con esa sentencia su madre dio por concluida su discusión.

Esa noche no hubo tormenta de nieve y precisamente por esa razón la chica se mantuvo despierta hasta que escuchó la pesada respiración de su madre al otro lado de la delgada pared de bambú que dividía las habitaciones. Se vistió con el kimono más abrigador que encontró en su armario y colocándose en la espalda el armazón que su madre solía utilizar para cargar los troncos de madera que recogía en el bosque que rodeaba a su poblado.

Cuidando de hacer el menos ruido posible salió al gélido ambiente que la recibió con una helada brisa que le caló hasta los huesos. La chica apretó sus labios al tomar valor para comenzar a caminar a través de las gruesas capas de nieve que separaban su hogar con los primeros árboles a las afueras de la aldea.

La luna era su única compañera a esas altas horas de la madrugada, pero eso no le detuvo el avanzar a paso lento, pero seguro hasta donde su hermana mayor, cuando seguía con vida, le había mostrado que era el mejor lugar para recoger mucha leña y que el camino de vuelta no fuera tan complicado.

Kohana, una bella chica tres años mayor que ella, había desaparecido una noche en la que la leña se les había acabado y ella se había ofrecido a ir en busca de madera para alimentar su caldera. No volvieron a saber nada más de ella hasta una semana después, cuando su padre junto con un limitado grupo de hombres del pueblo, encontró su cuerpo desnudo enterrado en la nieve de la montaña. Había sido tocada de forma sexual antes de morir y su piel estaba tan blanquecina que ningún anciano dudó en declarar que había sido víctima de alguna clase de criatura de las nieves ya que desde muchas generaciones atrás se contaban leyendas de bellas mujeres u hombres, quienes se dedicaban a confundir en las bajas temperaturas del invierno para extraer la vida en las venas de sus víctimas, abandonando a su suerte los vacíos cadáveres en la nieve.

Desde la muerte de Kohana, cuando tenía la misma edad que ahora tenía Akemi, las muertas no habían cesado y pronto el pueblo había terminado por quedarse sin mujeres en edad de casamiento. De su generación la última que quedaba con vida era la muchacha de cabellos rojizos, razón por la que su padre había abandonado su hogar en busca de algún hombre que aceptara sacarla de ese lugar donde su vida solo corría peligro. Su madre se esmeraba en mantenerla encerrada, pero la chica comenzaba a sentirse enferma en aquel ambiente; deseaba demostrarle a sus padres y el resto de habitantes que ese miedo era solo por la paranoia de un pueblo entero.

Para suerte de la joven, el lugar estaba lleno de ramas que le servían perfectamente para la leña, así que pronto tuvo amarrado en el armazón de madera un montón que podría cargar con facilidad en su espalda. Se sentía satisfecha y orgullosa de su resultado, pensando que al volver a casa y mostrarle aquello a su madre podría volver a salir sin miedo de ser herida por una criatura que ella juzgaba que solo existía en el imaginario colectivo.

En el momento que Akemi se agachó para poder levantar la leña, el suave tintineo de unos cascabeles, así como el sonido proveniente de la madera de un par de getas golpear con la nieve por los pasos de alguien, llamó su atención. Se giró con lentitud al buscar el causante de ese ruido, dudando durante unos segundos al no encontrarse con nadie. Quizás ya se comenzaba a sugestionar ella misma.

—¿Qué hace una chica tan bella como tú a estas horas de la madrugada? Un yokai podría aparecer y comerte, ¿acaso no temes a las historias de los viejos?

La pelirroja soltó un respingo de sorpresa al sentir un gélido aliento golpear contra su oreja cuando se pronunciaron aquellas palabras en su oído con una voz juguetona que fue seguida por una risita divertida. Ahogó el grito de horror que estuvo por soltar y con horror se giró, topándose con unos profundos ojos oscuros que la dejaron sin palabras.

Frente a ella, un hombre de facciones delicadas y estilizadas, cabellos azabaches como la noche y una piel que competía con la nieve en su palidez la observaba con una débil sonrisa plantada en los finos labios. Vestía con un kimono medio abierto que dejaba a la vista un trabajado cuerpo que presumía de músculos, mientras que los mechones le caían al rostro, enmarcando una belleza que era imposible que pudiera pertenecer a un humano común.

