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🌸15🌸

La habitación, repleta de columnas de mármol y adornos dorados, estaba bañada por una luz cálida que contrastaba con la frialdad del ambiente que se respiraba. Afrodita, la diosa del amor, se encontraba en el centro del salón de su palacio, un lugar que reflejaba la eterna belleza que ella misma personificaba. Su rostro, que usualmente irradiaba serenidad, ahora mostraba una expresión grave. Los ojos de la diosa brillaban con una intensidad que solo el amor y el odio podían encender a partes iguales. Su cuerpo, usualmente rodeado de una aura de dulzura, estaba envuelto en una energía que parecía arder como el fuego.

Frente a ella, Ares, el dios de la guerra, se mantenía firme, su postura rígida y su mirada feroz. A pesar de que la escena podría parecer una confrontación entre dos fuerzas opuestas, había algo aún más profundo en el aire: el conflicto de padres, el enfrentamiento de dos realidades que nunca habían coexistido en paz. El amor contra la guerra, la pasión contra la razón.

Ares había llegado al palacio de Afrodita con una misión: evitar que su hijo, JiMin, se casara con Suga, el hijo de Hades. Ares creía que esa unión representaba una amenaza directa, no solo para su familia, sino para el equilibrio mismo de los reinos. La promesa de la asociación de virginidad eterna era algo que no podía permitir. Sin embargo, se encontraba ante una pared imponente: Afrodita, la madre de JiMin, estaba dispuesta a apoyar a su hijo en todo lo que decidiera, incluso si eso significaba desafiar a Ares.

-No puedo creer que hayas venido hasta aquí con esa intención, Ares -dijo Afrodita, su voz llena de una mezcla de incredulidad y furia contenida-. ¿A qué vienes ahora? ¿A convencerme de separarlos? ¿A arrebatarle a mi hijo el derecho de amar y ser amado?

Ares, aunque acostumbrado a ser temido por todos, sabía que enfrentarse a Afrodita era algo diferente. La diosa del amor no solo podía transformar la voluntad de los mortales; su poder sobre los dioses era igualmente formidable, aunque de una manera distinta. Ares frunció el ceño, su cuerpo tenso y lleno de una violencia latente.

-No estoy aquí para discutir sobre amor -respondió con voz grave y cargada de autoridad-. Estoy aquí porque lo que está haciendo tu hijo es un error, y no permitiré que Suga sea parte de ese futuro. No permitiré que mi familia se destruya por un capricho que ni siquiera entienden.

Afrodita dejó escapar una risa que resonó en las paredes del salón, aunque no era una risa alegre, sino amarga, como si la tragedia de lo que estaba sucediendo ya hubiera sido escrita en las estrellas.

-¿Un capricho? -dijo, acercándose lentamente hacia Ares, con su mirada fija en él, retadora-. ¿De verdad piensas que es un capricho, Ares? Mi hijo ha encontrado algo que nunca creímos que encontraría: alguien que lo complementa, alguien con quien puede ser él mismo. ¿Y tú, en tu infinita arrogancia, vienes a decirme que eso no importa? Que el destino de un joven no debe ser gobernado por su propio corazón, sino por tus prejuicios y tu obsesión por el control.

Ares apretó los dientes, sus manos tensándose a los lados. Sabía que Afrodita tenía razón en algo: su amor por JiMin era profundo y sincero. Sin embargo, esa conexión con Suga, el hijo de Hades, representaba algo mucho más peligroso de lo que la diosa podía entender.

- Afrodita, es un error fatal. Suga es un hijo de Hades, y eso lo convierte en una amenaza. Una amenaza no solo para JiMin, sino para el futuro de toda nuestra familia. Sabes tan bien como yo que el destino de los hijos de Hades está marcado por la oscuridad, por la condena. No podemos permitir que JiMin se una con él y evite que sea parte de la asociación de virginidad eterna.

Afrodita lo miró fijamente, sus ojos chisporroteando con ira contenida. Era evidente que Ares había tocado una fibra sensible. La mención de la asociación de virginidad eterna era una acusación directa no solo a Suga, sino también a ella. La diosa del amor había luchado durante siglos por mantener el equilibrio del amor y la virginidad en el mundo de los humanos, pero sabía que ese equilibrio era más frágil de lo que muchos pensaban. Y ahora su hijo estaba en medio de todo eso.

-Lo que dices tiene sentido, Ares. Lo sé. Pero también sé que el amor no puede ser contenido por prejuicios. No es una cuestión de controlar a nuestros hijos, sino de dejarlos ser lo que son. JiMin ha encontrado algo en Suga que no puede hallar en ningún otro ser. Y eso, lo que sienten, es lo único que verdaderamente importa -dijo Afrodita con una voz temblorosa, pero llena de firmeza-. No voy a permitir que alguien le arrebate eso, especialmente tú.

Ares la miró con dureza. Estaba preparado para pelear por lo que consideraba correcto, pero al mismo tiempo, no podía evitar sentir una punzada de dolor. El amor de Afrodita por su hijo era igual de feroz que la guerra que él mismo libraba. Sin embargo, Ares no podía permitir que su hijo se perdiera en un destino que él no entendía, un destino que creía predeterminado por la oscuridad de los antiguos pactos.

-Tienes derecho a amar a tu hijo, Afrodita -dijo finalmente, su tono más calmado, aunque no menos firme-. Pero yo tengo derecho a proteger el futuro de los míos. Y no voy a quedarme de brazos cruzados mientras JiMin se adentra en algo que podría destruirlo.

La tensión en el aire era palpable, y aunque ambos dioses permanecieron en silencio por un momento, cada uno sabiendo que la discusión no terminaría de manera fácil, un sentimiento compartido de inevitabilidad comenzó a surgir. Algo más grande que ellos se cernía sobre la situación. El amor y la guerra, dos fuerzas irreconciliables, no podían coexistir en paz. Y lo que estaban discutiendo no era solo el futuro de sus hijos, sino algo mucho más profundo: el poder de los dioses mismos.

Afrodita se giró, su mirada llena de una tristeza insondable, pero también de una resolución que solo una madre podía tener.

-Haz lo que debas hacer, Ares -dijo con voz baja, pero con la autoridad de una madre que ha visto más de lo que cualquier dios podría imaginar-. Pero no me pidas que me quede de brazos cruzados. Yo no dejaré que destruyas lo que mi hijo ha encontrado. Y si llegara el momento, estaré dispuesta a enfrentarte, aunque seas su padre. No lo haré por ti. Lo haré por él.

Ares la miró en silencio, sin saber cómo responder. Sabía que lo que Afrodita había dicho era cierto: ella pelearía por su hijo. Y él también lo haría. La batalla que se estaba librando no era solo entre ellos dos; era una guerra silenciosa, una guerra en la que sus hijos estaban en el centro, y en la que ningún dios podría salir indemne.

Con una última mirada llena de incertidumbre, Ares dio media vuelta y salió de la sala, dejando atrás a Afrodita, quien permaneció inmóvil, observando su partida con una mezcla de tristeza y determinación. Ambos sabían que lo que venía no sería fácil. Pero el amor y la guerra nunca lo habían sido.

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