Capitulo 20
Sophia lloraba por estar perdiendo a su jovial nieta a cambio de una extraña desapegada que parecía estar muerta, aunque su corazón seguía latiendo.
Anne se sentó junto a ella en otra de sus viejas sillas, la miró en silencio comprendiendo su dolor y, cuando la abuela esperaba otra de esas estúpidas frases de consuelo por lo ocurrido que la hacían desear llorar, la pequeña Anne sacó de sus labios una sonrisa.
―¿Tan malas son sus notas?
―No sé, nunca nos las quiso enseñar.
―Con lo mayor que es y escondiendo las notas a los padres, ¿no le da vergüenza?
―¿Te has enterado de todo? ―preguntó finalmente Emma a Anne.
―Sí, ¿se puede saber por qué no deja que la vea nadie?
―Según mi hija, está abatida, apenas come y hace ya una semana que debería haber comenzado con la rehabilitación para no perder la movilidad de la pierna, pero se niega a hacer otra cosa que no sea estar tumbada en esa estúpida cama auto compadeciéndose por su desgracia. Yo fui a verla al principio, pero soy mayor y no puedo estar mucho tiempo durmiendo en esos incómodos sillones. Ahora llamo todos los días, esperando alguna buena noticia que nunca llega ―confesó Emma rompiendo a llorar.
―Tranquila, señora Waybirth, yo conseguiré levantarla de la cama aunque sea a base de patadas ―prometió Anne.
―No te dejará entrar, hija mía. No deja entrar a nadie.
―Oh, no se preocupe señora Waybirth. No tengo que estar presente para hacerla enfurecer. Ya verá usted como al acabar el verano tiene a su nieta en casa gruñendo como nunca, pero de pie.
Anne conversó un rato más con ella sobre cosas banales, le hizo recordar historias pasadas de cuando ella y su nieta eran niñas y no paraban de hacerse trastadas y, por primera vez en mucho tiempo, la anciana volvió a reír con ganas.
«Ojalá esa chica pudiera hacer milagros», pensaba Emma mientras la veía marcharse, porque sin duda alguna eso es lo que necesitaría para hacer que su nieta volviera a ponerse en pie.
Emma nunca hubiera imaginado que el día en el que su hija volvió a tener nuevamente deseos de ponerse en pie comenzaría con la estrambótica presencia en su habitación de varias coronas de flores para difuntos.
A las diez de la mañana comenzaron a llegar las flores. Su hija permanecía en la cama, una vez más haciendo como que dormía aunque sólo estaba recordando todo lo que había perdido, compadeciéndose de nuevo de sí misma. Su aspecto estaba muy desmejorado: estaba pálida, había perdido peso. A primera vista apenas parecía viva, a no ser por el movimiento de su pecho al respirar.
Tocaron a la puerta y luego, con paso solemne y gesto fúnebre, entró un mensajero con una corona de flores silvestres.
―Señora Waybirth, lo siento mucho ―expresó con gran pompa tendiéndole las flores.
―Debe de haber un error... ―comentó Emma mientras cogía las flores y las colocaba junto a la silla donde ella dormitaba.
―No señora: usted es Emma Waybirth, ¿verdad?
―Sí, pero...
―Estas cosas pasan, seguramente ella era muy joven, pero la vida sigue... ―el mensajero interrumpió su discurso y se quedó petrificado cuando el supuesto cadáver se alzó enfurecido del lecho y gritó:
―¡Mamá, se puede saber quién narices me ha mandado una corona de muertos!
―Le dije que había sido un error, mi hija no ha fallecido ―comentó la señora Emma intentando sacar del estado de shock al pobre mensajero.
―¡Quién ha sido el graciosillo que me ha mandado esto! ―vociferó iracunda la paciente, que esta vez había conseguido ponerse en pie y, apoyándose en el mobiliario, había llegado hasta donde se hallaba la corona de flores. Leyó atentamente lo nota adjunta; tenía alguna sospecha acerca de quién podía ser el molesto gamberro, y esa sospecha se confirmó cuando el mensajero contestó, algo más sereno:
―Las envía Anne Boonchuy.
―¡Pues llévenselas de vuelta! ―exclamó Sasha.
―Lo siento, pero ya están pagadas ―apuntó el mensajero.
Después de que Emma firmara el resguardo de entrega, porque así lo dictaba el protocolo, el mensajero se dispuso a marcharse ante las enfurecidas protestas del supuesto muerto, pero entonces otro mensajero con una nueva corona de flores abrió la puerta.
―Cuidado, que este muerto grita mucho ―comentó el primer mensajero al segundo mientras salía rápidamente de la habitación.
