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7. Cempasúchil

[ 1950 ]

La noche del 16 de septiembre llegó con una calma inquietante. USA despertó por quinta vez en la madrugada. No podía dormir, y menos con la sensación de que algo andaba mal. No había ruidos, a pesar de estar en una habitación de hotel en el país más ruidoso del mundo; solo un silencio abrumador la envolvía. Con un nudo en el estómago, se levantó, decidida a ver si aún había alguna fonda o cafetería abierta. Necesitaba un café urgente.

Regresó a su habitación con una bolsa de café instantáneo, lo único que había encontrado en la tienda. No tenía los utensilios necesarios para moler granos de café, por lo que se conformó con eso. En ese momento, su teléfono sonó. Lo levantó para contestar.

—¿Hola?

—U-USA...

—¿Canadá? —De inmediato, dejó lo que hacía y prestó atención a la llamada. Sólo un milagro podría darle alguna información sobre el estado de México. —¿México? ¿Cómo está? ¡Dime que ya está mejor!

—USA... yo... lo siento...

—¿Qué? ¿Por qué lo sientes? —No hubo respuesta, solo el llanto audible de Canadá—. ¡CANADÁ, RESPONDE! ¡¿POR QUÉ LO SIENTES?! ¡¿QUÉ PASÓ CON MÉXICO?!

—Él... él murió, USA.

El corazón de USA se hundió. No podía ser. Con manos temblorosas, tan nerviosas que el teléfono cayó de sus manos, pero el cable lo impidió que llegara al suelo.

—¿USA? —La voz de Canadá se desvaneció cuando escuchó cómo una puerta se cerraba de golpe.

USA salió disparada hacia el hospital, cada paso pesado por un presagio oscuro. Al llegar, la atmósfera era opresiva. Su mente se llenó de recuerdos de México: su risa, su música, los momentos que habían compartido, las promesas que parecían tan lejanas.

Canadá la esperaba en la entrada, con el rostro pálido y los ojos llenos de lágrimas. Al verla, se acercó, y en su expresión, USA vio todo lo que temía.

—No... ¿Qué pasó? —preguntó USA, sintiéndose mareada.

—Lo siento, USA. México... ha fallecido.

El mundo se detuvo. USA sintió como si un rayo le atravesara el pecho. La noticia explotó en su mente. Se sintió desvanecer, sus piernas temblaron y tuvo que apoyarse en la pared.

—¿Cómo? ¿Por qué? —preguntó, su voz un susurro quebrado.

—Hicieron todo lo que pudieron, USA, pero... él estaba muy grave. Era imposible salvarlo. Su cuello estaba roto.

Las palabras de Canadá se desvanecieron. Sus oídos dejaron de escuchar por un momento. Cayó al suelo, incapaz de sostener su propio peso.

La realidad la golpeó con una fuerza devastadora. México... se había ido para siempre.

—No... —murmuró, sintiendo cómo el hanahaki comenzaba a apoderarse de su cuerpo. Era como si los crisantemos se multiplicaran en su pecho, apretando su corazón con cada latido. Ahora también había un sabor leve de hibiscos.

Sin poder contenerse, las lágrimas comenzaron a fluir sin cesar. La sensación de ahogo se intensificó, y cada respiración se convirtió en un esfuerzo titánico. Recordó la risa de México, sus sueños, sus esperanzas, y cómo había luchado por acercarse a él, solo para perderlo.

Canadá se arrodilló a su lado, intentando consolarla, pero USA estaba atrapada en su propio tormento.

—No puedo... —dijo entre sollozos—. No puedo vivir sin él.

A medida que el hanahaki se apoderaba de ella, sintió cómo las flores crecían en su interior, cortándole el aliento. Cada espina era un recordatorio de todo lo que había querido y perdido.

La agonía se intensificó, y su mente se llenó de imágenes de México, de los momentos en que habían estado tan cerca, de cómo había deseado que lo que sentían fuera suficiente. La tos se hizo presente, y de su garganta salieron miles de pétalos y sangre, cayendo sobre su mano y sobre los pisos blancos del hospital.

—¡USA, por favor, respira! —suplicó Canadá, su voz cargada de preocupación—. ¡Un doctor! ¡Por favor, necesito un doctor!

La llevaron al quirófano. Intentaron operar para extirpar esas plantas que le privaban de respirar, pero ya era demasiado tarde. En su corazón, el amor y el dolor se entrelazaron en una danza mortal. Las espinas se clavaron más hondo, haciéndolo imposible de remover.

—México... —susurró en su mente, el último nombre que quería recordar, incluso después de la muerte, el único que tenía un verdadero significado para ella. La imagen de su sonrisa fue lo último que vio antes de que el mundo se desvaneciera por completo.

En ese instante, sintió que el hanahaki la reclamaba, llevándose su vida en un susurro de amor y tristeza. La luz se desvaneció, y en medio de su dolor, finalmente encontró la paz que tanto había buscado, justo en la camilla de una sala de quirófano, con el pecho abierto. Pero el precio fue alto, un sacrificio que la unió a él en la eternidad, en el eco de un amor que nunca pudo ser.

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