🌸16🌸
El inframundo estaba sumido en una penumbra que parecía más densa de lo habitual. Las sombras se retorcían, creando formas que sólo la mente más perturbada podría imaginar. La temperatura era helada, pero no por el frío físico, sino por el aura de desesperanza que todo lo envolvía. Las almas perdidas vagaban, atrapadas entre la vida y la muerte, sin dirección, como si su mismo sufrimiento les hubiera dejado huella en el alma. El eco de susurros lejanos resonaba entre las paredes de roca y metal del reino de Hades. Era un lugar que nunca perdonaba.
Ares, el dios de la guerra, avanzaba por el inframundo con paso firme, pero en su interior llevaba el peso de una carga que jamás había anticipado. Sus ojos destellaban con ira contenida, pero también con una creciente desesperación. Su hijo, JiMin, se encontraba en medio de algo que Ares no podía comprender, algo que ponía en riesgo su futuro, el futuro de la guerra y, sobre todo, de su propia estirpe.
La entrada al palacio de Hades apareció frente a él como una construcción sombría, imponente, cuya presencia causaba el mismo miedo que el mar embravecido antes de una tormenta. Con cada paso que daba, Ares sentía el aire cargado de tensiones no resueltas, como si los mismos muros de la fortaleza pudieran devorar su furia si no se controlaba. Ya no estaba seguro de lo que quería más: gritar o destruir. Pero el destino lo había colocado en ese camino, y debía seguirlo hasta el final.
Al llegar ante las puertas del trono, el dios de la guerra se encontró con el guardia que usualmente custodiaba la entrada. Con un gesto impaciente, Ares lo apartó sin decir una palabra. Sabía que nadie osaba interrumpir sus asuntos, especialmente cuando se trataba de una solicitud directa hacia Hades. Finalmente, la puerta se abrió y lo dejó pasar.
Dentro del salón, la luz era escasa, filtrada por las grietas de las piedras de la montaña. El trono de Hades, hecho de un oscuro metal que absorbía la luz, se erguía como un símbolo de su dominio. Ares avanzó sin ceremonias, su armadura resonando en el suelo de piedra, y allí estaba él: el dios del inframundo, sentado en su trono, observando con una mirada fija y calculadora.
-¿Qué te trae a mis dominios, Ares? -la voz de Hades resonó baja, como un susurro, pero con la autoridad de alguien que había gobernado el más allá durante milenios.
Ares se plantó frente a él, con los puños apretados a los lados, pero sin alzar la voz. No era el momento de caer en provocaciones, aunque la rabia bullía en su interior.
-Vengo a pedirte algo... no, a exigirte algo -dijo con una frialdad calculada-. Mantén a tu hijo, alejado de mi hijo JiMin. Lo que sea que esté pasando entre ellos, es peligroso. La conexión que están formando... puede ser fatal para todo lo que hemos construido.
Hades lo miró fijamente, como si pudiera ver más allá de las palabras de Ares, como si estuviera escrutando el alma del dios de la guerra en busca de algún resquicio de debilidad. Finalmente, se inclinó ligeramente hacia adelante.
-Eso no es algo que me concierna, Ares. La vida de tu hijo no es mi problema -respondió con calma, sin una pizca de emoción en su tono-. Lo que sucede entre ellos, lo que sea que hayan decidido hacer... está más allá de mis dominios.
Las palabras de Hades golpearon a Ares como un rayo. No era lo que esperaba escuchar, no en lo más mínimo. El dios de la guerra dio un paso atrás, procesando la respuesta con una mezcla de incredulidad y furia contenida.
-¿Cómo que no es tu problema? -gritó finalmente, la furia explotando en su voz-. ¡Eres Hades, el rey del inframundo! ¡Tienes poder sobre las almas de todos, incluso los dioses que han caído! ¿Cómo puedes decir que no es tu problema? ¡Es Suga, tu hijo!
Hades permaneció inmóvil, sin perder su compostura. Sabía exactamente lo que Ares estaba sintiendo. La desesperación que venía con la impotencia. Los dioses eran criaturas complejas, pero la lealtad familiar no siempre podía superar los principios que gobernaban el equilibrio de los reinos.
-Lo que le sucede a tu hijo, Ares, es un destino que debe afrontar por sí mismo -respondió Hades con una seriedad que le dio a sus palabras una carga inmensa-. No puedo intervenir en la voluntad de los dioses, ni en los destinos que ya están marcados. No tienes derecho a reclamar por algo que está más allá de tu control.
Ares cerró los ojos, respirando profundamente para calmar la furia que le consumía. Había algo en las palabras de Hades que, aunque duras, tenía un fondo de verdad. Lo que sucedía con Suga y JiMin no era algo que pudiera evitarse con la fuerza. La naturaleza misma del destino estaba en juego, y ni siquiera un dios tan poderoso como él podía alterarlo.
Pero la rabia seguía ardiendo en su interior. No podía permitir que JiMin cayera en manos del hijo de Hades, de alguien tan cruel y vil para su hijo. Si Hades no podía hacer nada, Ares sabía que debía buscar una solución por sí mismo.
Finalmente, Ares se inclinó ligeramente hacia Hades, mostrando una calma forzada.
-Está bien. Si no puedes ayudarme, entonces iré a otro que pueda -dijo con una voz más baja, pero cargada de determinación.
Hades asintió lentamente, sin decir nada más. Sabía que Ares no se detendría. No lo hacía nunca.
Ares se giró y comenzó a caminar hacia la salida del palacio, sintiendo la tensión en cada uno de sus pasos. Si Hades no podía detener lo que sucedía, entonces habría una sola opción que quedaba. Él mismo iría hasta Zeus, el padre de todos los dioses, y buscaría una forma de evitar lo inevitable.
Zeus era su único recurso, el único con el poder de alterar el curso de los destinos. Si alguien podía evitar que Suga y JiMin se unieran de esa manera, era el rey del monte Olimpo.
Pero mientras caminaba de regreso al mundo de los vivos, el eco de las palabras de Hades resonó en su mente, recordándole que los hilos del destino no podían cortarse tan fácilmente, incluso para los dioses. La desesperación le llevó a una sola conclusión: debía prepararse para enfrentar a Zeus, sin importar el precio.
El inframundo permaneció inmutable, su oscuridad imperturbable, mientras Ares dejaba atrás la fría fortaleza de Hades. El tiempo se estaba agotando, y con cada paso hacia el Olimpo, la sombra de lo que podría suceder se alzaba sobre él. Pero Ares no se detendría. No hasta que la última pieza del rompecabezas estuviera en su lugar.
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