A lo largo de la mañana llegaron en total doce coronas de flores, que se fueron acumulando en la pequeña habitación.
Los mensajes eran de lo más original: había desde un «Lázaro, levántate y anda» hasta un «Recuerdo de tu querida y amada vecina», sin olvidar el típico «Todo el pueblo te recordará con cariño».
Emma no pudo leer los dos últimos porque su hija, furiosa, se puso en pie nuevamente y se los tiró a la cabeza a los pobres mensajeros. Emma no sabía si reír o llorar con la broma pesada de Anne, pues, a pesar de que era de muy mal gusto, había conseguido levantar a su hija de la cama, aunque sólo fuera para gritar como energúmena a los mensajeros.
Al final de la tarde Emma acabó llorando de la risa mientras agradecía a Dios la nueva intervención de Anne: alguien llamó a la puerta y Emma corrió a abrir antes de que su hija profiriera una nueva amenaza a un pobre inocente. Ante ella apareció un cura preparado para dar las amonestaciones y la extremaunción. Era algo mayor, un poquito más bajo que ella, medio calvo, y lo poco que le quedaba de pelo estaba encanecido por el paso de los años. Portaba unas grandes gafas y su rostro parecía simpático y benevolente.
―Señora, ¿dónde está el moribundo? ―preguntó el sacerdote respetuosamente muy dispuesto a cumplir con su deber.
Emma quedó muda ante su presencia. El cura entró en la habitación y se dirigió hacia Sasha mientras comenzaba con sus oraciones en latín y hacía la señal de la cruz.
―Bien, hija, ¿quieres confesar tus pecados antes de cruzar hacia el otro lado? ―inquirió el religioso.
―Sí, ¡voy a matar a mi vecina! ―gritó Sasha irritada.
―¡Hija mía! ―se escandalizó el sacerdote―. Eso es muy grave, mancharte las manos con la sangre de una inocente es...
―¡Oh, no! ¡No es para nada inocente! ¡Joder! ¿Es que nadie me va a creer hoy cuando le digo que no me estoy muriendo?
―Perdónele, padre ―se disculpó Emma ante las palabras de su hija―. Pero es verdad, ella no se está muriendo: es sólo una lesión en la rodilla.
―No puede ser, una jovencita muy amable me contó que una amiga suya se estaba muriendo en el hospital. Me aseguró que yo podría hacer algo por ella. Le comenté lo de la extremaunción y me dijo que eso serviría.
―Ésa es mi vecina ―gruñó Sasha entre dientes.
―¡Ah, sí! ¡Pues de ningún modo voy a permitir que mates a esa dulce jovencita! ―exclamó indignado el sacerdote.
―Padre, lo dijo en broma. Desde pequeñas no hacen más que hacerse trastadas ―explicó Emma antes de que el cura llamara a la policía.
―Entonces, ¿qué es lo que te pasa? ―preguntó el cura, molesto, a Sasha.
―Una rotura de ligamentos en la rodilla. No podre volver a jugar profesionalmente al fútbol.
―¿Eso es todo? ¡A Cristo lo clavaron en una cruz! ¡En esta misma planta hay decenas de niños enfermos que no llegarán al final de esta semana!, ¿y tú te lamentas por una rodilla? ¡Me voy! ¡No aguanto a estos jóvenes que se quejan por nada! ¡Y como le pase algo a esa jovencita adorable, sabré que has sido tú! ―dijo el sacerdote señalándola acusadoramente, a la vez que salía de la estancia.
―Esto es lo último ―gruñó Sasha antes de coger el teléfono móvil―. No se te ocurra enviarme nada ni a nadie más, loca de las narices! ―gritó enfurecida―. ¡No! ¡No voy a hacer rehabilitación para...! ¡No serás capaz! ¡Joder, Anne, ni tú tienes tanto dinero como para comprar eso!, ¿qué has hecho una colecta? ¡Sí, de acuerdo! ¡Voy a hacer rehabilitación, sólo para ir allí y pegarte una patada en el culo! ¡Y ni se te ocurra enviarme el ataúd! ―rugió Sasha a través del teléfono antes de arrojarlo sobre la mesa.
―Mamá, mañana empiezo con la rehabilitación ―informó Sasha a su madre cayendo rendida ante todo lo ocurrido ese día.
Emma salió de la habitación, y llena de dicha llamó a Emma para darle la buena noticia.
―Sasha por fin ha decidido levantarse y todo es gracias a...
―Anne Boonchuy ―contestó la anciana sin dejarla terminar.
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