—¿El gato te ha comido la lengua, rojita?

Los colores invadieron el rostro de la muchacha, quien reaccionó ante el toque de las frías manos del muchacho contra su cálida piel de su mejilla. Bajó unos segundos su vista al ponerse nerviosa, tragando pesado al nunca antes haber estado tan cerca de un hombre que no fuese su padre o algún amigo cercano de la familia, ya ni mencionar un muchacho tan atractivo como él.

—N-no es así...

Se sorprendió a sí misma al escuchar cómo su lengua estaba entumecida por el frío, sintiendo inclusive sus extremidades acalambradas por las bajas temperaturas, no logrando evitar que sus rodillas flaquearan y tropezara sobre el pecho del joven, quien rio de manera escandalosa.

—¡Ah! Parece que has caído derrotada a mis pies. ¿Tanto te he atraído? —preguntó con un tono lascivo al acariciar el labio inferior de ella con su pulgar, consiguiendo solo dejarla más embobada con su tacto tan suave, que parecía casis ser hecho por el toque de mera niebla—. No seas penosa, puedo cumplir con tus más oscuros deseos si solo escuchas la triste historia que te hará llorar lágrimas amargas en mi nombre.

Los ojos de Akemi brillaron con devoción al aferrarse de la tela azul marino que él estaba utilizando, solo consiguiendo así dejar más piel al descubierto, buscando conseguir un poco de calor por la cercanía de sus cuerpos.

—Entonces cuéntamela y por favor, dime cómo te llamas.

La sonrisa ladina del de melena azabache escondió sus verdaderas intenciones, las cuales sabía que conseguiría por lo que no se molestó en disimular el afilado colmillo que destelló al sobresalir.

—Tsubaki. Comparte el dolor que me vuelve tan melancólico y te haré tocar el más alto paraíso, haciéndote olvidar para siempre de este frío que te está matando. Te prometo que ninguno de los dos jamás volverá a estar solo.

Akemi dejó de pensar racionalmente, olvidando que era una señorita próxima a comprometerse para contraer nupcias en completa castidad, solo dejando que sus instintos más bajos reaccionaran por ella.

—Ayúdame a dejar de tener frío, Tsubaki, por favor...

No necesitó de repetir ni una sola vez su ruego porque fue muy tarde para arrepentirse. Sus labios se fundieron con los suyos, siendo presa del más profano placer cuando permitió ser despojada de sus ropas, apresurándose en imitar la acción en el cuerpo contrario. Su espalda tocó la helada capa de nieve que ella sintió como si le quemara en el momento en que sucumbió ante el hombre que parecía conocer sus puntos más débiles y quien copuló con la damisela, tomando el mayor tesoro de la chica.

Los susurros y jadeos que provinieron de ella alimentaron su ego, yendo así con total calma en su acto, asegurándose de tapizar toda la cálida piel de sus congelados besos que pronto comenzaron a dejar una marca de presencia. Conforme la escarcha cubrió el cuerpo de la doncella el placer la hizo cegarse de cualquier otra sensación, razón por la que ni siquiera se percató cuando dos afilados colmillos atravesaron su cuello, arrebatándole a la fuerza el elixir sagrado que la mantenía con vida.

Los párpados de Akemi se cerraron una última vez esa madrugada cuando el orgasmo la sacudió, permitiendo que fuera depositada sobre el lecho congelado que se volvió su cama por el resto de la eternidad.

A la mañana siguiente, la madre de Akemi lloraba desconsolada cuando los hombres del pueblo la llevaron al lugar donde el desnudo y escarchado cuerpo de su bella hija reposaba. Sus labios tenían una expresión de tristeza y en sus mejillas había todavía el rastro de una solitaria lágrima que se deslizó por sus pómulos, dejando la sospecha de algún tipo de sufrimiento.

Ninguno se hubiese imaginado que el dolor que causó aquella gota cristalina nunca provino del corazón de la chica, sino de aquella pálida criatura que había despojado de su sangre a la última chica virgen en ese olvidado pueblo japonés.

Por su bien, más les valía a las chicas en el invierno no salir en solitario si no deseaban escuchar aquella desgarradora historia que acabaría con sus vidas entre el más íntimo de los encuentros.

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